16

El tráfico es malo en Boston y no hay aparcamiento disponible a la vista en el palacio de Justicia de Estados Unidos John Joseph Moakley, una maravilla arquitectónica de ladrillo rojo y vidrio, que se extiende ante el puerto como si lo envolviera con gráciles brazos. Le digo a Marino que me deje bajar.

—Aparca donde puedas o da una vuelta y espérame. Te llamaré cuando haya acabado.

Tengo la mano en la manilla de la puerta.

—Eso ni pensarlo.

—Aquí está bien.

—De ninguna manera. No sabemos si ese tipo tiene unos cuantos amigos indeseables dando vueltas por aquí. —Marino quiere decir que no sabemos si Channing Lott puede haber puesto dando vueltas por aquí a unos cuantos indeseables.

—Estoy completamente segura.

Marino explora el aparcamiento, donde no hay espacio para una bicicleta, y mucho menos para un todoterreno de gran tamaño, luego se acerca a un Prius y echa pestes cuando el conductor se baja en lugar de alejarse conduciendo.

—Pedazo de mierda de máquina ecológica —dice, moviendo el coche—. Deberían haber reservado una plaza de estacionamiento para los testigos.

—Por favor, para el coche. Justo aquí, aquí es perfecto.

Mira el restaurante Barking Crab, con su toldo amarillo y rojo que se extiende por Fort Point Channel al otro lado del puente de hierro.

—Es probable que pueda encontrar algo allí, la hora del almuerzo ha pasado y es demasiado temprano para la cena.

Se dirige en esa dirección.

—Para —lo digo en serio—. Voy a bajar. —Abro la puerta—. Aparca donde quieras. Llego tan tarde que no me importa.

—Si no estoy allí antes de que hayas terminado quédate donde estés. No salgas afuera, suponiendo que esto vaya a ir rápido.

Corro por el paseo de ladrillo, dejo atrás el restaurante The Daily Catch, y llego al muelle donde hay un parque con bancos de madera y grandes setos de una planta llamada Justicia, un arbusto de hoja perenne que no puede haber sido seleccionado por casualidad ante el palacio de Justicia. Me quito la chaqueta y empujo la puerta de cristal que conduce al control de seguridad, donde me saludan dos agentes de seguridad del tribunal a quienes conozco por su nombre, policías jubilados que ahora trabajan en el servicio de alguaciles de Estados Unidos.

—Así que aquí estás.

—Nos hemos estado preguntando cuándo ibas a aparecer como una moneda falsa.

—En todos los canales de televisión. La CNN, la Fox, MSNBC, YouTube…

—Tengo un primo en Inglaterra que lo ha visto en la BBC, me ha contado que la tortuga con la que estabas era del tamaño de una ballena.

—Señores, ¿cómo están ustedes? —Les entrego mi licencia de conducir a pesar de que me conocen de sobras.

—No podría estar mejor sin mentir.

—La última vez que estuve tan bien se me ha olvidado.

Hombres típicos de uniforme azul oscuro, cuyas bromas resultan más y más ininteligibles cuanto más las piensa uno, y aun así sonrío a pesar de todo. Les entrego mi iPhone, porque dentro del tribunal no están permitidos los dispositivos electrónicos, no importa quién seas. Y mi chaqueta de traje es radiografiada mientras camino por el escáner, siempre siguiendo las normas a rajatabla, no importa cuántas veces haya estado aquí.

—Vi pasar antes el barco de los bomberos, doctora. A continuación, el de la Guardia Costera y helicópteros —dice el alguacil llamado Nate, que tiene la nariz aplastada como la de un boxeador—. Esa mujer a la que has sacado del agua esta mañana…, la madre de alguien.

—O la esposa de alguien. ¿Crees que es ella, doctora?

—Es demasiado pronto para decir quién es —respondo.

—Una cosa terrible.

—Sí, lo es.

Me pongo la chaqueta.

—Te prometo que tu teléfono seguirá aquí cuando salgas. Ahora están haciendo un receso —dice el otro, rubicundo, el que se llama Brian.

Hace un gesto con la cabeza hacia el cristal, para llamar mi atención sobre un hombre y una mujer muy bien vestidos que toman café en la pasarela de ladrillo.

—¿Ves a esos dos de ahí? —me dice—. Tienen algo que ver con él, con el señor Lott. Tal vez sean amigos, parientes, peces gordos de su empresa… Quién sabe. Él, Lott, es dueño de la mitad del mundo. ¿Cómo es que Marino no viene contigo?

—Está investigando el delito de no encontrar una plaza de aparcamiento.

—Pues va a necesitar mucha suerte para resolverlo. Bueno, no te quedes vagando por aquí sola demasiado tiempo, ¿me oyes?

Al otro lado del cristal el hombre y la mujer están muy juntos y dirigen su mirada hacia el mar. Nos dan la espalda como si supieran que estamos interesados en ellos, y me apresuro a subir por una escalera de piedra y luego tomo un ascensor con paneles de mármol hasta el tercer piso. Mis tacones resuenan sobre el granito pulido mientras camino frente a ventanas de cuerpo entero que se abren hacia el puerto y los límites exteriores de la bahía. Las salas de los tribunales quedan a mi derecha, detrás de pesadas puertas dobles de madera numeradas en latón. Me abro paso entre gente que está esperando para testificar o que simplemente mata el tiempo, algunos son abogados a los que conozco de vista, y justo cuando me planto en la puerta del juzgado 17 sale Dan Steward.

—Lo siento mucho —empiezo a decirle mientras me indica que le siga a una zona aislada donde termina el corredor, debajo de enormes paneles de colores artísticos.

—Me las he arreglado para estirar la comparecencia del último testigo —dice en un tono de voz exagerado, inmensamente orgulloso de sí mismo—. Eres la última, y probablemente no necesitaré nada de ti.

—¿Ambas partes han acabado, estás seguro? —La cabeza me da vueltas. No puedo dejar de pensar.

Realmente soy la última testigo a la que el jurado va a escuchar, me dice, y sucede justo ahora. No parece una coincidencia, no importa lo mucho que intente tranquilizarme pensando que debe de tratarse de algo casual.

—Y después daremos los últimos argumentos para el cierre —dice Steward—. Esperamos poder acabar hoy y que el jurado empiece las deliberaciones antes de que anochezca. La buena noticia es que no has retrasado nada. —Se queda mirándome los pechos—. Le dije al juez lo que pasa y estoy seguro de que te va a dar la oportunidad de explicarte. Eso no quiere decir que no te vaya a poner contra las cuerdas. Pero ¿si no fuera por mí? Bueno, no creo que Jill se moleste en dar la cara por ti, aunque seas su testigo. —Se quita las gafas de montura metálica, las limpia con un pañuelo, mientras sigue con los ojos clavados en mis pechos, adonde tiene la costumbre de mirar constantemente. Nunca he pensado que quiera nada más con eso. Dan Steward no es un hombre lascivo ni vulgar, es alguien correcto, aunque con un carácter difícil, de pequeña estatura y unos treinta años, con una gran cabeza, el pelo rubio y sucio, y los dientes grandes. Posee un gusto terrible para los trajes. Hoy lleva uno de pana mal cortado, con una corbata verde de cachemira barata, que es demasiado larga, muy ancha y completamente pasada de moda. Siempre parece agotado y nervioso, y según me han dicho se comporta de forma áspera con los jurados, y yo lo creo.

—Pero ella lo sabe —le respondo—. Sabe por qué llego tarde.

—Diablos, sí. Tu oficina ha sido lo bastante cortés como para llamarla.

—¿Mi oficina?

No se me ocurre qué puede significar eso.

—Antes del descanso, nos indicó que sabía que venías de camino.

Bryce le ha contado a Dan Steward que yo llegaba tarde, pero no puedo imaginar qué miembro de mi personal podría haber dejado un mensaje a Jill Donoghue, cuya citación es la razón por la que estoy aquí. Yo no he hablado con ella directamente. Yo nunca haría algo así en una situación como ésta, donde no hay nada sustantivo que pueda aportar al caso, solo mi presencia física, para que puedan acosarme, manipularme y crear un drama a mi costa.

—Le dije que no montara un numerito —responde Steward, y Donoghue probablemente se ha ganado la distinción de ser la persona más odiada del planeta.

—¿Y qué numerito podría montar si al final no ha habido un retraso?

—Estoy seguro de que eres consciente de que está en las noticias, Kay.

—El cadáver que acaba de recuperarse no tiene nada que ver con esto, y ciertamente no puedo extenderme sobre ello, y no lo haré.

No quiero parecer impaciente ni repipi, pero estoy cansada de las payasadas de la sala del tribunal y lo que he venido a llamar sus truquitos de magia.

Quizás hablar de total desilusión describa mejor lo que siento, porque en la actualidad es sencillamente impresionante lo que los abogados defensores logran sacarse de la chistera. Cuanto más increíbles e ilógicas sean sus tácticas más parecen salirse con la suya, y yo no estoy lejos de mostrarme totalmente cínica acerca de un proceso en el que solía creer, y a veces desconfío de que funcione el sistema de jurados.

—Bueno, ella solo le hizo un agujero del tamaño del Gran Cañón a los argumentos del investigador Gloucester, no a Kefe, gracias a Dios, porque Kefe es tonto hasta decir basta, sino a Lorey, que se fue muy triste. Me siento un poco mal de haberlo tenido allí tanto tiempo, pero gracias a eso técnicamente no nos hemos retrasado —comenta Steward mirándome la delantera—. Ahora bien, lo que ocurra a continuación ya queda fuera de mi control. Y parece que al juez ella se la pone dura.

—Lo siento mucho, Dan. Pero hace apenas dos horas llevaba una máscara de buceo y un traje impermeable, y estaba recuperando un cadáver al que debo volver cuanto antes. —Miro el puerto, hay un avión que despega de Logan y un petrolero rojo deslizándose hacia el mar, y apenas se divisa el faro de Boston que sobresale en un cielo oscuro y volátil que amenaza lluvia—. O bien llegaba tarde a lo que en realidad parece ser un testimonio frívolo o bien perdía pruebas en un caso que estoy bastante segura de que es un homicidio.

—Y eso es lo que creo que Jill, alias la cobra, tiene toda la intención de escupirte en los ojos. —Steward busca en una carpeta llena de notas apuntadas en hojas de papel amarillo rayado, y parece dolido por mi referencia a la frivolidad de mi testimonio—. Ella ha machacado a Lorey por el problema evidente de la ausencia de cadáver en este caso y la falta de evidencias científicas, lo que ha sembrado las dudas habituales en las mentes de los miembros del jurado, porque a día de hoy nadie parece creer ya en las pruebas circunstanciales.

—Como he dicho, este tipo de casos son extremadamente complicados.

—Anda ya. Su esposa está grabada en la cámara de seguridad cuando sale de su casa por la noche, porque ha oído algo y obviamente está hablando con alguien que ella conoce, al aire libre, en plena oscuridad. Y se desvanece. Nunca más se la vuelve a ver —me dice con su voz de pito—. Hay pruebas en el portátil de su marido que demuestran que el hombre había estado de compras, buscando a alguien que se ofreciera a matarla por cien mil dólares… ¿Y eso no es suficiente para encerrarlo de por vida?

—No es mi caso, por las mismas razones que estás citando —le recuerdo—. El cuerpo no se ha encontrado, y yo no he tenido nada que ver con la investigación, más allá de revisar su historial médico y darte mi opinión. —Me abstengo de añadir que ahora mismo estoy aquí en contra de mi voluntad y por su culpa, y que él más que nadie debería saber que si me preguntaba algo por escrito, y yo le contestaba por escrito, nuestra correspondencia sería detectable.

Sobre todo si la abogada de la parte contraria es nada más y nada menos que Jill Donoghue, quien en este preciso momento se dirige hacia nosotros con un café en un vaso de papel. Está impresionante, vestida con un traje ajustado de color verde oliva con solapas anchas y una falda estrecha, con la oscura melena suavemente rizada con flequillo. Es una de las abogadas de la defensa más temidas en Massachusetts, y para colmo es guapísima; se graduó en la Escuela de Derecho de Harvard y el año pasado fue presidenta del Colegio Americano de Abogados Litigantes.

Participa en talleres y seminarios en el Centro Judicial Federal, donde me he encontrado con ella en varias ocasiones. Su especialidad es la informática, lo que por supuesto incluye los correos electrónicos. No puedo dejar de sospechar que Steward ha preparado deliberada y exactamente mi presencia aquí, porque quiere enfrentarme a su enemiga, como si yo fuera su mascota pitbull, cuando, en realidad, lo más probable es que al haberlo manipulado así le haya dado una ventaja a Donoghue.

—Ven y habla claro. Sin chorradas. ¿Hay alguna posibilidad de que acabes de sacar del agua a Mildred Lott? —me pregunta sombríamente, con el rostro tenso, los ojos grises inexpresivos detrás de las lentes.

—En este momento no podemos saber nada con certeza.

Miro a Donoghue en la sala y tal vez sea mi imaginación, pero parece estar sonriendo.

—¿No se puede saber si es ella? —me pide Steward—. Sería genial, si pudiéramos afirmar que no lo es.

—Apenas he mirado el cadáver. Aún no le he hecho la autopsia. En este momento no tengo ni idea de quién es, pero preliminarmente y de un vistazo no vi cicatrices de cirugía estética, como implantes de senos, liposucción o un lifting facial, que sabemos que ella se había hecho. No he encontrado similitudes físicas hasta ahora, dadas las circunstancias —contesto, y me extiendo en explicarle en qué condiciones está el cadáver.

—¿De qué circunstancias hablas, exactamente? —pregunta.

—Las circunstancias de contar solo con un examen superficial antes de apresurarme a venir aquí.

—¿Qué pasa con la edad y el color del pelo?

—Su cabello no es rubio platino teñido. Esas canas son naturales —le respondo.

—¿Estamos seguros de que el pelo de Mildred Lott estaba teñido?

—No estoy segura de nada.

—La forma en que viste, los efectos personales, tales como anillos de boda y de compromiso, un antiguo medallón que Mildred Lott usaba siempre y que se cree que llevaba encima cuando desapareció, ese tipo de cosas…

—No encontré nada coherente con nada de eso.

—¿Alguna idea de cuándo pudo haber muerto, y cómo? Me refiero a esta señora.

—No voy a declarar nada sobre un cadáver al que aún no he hecho ni la autopsia, Dan —respondo empleando un tono de resistencia que no logro evitar.

—Oye, todo es cuestión de lo que desee el amigo de Jill, el juez Conry.

—¿Su «amigo»?

—Ya sabes, los rumores. No soy yo quien los vaya a repetir. —Steward mira el reloj—. Será mejor que vuelva.

Espero a que todo el mundo haya entrado y me quedo sola entre las puertas de madera interiores y exteriores, escuchando la voz fuerte del empleado que conmina a todos los presentes a ponerse en pie ante el juez. Luego se oye a la gente que vuelve a sentarse, así como los golpes del mazo, y el tribunal reanuda la sesión. Entonces resuena una voz de mujer, lo que yo llamo una voz radiofónica, la voz de Jill Donoghue, que anuncia ante un micrófono que me llama como su próximo testigo.

Ante mí la puerta se abre y veo un techo abovedado adornado con candelabros de alabastro, mesas ocupadas por abogados y filas de asientos para el público que llevan hasta el juez Joseph Conry, que va vestido con su toga negra, encaramado en lo alto, como en un trono, ante estanterías llenas de publicaciones jurídicas encuadernadas en cuero. Mientras avanzo por la alfombra gris hacia el estrado de los testigos, justo enfrente de la tribuna del jurado, siento su gravedad desde el otro extremo de la sala.

—Doctora Scarpetta. —El juez me detiene a lo que me parecen millas de distancia de la tribuna—. Se suponía que iba a presentarse aquí hace una hora y quince minutos.

—Sí, su señoría —le respondo con la humildad apropiada, mirándole directamente a los ojos y evitando a Jill Donoghue, que está de pie ante un atril a mi izquierda—. Y me disculpo profundamente.

—¿Por qué llega tarde?

Yo sé que él sabe el porqué, pero en todo caso le respondo:

—He tenido que acudir a una escena a varias millas al sur de la ciudad, en la bahía de Massachusetts, su señoría. Allí se encontró el cuerpo de una mujer.

—¿Así que estaba trabajando?

—Sí, su señoría.

Siento los ojos de todos fijos en mí como dardos. La sala de justicia está en silencio, como una catedral vacía.

—Bueno, doctora Scarpetta, yo estaba aquí a las nueve de la mañana, algo que se requiere de mí para que pueda hacer mi trabajo en este caso.

Se muestra duro e implacable, no es ni mucho menos el hombre que conozco de actos como tomas de posesión o jubilaciones, de presentaciones de retratos judiciales e innumerables recepciones de la Asociación Federal de Juristas a las que he asistido.

Joseph Conry, cuyo nombre se confunde frecuentemente con el del novelista ingles de origen polaco Joseph Conrad, es increíblemente guapo, alto, con el pelo negro como el azabache y penetrantes ojos azules, un juez irlandés negro con un corazón de las tinieblas, así ha sido descrito, y yo siempre lo he considerado como un jurista brillante y con los pies en el suelo, que siempre me ha tratado con amabilidad y respeto. Yo no diría que seamos amigos personales, pero sí conocidos que se tratan con mucha cordialidad: Conry siempre se preocupa por traerme una copa y charlar conmigo sobre lo último en medicina forense o me pide consejo sobre su hija que estudia en la facultad de medicina.

—Todos los abogados y los miembros del jurado estaban aquí a las nueve de la mañana, ya que es lo que se requiere de ellos para que puedan hacer su trabajo en este caso —prosigue con una voz grave que escucho con creciente consternación—. Y debido a que usted ha decidido anteponer su trabajo a personarse aquí, nos hemos visto obligados a esperarla, lo que obviamente parece dar a entender que se siente la persona más importante de este juicio.

—Lo siento, su señoría. Nunca quise dar a entender eso.

—Usted ha desperdiciado el precioso tiempo de este tribunal. Sí, me ha oído bien: he dicho desperdiciado —dice, para mi asombro—. El tiempo perdido no solo por nosotros sino también por el señor Steward, que no me ha engañado cuando se ha extendido con un testigo para ganar tiempo hasta que usted llegara, porque al parecer está demasiado ocupada o es demasiado importante para obedecer una orden de este tribunal.

—Lo siento, su señoría. Jamás quise desafiar nada de forma intencionada. He estado ocupada con…

—Doctora Scarpetta, la defensa la citó para declarar en esta sala a las dos de la tarde de hoy, ¿es o no es eso cierto?

—Sí, su señoría.

No puedo creer que esté haciendo esto con el jurado ahí sentado.

—Usted es médica y abogada, ¿no es así?

—Sí, su señoría.

Debería haber pedido al jurado que saliera antes de empezar a ponerme verde.

—Por tanto es lógico suponer que sabe lo que significa el término «citación».

—Sí, su señoría.

—Por favor, dígale al tribunal qué entiende por «citación».

—Es un escrito de una agencia del gobierno, su señoría, que tiene la autoridad de obligar a alguien a declarar y a establecer una sanción en caso de que dicho individuo se niegue a ello.

—Una orden del tribunal.

—Sí, su señoría —le respondo con una incredulidad que no demuestro.

Va a usarme para dar ejemplo, y puedo sentir la mirada de Jill Donoghue, aunque solo puedo imaginar su inmensa satisfacción mientras observa cómo uno de los jueces más eminentes de Boston me deja a la altura del barro delante del jurado y frente a su cliente, Channing Lott.

—Por lo tanto, usted ha violado una orden judicial porque antepone su trabajo al del tribunal de Justicia, ¿no es cierto? —me pregunta el juez con el mismo tono exigente.

—Creo que eso es correcto, su señoría. Le pido perdón.

Veo su fría mirada azul a una distancia imposible.

—Bueno, va a tener que hacer algo más que pedir disculpas, doctora Scarpetta. Voy a multarla por una cantidad que cubrirá los costos de todo el mundo que ha perdido el tiempo durante una hora y quince minutos. En realidad una hora y media, si tenemos en cuenta el tiempo que me está tomando manejar esta cuestión innecesaria y desafortunada. Y aún más tiempo, porque ahora vamos a demorarnos más allá de las cinco de la tarde y hasta la noche. Voy a conjeturar que usted le ha costado al tribunal unos dos mil quinientos dólares. Y ahora, por favor, suba al estrado para que podamos seguir adelante.

No se oye un solo ruido en la sala del tribunal. Todo está en un silencio mortal mientras subo los escalones de madera y me siento en una silla de cuero negro, y el empleado me pide que levante la mano derecha. Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, mientras Jill Donoghue espera pacientemente en su atril, con un ordenador portátil y un micrófono, en medio de un gran espacio lleno de mesas y bancos de madera Windsor, y tantas pantallas planas de vídeo que todo eso me recuerda a los paneles solares plateados de un satélite.

Echo un vistazo a la fiscalía. Los tres miembros están sentados juntos y leen sus notas o toman otras nuevas, y a juzgar por la expresión aturdida en la cara de Dan Steward puedo decir que no se esperaba esta amonestación que acabo de recibir. Y ahora calcula rápidamente los daños causados.