15

Son de latón ya borroso, con un toque dorado. Cada botón tiene algún tipo de diseño con un águila y un vástago de hierro en la parte posterior, y se ha cosido a la chaqueta con hilo negro grueso.

—Datan de la guerra civil. Son artículos genuinos. Más o menos de la misma fecha que la moneda del anillo. —Marino se inclina más cerca, mirando a través de las gafas de lectura—. Mierda, aquí hay algo.

Vuelvo a la camilla, y al comenzar a desabrocharle la blusa, el olor pútrido se hace más fuerte. A medida que trabajamos y pasa el tiempo la descomposición se extiende como una plaga de insectos invisibles, acercándose a la putrefacción. Y mientras tanto cada vez estoy más cerca de ser detenida por desacato al tribunal.

—Probablemente no eran de soldado de infantería regular. Son botones de oficial. —Marino coge una lupa, con un tono de reproche en la voz—. La mayoría de la gente que colecciona botones viejos no los cose a la ropa. Ninguna persona normal haría algo así.

—Parece un poco fuera de lo común —comento—. El uso de antigüedades o de joyas viejas es una cosa, pero lo de coserlas en la ropa sería otra bien distinta, supongo.

—En esto tienes razón, y los coleccionistas no cosen botones. —Su voz suena dura por el reproche, como si hubiera tomado una decisión irrevocable sobre el carácter de la muerta—. Los muestran, los enmarcan, los intercambian, los venden o los donan quizás a un museo, en función de lo que sean —dice Marino—. He visto botones como éstos que valen cientos, incluso miles de dólares.

Estudia detenidamente los tres botones bajo la lente, acariciando cada uno de ellos con el dedo enguantado.

—Si nos fijamos bien —me los muestra—, vemos que no están deteriorados por los costados, ni descascarillados, lo que aumenta su valor. Nunca había visto coser algo así en una chaqueta. ¿Quién demonios hace una cosa como ésta?

—Bueno, ella lo hizo, o alguien lo hizo —contesto.

Le quito la blusa mojada, y decido que es de color morado, no burdeos. La etiqueta en la parte posterior del cuello dice «Audrey Marybeth», talla 28.

—Tal vez tenía algo que ver con antigüedades —agrego—. Tal vez las coleccionaba o las vendía, o esos botones habían pertenecido a alguien de su familia.

Debajo, el sujetador está suelto alrededor del pecho, sus copas varias tallas más grandes, y estimo que, debido a la deshidratación, el cuerpo ha perdido ya por lo menos un veinte por ciento de su peso. El cuerpo se secó mientras estaba oculto en algún lugar, en estado de congelación o cercano a la congelación, con el frío suficiente para evitar que las bacterias lo colonizaran y causaran la descomposición que ahora empieza a hacer de las suyas. Minuto a minuto su olor es más fuerte, y me estoy metiendo en problemas. Me imagino al juez Conry llamando a los abogados al estrado para preguntarles dónde me he metido, discreto al principio y luego exigente.

—Un montón de gente colecciona cosas en esta parte del mundo. —Marino tiene una mirada de rencor en su rostro, está de mal humor—. Uno va a alguna de esas tiendas de segunda mano y puede comprar botones antiguos y casi cualquier cosa que se le ocurra. De la policía, de los bomberos, del ferrocarril, botones militares… Pero nadie los cose en la ropa, ni siquiera esos niquelados que valen cinco dólares cada uno. Ni siquiera los que están hechos unos zorros y se pueden comprar a granel.

—¿Y desde cuándo eres un experto en botones antiguos?

Dejo la blusa abierta junto a la chaqueta.

—Realmente no te importa un carajo —dice mirando el reloj, pues son exactamente las dos en punto.

—Lo que me importa en este instante preciso es recuperar lo que podamos, mientras todavía haya oportunidad de hacerlo.

Sobre todo estoy pensando en el ADN. He tenido casos en los que el semen ha podido recuperarse después de un tiempo extraordinariamente largo en el interior de orificios: el estómago, las vías respiratorias, el interior de la bóveda vaginal, y ahora no voy a suponer que es demasiado tarde para conseguir extraer algo de este cadáver, y no importa el tiempo que lleve muerta. El enemigo del ADN son las bacterias, y están empezando a invadirla invisiblemente y se la van a comer hasta los huesos.

Puedo medir la descomposición de los tejidos de un cadáver por la forma en que huele, con un olor insidiosamente fétido al principio y luego aún más fuerte. Lo que acontece en esta mujer se está convirtiendo rápidamente en un hedor causado por los organismos que se originaron en sus intestinos, y que se mantuvieron inactivos mientras ella estaba en un lugar seco y muy frío o congelado. Luego se ha calentado varios grados en la bahía, en el barco y en la furgoneta, y ahora dentro de este ambiente las bacterias que causan la putrefacción están rindiendo al máximo. Se ha iniciado un proceso que tal vez yo podría retardar ligeramente por refrigeración, pero que sin duda no puedo detener. Se está descomponiendo a toda velocidad ante nuestros ojos.

—¿Recuerdas cuando me aficioné a los detectores de metales? —me pregunta Marino, y yo no me acuerdo.

—Vagamente.

Me acerco para bajarle la cremallera de la falda larga y gris, y descubro que se la han ceñido a la cintura. Tiene tres grandes grapas industriales apresando el tejido. Son de acero inoxidable, no hay señales de oxidación.

—¿Quién demonios haría esto? —observa Marino.

—Como he dicho, ella ya no tiene una talla 28.

—Eso si alguna vez la tuvo.

—Cuando estaba viva, era mayor que esto que ves aquí —le respondo—. Eso es incuestionable.

—Pero aunque la falda se le deslizara porque era demasiado grande, aun así no se habría perdido gran cosa, por las sogas alrededor de los tobillos y el cajón portaperros —dice—. Entonces, ¿por qué tomarse tantas molestias?

—Depende de cuándo lo hicieron. Todo lo que puedo decir con certeza es que alguien se encargó de que la cintura fuera más pequeña. —Tiro de la falda hacia abajo sobre las piernas desnudas, arrugadas y pálidas, y me sorprende encontrar lo que queda de sus medias.

Las medias están reventadas, arrancadas a mitad del muslo, y en mi mente la veo viva. La veo aterrorizada, bajo llave y tratando de escapar.

Arañando, golpeando una puerta, rompiéndose las uñas. Mueve frenéticamente los pies descalzos sobre una superficie cubierta con algo de color rojo oscuro.

Y luego nada. Esa imagen desaparece. No me puedo imaginar lo que pasó con sus medias, excepto que no se cortaron con algo afilado. El nailon ultrapuro muestra múltiples carreras hasta la parte superior, y lo que queda alrededor de los muslos está destrozado, roto de manera desigual, como una gasa transparente irregular y suelta alrededor de la piel, cetrina y exánime. ¿Fue ella quien se desgarró las medias a mitad de muslo? Si es así, ¿por qué?

»¿O lo hizo alguien más?

»La misma persona que le grapó la falda alrededor de la cintura y dispuso esas joyas para que no se cayeran del cuerpo y se perdieran.

Al igual que la chaqueta, la falda es muy elegante, distinguida, fabricada con dos capas de lana que desembocan en un dobladillo. La marca es «Peruvian Connection», talla 28. La extiendo sobre la sábana para que se seque, mientras Marino recuerda nuestros primeros días juntos en Richmond, cuando al parecer se convirtió en un aguerrido cazador de tesoros, utilizando un detector de metales que guardaba en el maletero de su Ford sin ningún distintivo policial y que usaba para revisar escenas del crimen, principalmente al aire libre, y hallar pruebas de metal, tales como casquillos de bala.

—Sobre todo cuando estaba trabajando en turno de tarde y tenía la mayor parte del día libre —me está diciendo, pero el recuerdo no lo pone alegre como solía cuando hablaba de nuestro pasado.

Su voz tiene un tono duro e implacable que me recuerda una pala chocando contra la roca.

—Me gustaba ir a primera hora de la mañana a viejos campos de batalla, en bosques o en riberas de ríos, en busca de monedas, botones, de todo lo que podía encontrar. Hallé una hebilla de cinturón que pude limpiar muy bien. Probablemente lo recuerdes.

No, no recuerdo nada, pero sé que no debo admitirlo.

—La llevé a la oficina y te la enseñe —dice él, siempre le han gustado las hebillas grandes, especialmente las de motocicletas—. De forma ovalada, con las iniciales «U. S.» estampadas en latón fundido en grandes letras mayúsculas.

Dejo las bragas y el panty y el sujetador sobre una sábana, y acerco la luz quirúrgica. Compruebo la lividez mientras Marino examina de nuevo los botones antiguos, inclinándose, acercando una luz sobre ellos.

—No hay señales de lividez —señalo.

—¿Qué pasa cuando alguien ha muerto y tal vez lo han tenido metido en un refrigerador o en un congelador todo este tiempo? Tal vez ya no tenga esas señales.

—A diferencia del rigor mortis, el livor mortis, o lividez post mortem, no desaparece por completo. Deja siempre signos reveladores. —La miro de pies a cabeza, tomándome un tiempo que no tengo, moviendo la lámpara del techo mientras busco el menor indicio de mancha de cuando su circulación sanguínea se detuvo y la sangre se asentó por efecto de la gravedad.

—Finalmente, la vendí por quinientos dólares. Ojalá no lo hubiera hecho, porque es seguro que valía más que eso. —Marino vuelve a hablar de sus tesoros—. También una hebilla de dos piezas del ejército confederado que encontré en Dinwiddie. Podría haberme sacado un par de miles si no hubiera necesitado dinero rápido cuando Doris se largó y me dejó con un montón de deudas. Es probable que aún siga con ese gilipollas, el vendedor de coches, aunque ahora creo que vende Aflac.

—Tal vez deberías enterarte.

—Eso, ni loco. Ahora se nos ha convertido en toda una emprendedora —dice con sarcasmo—. Cubre ladrillos con un trapo y los vende como topes de puerta. No es broma, quiero decir, imagínate. ¿Qué te parecen? Símbolos de algo, ¿eh? ¿De algo que se interpone en tu camino, un obstáculo, una piedra con la que tropiezas? Aunque ella no los ve así, eso por supuesto.

—Quizá deberías intentar hablar con ella y averiguar cómo lo ve.

—Se puede mirar en Internet —dice con enojo—. «Open Me Says», se llama. Es el nombre de su sitio web. «Te lo mantengo abierto para que accedas a un mundo de posibilidades». Parece mentira.

Muy propio de él hablar de su ex esposa cuando no tenemos tiempo para hablar de ella. Coloco el cadáver sobre el costado izquierdo, y pesa tan poco que parece hueco.

—Se puede ganar mucho dinero con objetos históricos como botones, medallas, monedas antiguas, sí, pero también existe una cosa llamada respeto. —Marino vuelve a la carga—. Lo que no debemos hacer es coser botones militares antiguos en una chaqueta o en un abrigo para que parezca que vamos a la puñetera moda.

—Se puede ver aquí. Un patrón de livor de sangre que se ha hemolizado. —Aprieto con los dedos en las distintas áreas de la espalda—. No tiene un aspecto blanquecino porque la sangre se ha filtrado fuera de las paredes de los capilares. Así que después de su muerte ella estuvo boca arriba durante al menos el tiempo en que se fijó el livor, probablemente doce horas, posiblemente más. Podría ser que estuviera tendida sobre la espalda todo el tiempo desde que murió, almacenada en algún lugar hasta que movieron el cadáver y lo arrojaron a la bahía.

—Nadie en sus cabales lleva a la tintorería una chaqueta con unos botones antiguos que valen mil dólares. —Marino no va a dejar de hablar de lo mismo—. Aunque no es por el dinero.

—Momificación moderada, piel húmeda aunque dura y seca, con restos débiles de moho blanco a clapas en la cara y el cuello —dicto, y Marino lo apunta—. Ojos hundidos y colapsados. —Le abro la boca—. Tiene las mejillas hundidas. —Le froto el interior de la cavidad bucal—. No hay lesiones en labios, lengua ni dientes —le digo, mientras lo compruebo con una linterna—. El cuello está libre de cualquier decoloración discreta.

Miro el reloj.

Las dos y once minutos. Avanzo hacia abajo y encuentro más signos de momificación moderados, aunque no heridas, y le abro las piernas. Pido a Marino que me traiga un kit de prueba de recuperación física, también llamado PERK, aunque muchos policías lo llaman kit de violación, y lo observo con curiosidad mientras camina hacia un armario cabizbajo, con el rostro disgustado y ofendido, como si en esta mujer muerta hubiera algo que él deba tomarse como una afrenta personal.

—Vale, enviemos por correo electrónico al NamUs fotos de los botones y las joyas —le digo—. Esos detalles parecen lo bastante particulares como para ser significativos. Sobre todo si es inusual coser valiosos botones antiguos en la ropa.

—Es una falta de respeto de mil pares de narices.

Me entrega un espéculo de plástico y abre la caja de cartón blanco del PERK.

—Cuando encuentras botones como éstos, por lo general, lo que ocurrió es que la persona murió durante la guerra y su cuerpo quedó tirado en un campo o en el bosque.

Marino pone las bolsas, las escobillas y un peine sobre una sábana limpia.

—Ciento cincuenta años más tarde alguien viene con un detector de metales y desentierra los botones de tu uniforme, la hebilla de tu cinturón… y cuando uno encuentra cosas así debe tratarlas como si hubiera profanado una tumba, porque en efecto así es.

Echo un vistazo al reloj de nuevo. Ya ensayo qué voy a decir a Dan Steward y Jill Donoghue cuando los vea, una explicación en tono de disculpa que confío en que uno de ellos, o ambos, transmitan a su vez al juez.

Mi opción era perder pruebas posiblemente críticas o llegar tarde al tribunal, y voy a estar muy arrepentida.

—Incluso si uno los encuentra en un ático —dice Marino— los trata con respeto, porque pertenecían a alguien que hizo el mayor sacrificio posible.

Empieza a rellenar los formularios con la poca información de que disponemos, mientras sigue despotricando.

—Uno no cose botones ni charreteras en una chaqueta ni le pone la medalla de un soldado muerto a su maldito cinturón ni usa sus malditos calcetines ensangrentados. Uno no corta viejos uniformes que aún llevan las etiquetas con los nombres de los soldados y los convierte en colchas.

Y me da los sobres para las muestras.

—Si no has ido a Parris Island o a la escuela de oficiales, entonces no uses ropa de camuflaje de los Marines, ni mucho menos la conviertas en un bolso, cojones. Dios mío, ¿qué clase de persona hace cosas así?

—No veo ninguna evidencia de asalto sexual. Por supuesto, eso no quiere decir que no lo hubiera. —Tomo el espéculo usado y lo tiro a la basura—. Pero parece que le afeitaron las piernas poco antes de morir.

Observo pequeñas cerdas de vello, que al ser aumentadas bajo la lupa, indican que se utilizó una cuchilla de afeitar.

—Unos días antes de morir, a juzgar por su crecimiento —agrego—. Obviamente, el pelo ahora parece un poco más largo por culpa de la deshidratación. Si la secuestraron, probablemente no la retuvieron mucho tiempo.

Marino tiene el rostro como la grana y los ojos muy abiertos, como si hubiera recordado algo que realmente le incomoda de veras.

—¿Qué te pasa? —Inserto una aguja de calibre dieciocho en la arteria femoral izquierda.

—Nada —me dice, que es justamente lo que dice cuando le pasa algo.

Pruebo con la subclavia, insertando la aguja por debajo de la clavícula. No hay suerte, pero al perforar la aorta logro obtener unas cuantas gotas. Cuando la abra más tarde voy a encontrar que sus vasos están casi completamente vacíos, sus paredes manchadas de hemoglobina, lo que les dará un aspecto oxidado. Por lo general, el hierro es lo único que queda.

Extraigo un poco de sangre espesa y oscura. La poso en dos zonas de muestreo de una microficha FTA, que coloco debajo de una campana química para que se seque.

—Vas a meterla en la nevera, y esta habitación permanecerá cerrada. Nadie va a entrar aquí —le digo a Marino, mientras me quito la bata de laboratorio—. Llama a ADN, que Gloria sepa que pueden recoger la tarjeta en una hora. Debería estar seca para entonces, y queremos un perfil de ADN lo más rápido posible, y es necesario que se introduzcan los datos en NamUs y NDIS> con la menor demora posible.

Echo la bata de laboratorio, las fundas del calzado y los guantes en un cubo de basura biológica de color rojo brillante y abro la puerta que conduce al vestíbulo de descompresión, y luego abro la segunda puerta que conduce al pasillo. Son las dos y veinte del mediodía y no puedo recordar la última vez que llegué tan tarde a un juicio o, mejor dicho, tan tarde como voy a llegar hoy. No antes de las tres menos cuarto, aunque posiblemente serán más bien las tres y cuarto, que es lo que le va a costar a Marino llevarme hasta el Fan Pier del paseo marítimo de Boston, calculo, y eso si el tráfico es razonable.

Las puertas del ascensor se abren y corro por el pasillo, sin importarme qué pinta tan ridícula debo de tener vestida con un forro gris y unas botas tácticas, más una chaqueta naranja y una bolsa de basura. Coloco el pulgar en el lector para abrir la oficina, entro y entonces Bryce surge de mi cuarto de baño, sorprendiéndome. Lleva la chaqueta puesta y unas gafas de sol sobre la cabeza, y en la mano, la jarra de acero inoxidable y las tacitas donde Lucy y yo bebimos café cubano hace aparentemente una eternidad.

—Pensé que estabas en el veterinario. —Dejo caer la bolsa de ropa húmeda y la chaqueta en el suelo y me quito las botas—. Voy muy, muy tarde. ¿Tienes noticias de Dan Steward? ¿Cómo está tu gato?

—Ave María purísima, ¿pero qué llevas puesto? —Bryce mira con desaprobación la forma en que voy vestida—. ¿Te acabas de escapar de los Ozarks? ¿De un campo de prisioneros? ¿Te has convertido en un peligro biológico ambulante? Aunque tiene algo sexy, en realidad, ese forro, pero ¿por qué es gris? Por cierto, todo esto va al lavavajillas. Ha sido Lucy la que ha limpiado, ¿me equivoco? ¿No? Restos de leche pegajosos y lo bastante abundantes como para atraer a una bandada de colibríes.

—Llego tarde al juicio y debes dejarme tranquila para que pueda prepararme. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Le has dicho a Dan lo que pasa?

—Casi sin café, ni agua embotellada avec gaz et snis, sin el menor rastro de mezcla de frutos secos, muesli sin azúcar, bebidas de proteína y esas galletas horribles que supuestamente son integrales o de arroz o de partículas. Dan ha estado interrogando al testigo que iba justo delante de ti…

—Gracias a Dios.

Voy descalza hasta el escritorio y busco entre los archivos.

—Pero al parecer el juez le preguntó dónde estabas y Dan se lo dijo, pero entonces comentó que a los jueces no les importa una mierda ninguna de vuestras excusas y que te des prisa y vayas de inmediato.

—¿Has visto el archivo de Mildred Lott?

—Así que he parado en el supermercado Whole Foods y acabo de llegar hace un minuto. —Abre la puerta de mi armario—. Y por supuesto he notado que tu pequeña cocina es un desastre, como sucede siempre que Lucy se mete a revolverlo todo. Debería encontrar una buena esposa, porque sus habilidades domésticas son inexistentes. Está justo al lado del microscopio, donde lo dejaste. Bajo unos informes histológicos. —Saca el traje y la camisa—. No sé lo que has hecho con tus medias. Seguro que las has tirado. No parecen tener mucha vida útil.

No tengo ni idea de lo que hice con ellas. Probablemente las habré escondido en un cajón del escritorio. No importa.

Deja mi ropa sobre la mesa de conferencias.

—Tengo la absoluta certeza de que Indy no estuvo jamás expuesto a las cebollas. Ethan estaba tan feliz de que yo volviera de Florida que me cocinó mi plato favorito. Su chile es realmente increíble, y ahora Marino y todo el mundo nos está culpando como si fuéramos unos irresponsables y no nos importase si nuestro gato se muere. —Él me mira y se ve agotado, el miedo agazapado en el fondo de sus ojos—. Ese bicho tan solo tiene diez semanas, doctora Scarpetta. He tenido gatos antes y sé cuándo algo no va bien.

—Lo siento, Bryce. —Dejo el archivo en la mesa y cierro la puerta que da al pasillo—. Lo hablaremos cuando esté de vuelta.

—Yo sé que todo pasó en la clínica veterinaria —continúa diciendo, desde el interior de mi armario, donde está ahora buscando algo en el suelo—. Bueno, los zapatos están aquí, pero todavía no hay medias. Hace apenas una semana, el sábado, durante su primera visita para que le cortaran las uñas, y allí había una veintena de animales, incluyendo un loro que estaba haciendo unos ruidos raros como si tuviera tos perruna. Tal vez solo estaba imitando un sonido, pero ¿y si no era así…?

—Bryce, no quiero sonar insensible, pero necesito adecentarme un poco.

Me entrega los zapatos.

—¿Te haces idea de lo cuidadosos que somos con él?

Está al borde de las lágrimas.

—Te prometo que hablaremos de esto más tarde…

—Estamos tan paranoicos con lo de las cebollas y otras cosas venenosas, como las flores de Pascua, que nos negamos a tener nada de eso en casa, y de todos modos tampoco comemos cebollas crudas…

—Tengo que vestirme y no puedo hacerlo si no sales de en medio.

—… así que siempre usamos cebolla en polvo, que además es mejor, porque no hay ninguna posibilidad de que el pedacito más pequeño se caiga de la encimera y termine en el suelo.

—¿Ponéis cebolla en polvo en el chile? —pregunto, mientras llevo el traje y la camisa al baño y los cuelgo en la puerta de la ducha.

—Ahora no es el momento para criticar nuestra cocina —responde, y le tiembla la voz.

—Yo tenía un gato cuando estaba estudiando Derecho, y a veces se negaba a comer…

—Pueden ser muy sensibles. Probablemente estaba molesto contigo.

—Un veterinario me sugirió que le diera de comer purés infantiles, y al parecer tenían cebolla en polvo, lo que puede causar toxicidad, al igual que las cebollas crudas, por oxidación de la hemoglobina…

—¡Oh, Dios mío! ¿Murió?

—No. Es algo en lo que debes pensar y hablar con el veterinario. Y tienes que salir para que yo me pueda cambiar. Por favor.

—Es terriblemente molesto.

—Bueno, creo que me voy a cambiar aquí —digo, y dejo los zapatos sobre la tapa del inodoro.

—Debes saber que los medios de comunicación no han parado de llamar.

Su voz suena fuerte, trágicamente desde la puerta que conecta mi oficina con la suya, y yo me quito el forro gris y lo dejo en una pila en el suelo del cuarto de baño.

—Y también me han llamado al móvil, al menos los periodistas que tienen mi número. Hay una especulación enorme acerca de si la mujer que acabas de sacar de la bahía es Mildred Lott…

—No hay pruebas.

Tengo un paño con agua caliente y me limpio lo mejor que puedo, porque por supuesto ahora me es imposible darme una ducha.

—¿Sabes? Se dice que alguien la tuvo como rehén durante todo este tiempo, o que tal vez ella misma fingió su desaparición en primavera, y ha estado escondida y finalmente se ha ahogado. Deberías oír todas esas historias.

—No hay nada que me haga pensar que sea ella.

Me pongo un par de medias que encuentro en el armario.

—Y eso significaría que su marido, Channing Lott, no podría haber tenido nada que ver con su muerte, ya que se le considera en riesgo de fuga y se le denegó la fianza y ha estado en la cárcel desde abril. —Bryce tiene la notable capacidad de hablar sin parar sin que le falte el aliento—. Así que, ¿cómo podría haberla matado o pagar supuestamente a alguien para que lo hiciera seis meses después de su desaparición?

Me pongo la falda de raya diplomática y subo la cremallera en la parte trasera.

—No quiero que se difunda ninguna información en absoluto, ni una sola palabra sobre este caso, por favor. —Me apresuro a ponerme la blusa, busco a tientas los botones y meto los faldones por dentro de la falda, disgustada por lo rápido que se desatan los rumores y lo difícil que resulta desarmarlos—. Ni siquiera un indicio de opinión sobre si la muerta podría ser Mildred Lott o Emma Shubert o alguien más. ¿Entendido?

—Claro que no, por supuesto que no. ¿Acaso te crees que me chupo el dedo? Ya sé lo que hace la prensa con el más mínimo comentario.

Enciendo la luz del tocador, consternada al ver mi reflejo en el espejo sobre el lavabo. Estoy pálida. Completamente cansada. El pelo liso de llevar una capucha de neopreno de buceo y meter la cabeza en agua salada fría. Me echo colirio en los ojos.

—Solo te estoy advirtiendo. No tengo ni idea de lo que te van a preguntar cuando subas a ese estrado, ya que harán lo que les venga en gana —me dice Bryce.

Me froto un poco de gel en el pelo y me lo echo hacia arriba para darle un poco de volumen, y aun así se sigue viendo horrible.