17

Rara vez me convoca la defensa. Casi nunca es necesario ni útil para los «chicos malos», como injustamente llama Marino a los abogados que representan a las personas acusadas de asesinato.

Si yo soy testigo de la acusación, y por lo general lo soy, el abogado defensor suele interrogarme de todos modos, mientras disfruta de la ventaja de cuestionar mi estatus de experta antes de que el jurado escuche la larga lista de títulos que pueden ratificarlo. De hecho, en todos los encuentros que he tenido con ella el modus operandi de Jill Donoghue ha consistido en hacerme callar antes de que pudiera siquiera decir dónde estudié medicina, o si lo hice, mientras se dirige a mí como «señora Scarpetta» —o «señora» a secas—, para alentar a quienes decidirán el destino de su cliente a no tomarme en serio.

No sé qué esperar en este momento, pero sospecho que Dan Steward no me será de ninguna utilidad. Después de la reprimenda que acabamos de presenciar no es probable que Dan sea capaz de aplacar al juez Conry, cuya presencia siento como una imponente tormenta eléctrica, como algo oscuro y listo para explotar en cualquier momento, estando ahora la sala cargada con electricidad estática, igual que el aire justo después de la descarga de un rayo.

No entiendo por qué se muestra tan enojado conmigo, como si mi acción hubiese sido algo personal e intencionado, con unas repercusiones que no acierto a comprender. He llegado tarde a un juicio antes, no es algo que suceda a menudo pero sí a veces, y los jueces no se muestran contentos por ello. Pero nunca me han amenazado, ni amonestado, ni mucho menos multado. Nunca se me ha recriminado nada delante de un jurado. Algo anda terriblemente mal, y no puedo pensar en una manera de abordarlo, ya que no es posible enviar un correo electrónico a un juez federal o llamarle y preguntarle qué hay de malo en nuestra relación.

Sobre todo si el motivo real es lo que Steward me ha dado a entender. «El amigo de Jill», ha dicho, y su referencia a los rumores era muy clara.

—Buenas tardes.

Jill Donoghue me sonríe como si este fuera un momento agradable y nosotras fuésemos viejas amigas, y solo ahora, al comenzar, la miraré a ella. A su izquierda, entre el atril y el jurado, en la mesa de la defensa, Channing Lott se sienta muy erguido, con las manos asiendo un bloc de notas con las páginas dobladas.

Ha cambiado el mono carcelario por un traje negro cruzado, de raya diplomática, que parece de Versace, y una camisa blanca con gemelos de oro, y una corbata de seda de un rojo oxidado que me trae a la mente la marca Hermès. No he tratado nunca antes a este multimillonario industrial ni lo había visto en persona, pero es reconocible al instante. Guapo, aunque de un modo bohemio, con el pelo largo y blanco como la nieve, que lleva atado en una trenza, los ojos azul pálido como el color de los tejanos descoloridos, la nariz y los pómulos fuertes y orgullosos, como los de un jefe indio. Por un segundo nos miramos el uno al otro, su mirada impávida, como si él me pidiera algo y no tuviera miedo de mí, y en ese momento me giro.

—Para el beneficio del jurado —prosigue Donoghue en el mismo tono cordial, como si trabajáramos juntas, como si yo estuviera en su equipo—, ¿podría, por favor, decirnos su nombre, su ocupación y su lugar de trabajo?

—Mi nombre es Kay Scarpetta.

—¿Tiene un segundo nombre?

—No.

—De modo que se llama Kay Scarpetta, sin segundo nombre.

—Así es.

—Le pusieron ese nombre por su padre, Kay Marcellus Scarpetta tercero, ¿es correcto?

—Es correcto.

—Un tendero de Miami que murió cuando usted era niña.

—Sí.

—¿Tiene apellido de casada?

—No.

—Pero usted está casada. De hecho, se divorció y se volvió a casar.

—Sí.

—En la actualidad está casada con Benton Wesley —dice, como si yo me fuera a casar con otra persona dentro de un mes.

—Sí, lo estoy —le respondo.

—Pero usted no tomó el apellido de su primer marido. Ni tomó el apellido de Benton Wesley cuando finalmente se casó con él.

—No —respondo, y miro a los hombres y mujeres en el jurado, que, si están casados, compartirán probablemente el mismo apellido.

Primera casilla marcada. Hazme diferente para que no puedan identificarse conmigo y así no les cueste trabajo rechazar mis palabras.

—¿Cuál es su ocupación y dónde trabaja? —dice Jill Donoghue en el mismo tono amistoso.

—Soy patóloga forense radiológica, empleada como médico examinador jefe, y dirijo el Centro Forense de Cambridge —le digo al jurado, nueve hombres y tres mujeres, dos de ellos afroamericanos, cinco asiáticos, cuatro posiblemente hispanos, uno blanco.

—Cuando se refiere a sí misma como médico examinador jefe y directora del Centro Forense de Cambridge, al que a partir de ahora me referiré como el CFC, ¿debemos entender también que su cargo incluye otras áreas de Massachusetts?

—Sí, así es. Todos los casos médico-forenses y los análisis científicos correspondientes del estado de Massachusetts son gestionados por el CFC.

—Doctora Scarpetta… —empieza a decir, haciendo una pausa, el revuelo de las páginas amplificado por el micrófono—. Y la llamo «doctora», ya que, de hecho, es usted médico con un número de subespecialidades, ¿no es cierto?

Me está dando credibilidad profesional antes de arrebatármela.

—Sí.

—Doctora Scarpetta, ¿estoy en lo correcto al añadir que también sirve en calidad de funcionaría en el Departamento de Defensa?

O tal vez solo quiera que me vean como una superzorra.

—Sí, así es.

—Por favor, cuéntenos cómo es eso.

—En mi condición de reservista especial para el Departamento de Defensa ayudo a los médicos examinadores de las Fuerzas Armadas conforme a lo solicitado o cuando es necesario para ellos.

—¿Y qué son exactamente los médicos examinadores de las Fuerzas Armadas, o AFMES, como creo que se les denomina?

—Básicamente, los AFMES son patólogos forenses con jurisdicción federal, similar a la jurisdicción federal que tiene el FBI en cierto tipo de casos.

—Así que usted es el FBI de los médicos examinadores.

—Solo estoy diciendo que en algunos casos tengo jurisdicción federal.

—¿Por ejemplo?

—Un ejemplo sería el caso de un accidente mortal de un avión militar en Massachusetts o cerca de Massachusetts: el caso podría llegarme en vez de ser transferido a la morgue del puerto de la Base de las Fuerzas Aéreas de Dover, en Delaware.

—Y por caso deberíamos entender una víctima o varias. En su definición un caso implica un cadáver o varios, más que el estudio del accidente en sí. No se dedicaría a examinar el aparato estrellado, ya fuera avión o helicóptero.

Jill Donoghue es uno de los pocos abogados de la defensa que conozco que se atreve a hacer preguntas para las que desconoce la respuesta, porque es así de inteligente y segura de sí misma. Pero eso no está libre de riesgos.

—Mi trabajo no comprendería examinar un avión o un helicóptero estrellados con el fin de determinar un fallo mecánico o de ordenador o un error del piloto —le respondo—. A pesar de que podría ver restos e informes para comprobar si las conclusiones de la Junta Nacional de Seguridad del Transporte, por ejemplo, están en consonancia con lo que el cuerpo me dice.

—Pero los cadáveres no hablan con usted, ¿verdad, doctora Scarpetta?

—No, no hablan literalmente conmigo.

—No le hablan tal y como usted y yo estamos hablando.

—No es un diálogo audible —le respondo—. No.

Marcada la casilla dos. Muéstrame como una excéntrica. Muéstrame como una loca.

—Y de forma inaudible, ¿le hablan a usted?

—Con el lenguaje de las enfermedades y las heridas y muchos otros matices, me cuentan su historia.

Una mujer en el jurado, afroamericana, con un traje de color rojo oscuro, asiente con la cabeza como si estuviéramos en la iglesia.

—Y su área de especialización es el cuerpo humano. En concreto, el cuerpo humano muerto —insiste Jill Donoghue, y a juzgar por su tono sé que no le gusta lo que acabo de responder.

—El examen de cadáveres es una de las áreas en las que me especializo. —Voy a ponérselo peor—. Examino todos los detalles con el fin de reconstruir la forma en que alguien murió, y cómo vivió, y poder ofrecer todo lo que me sea posible a quienes le han sobrevivido y sienten que esa pérdida altera profundamente sus vidas.

La señora del jurado del traje rojo oscuro asiente de nuevo, como si yo estuviera predicando la salvación, y Donoghue cambia de tema.

—Doctora Scarpetta, ¿cuál es su rango como reservista de las Fuerzas Aéreas?

—Soy coronel —respondo, y un joven miembro del jurado con una camisa de polo azul frunce el ceño, como si no lo aprobara o como si estuviera confuso.

—Pero nunca ha servido activamente en el ejército.

—No estoy segura de entender la pregunta.

—No era una pregunta, doctora Scarpetta. —No se siente a gusto conmigo—. Estoy declarando que usted jamás ha servido de forma activa en las Fuerzas Aéreas ni se ha alistado, ni ha sido desplegada en Iraq, por ejemplo.

—Cuando estuve sirviendo de forma activa en el ejército no estábamos en guerra con Iraq —le respondo.

—¿Está insinuando que no hay reservistas de las Fuerzas Aéreas desplegados en Iraq?

—Yo no estoy diciendo eso.

—Bueno, porque eso no sería cierto ahora, ¿verdad? —dice.

Marcada la casilla tres. Ha sugerido que hay que obligarme a decir la verdad.

—No sería correcto decir que los reservistas de las Fuerzas Aéreas no fueron desplegados en Iraq —coincido.

—Yo estaba usando el despliegue en Iraq como ejemplo de lo que alguien activo en las Fuerzas Armadas podría llegar a hacer. —Ahora está preparando su siguiente encerrona—. A diferencia de alguien que accede a relacionarse con el ejército simplemente para obtener que el gobierno sufrague su educación médica universitaria. Que es lo que sucedió en su caso, ¿no es así?

Marcada la casilla cuatro. Tengo un título universitario. Soy elitista.

—Al salir de la facultad de medicina formé parte del personal del Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, y entonces me dieron oficialmente la matrícula universitaria.

—Así que en realidad cuando sirvió en las Fuerzas Armadas no la enviaron a ninguna parte y su trabajo como patóloga forense consistió sobre todo en hacer papeleo.

—Los patólogos forenses hacen un montón de papeleo.

Sonrío a los miembros del jurado, y varios de ellos me devuelven la sonrisa.

—La AFME forma parte de la AFIP, ¿es correcto?

—Lo era —le respondo—. La AFIP> se suprimió hace varios años.

—Y cuando todavía existía y usted trabajaba allí, ¿estuvo involucrada en la comisión de accidentes de bombas atómicas?

—No, no lo estuve.

Dios bendito. ¿Por qué demonios no protesta Steward? Hago esfuerzos para no mirarlo.

No mires a nada ni a nadie, solo al jurado.

—Bueno, algunos de sus colegas estaban en la comisión de accidentes de bombas atómicas, ¿no es así?

—Creo que algunos de ellos habían participado —le respondo—. Algunos de los patólogos forenses de más edad que todavía seguían en la AFIP cuando yo entré.

—¿Por qué no estuvo usted involucrada en la comisión de accidentes de bombas atómicas? —pregunta.

Maldita sea.

¿Por qué demonios permite Steward que me salga con esto? No me puedo imaginar qué juez no podría aprobar una objeción que proteste por esta línea de cuestionamiento, que no tiene nada que ver con este caso ni conmigo. Está tratando de enardecer a los asiáticos del jurado, de suscitar prejuicios contra mí.

«Es como dar a entender que yo podría haber tenido algo que ver con el Holocausto delante de un jurado de judíos».

—Eso sucedió mucho antes de que yo entrara en la AFIP —digo, y mantengo la vista puesta en el jurado.

Estoy hablando con ellos, no con Jill Donoghue.

—Durante un tiempo la AFIP estudió muestras de autopsias de los japoneses muertos por la bomba atómica, ¿es correcto? —Sigue emperrada en lo mismo.

—Sí, es correcto.

—Y esta agencia donde usted sirvió durante un tiempo para satisfacer la deuda que contrajo con el ejército por pagar su matrícula en la facultad de medicina, la AFIP, se vio obligada a devolver los ancestrales materiales de autopsia a los japoneses, ya que se consideraba una falta de respeto que los militares estadounidenses conservaran restos humanos japoneses. Sobre todo porque fueron los militares estadounidenses quienes mataron a esos civiles japoneses en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki.

«No vas a decir esta boca es mía, ¿verdad que no, cobarde?».

Me resisto a mirar a Steward. Estoy sola.

—La Segunda Guerra Mundial tuvo lugar mucho antes de que yo naciera, señorita Donoghue. Y terminó unos cuarenta años antes de que yo formara parte de la AFIP. Jamás estuve involucrada en los estudios relacionados con las muertes causadas por las bombas atómicas.

—Bueno, déjeme preguntarle esto, doctora Scarpetta. ¿Alguna vez fue miembro de la Sociedad Americana de Patología Experimental?

—No.

—¿No? ¿Nunca ha asistido a una de sus reuniones?

—No.

—¿Y qué pasa con la Sociedad Americana de Patología de Investigación? ¿Alguna vez ha asistido a una de sus reuniones?

—Sí.

—Es el mismo grupo, ¿no es así?

—En esencia.

—Ya veo. ¿Así que si le cambiamos el nombre entonces su respuesta también cambia?

—La Sociedad Americana de Patología Experimental ya no existe, y yo jamás asistí a una reunión ni participé en ellas. Hoy tenemos la Sociedad Americana de Patología de Investigación.

—¿Es usted un miembro de la Sociedad Americana de Patología de Investigación, conocida por estas siglas, ASIP, doctora Scarpetta?

—Sí.

—Así que llamemos a este grupo de un modo u otro, el hecho es que está involucrada en medicina experimental, ¿no es cierto?

—La ASIP investiga los mecanismos de las enfermedades.

Silencio. Puedo ver las caras de los miembros del jurado. Ellos están alerta, se muestran escépticos conmigo. Un tipo ya mayor con el pelo cano y muy corto y una gran barriga parece intrigado, pero también desconcertado. Jill Donoghue está echando chorros de tinta para confundir las aguas y teñirlo todo de negatividad y apuntes insidiosos, como que estoy acostumbrada a que mis actividades me salgan gratis y se financien con el dinero de los contribuyentes, que soy irresponsable e inhumana y una fanática, y que posiblemente no me gustan los hombres.

Pincelada a pincelada, está pintando el retrato de una científica psicópata, de alguien despreciable, y así, cuando tratemos de lo que es realmente importante, ya no tendré credibilidad. No les voy a caer bien. Tal vez me odien.

—¿En qué tipo de casos puede tener jurisdicción un médico examinador de las Fuerzas Armadas, un AFME, doctora Scarpetta? —me pregunta, y nunca me he sentido tan vulnerable.

Es como si no hubiera acusación, como si Dan Steward estuviera viendo cómo me llevan a una colina para ahorcarme y no elevara la menor protesta.

—Cualquier defunción militar que tenga lugar en el teatro —le digo.

—¿«En el teatro»? Tal vez podría explicarnos qué quiere decir con el teatro.

—Un teatro de combate es un área de operación de guerra, como Afganistán —respondo ante el jurado—. Otros tipos de casos que son competencia de los AFMES, o Médicos Examinadores de las Fuerzas Armadas, incluyen las muertes en bases militares, la muerte del presidente de Estados Unidos o del vicepresidente o de los miembros del gabinete, y también las de algunos otros empleados del gobierno, como los miembros de la CIA o nuestros astronautas, en caso de morir en acto de servicio oficial.

—Toda una enorme responsabilidad. —Donoghue parece pensativa.

Incluso se podría pensar que está impresionada, y sigo mirando directamente al jurado y me niego a mirarla.

—Ciertamente, puedo ver por qué es posible suponer que su trabajo es más importante que el mío o que el de los miembros del jurado, o incluso que el del juez —sentencia.