22

Las intensas lluvias se han convertido en torrenciales, la violenta tormenta parece fuera de temporada en esta época del año, los fuertes vientos pelan las hojas de los árboles y los truenos retumban como en una guerra. La lluvia golpea contra el parabrisas del todoterreno y salpica el cristal. Y Benton parece estar a kilómetros de distancia, mientras conduzco por las calles oscuras y llenas de charcos de Cambridge.

—Es de sentido común que no pueda inmiscuirse en esto —dice desde el asiento del copiloto, sin mirarme, atento al entorno.

—¿El sentido común de quién? —replico yo, y trato de no sonar tensa.

—¿Quieres que el interior de esa casa quede lleno con su ADN?

—Con un poco de suerte eso no llegaría a suceder, pero por supuesto que no.

Trato de sonar razonable.

El teléfono de Benton brilla en la oscuridad, y él teclea algo.

—Aun así, posiblemente ya ha transferido su ADN a los efectos personales de ella, a su ropa. —Vuelve a tomar el teléfono que lleva en el regazo—. Porque yo apuesto algo a que manejaba todo tipo de cosas.

El limpiaparabrisas hace ruido. He puesto la calefacción a tope para evitar la condensación.

—Y no me importa qué mierda protectora se ponga encima —dice entonces Benton—. En estos días, uno puede obtener ADN hasta del mismo aire.

—Eso no es del todo así —le respondo—. Y sí, él no debería registrar la casa —admito, pues estoy de acuerdo con eso—. Aunque tampoco hay pruebas de que la conociera, o de que alguna vez la haya conocido, o de que supiera que alguien le había robado su identidad en Twitter. No hay una sola prueba de que él haya hecho nada malo.

—No pinta bien.

—Tiene la pinta que tiene —replico, no sin un destello de ira—. Alguien pretende implicarlo.

—Y nosotros no deberíamos hacer nada para que aún luzca peor.

—¿Así que pierdo a mi investigador jefe porque alguien le ha tendido una trampa y le ha puesto en ridículo? —Estoy frustrada, al borde de la furia, indignada de que el FBI se crea de pronto con la potestad suficiente para decirme cómo debo dirigir mi oficina.

Estoy molesta porque me ha sugerido que los investigadores que entreno van dejando su ADN por todas partes.

—Le han tendido una trampa porque era un objetivo previsto —añado.

—Tiene que mantenerse al margen de este caso. Tiene que mantenerse alejado del CFC durante un tiempo.

—¿Esto es lo que piensas tú, o lo que piensan tus colegas?

Un relámpago resquebraja el cielo.

—No me corresponde a mí decidir cómo debe ser manejado Marino. No es apropiado que yo lo decida, por mis vínculos personales. Por nuestra historia común.

Benton no me mira, y sé que está dolido.

—Me parece que si alguien debe decidir, este debe ser quien lo conozca mejor.

—Sí, lo conozco —dice.

—Por supuesto que sí. Y tus colegas, no.

—No, no del modo en que yo lo conozco. Tienes razón en esto. Y tal vez tú deberías tener presente todo lo que sé sobre él.

—De modo que yo debería pensar en lo que sabes de las debilidades de Marino.

Es obvio adonde quiere ir a parar, y no puedo evitar que suceda.

—Las debilidades. Vaya —dice.

—No hagas esto, Benton.

—Sí, las debilidades —repite.

—Maldita sea, para ya.

—¡Qué forma de hablar! —exclama con la voz de rabia, de dolor.

—¿Es que acaso ahora quieres desquitarte? —pregunto.

—Nada más que una debilidad, o dos.

—¿Vas a desquitarte al fin por una noche en que él estaba borracho y bajo los efectos de la medicación? —No me corto y lo digo claramente—. ¿Por una noche en que él estaba fuera de sí?

—Oh, la excusa más antigua del mundo. La culpa fue de las pastillas. La culpa fue de la bebida.

—Esto no ayuda.

—Y cuando uno agrede sexualmente a otro basta con alegar locura y ya está todo arreglado.

—Por favor, no me digas que lo que sucedió entonces repercute en las decisiones que estamos tomando ahora —le digo—. Yo sé que no lo arrojarías a los lobos por un error que cometió hace años. Y uno por el que no podría sentirse más arrepentido.

—Marino se arroja él mismo a los lobos. Él es su propio lobo.

Pasamos junto a un edificio en construcción, donde las excavadoras aparcadas entre charcos de lodo y agua de lluvia me recuerdan a criaturas prehistóricas atrapadas, a inundaciones, a vidas barridas de la faz de la tierra. Mis pensamientos son oscuros y mórbidos, y siento temor, sospecho que tal vez Benton permaneció en silencio en el umbral de la puerta de la sala de Descomposición para enviarme un mensaje. Temo que acaso las debilidades de las que estamos hablando no sean las de Marino. Sino las mías.

—Por favor, no le castigues por mi culpa —le digo en voz baja—. No es un depredador. No es un violador.

Benton no responde.

—Indudablemente no es un asesino.

Benton sigue en silencio.

—A Marino le han tendido una trampa, lo cierto es que ha sido desacreditado, humillado por el asesino de Peggy Stanton. —Miro a Benton, pero él tiene la vista clavada en el horizonte—. Por favor, no lo uses como una oportunidad para ejercer un castigo.

Quiero decir: como una oportunidad para castigarme.

El todoterreno arrolla los charcos que se han acumulado en las zonas bajas y las ramas rotas que cubren la calle, y ninguno de nosotros dice nada, y el silencio me convence de lo que sospechamos. La distancia entre ambos es inmensa y vacía, mientras la lluvia arrecia y caen las hojas muertas y flotan en la oscuridad como murciélagos.

—Le han tendido una trampa, sí. Eso es cierto —dice Benton, por fin, casi con cansancio—. Dios sabe por qué alguien se molestaría en hacer algo así. Él es perfectamente capaz de tenderse una trampa a sí mismo. No necesita que nadie le putee, se putea él sólito.

—¿Dónde está? Espero que no esté solo en estos momentos.

—Está con Lucy. Se las ha arreglado para empeorar su situación gracias a su comportamiento: se ha puesto chulo y a la defensiva.

Miro el espejo, tengo los ojos llorosos y veo los faros deslumbrantes de los coches que vienen de cara.

—Se ha comportado como un idiota bravucón, negándose a cooperar —continúa Benton, y su tono de voz ha cambiado, como si quisiera hacerme saber algo que quiere que yo sepa, y con eso basta.

—No me sorprende —me oigo decir, mientras me doy cuenta de algo completamente distinto.

No había pensado hasta ahora en las ventanas de observación con vistas a las salas de autopsias.

—Solo puedo imaginar que ahora siente vergüenza y está rabioso —añado, pero esto no es lo que me llama la atención. No había pensado en los laboratorios de enseñanza. Nunca se me ocurrió que alguien pudiera estar dentro con las luces apagadas—. Ciertamente puede ser su peor enemigo —sigo diciendo, mientras mis pensamientos vagan por otro lado.

Benton estaba allí, observando, y durante ciertos momentos lo que estaba sucediendo no podría haber sido más evidente. No guardé las distancias. No traté de detener lo que estaba sucediendo, porque no podía, porque lo deseaba. Lo deseaba, en medio de tanta muerte y horror, cuando la urgencia de sentirse vivo puede anular todo lo que es lógico.

—Se enfada, insulta… Lo cierto es que no ha cooperado en nada —dice Benton, y yo apenas le escucho.

Luke me lo propuso y yo pensé en ello, me pregunté dónde y cuándo y sopesé planes fugaces sobre alguna forma de salimos con la nuestra. Le dije que no, pero la verdad es que lo deseaba. Aquello de lo que me acusó Benton en Viena es verdad.

—Tuve que salir de la sala en un momento dado para no perder los estribos con él —admite, y lo que yo le escucho decir es que Benton salió de la sala de observación de arriba.

Está haciéndome saber que lo hizo, que nos observó desde el cristal oscuro del laboratorio de enseñanza que queda justo sobre la sala de autopsias.

—Y todo porque quería empezar una relación con una completa desconocida en el ciberespacio, por el amor de Dios —añade.

—Bienvenido a la vida moderna —le respondo con tristeza—. La gente lo hace todos los días.

—Nadie que yo conozca hace algo así.

—Marino ha estado muy solo y se siente tan vacío como un agujero negro desde que Doris se fue, y de eso hace ya más tiempo que el que estuvieron casados. Desde entonces no ha tenido nada más que encuentros ocasionales sin mayor relevancia, en su mayoría con mujeres que le hacen daño, que se aprovechan de él o que son un horror.

—Y ciertamente también le llegó el turno de ser él mismo un horror, el que hace daño a los demás —apunta Benton, y yo no discuto con él.

No puedo.

—Nadie con quien trabajo liga por el maldito Internet —repite una vez más.

—Eso es bastante difícil de creer.

—Nadie con quien trabajo es tan estúpido para hacer algo así —afirma—. Internet es la nueva mafia. Es donde el FBI se infiltra y espía. No vamos allí a jodernos la vida.

—Bueno, Marino puede ser así de estúpido —le respondo—. Él se siente así de solo, y echa de menos a su esposa y echa en falta ser policía y le asusta hacerse viejo y no tiene ni idea de nada de eso.

Conduzco despacio por la calle 6, ante la sede del Departamento de Policía de Cambridge, envuelta ahora en la lluvia, y sus luces Art Déco brillan azules en la niebla.

—Lo que no entiendo es cómo alguien puede pensar que lograría algo haciéndole creer que estaba tuiteando con una mujer que claramente no podría haber estado viva mientras estaba sucediendo todo eso —digo entonces.

—No todo el mundo va a tener claro cuánto tiempo lleva muerta.

—Has visto su cadáver. Lo que queda de él.

—Todo depende de la interpretación.

Lo dice de una manera que me resulta inquietante, como si ya lo hubiese sugerido antes.

—¿De la «interpretación»? —repito, indignada—. Está claro que lleva muerta desde hace meses.

—Claro para mí, pero no para la mayoría de la gente —dice Benton—. Depende de qué programas de televisión vean. Oyen la palabra «momificada» y esperan que aparezca envuelta en vendas y en el interior de una pirámide.

Apenas puedo distinguir la escuela autónoma y los edificios de biotecnología ante los que pasamos. En la mayor parte de Cambridge las farolas brillan por su ausencia.

—Y tampoco ayuda que Marino estuviera en el aeropuerto Logan justo cuando recibiste el correo electrónico anónimo en relación con la desaparición de Emma Shubert.

Vale, lo ha dicho, y ya nada me sorprende.

—Él nunca ha estado en Alberta y no tiene ni idea de software anónimo ni de servidores proxy, Benton.

—Que se sepa.

—¿Qué posible motivo podría tener, incluso si fuera capaz de hacer algo así? —pregunto.

—Yo no soy quien piensa que haya podido hacer algo así.

—De modo que otros piensan que podría tener algo que ver con la desaparición de Emma Shubert. —Quiero que me lo diga alto y claro.

—O que tiene algo que ver con lo que te enviaron por correo electrónico. Todo forma parte de la misma discusión —replica, y es ridículo, y yo se lo digo, pero ya he visto antes cómo las cosas más ridículas daban pie a las acciones más extravagantes.

Sé que no debo descartar cualquier noción que se les pueda meter en la cabeza a los investigadores.

—Me preocupa que sea alguien que le conoce, Kay.

—Hoy en día todo el mundo conoce a todo el mundo, Benton.

—Una paleontóloga ha desaparecido y se le presume muerta, y te envían una foto de una oreja cortada —dice—. Mildred Lott ha desaparecido; su marido va a juicio por su asesinato, y luego su helicóptero lo filma todo mientras tú estás sacando el cadáver de Peggy Stanton de la bahía, apenas unas horas antes de que tengas que ir a declarar. Me preocupa que el que esté haciendo esto…

—¿«… el que esté…»? ¿Así, en singular? ¿Crees que se trata de una sola persona?

—Conexiones. Hay demasiadas. No creo que sea una coincidencia.

—¿De modo que crees que una sola persona está haciendo todo esto? —le pregunto.

—Si quieres que algo salga bien, hazlo tú mismo. Y me preocupa que esta persona conozca a Marino, y te conozca a ti. Tal vez nos conoce a todos.

—No tiene que ser alguien que lo conozca a él o a cualquiera de nosotros —le rebato, porque no estoy de acuerdo—. Si buscas a Peter Rocco Marino en Twitter puedes encontrarlo. Cualquiera puede encontrar mucha información acerca de todos nosotros en Internet, lo que es bastante aterrador.

—¿Y por qué esta persona iba a buscarlo en Twitter, para empezar? A menos que tenga una razón personal para ponerlo en apuros.

—Lucy le enseñó a utilizar Twitter a principios de julio. Cuando se mudó a su nueva casa, creo recordar. ¿Cuándo empezaron a tuitearse él y Pretty Please?

—Él dice que ella le tuiteó primero. Afirma que todo empezó a finales de agosto, tal vez el fin de semana anterior al primero de septiembre. Que ella dijo ser, y cito, «una fan».

—¿Fan de Jeff Bridges o de Marino?

—Exacto. Porque mira que es idiota —dice Benton—. Utiliza el avatar de un personaje de una película de bolos y se hace llamar El Nota. Y claro, Marino pensó al instante que ella debía de ser una entusiasta de los bolos, lo que significa que tenían algo en común.

Me detengo en un stop en el barrio de Peggy Lynn Stanton: los faros brillan a través de la lluvia, alumbran la calle, que ahora está muy oscura, y los coches aparcados a ambos lados.

—Voy a tener que revisar todos los tuits, los correos electrónicos, los registros telefónicos, lo que sea necesario —dice Benton—. Porque al final voy a ser yo quien le saque de este lío en el que se ha metido, ¿no es irónico?

Las casas son viejas, pero no antiguas, ni caras para Cambridge. Son casas unifamiliares y ocupadas, encantadoras e impecables, y tan juntas que sería difícil que una persona pasara entre ellas.

—¿Y Marino supuso que ella jugaba a los bolos, o ella se lo dijo a las claras? —pregunto.

Los jardines son pequeños o inexistentes, convertidos en zonas de aparcamiento. Aquí los vecinos verían al instante que un vehículo no es de la zona.

—No sé con detalle qué se contaron, pero él parece tener la impresión de que ella es una ávida jugadora de bolos. O que lo era.

Trato de imaginar cómo sacar a una mujer de su casa a la fuerza, y no puedo. No me puedo imaginar a nadie gritando o causando el menor alboroto sin que el vecindario se dé cuenta. Nos quedamos sentados en silencio bajo la lluvia que repiquetea en el capó, mientras a lo lejos los relámpagos se desvanecen y dejan paso a los truenos. No creo que Benton piense que Peggy Lynn Stanton fue asesinada en su casa o secuestrada en ella. Se lo pregunto.

—El hecho es que no lo sé —afirma—. Doug tiene su propia opinión, pero no es necesariamente la mía.

—Dime la tuya.

—Te voy a decir quién.

—¿Tienes un sospechoso en mente?

—Yo sé quién es, tiene por lo menos treinta años, o probablemente más. —Benton escruta la calle lluviosa en la oscuridad—. Es inteligente, alguien con logros en su haber y que aunque se integra en la sociedad está aislado emocionalmente. No intima. Aquéllos que piensan que lo conocen, en realidad, no lo conocen.

—¿«Él»?

—Sí. —Benton mira los coches, mira las casas—. Sabe navegar. Probablemente posee un barco o en todo caso tiene acceso a uno.

Pienso en la obsesión de Marino para que el CFC se haga con un barco, y me pregunto a quién más le ha contado eso.

—No necesita ayuda para navegar, es lo suficientemente hábil para pilotarlo solo. —Benton baja la ventanilla y mira fijamente hacia fuera en la oscuridad—. Tiene labia, mucha labia, se siente completamente seguro de poder convencer a cualquiera de cualquier cosa, incluida la policía y la Guardia Costera. —No siente la lluvia que cae—. Si el barco tuviera un accidente o alguien le detuviera mientras llevara un cadáver a bordo, estaría seguro de poder salirse con la suya, convencido de que nadie lo sabría. Es alguien sin miedo. Alguien con medios financieros.

Marino tiene licencia de capitán, expedida por la Guardia Costera.

—Un sociópata narcisista —añade Benton, mirando la lluvia y la noche—. Un sádico sexual que se excita causando temor, atormentando, degradando a otros, controlándolos.

—Hasta ahora no he encontrado ninguna prueba de agresión sexual —le hago saber.

—No las agrede sexualmente. Siente una aversión física hacia sus víctimas porque están por debajo de él. Se asegura de que sepan que están por debajo de él. Cuando decías que quería tendernos una trampa tenías toda la razón, ahora que lo pienso.

—Una trampa destinada a desmembrarla, a provocar su decapitación, y tal vez a que parte o todo su cuerpo se perdiera. ¿Por qué? —me pregunto—. ¿Tal vez porque no quería que la identificáramos?

—Porque no era suficiente con matarla. Podría matar todos los días, y aun así no sería suficiente para llenar el vacío que le quedó por alguna terrible devastación que sufrió al principio de su vida.

—¿Una devastación de la que tú sabes algo?

—Lo sé porque todos son diferentes e iguales. Un monstruo al que nadie reconoce. Se dedica a sus cosas, y mientras tanto tiene un cadáver en un refrigerador o un congelador, porque no puede evitarlo, no puede evitar su fantasía. Tiene que volver a vivir constantemente lo que le hizo a ella. Y aun cuando finalmente decidió deshacerse de ella, tuvo que destruirla una última vez. Quería que quedara destrozada y deseaba que otros lo vieran, y pretendía que quien lo viera se asustara e hiciera el ridículo. Es alguien que ansia burlarse de los demás.

Benton sube la ventanilla.

—¿Y la conocía? —le pregunto.

Se seca la lluvia de la cara con las manos.

—Sabía a quién estaba matando —responde—. Peggy Stanton era solo una suplente. Todas sus víctimas son sustitutas. Ha matado antes, y volverá a matar o tal vez ya lo haya hecho, y va a seguir haciéndolo porque le da placer.

El limpiaparabrisas barre el agua del cristal mientras poco a poco avanzo hasta quedar a la altura de los coches aparcados delante del mío.

—La misma víctima cada vez. Una mujer. —Benton se sube la cremallera de la chaqueta—. Lo más probable es que sea una mujer madura, mayor que él. Una mujer asentada, madura, con algo en su haber. Podría tratarse de su madre o de alguna otra mujer que desempeñó un papel muy poderoso en su vida.

—Lo que me describes no es ciertamente un crimen por impulso. —Me doy cuenta de que a medida que pasamos se mueven las cortinas en las ventanas.

Los vecinos están alerta, observan cómo nuestro todoterreno se ha detenido en la calle y luego ha avanzado lentamente.

—Por aquí uno no secuestra a nadie ni se mete en líos ni hace nada de nada sin ser visto —le digo—. Uno no carga con un cadáver o una persona inconsciente desde su casa hasta su coche, no importa cuan oscuro esté afuera. El riesgo sería enorme.

—Lo que le sucedió estaba calculado.

—Meticulosamente —afirmo, porque estoy de acuerdo.

—Hubo un encuentro, tal vez más de uno. Pero ellos no se conocían entre sí —dice Benton—. O al menos ella no lo conocía a él.