Hace una pausa para que se extingan las carcajadas en el interior de la sala, pero los miembros del jurado no se han reído, ninguno lo ha hecho.
—No he supuesto nada de esto —le respondo.
—Bueno, hoy ha llegado una hora y quince minutos tarde, doctora Scarpetta. Y si se incluye el tiempo de amonestación del juez Conry, debemos pensar en una hora y media. De modo que por su culpa este tribunal no levantará la sesión antes de que oscurezca.
—Por lo que sigo disculpándome, señorita Donoghue. Nunca fue mi intención faltarle al respeto al tribunal. He tenido que ir a un barco a ocuparme de un caso de asesinato que reclamaba toda mi atención.
—¿Sugiere entonces que para usted los muertos son más importantes que los vivos?
—Sería incorrecto suponer eso. La vida siempre tiene prioridad sobre la muerte.
—Pero usted trabaja con difuntos, ¿no es cierto? Sus pacientes están muertos, ¿no es así?
—Como médico forense —le contesto lentamente, con calma, pues preveo hacia dónde quiere ir— es mi trabajo investigar cualquier muerte súbita, inesperada o violenta, y determinar la causa y el contexto de dicha muerte. En otras palabras, lo que en realidad mató a la persona, si fue un accidente, un suicidio o un homicidio, por ejemplo. Así que sí, la mayoría de la gente que examino son muertos.
—Bueno, espero que todos lo sean.
Se oyen más risas, pero los miembros del jurado están sombríos y escuchan atentamente. Una mujer corpulenta con un traje púrpura, sentada en el centro de la primera fila, se inclina hacia delante en su silla. No me ha quitado los ojos de encima, y junto a ella hay un hombre mayor vestido pulcramente con pantalones y un suéter con capucha, que tiene la cabeza inclinada hacia un lado, como si estuviera tratando de averiguar quién soy en realidad.
Jill Donoghue no ha ofrecido todavía ninguna sorpresa de las suyas. Está tratando de mostrarme como una mujer peculiar, de sangre fría, a quien la gente le importa una mierda. Y así pretende sugerir que su cliente, Channing Lott, tampoco me importa una mierda.
—No todo aquél al que examino está muerto —añado, hablando ahora para la señora del jurado que va vestida de color morado y para el hombre que tiene sentado a su lado, y para otro señor que viste un traje azul—. A veces también examino a víctimas vivas para determinar si sus lesiones son consistentes con la información que me ha proporcionado la policía.
—¿Y dónde obtuvo la capacitación para examinar cadáveres y también la vida ocasional? ¿Dónde estudió? Vamos a empezar con la universidad.
—Fui a la Universidad de Cornell, y después de graduarme asistí a la facultad de medicina de la Johns Hopkins, luego estudié derecho en Georgetown y después regresé a la Johns Hopkins para completar mi residencia en patología. Posteriormente me dieron una beca de un año como patóloga en la oficina del médico forense del condado de Dade en Miami, Florida.
Y así sigue. Es interminable. Durante media hora, Jill Donoghue me interroga acerca de todos los detalle de mi educación y mi formación. Tediosas preguntas sobre el tiempo que pasé en el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas son seguidas por lo que hice a finales de los ochenta durante mi permanencia en el Centro Médico Walter Reed de Washington, DC, antes de ser nombrada jefa médica forense de Virginia y trasladarme a Richmond. Luego se extiende sobre mi participación más activa en el Departamento de Defensa después del 11-S, lo que finalmente me llevó a pasar seis meses en la Base de las Fuerzas Aéreas de Dover, donde aprendí a utilizar la tomografía computarizada, o TC, en las autopsias.
Dan Steward no mueve un solo dedo. No lo hace hasta que ella habla de Benton de manera agresiva, queriendo saber si es verdad que nos conocimos cuando yo era la nueva jefa forense de Virginia y él dirigía lo que entonces se llamaba la Unidad de Ciencias del Comportamiento en la academia del FBI de Quantico. Me pregunta si es cierto que en aquel momento yo estaba divorciada y él casado y con tres hijos.
—Protesto —dice entonces Steward.
No puedo evitarlo. Me vuelvo a mirarlo. Está de pie ante la mesa de la acusación. Ha echado hacia atrás la silla y se alza a la derecha del estrado, donde veo a Donoghue apoyada con bastante comodidad, muy segura de sí misma.
—Los detalles sobre la vida personal de la doctora Scarpetta se encuentran fuera del alcance de aquello que la califica como experta en medicina forense —afirma Dan Steward, tal vez uno de los abogados más patéticos con los que he trabajado, según decido ahora.
—Su señoría —le ruega Donoghue al juez Conry—, dicho sea muy respetuosamente: afirmo que si se puede demostrar ante el tribunal que una testigo ha incurrido en conductas delictivas o inmorales o engañosas, entonces es absolutamente relevante para decidir si su abogado puede dar testimonio de unos hechos denunciados, que a su vez podrían llevar a un acusado a la cárcel.
—Denegada. Señorita Donoghue, puede proceder.
Y es ahora cuando sé a ciencia cierta que este dios que es el juez ha decidido relegarme a su infierno personal.
«Estos dos tienen una aventura, o lo desean».
Me abstengo de mirar en su dirección.
—¿No es cierto, doctora Scarpetta, que inició una relación íntima con Benton Wesley mientras él todavía estaba casado con otra persona? —me pregunta Jill Donoghue, y no tengo más remedio que contestar.
Estoy sola.
Miro los rostros de los hombres y mujeres del jurado.
—Si por íntimo quiere decir que nos enamoramos el uno del otro, sí, lo hicimos. Hace veinte años que estamos juntos, y casados.
La mujer del jurado vestida de rojo oscuro asiente, y Donoghue afirma:
—Así que sería justo decir que la verdad es aquello que usted decide que sea.
—No sería justo decir eso.
—Sería justo decir que por mucho que una persona esté casada, bueno, qué más da.
—Ésa es su opinión, no la mía —le respondo, porque Steward no va a hacer nada de nada.
—Sería justo decir que usted no respeta la ley, sino más bien hace lo que se le antoja.
—No sería justo decir eso, para nada —le respondo.
—Pero Benton Wesley estaba casado.
—Lo estaba.
—Y lo separó de su esposa y sus tres hijas.
—Se divorció de su esposa. Yo no lo separé de ella ni de nadie.
—Doctora Scarpetta, ¿sería correcto decir que la verdad es lo que usted decide que sea? —Lo intenta de nuevo.
—No, no sería correcto —repito.
—Cuando usted le dijo por correo electrónico a Dan Steward que la esposa de Channing Lott se había convertido en una pastilla de jabón, ¿era acertado?
—Eso no es lo que dije.
—Entiendo. Entonces, ¿qué le dijo?
—¿En qué ocasión?
—Bueno, déjeme mejor mostrarle el correo electrónico —responde ella.
De improviso aparece en las pantallas planas de la sala el correo electrónico, y ella me pregunta si puedo reconocer lo que estoy viendo, y lo hago, y luego lo lee en voz alta:
Dan,
Respondo a tu pregunta sobre Mildred Lott de forma general, y de ninguna manera específica. Si un cuerpo se arrojó al mar cerca de Gloucester en marzo y permaneció sumergido en agua fría durante meses, la hidrólisis y la hidrogenación de las células grasas que componen los tejidos subcutáneos de grasa darían lugar a la formación de bacterias resistentes a la adipocira, un artefacto post mortem que, básicamente, convierte un cuerpo en jabón.
—¿Recuerda este correo electrónico a Dan Steward, doctora Scarpetta?
—No recuerdo las palabras exactas.
—¿Qué recuerda, entonces?
—Recuerdo haberle dicho al señor Steward que si un cuerpo permanece sumergido en agua fría durante un período de semanas o meses, el resultado sería un proceso de descomposición que se conoce como saponificación.
—Aquí dice algo de jabón —enfatiza.
—Es solo una manera de hablar.
—No es solo una manera de hablar, doctora Scarpetta. Eso es lo que ha escrito en este correo electrónico, ¿me equivoco?
—Creo que dije que básicamente se convierte en jabón.
—Solo para aclararnos, ¿puede un cuerpo humano muerto, literalmente, convertirse en jabón bajo cualquier circunstancia? —pregunta.
—La hidrólisis de grasas y aceites en el cuerpo humano puede producir algo parecido al jabón. También se conoce como «cera mortuoria», por la forma que adquiere.
—Y la formación de este jabón, cera o adipocira, no sucede de la noche a la mañana, ¿verdad? —pregunta.
—Eso es correcto. Puede tardar semanas o meses, dependiendo de la temperatura y otras condiciones.
—Lo que nos lleva a lo que ha salido hoy en las noticias. —Por supuesto que iba a llegar a eso—. Ese cadáver que ha recuperado en el mar muy cerca de donde estamos sentados. De hecho, si usted camina fuera de esta sala y mira a través de los grandes ventanales casi puede ver dónde estaba el barco de la Guardia Costera hace apenas un par de horas, ¿es eso correcto?
—Es correcto.
—¿Conoce usted la identidad de esa mujer muerta cuyo cadáver sacó del agua hace varias horas?
—En este momento, no —contesto, y por supuesto Dan Steward va a dejar que se salga con la suya.
—¿Sabe cuántos años tiene?
—No.
—¿Puede hacer una estimación?
—No la he examinado todavía.
—Pero obviamente ha visto el cuerpo —continúa Donoghue—. Debe de tener una opinión.
—No me he formado ninguna opinión todavía.
—El cadáver es el de una mujer adulta, ¿es correcto? —afirma, y sigue adelante porque Steward no le frena los pies.
—Es correcto.
—¿Mayor tal vez de dieciséis años? ¿Mayor de dieciocho años?
—Es seguro afirmar que el cuerpo es el de una mujer adulta y madura —respondo.
—¿De unos cincuenta años, posiblemente?
—No sé su edad en este momento.
—Reitero la palabra «posible». ¿Es posible que ella tuviera unos cuarenta y tantos años, o unos cincuenta años?
—Es posible.
—¿Con el pelo largo cano o rubio platino?
—Es correcto.
—Doctora Scarpetta, ¿es consciente de que Mildred Lott tiene cincuenta años y el pelo largo, rubio platino?
«Habla de ella en tiempo presente, como si no estuviera muerta. Porque si ella no estuviera muerta, entonces su marido no podría haber tenido nada que ver con su asesinato».
—Soy vagamente consciente de su edad y de que su cabello puede describirse como rubio platino —le respondo.
—Con el permiso del tribunal, en este momento me gustaría enseñarles unas escenas de Fox News que muestran a la doctora Scarpetta en el día de hoy sacando el cadáver de la bahía de Massachusetts.
«Si los miembros del jurado llegan a considerar que el cadáver es el de Mildred Lott, no van a creer jamás que ella podría haber sido asesinada hace más de seis meses».
—Me gustaría tener acceso a este material de Fox News en Internet y poder reproducirlo en las pantallas planas de la sala del tribunal, para que todos puedan saber de qué estamos hablando.
«El caso de Dan Steward está acabado».
—Su señoría, protesto —dice Steward.
Lo miro. De nuevo se ha puesto en pie, aunque ahora parece más desconcertado que furioso.
—¿Cuál es su protesta, señor Steward?
El rostro del juez parece serio, y suena molesto.
—Protesto, porque estimo que reproducir vídeos de noticias es algo irrelevante e inmaterial.
—Su señoría, en realidad es todo lo contrario —afirma Donoghue—. Este material es absolutamente relevante.
—Y temo además que un segmento de Fox News, o de cualquier noticia de prensa televisada, haya sido previamente editado —le dice Steward al juez—. Y no editado precisamente por la policía, sino por una cadena de noticias o un programa de televisión.
—¿Y sabe usted a ciencia cierta si lo que la señora Donoghue quiere mostrar al tribunal ha sido editado? —le pregunta el juez.
—Mi suposición es que tendrían que haberlo editado, su señoría. Los programas de noticias no tienen la costumbre de mostrar imágenes en bruto, sin cortar. Le estoy pidiendo que prohíba reproducir este metraje grabado en vídeo y cualquier otro material similar durante este juicio.
«¿Podrías mostrarte aún más débil?», pienso, y eso me frustra.
—En general, los programas de televisión no son admisibles. —El juez suena aburrido—. Díganos, ¿adonde quiere llegar, señorita Donoghue?
—Mi razonamiento es muy simple, su señoría. Las imágenes, editadas o no, muestran muy claramente el cadáver de lo que parece ser una mujer mayor que habría sido sumergida en agua fría y que sin duda no se ha convertido, y cito textualmente, en jabón.
—Su señoría, esto es ridículo. Es un truco —protesta Steward con su irritante voz.
—¿Puedo proceder, su señoría? —solicita Donoghue.
—Si tiene que hacerlo…
—Así que o bien la declaración de la doctora Scarpetta acerca de lo que le sucede a un cuerpo muerto después de haber sido sumergido en agua fría es incorrecta, o el cadáver de la mujer mayor que acaba de recuperar de la bahía no lleva muerto y sumergido en las aguas un largo período. Su señoría, vamos a ser sinceros. ¿Cómo podemos estar seguros de que este cadáver que acaba de rescatar no es el de Mildred Lott? Y entonces, si puede ser Mildred Lott, lo cierto es que mi cliente no podría haberla matado, pues él ha estado en la cárcel durante los últimos cinco meses y sin derecho a fianza, porque el señor Steward convenció injustamente al tribunal de que Channing Lott tenía un claro riesgo de fuga, debido a su fortuna.
—Su señoría, ¡está convirtiendo este proceso en un carnaval! —exclama Steward.
—El videoclip dura menos de medio minuto, su señoría. Solo estoy interesada en mostrar un primer plano del cadáver mientras la doctora Scarpetta nada con ella hasta la embarcación de la Guardia Costera.
—Voy a hacer caso omiso de su objeción, señor Steward —dice el juez—. Vamos a ver el vídeo y tratar de seguir adelante, para no estar aquí hasta la medianoche.