Son casi las seis de la tarde cuando, en medio del tráfico y la lluvia, llegamos al puente Longfellow. Volvemos a Cambridge después de una de las peores experiencias que he tenido en un tribunal.
—No me importa lo que digan. Hay algo sospechoso en cómo le ha dejado salirse con la suya —repite Marino una vez más, está volviéndome loca con sus especulaciones y teorías de complots y conspiraciones y demás—. Una cosa es que el juez se comporte como un asno porque está molesto contigo, y mira que te advertí que no llegaras tarde.
No quiero oír ni una palabra más.
—Y, como tú misma has señalado en más de una ocasión, sabemos que desde esa sentencia de la Corte Suprema nos van a marear más que nunca, y que deberemos ir a los tribunales sin cesar, y para nada. Pero no puedes presentarte cuando te apetece solo porque se te pone en la punta de la nariz.
No estoy de humor para recibir lecciones.
—Pero, independientemente de eso —utiliza una expresión característica que me pone de los nervios—, se supone que el fiscal estaba de tu parte. —Pone el limpiaparabrisas a toda velocidad, y lleva las gafas de lectura en la punta de la nariz, como si de alguna manera le fueran a ayudar a ver algo en medio del aguacero.
—Yo era testigo de la defensa, no de la acusación —le recuerdo.
—Y eso es sospechoso, también. ¿Por qué no te citó Steward? A causa del correo electrónico acerca de Mildred Lott convertida en jabón tendría que haber sabido que eras un blanco fácil, por lo que debería haberse adelantando a Donoghue. Tendrías que haber sido su testigo. Él te habría calificado como una experta en lugar de hacerlo ella, y no habrías pasado por el calvario de todas esas preguntas personales que de seguro no te han dejado en buen lugar.
—No importa quién me haya citado, el caso es que iba a terminar allí y que Donoghue siempre habría podido preguntarme lo que se le hubiera antojado.
—¿De modo que tú acudes allí llamada por ella, y aun así ella hace eso? —continúa él, y no lo soporto: no soporto cuando se pone de esta manera, cuando se dedica a defenderme y es ya demasiado tarde, cuando ya nada puede cambiar lo que ha sucedido.
—No se trata de tomar partido.
Se me está agotando la paciencia.
—Oh, sí, claro que se trata de eso. Siempre hay que tomar partido. —Marino toca el claxon y grita—: ¡Muévete, gilipollas! —Lo hace sonar de nuevo para llamar la atención del taxi que tenemos delante, y el ruido me azota el cerebro—. Y ya puestos, ¿de qué lado está realmente Steward? Eras el último testigo de la defensa, ¿y ni siquiera se molesta en interrogarte? ¿Solo deja ese maldito clip de noticias colgado en el aire?
—En realidad no había nada que preguntarme. No sé la identidad del cuerpo que se recuperó en la bahía, tal como se puso de manifiesto.
—Vaya. Pues bien, a juzgar por la forma en que se ha comportado parece que tal vez está secretamente aliado con Donoghue. Tal vez le pagan bajo mano o tiene la promesa de Channing Lott de recibir una recompensa si sale libre. ¿Cómo sabes que sus miles de millones de dólares no están inclinando la balanza de la justicia en este caso? ¡Jesús bendito! Ese cabrón está jugando con los frenos a propósito. ¡Quiere que le dé por detrás! ¡Muévete, hijoputa! —Marino abre la ventanilla y le brinda una peineta al conductor del taxi—. Sí, adelante, sal y ven aquí, ¡ven a ver lo que hago contigo, cabrón de mierda!
—Por el amor de Dios, ¿podemos dejarnos de tanta rabia al volante? —le pregunto—. Vamos a ver si llegamos enteros, por favor.
Estamos solo a mitad del puente y vamos a quince kilómetros por hora. Más allá, Boston es una mancha de luz difusa. Las luces de la parte superior del edificio de Prudential están completamente borradas por las fuertes lluvias y las nubes bajas y densas.
—¿Por qué demonios no protestó más? —Marino sube la ventanilla y se seca la mano salpicada de lluvia en los pantalones—. La que se ha salido con la suya ha sido Jill Donoghue.
—Tal vez solo sea un pésimo abogado. —El ruido sordo del limpiaparabrisas a toda velocidad es casi insoportable—. ¿Puedes ponerlo a menos velocidad?
—Sí, siempre que no te importe que yo no vea tres en un burro.
—Dejémoslo.
No puedo recordar qué he comido hoy, y entonces me doy cuenta de que la respuesta es nada de nada.
Solo un café cubano. Tengo el estómago vacío. No me extraña que me duela la cabeza y que no pueda pensar apenas.
—Steward no se esforzó lo suficiente para evitar que pusieran ese vídeo de la Fox. Apenas lo intentó.
Y nunca llegué a tocar la granola y el yogur griego que aún están en mi refrigerador.
—Si quieres mi opinión, os ha dejado en la estacada a ti y al caso, y lo ha hecho a propósito.
—Esperemos que no fuera su intención —le digo, y lo que más me molesta no es que un segmento de noticias de la televisión se haya considerado admisible y se haya mostrado al jurado, sino que ese mismo vídeo se llegara a filmar.
Durante unos segundos el rostro correoso y demacrado de la mujer muerta se veía claramente mientras la intentábamos dejar sobre la canasta Stokes forrada de bolsas, y aunque es posible que ya no pueda ser visualmente identificable debido a su condición severamente deshidratada, no puedo estar segura de eso. Alguien que la conocía bien, tal vez alguien de la familia o un amigo cercano, se habrá dado cuenta de que es ella, y eso es una forma horrible de enterarse de la muerte de alguien. Eso no debería ocurrir nunca.
—Va a salir absuelto —afirma Marino.
Los limpiaparabrisas se deslizan con fuerza y golpean el cristal, y la fría lluvia arrecia y aporrea el techo y anega todo el coche como si estuviéramos en un túnel de lavado, y Channing Lott podría ser absuelto, y tal vez deba serlo. No tengo ni idea. Pero si los miembros del jurado han presenciado lo mismo que yo hace apenas una hora, deben de haberse hecho una idea diferente del formidable industrial que parecía sorprendido por el vídeo mostrado durante el juicio. Se le veía con la guardia baja, genuinamente entristecido. Me pareció alguien trágico y aterrorizado, sinceramente afligido, pues parecía anticipar lo que iba a ver. Luego cerró los ojos, al borde del colapso, y adoptó una expresión que parecía de gran alivio.
Si se dio cuenta de que la muerta no era su esposa desaparecida, entonces no debe de haber sentido que se le conceda un indulto, si no tiene la culpa de lo que le ha sucedido a ella. En estos momentos hallar el cadáver de su esposa sería lo mejor para su caso. Y no importa lo que yo pueda testificar sobre el tiempo que lleva muerta.
Un jurado podría sentirse confundido por estos artefactos post mortem, desconcertado por la idea de que aparezca un cadáver intacto en la bahía de Massachusetts unos seis meses después de que la persona haya sido supuestamente asesinada. También acepto la clara posibilidad de que Channing Lott sea un sociópata consumado, un farsante y un manipulador que sabía que todos los ojos estarían puestos en él durante ese momento crucial cuando mostraran el vídeo. Tal vez tenía la intención de ganarse la simpatía de quien lo estuviera mirando, e hizo lo que hizo para lograrlo.
—Puede estar justificado, y si el jurado tiene duda razonable, entonces ése será el veredicto correcto —le respondo, y lo que me gustaría hacer en este mismo momento es ir a casa.
Quiero tomar un Advil, quiero un largo baño caliente y un whisky con hielo, y quiero hablar con Benton. Quiero escuchar lo que tiene que decir sobre lo que acaba de suceder en el tribunal federal. ¿Cuáles son los rumores sobre el juez Joseph Conry que podrían ayudar a explicar su rabia hacia mí y la negativa a acceder a una sola de las pocas objeciones planteadas por Dan Steward? Por otra parte, tal vez no quiera saberlo. No va a cambiar nada de lo que ha pasado.
—Bueno, ahora no habrá forma humana de conseguir que el jurado vaya a condenarlo. —Marino se inclina hacia delante, entorna los ojos, trata de ver algo a través de la ondulante cortina de agua, pero está cegado por las luces de tráfico—. Todo lo que Donoghue tenía que hacer era sugerir que ahora el cuerpo de Mildred Lott acaba de aparecer, o que podría aparecer más tarde, o que tal vez ni siquiera esté muerta. Mostrar ese clip de noticias ha sido una buena idea, pues una imagen vale más que mil palabras, por mucho que probablemente no se trate de ella.
—No es ella. A menos que se hayan alterado sus informes médicos y su altura se haya reducido considerablemente.
—Bueno, parece que todo lo demás sí que ha quedado reducido a la mínima expresión.
—No, los huesos, no. Mildred Lott debía de medir un metro sesenta, y esta mujer no se acerca ni por asomo.
—No se le puede quitar mérito, sin embargo.
Marino continúa hablando de Jill Donoghue, porque tras haber encontrado una plaza en la parte trasera de la sala del tribunal ha presenciado cada segundo de todo lo que ha sucedido en el juicio, sin que yo me diera cuenta.
Él estaba allí, ha visto la reprimenda que me ha echado el juez y cómo me ha impuesto una multa unas cinco veces mayor que lo que se estila, y eso que yo jamás había sido multada antes. Esa exhibición judicial de fuegos artificiales ha sido una oportunidad perfecta para lo que Donoghue ha hecho a continuación: mostrarme como una experta cualificada y luego dar a entender que soy una feminista roba maridos, una investigadora médica culpable por asociación del robo de cadáveres japoneses y tal vez indirectamente responsable del uso de bombas atómicas. Marino lo ha visto todo y ahora no habla de otra cosa, mientras conduce sin fin, lenta y tristemente, un vehículo azotado por el fuerte viento y la lluvia, que lo golpea y que se alterna con el granizo en esta tarde anormalmente oscura.
—Ella te reservó para el final, y eso es lo que el jurado recordará: las imágenes de televisión de una muerta rica con el pelo largo de color rubio platino, que han sacado del agua en el día de hoy.
—No creo que el pelo sea rubio platino. Estoy bastante segura de que son canas.
Apenas puedo hablar.
—Duda razonable. —Marino limpia el interior del cristal con la manga de la chaqueta y pone el antiniebla a tope—. Si no dudaban antes, lo harán ahora.
—No es de mi incumbencia si le declaran culpable o inocente —le respondo—. No tengo ninguna opinión sobre si tuvo o no tuvo algo que ver con la desaparición de su esposa, y, francamente, tú tampoco deberías tener una opinión al respecto.
—Ya sabes lo que dicen. Todo el mundo tiene una.
Por fin hemos llegado. Ante nosotros aparece el edificio revestido de metal como una torre en la tormenta, como la torre gris de un castillo, envuelta en la niebla, y se apodera de mí una extraña sensación, un malestar frío que me nace en el estómago y se mueve hacia arriba, hasta el pecho. Esa sensación llega a mi cerebro mientras la puerta de metal negro se abre y los faros del Tahoe que conduce Marino cortan la lluvia e iluminan unos vehículos que no deberían estar aquí. El Porsche de Benton, un todoterreno negro, está al lado de tres sedanes sin distintivos: como si él y sus colegas del FBI hubieran decidido venir de todos modos a reunirse conmigo, cuando simplemente no hay tiempo para nada. Esto no tiene sentido.
Justo al salir del juicio le he enviado a Benton un SMS para decirle que esta noche me era imposible, ya que todavía tenía que hacer la autopsia y que probablemente sería complicada. Le comentaba que no esperaba acabar antes de las nueve o las diez.
—¿Quién está aquí y por qué? —me pregunto, mientras Marino apunta con el mando a distancia a la parte trasera del edificio.
—Ése es el Crown Vic de Machado. ¿Qué demonios pasa?
Se encienden las luces en el interior del aparcamiento, la pesada puerta se mueve y ante nosotros aparece el Aston Martin de color verde oscuro de Lucy, aparcado junto a mi coche.
—Mierda. —Marino entra en el aparcamiento—. ¿La esperabas?
—No espero a nadie.
Salimos. El ruido de las puertas del Tahoe al cerrarse hace eco sobre el asfalto, y escaneo el pulgar en la cerradura biométrica. Entramos en la zona de recepción de la planta de autopsias y no hay rastro alguno del guardia de seguridad nocturno, pero se oyen voces en el pasillo.
Gente que habla, no uno sino varios, y al acercarnos a la zona de identificación nos encontramos con las puertas abiertas de par en par. La defensa de barco de color amarillo, el cajón para transportar perros y las otras pruebas se ven claramente en el interior, sobre las mesas, y al acercarnos a la gran sala de radiología puedo escuchar la voz de Anne, mi técnica. También oigo a Luke Zenner, y entonces aparece el guardia de seguridad.
—¿Quién ha desbloqueado las puertas? —le pregunto—. ¿Está todo bien, George?
—Tienes compañía.
Me habla, pero no mira a Marino.
—Eso parece.
—El señor Wesley y algunos de los suyos están aquí, con Anne y el doctor Zenner. No sé de qué va todo esto.
No me creo que no lo sepa, pero en cualquier caso él se aleja mirando al frente, con la mandíbula apretada. Una luz roja ilumina la puerta de la sala de rayos X, lo que indica que alguien está usando el escáner, y entonces me topo con mi marido vestido de un modo inesperado, con ropa de correr y el pelo plateado, húmedo, peinado hacia atrás. Está con el detective de la policía de Cambridge Sil Machado y la agente especial del FBI Douglas Burke. También hay otra mujer que nunca he visto antes y que tiene el pelo oscuro muy corto, y unos treinta y tantos años de edad. Estoy sorprendida. Me siento traicionada.
—En su mayor parte, con la TC sucede todo lo contrario —dice Anne desde su puesto. Luke está sentado en una silla junto a ella.
Al otro lado del vidrio reforzado con plomo, unos pies descalzos con los dedos arrugados y las uñas recortadas y pintadas de rosa sobresalen desde el hueco blanquecino del escáner Siemens SOMATOM Sensation, y en las pantallas de vídeo se ven imágenes que pertenecen a una «mujer blanca sin identificar encontrada en la bahía de Massachusetts», según leo. No puedo entender por qué Anne y Luke han empezado sin mí. Dejé bien claro que no quería que el cadáver saliera de la nevera. Di órdenes específicas para que nadie lo tocara, para que las puertas de las salas de Identificación y Descomposición se mantuvieran cerradas hasta que yo hubiese regresado del juicio.
—¿Qué está pasando? —pregunto, y me encuentro con los ojos de Benton, y miro lo que hay en ellos—. ¿Qué ha sucedido?
Viste un chándal rojo de la facultad de medicina de Harvard y unas zapatillas de deporte. Lleva una chaqueta de lluvia bajo el brazo y sospecho que estaba en el gimnasio cuando alguien lo interrumpió. Probablemente, Douglas Burke, o sea, me parece, una morena alta demasiado femenina y guapa para los nombres por los que se la conoce, Doug o Dougie, y no es raro que ella y Benton desaparezcan de vez en cuando sin posibilidad de que se los localice. Esto suele suceder a cualquier hora del día o de la noche, o durante el fin de semana o en un día festivo, y muchas veces no se me dice nada, y sé cuándo no debo hacer preguntas, pero hoy no es uno de esos días.
Cuando tengamos un momento a solas le voy a pedir a Benton que me cuente exactamente lo que está sucediendo, porque a juzgar por la tensión en su mandíbula y la rigidez de su rostro de rasgos afilados está pasando algo. Y se me ocurre que él no ha hablado con Marino ni lo ha mirado una sola vez. Benton está evitando a Marino, al igual que hacen la agente especial Burke y Machado, y esa mujer a la que no conozco. Solo Anne y Luke están actuando como si todo fuera normal, ajenos a la verdadera razón por la que están aquí el FBI y la policía, que no es porque deseen presenciar cómo se hace una tomografía computarizada ni asistir a una autopsia.
—¿Qué tal estáis? —pregunta Marino, y solo Anne responde que ella está bien, y sé que él siente que algo raro está pasando.
—Les estaba aclarando que la TC es más o menos lo contrario a la RM en algunos aspectos, la sangre aparece brillante en la TC, y oscura en la RM —nos explica Anne a Marino y a mí.
Nadie responde, y la tensión se vuelve más patente.
—Pero no así con otros líquidos, específicamente con el agua, porque el agua no es densa —le explica Anne a Machado, a Burke y a la mujer que no conozco, y que sospecho que también es del FBI.
Le sostengo la mirada a Benton, esperando.
—¿Veis estas áreas aquí y aquí? —Anne indica los senos paranasales, los pulmones y el estómago, que se muestran en tres dimensiones en diferentes pantallas—. Si se ven muy oscuras, casi negras, esto podría indicar la presencia de agua, lo que sería normal en un caso de ahogamiento. La TC es realmente útil en casos de ahogamiento. A veces, cuando uno abre el cadáver durante la autopsia, se pierden líquidos antes de que podamos verlos, sobre todo si hay agua en el estómago. Pero así logramos escanear todo primero y no se pierde nada.
—No podemos esperar encontrar agua en los pulmones, el estómago ni en ninguna parte —le digo a Anne, aunque mantengo los ojos puestos en Benton—. El cadáver está moderadamente momificado. Casi no tiene una gota de líquido en el cuerpo, apenas lo suficiente para manchar una tarjeta de ADN, e incluso si se tratara de un ahogamiento, lo cierto es que comprobarás que no se ahogó hace poco.
Le doy vueltas en la cabeza a la forma en que se ha comportado hoy Marino, como si la mujer muerta le resultara ofensiva y tuviera que tomárselo todo a pecho. Su malestar al hallar esos botones antiguos en la chaqueta me ha dado mala espina, y ahora tengo una premonición increíble, una horrible.
—La mujer ya llevaba muerta mucho tiempo cuando la arrojaron a la bahía —añado—, y ahora me pregunto quién es el responsable de esta reunión.
—Creemos que tenemos una identificación —dice Sil Machado.