21

En el CFC se conoce al dentista forense Ned Adams como el hombre que susurraba a los dientes, a causa de todo lo que los muertos le confían: edad, nivel económico, higiene… Y si eso no es suficiente también la dieta, si bebía o tomaba drogas, o si esa persona estaba embarazada o tenía acné o un trastorno alimentario.

Ned tiene sesenta y tantos años, es algo encorvado y tiene las rodillas hechas polvo y un rostro profundamente arrugado, que ha sonreído más veces de las que ha fruncido el ceño. Con ver un solo diente puede determinar cosas que los amigos más cercanos y la familia del difunto probablemente ni sabían ni imaginaban. Y mientras transportamos el cadáver por el pasillo, después de haberlo pesado y medido en el área de recepción, nos confirma que en vida Peggy Lynn Stanton fue víctima de un dentista muy malo, que, como dice Ned, le costó —a ella o a alguien— un ojo de la cara y parte del otro.

—Un tal doctor Tirón, menudo nombre para un dentista, ¿eh? Solo que no estuvo a la altura, y os demostraré por qué. —Ned nos acompaña a Luke y a mí hacia la nevera de Descomposición con la gabardina colgada del brazo y un aire optimista, porque su misión se ha realizado con éxito y no tiene ninguna prisa por volver a una casa vacía—. Un dentista cosmético de Palm Beach, en Florida, que no le prestó la atención adecuada, aunque tal vez no fue algo intencionado y solo mera incompetencia.

—Sí, claro —replica Luke sarcásticamente—. ¿Y cuál es el botín?

—El diente número ocho, un incisivo central superior con una amplia resorción radicular interior, junto con una fístula bucal —responde Ned—. Es imposible pasar por alto esa gran zona radiolúcida interna en el centro del conducto radicular, en las radiografías pre y post mortem.

—¿Eso está bajo una corona? —pregunto, y tiro de la manilla de la puerta del refrigerador.

—Exactamente. Y dicho trauma conlleva una infección e inflamación en curso que el tipo dejó de todos modos, y no solo eso, sino que para colmo le puso una corona de porcelana encima. Supongo que este payaso le supuso a nuestra difunta unos cuarenta mil dólares en facturas, y una gran cantidad de dolores y molestias. Le costaba morder, estoy bastante seguro, pero no puedo probarlo porque no puedo preguntarle a ella si sufría de dolores de cabeza crónicos. No me sorprendería que tuviera un trastorno de la articulación temporomandibular. Cuando vayas a su casa, busca un protector bucal nocturno.

Como si eso fuera lo más importante que pudiese encontrar.

—¿Y cuándo podría datarse el comienzo de la infección?

Guío la camilla a través del aire helado y rancio, empujándola entre un público silencioso y triste de montículos cubiertos de plástico negro, que ahora yacen sobre armazones de acero. Muchos de los pacientes aquí almacenados aún no se han identificado.

—Es difícil de precisar —responde Ned, exhalando vaho—, pero yo diría que está relacionado con un tratamiento de hace dos años y medio, y después, el pasado mes de marzo, le puso la corona de porcelana.

—Así que en marzo estaba en Palm Beach —supongo, mientras salimos por la puerta trasera que se abre a la sala de Descomposición.

—Sin duda —dice Ned—. Y me es imposible creer que para entonces la resorción no hubiera progresado hasta involucrar el espacio del ligamento periodontal y el diente. En otras palabras, que debería haber extraído ese maldito diente y no restaurarlo.

—Vale, otro embustero más —comenta Luke.

—Bueno, si hubiera vivido, se habría enfrentado inevitablemente a una extracción, seguida de un implante y otra corona. —Ned deja su maletín negro sobre el tablero y su impermeable sobre una silla, como si planeara quedarse un rato—. Un montón de conductos radiculares (ocho, para ser exactos), probablemente por traumatismo causado por la perforación de dientes sanos para ponerle coronas que dudo que ella necesitara. Sus molares posteriores, por ejemplo. ¿Por qué molestarse en ponerle porcelana en dientes que nadie iba a ver? Mejor usar oro. Lo creáis o no, sale más barato.

—Dinero, dinero, dinero. —Luke me da una máscara y unos guantes, y me mira con sus ojos azules, como si pudiera explicarme todo lo que ha pasado, como si yo no debiera preocuparme por él.

—Eso, y además ese mismo dentista también le estaba poniendo inyecciones faciales —nos informa Ned, mientras Luke y yo nos ponemos batas y fundas de calzado—. Es una tendencia reciente ante la que tengo serios reparos. Todos esos dentistas que inyectan a sus pacientes Perlane, Restylane, Juvederm y otros rellenos faciales, y también Botox. Tal vez esté pasado de moda, pero no creo que los dentistas debamos rellenar mejillas ni suavizar los rasgos de nadie.

Transportamos el cadáver de la camilla a una mesa de autopsias, y ahora, sobre el frío acero inoxidable, este cuerpo se ve trágicamente pequeño y arrugado. Enciendo la luz de exploración y la muevo de un lado a otro mientras Luke etiqueta contenedores de muestras, y mis sentimientos hacia él son confusos. Son ambivalentes y me asustan, e intento no pensar en las acusaciones escandalosas que Marino ha hecho contra él en el coche esta misma mañana. No quiero admitir que podría tener razón.

—¿Así que ese tal doctor Tirón, el que la vio en marzo, también le inyectó Botox en esa cita? —pregunto, mientras dirijo el haz de la potente lámpara debajo de los brazos del cadáver.

—Aumento de labios. Un centilitro de Restylane —dice Ned—. Está en su historial. Por lo menos ese tipo actualizaba los registros.

—Cuatro pequeñas contusiones. —Le hago saber a Luke—. Con otra aquí.

—¿Un moretón en el pulgar? —Estira la mano para asir la luz y su brazo me toca ligeramente.

—Es posible. En el lado opuesto. Es muy posible que tenga un moretón en el pulgar. Sí. —Le muestro, y él se apoya contra mí.

—Contusiones en la punta de los dedos —describe—. Estoy cogiéndole el brazo, hay cuatro dedos y el pulgar.

—Gracias, Ned.

Es mi manera de hacerle saber que ya tengo todo lo que necesito.

—Por lo menos no es una de esas situaciones que veo muy a menudo. —Coge el maletín negro, desgastado y rayado, un regalo de bodas de su esposa ya difunta—. Hay dentistas que apuntan todo tipo de cosas que jamás han hecho para poder presentar reclamaciones ante la compañía de seguros, o para disimular servicios no cubiertos por otros que sí que lo están. Eso, por no hablar de un trabajo simplemente mal hecho.

—Es realmente difícil de ver, en su estado. —Luke usa una lupa para examinar las sutiles contusiones que le he señalado, y mientras se mueve a mi alrededor soy consciente del susurro de su bata blanca, de la intensa luz que ilumina ahora su cabello rubio pálido.

—Hay que alumbrar las zonas desde diferentes ángulos, para conseguir una visión general antes de hacer un examen visual inmediato de una característica o características concretas —le sugiero, y siento el calor que irradia él y también el calor de la lámpara—. De la misma manera que uno se conduce en una escena del crimen. La imagen general primero. Luego ya se limita la búsqueda. No hay que fijarse tanto en una cosa que uno se olvide del todo.

—Ciertamente no querría fijarme tanto en algo que hiciera que me lo perdiese todo —dice Luke, y ajusta la luz de nuevo.

—Recuerdo que me llamaron para consultarme sobre un caso, no hace mucho. —Ned recoge el impermeable de la silla—. En New Hampshire aparecieron varios pacientes con pedazos de herramientas dentales en los dientes.

—Muchas gracias, Ned —respondo, y le miro—. Nos has salvado, como siempre, y te estoy agradecida, y el FBI te está agradecido. Todo el mundo te está agradecido.

Se detiene en la puerta.

—Ese dentista particular se enfrenta ahora a más de un centenar de juicios por mala praxis.

—Benton salió a recoger unas pizzas, y supongo que ya ha vuelto —le hago saber a Ned.

—Probablemente va a ir a la cárcel unos cuantos años y podría ser deportado a Irán.

—Quizá te gustaría pasarte por el séptimo piso —le sugiero—. Estoy segura de que les encantará tener un poco de compañía, si no tienes prisa por volver a casa.

—¿Tal vez algunos aquí también? —Luke señala manchas marrones más pequeñas, y casi perfectamente redondas, su brazo tocando el mío, y siento su firmeza a través del recubrimiento de Tyvek—. Como si el agarre hubiera sido intermitente, como vemos cuando alguien está siendo retenido contra su voluntad, y el agarre se contrae y se relaja, se contrae y se relaja. ¿Te parecen normales esos moretones en las yemas de los dedos a través de varias capas de ropa?

Tomo la cámara y la regla que Marino ha etiquetado esta misma mañana.

—¿Te parece normal un moretón como éste a través de una blusa y una chaqueta de lana? —me pregunta Luke, mientras comienzo a tomar fotografías, porque Marino no está aquí.

Aunque no sé exactamente qué está pasando, entiendo que Marino todavía sigue arriba y que está siendo interrogado por Machado y el FBI, quienes muestran interés por saber algo relacionado con Twitter y esa mujer de la que Lucy me ha hablado. Alguien a quien Marino «conoció en Twitter y a la que tuvo que dejar de seguir en más de un sentido», según me dijo mi sobrina esta mañana, cuando me informó de que Marino había estado durmiendo en el CFC en una cama hinchable.

«Mema» fue la palabra utilizada por Marino, mientras nos dirigíamos a la base de la Guardia Costera, y sea lo que sea que haya hecho recientemente es simplemente imposible que haya estado tuiteando con Pretty Please, o con cualquier nombre que Peggy Lynn Stanton haya podido usar en Internet. Marino pudo haber estado tuiteando con alguien en estos últimos días y semanas, pero no con la mujer que yace ahora sobre esta mesa de autopsias. Ella había muerto mucho antes de que él empezara a tuitear, estaba muerta antes de que él incluso abriera su cuenta en Twitter, posiblemente lleva muerta y almacenada en frío desde la primavera, y mi mente procesa información sin parar, y la sangre me fluye a toda velocidad.

Mis pensamientos sopesan conexiones y posibilidades; el pulso se me desboca. Trato de distraerme de lo que estoy sintiendo mientras Luke me toca y se roza contra mí y yo no le paro los pies.

—No tenía la menor intención de minar tu autoridad o de hacerte la cama —dice, ahora que Ned se ha ido—. Me disculpo sinceramente. Pensé que estaba ayudando.

Practico una incisión en las marcas de color marrón del brazo derecho para ver si están bien definidas bajo la epidermis. Busco la tinción dejada por la hemorragia, por si se extiende en la dermis, en la capa más profunda de la piel, y así es.

—La pregunta, por supuesto, es cuándo podría haberse hecho estos moretones. —Agarro la lámpara por el asa, e ilumino sus brazos hasta la yema de los dedos arrugados, con las uñas pintadas y astilladas, que ahora están recortadas.

Reviso la parte inferior de las muñecas y la parte superior de las manos.

—Es muy difícil, si no imposible, datar estas contusiones, a causa de su estado actual —añado. La luz alumbra la parte superior del pecho, los senos correosos, el abdomen arrugado—. Pero dependiendo del grado de fuerza utilizado por la persona que la agarró, podría haberse hecho estos moretones a través de varias capas de ropa —añado, y respondo así a su pregunta.

—Es importante saber si estaba vestida o no, me parece a mí —dice—. Me doy cuenta de que esto no nos atañe a nosotros, sino tal vez al departamento de Benton. Yo no me dedico a hacer perfiles.

—El FBI puede ser muy persuasivo. —Ilumino ahora la cadera, los muslos—. Y estoy segura de que contigo han sido aún más convincentes, porque Benton se presentó con ellos. Pero nosotros no trabajamos para ninguna agencia de la ley y el orden, Luke.

—Por supuesto que no.

—Es nuestro deber responder objetivamente a las preguntas formuladas por la evidencias. —Dirijo la luz a las rodillas—. Y debemos seguir de forma estricta la cadena de custodia, lo que significa que no abrimos nuestra sala de evidencias al FBI ni permitimos que nos metan prisa, sea cual sea la razón que nos den para mostrar tanta urgencia.

—Él es tu esposo, así que supuse que…

—¿Y se supone que el hecho de que estemos casados cambia la forma en que hacen su trabajo, o el modo en que nosotros hacemos el nuestro?

—Pido disculpas —dice de nuevo Luke—. Pero después de su enfado cuando estábamos en Viena…

No termina la frase. Después de la exhibición descarada de celos de Benton de la semana pasada, Luke no tiene por qué admitir que la última cosa que querría hacer es cabrearlo aún más. Luke sabe que puede hacerlo. Él sabe por qué puede hacerlo, y yo no voy a hablar de mi matrimonio con él, ni de por qué podría suponer una amenaza para Benton.

No voy a admitir abiertamente ante Luke Zenner que mi marido y yo hemos tenido nuestra cuota de fricción en los últimos tiempos: episodios de incertidumbre y desconfianza que no son tan infundados e irracionales como parecen. Si nuestras peleas no tuvieran el menor fundamento, Luke y yo no estaríamos ahora bailando esta danza de tocamientos, de inclinaciones, de sugerencias, de hablar el lenguaje sutil de la atracción, y solo cuando esto sucede soy sincera conmigo misma.

—Lo que no podemos dejar de preguntarnos es si en algún momento le quitaron la ropa —dice Luke, mientras cambio la posición de la regla de plástico, la escala, para tomar otra fotografía—. Lo digo solo porque las contusiones se ven muy distintas. Aquí y aquí.

Y se acerca, y su antebrazo roza el mío y su hombro se roza contra mí cuando se inclina hacia lo que está examinando, y yo no quiero sentir lo que estoy sintiendo ahora mismo.

—Se puede ver como si las yemas de unos dedos hubieran presionado con una fuerza considerable, y me pregunto si eso fue a través de varias capas de tela.

Se inclina hacia delante, ante mí, y no se mueve.

—¿Las contusiones tendrían exactamente este aspecto, si fuera el caso? —pregunta.

—No podemos saber a ciencia cierta si fue a través de la ropa o no —le respondo.

—¿Valdría la pena usar la ELA? —sugiere, e indica la fuente de luz alternativa que todavía está en la encimera, donde Marino la ha enchufado hace unas horas.

—No será de ayuda.

—Así que esto es un no.

Me mira a los ojos.

—Si quieres escanearla porque crees que lograrás visualizar cualquier contusión leve o poco visible que hayamos pasado por alto, allá tú. Esto en el supuesto de que nos falte algún patrón que tenga relación con las contusiones… —le digo para hacerle cambiar de opinión, porque es mi deber.

—De acuerdo, es ridículo.

—No es ridículo, sino simplemente ilógico —le respondo.

—Estoy de acuerdo. Quiero decir, ¿cuáles son las posibilidades? —dice.

—Las posibilidades de encontrar pruebas con el ALS son en mi opinión nulas.

Pero no es eso de lo que le estoy hablando: lo estoy desalentando, sí, pero no es eso realmente lo que está en juego.

No voy a tener una aventura con él a menos que decida que no me importa tirar toda mi vida por la borda. No se trata de si él tiene una oportunidad conmigo, sino de lo loco que resulta estar pensando esto en estos momentos.

—Fluidos corporales, fibras, residuos de pólvora, huellas latentes, contusiones profundas del tejido… —Todavía estoy hablando de la ALS y lo que se puede encontrar en diferentes circunstancias, y estoy haciéndole saber que entiendo lo que es desear lo que uno no puede tener.

—Así es, olvídalo. —Él está de acuerdo.

—Eso es lo que yo recomiendo. Y no es que no entienda la tentación de intentarlo.

—Ella ha estado en el agua —comenta—. Una pérdida de tiempo.

—Y además tiene que ser explicado —añado yo—. Todo lo que hacemos tiene que ser explicado.

—¿Debo desconectarla, entonces? —pregunta, y toma el cable de alimentación de la ELA.

—Por favor —respondo—. Realmente no tengo el menor interés en ponerme las gafas y pasarme una hora explorando el cadáver de pies a cabeza con la Crime-lite para poder decir que lo hemos hecho. Aunque sí que merecerá la pena pasarla por la ropa, pero eso puede esperar.

—Pero no sabemos si vestía esa ropa cuando se hizo estas contusiones —vuelve a comentar Luke—. Saber si estaba vestida o no cuando alguien la agarró por los brazos sería algo importante, ¿no es así? Desnudar a un prisionero tiene más que ver con el sometimiento que con cualquier otra cosa, ¿no?

—Depende de quién lo esté haciendo, y a quién se lo esté haciendo, y del porqué.

—Es la lógica de la tortura, una cosa terrible si lo pensamos con detenimiento, pero lo cierto es que hasta la tortura tiene cierta lógica. Tiene que ver con humillar, intimidar, con controlar al prisionero al desnudarlo, con el uso de capuchas —dice—. Supongo que podrían haberla atado en algún momento con algún tipo de ligadura que fuera suave y no dejara necesariamente marcas en la piel.

—Es posible.

—Me imagino que se acercarían por detrás de esta manera. —Levanta las manos para asir unos brazos imaginarios, orientando sus dedos y pulgares de la forma en que agarraría a alguien por los brazos desde atrás—. Tal vez para trasladarla a la fuerza de un lugar a otro, como si la arrastrasen a un cuarto, estando ella inconsciente. O si estuviera atada a una silla y el agresor intentara forzarla a darle información para robar su identidad, por ejemplo. Su PIN, sus contraseñas.

Paso la lámpara por sus piernas, ilumino la parte superior y los lados de tobillos y pies, y me encuentro con más marcas de color marrón, solo que éstas son más oscuras y secas y tienen formas distintas. Recojo el bisturí para hacer pequeñas incisiones: las zonas oscuras de la piel han perdido elasticidad, son extremadamente duras, sin evidencia de hemorragias en el tejido subyacente. No veo contusiones aunque sí patrones causados por otra cosa, y me encuentro con más en la parte superior de los pies y las áreas de los tobillos.

La ponemos de lado para comprobar la espalda, y hay dos áreas marrones más en la parte inferior del codo y en el antebrazo derechos.

—No tengo ni idea de qué es esto —afirmo, desconcertada—. Absolutamente ninguna idea de qué puede ser.

—¿Algún tipo de artefacto post mortem?

—En tal caso, es completamente distinto de cualquier otro que haya visto antes. —Extirpo una pequeña parte de piel dura marrón para un análisis histológico—. Es como cortar cuero rígido. No me puedo imaginar qué podría provocar algo así, franjas de piel de cuatro por tres pulgadas.

—¿Podrían ser quemaduras por congelación, tal vez?

—No. Si las hubiera causado una larga estancia en un congelador entonces las tendría por todo el cuerpo.

—Pero ¿y si solo ciertas partes del cuerpo entraron en contacto con el metal dentro del congelador…? —sugiere.

—Entonces la piel se habría pegado.

Hundo la punta del bisturí en la carne correosa bajo el esternón y practico una incisión hacia abajo y hacia la derecha, y luego hago lo mismo hacia la izquierda y corto en línea recta hasta el ombligo, desviándome alrededor del vientre hasta el hueso púbico. Es como hacer una incisión en forma de «Y» en cuero resbaladizo y mojado, y corto a través de las costillas, quitando la parte de los senos. Luego hago una incisión debajo de la mandíbula para extraer los órganos del cuello y la lengua.

—El hioides está intacto. —Tomo notas en un diagrama corporal mientras trabajo, y ahora el olor de la descomposición resulta abrumador—. No hay signos de lesión en los músculos estriados, ni en los tejidos blandos. No hay obstrucción de las vías respiratorias ni aroma de asfixia química debido, por ejemplo, al cianuro. La lengua está intacta.

Luke pela el cuero cabelludo, y el aire vibra con el fuerte ruido de la sierra oscilante; el polvo de los huesos queda suspendido en la luz blanca y brillante. Abro los principales vasos sanguíneos, la vena cava inferior, la aorta, y me encuentro lo que esperaba encontrar: que están vacíos, con manchas hemolíticas secas y difusas. No veo ninguna evidencia de obstrucción ni de lesión ni de enfermedad, solo una cantidad moderada de calcificación, ciertamente no lo bastante como para matarla.

—El cerebro es demasiado blando para seccionarlo —me dice Luke—. Pero no estoy viendo nada que sugiera lesión cerebral. La duramadre está intacta y libre de manchas —añade, y lo escribe todo.

Los órganos están descompuestos. Los pulmones, colapsados, de color rojo púrpura y muy suaves; las vías respiratorias, sin agua, espuma, arena o materiales extraños; la vesícula biliar, seca y arrugada, sin bilis residual. Con cada minuto que pasa se hace patente que se trata de una autopsia de exclusión: descartamos las posibles causas de la muerte y dejamos pocas dudas de que haya podido ser asfixiada o envenenada. Pero va a pasar al menos un día antes de que tengamos un examen completo de etanol y de drogas del tejido hepático.

—No puedo encontrar petequias. —Luke le abre un ojo y luego el otro—. No hay áreas irregulares de hemorragia en la esclerótica ni en la conjuntiva. Por supuesto, eso no descarta la muerte por asfixia o estrangulación —añade, y tiene razón.

Si bien no hay abrasiones ni contusiones, lesiones que podrían asociarse con casos de asfixia o estrangulamiento, la ausencia de hemorragias puntiformes faciales —llamadas petequias— no implica que alguien no le haya podido colocar una bolsa de plástico en la cabeza o atado una mordaza alrededor de la nariz y la boca o le haya podido meter un paño en la garganta que le haya obstruido la respiración.

Sus contenidos gástricos son granulados y pulverulentos, como la comida para animales. Ajusto la luz y uso una lente, para revisar el material con unas pinzas.

—Carne desecada —observo—. Y por lo que parece a simple vista aún no la había digerido cuando murió.

—Hay muy poco en el intestino delgado —dice Luke—. Casi nada en el intestino grueso. Por lo general, que la comida esté digerida por completo lleva sus buenas diez horas, ¿no?

—Eso depende de muchos factores. Cuánto comía, si hacía ejercicio, de la hidratación. La digestión varía considerablemente de una persona a otra.

—Así que si ella comió y al morir apenas había empezado a digerir la comida —supone—, lo más probable es que estemos hablando de solo un par de horas después de su última comida, ¿no?

—Tal vez. Puede que no.

Le pido que pese el contenido gástrico y coloque una pequeña parte en formalina para que podamos procesarla histológicamente.

—Prueba de yodo para el almidón, naftol para el azúcar, Oil Red O para los lípidos. Espero que podamos recoger partículas identificables de alimentos para visualizarlas en el microscopio estereoscópico —digo, explicándole qué tinciones especiales quiero que se utilicen.

Estamos trabajando uno al lado del otro y ambos de espaldas a la puerta.

—Vale, así que tenemos las pruebas de toxicología, de histología, de restos con instrucciones especiales… —Luke repasa la lista—. ¿Y qué pasa con la SEM?

—Puede ir bien para los botánicos —digo, y soy vagamente consciente de que algo ha cambiado a mi espalda—. Para realizar comparaciones estomacales. Por ejemplo, ¿es col? ¿O brócoli chino? ¿O bok choy? ¿Hay alguna evidencia de artrópodos como la gamba? ¿Existen estructuras celulares que podrían ser de avena? ¿O granos de cereal que podrían ser de trigo? Luke se da la vuelta, y luego yo.

—Me pregunto cuánto tiempo más va a tardar esto —dice Benton, desde la puerta abierta.

—No te he oído entrar —responde Luke, como si quisiera dejar algo claro.

—De hecho, estamos terminando ahora —digo yo, y me encuentro con los ojos de Benton, que se muestran cautelosos.

—¿Has encontrado algo útil?

Se mantiene erguido en el umbral.

—La respuesta larga es por el momento indeterminada, a la espera de la toxicología y de otros estudios. —Me desato la bata—. La respuesta corta es que no lo sé.

—¿Ni siquiera una conjetura? —Benton mira el cadáver sobre la mesa, y la razón por la que no se acerca no es por el olor ni por la fealdad.

A él no le incomodan esas cosas. No, él está preocupado por otra cosa.

—No voy a adivinar qué la mató —afirmo, mientras tiro los guantes y las fundas del calzado al cubo biológico—, pero te puedo dar una larga lista de lo que no lo hizo.