Está lastimosamente arrugada, el largo pelo mojado pegado al rostro demacrado dentro de esa bolsa para cadáveres de plástico negro. Su frágil cuerpo parece desaparecer dentro de una larga falda gris, una blusa oscura que era púrpura o burdeos, y una chaqueta azul marino con deslustrados botones de metal. Toda la ropa parece que le va grande, por lo menos cuatro tallas.
—¿De qué noticias me hablas? —dice Marino, y se aparta la máscara quirúrgica de la cara.
—Al parecer, alguien filmó en vídeo mi examen de la tortuga laúd y la recuperación del cuerpo y las imágenes están por todas partes. —Abro las bolsas y huele a moho y carne vieja—. Vamos a sacar fotos in situ de la forma en que está atada. Si quiero examinarla con el PERK voy a tener que quitarle este nudo alrededor de los tobillos.
—Un doble nudo de pescador. Y éste es el nudo de seguridad. Los nudos en cada cuerda son exactamente los mismos —señala Marino.
Y empieza a fotografiar las longitudes cortadas de la cuerda de nailon amarilla anudada en torno a los tobillos y el cuello de la difunta.
—Es exactamente lo que su nombre indica —me explica—. Se ata el nudo principal, éste de aquí, que es básicamente un nudo doble. Luego, por si acaso, se le añade otro nudo así.
Señala con el dedo cubierto con el guante azul lo que quiere mostrarme.
—Una lazada de seguridad, solo para asegurarse de que todo queda reforzado —añade—. Así que lo que alguien hizo fue pasar dos cuerdas alrededor de los tobillos y el cuello, y atarlas haciendo dos nudos en cada una, dejando los extremos más largos para atarlos al cajón para transportar perros y a la defensa del barco, y será interesante ver qué nudos son. Apuesto a que son los mismos.
Levanta la vista hacia el reloj y sacude la cabeza.
—Te la vas a cargar, doctora.
—¿Hay alguna razón especial para elegir este tipo de nudo, en tu opinión? —Meto una hoja nueva en un mango de bisturí.
—No es algo lógico. Por lo general, un nudo doble es lo que se utiliza para unir dos cuerdas de pesca distintas, y aquí no es el caso. Así que no hay ninguna razón, salvo que sea un nudo que alguien haga normalmente, que esté acostumbrado a hacerlo. Vas a llegar tarde de veras, y no es una cita en la peluquería.
—¿Y aquello a lo que alguien está acostumbrado podría revelarnos qué clase de persona ha hecho esto?
—Creo que hemos adivinado que quien la tiró al agua lo hizo desde un barco —dice—. Quiero decir que no cayó de un avión o un helicóptero.
—No sé desde dónde la empujaron.
Echo la ropa a un lado y practico una pequeña incisión en el abdomen superior derecho.
—Es un pescador, alguien que navega —dice Marino, mientras inserto un termómetro en el hígado para medir la temperatura corporal central—. Alguien que sabe de cuerdas y nudos. Uno no ata nudos como éste por accidente.
Recojo un bisturí de la bandeja y corto la cuerda amarilla fuertemente enrollada con tres vueltas alrededor de los tobillos, y pego los extremos, los etiqueto para saber qué segmento se adjuntó a qué. Mido la longitud y la anchura de la cuerda, con cuidado de no mover los nudos.
—Las marcas alrededor de los tobillos son abrasiones superficiales —señalo—. No hay surcos ni contusiones, apenas nada en absoluto causado por las ataduras. El cuello probablemente estará igual, pero vamos a dejarlo para después.
—Ataron a la mujer mucho tiempo después de que hubiera muerto. —Toma primeros planos de las tenues marcas alrededor de los tobillos.
—No hay duda al respecto —coincido con él—. Las uñas de los pies pintadas de rosa pálido están astilladas. Y muestra algún tipo de coloración rojiza en las plantas de los pies, lo que resulta extraño.
—Tal vez llevaba calcetines rojos y zapatos rojos, algo que destiñera. —Marino se agacha para fotografiar las plantas de los pies, pulsando el obturador de la cámara repetidamente.
—Lo más probable es que estuviera descalza y pisara algo. —Escruto con una luz y una lente la coloración rojiza y oscura en la planta de los encogidos pies, el empeine y los talones—. Algo que, obviamente, no se decolora en el agua, algo que podría haber pisado. Eso es lo que parece. Sea lo que sea, le tiñó la piel o está incorporado en la piel, o ambas cosas.
Con el bisturí, raspo ligeramente algunas de las manchas de la parte inferior del pie izquierdo, recojo las manchas rojizas de la piel en una hoja y las meto en un sobre mientras le cuento a Marino lo que Ron me dijo sobre la retransmisión.
—Lo han dado en las cadenas de televisión locales, pero también es noticia a escala nacional, las imágenes de vídeo parecen tomadas de cerca, algunas desde el aire, pero no es seguro que todas lo estén —le explico—. Sabemos que cuando estábamos en la lancha había un helicóptero de la prensa, pero ¿qué pasó cuando estábamos nosotros dos solos con la Guardia Costera? ¿Por qué no cubrimos una mesa con sábanas?
Pelo la parte posterior de la etiqueta inteligente y la pego en la pulsera de silicona de color amarillo, que le coloco en la muñeca derecha. Tiene la piel arrugada y dura como el cuero mojado. Lleva las uñas pintadas del mismo color que las de los pies, es un sutil tono rosado, y las tiene rotas, el esmalte descascarillado, desconchado y arañado, como si hubiera estado arañando algo o cavando con las manos.
—Obviamente, si las imágenes te muestran en el agua, fue el helicóptero el que las rodó. —Marino tira de una sábana plastificada para extenderla.
—A menos que alguien estuviera filmando desde un barco. —En el dedo índice derecho lleva un anillo, una moneda de plata de tres centavos de 1862 montada en oro macizo—. Había un montón de barcos alrededor —le recuerdo.
—Fue ese helicóptero blanco grande que estaba sobre nosotros todo el tiempo que estuviste en el agua —sentencia Marino—. Debería haber anotado el número de cola, maldita sea.
Trato de mover el anillo de un lado a otro, estoy dándole vueltas a su tamaño y a por qué se ajusta perfectamente en el dedo índice cuando no debería, y me pregunto si originalmente lo llevaba en el dedo meñique o si le pertenecía. Si ahora le cabe en el dedo índice, no habría sido así cuando murió, porque cuando un cuerpo comienza a momificarse se vuelve extremadamente seco y literalmente se encoge, igual que la fruta, las verduras o las carnes dentro de un deshidratador. Las joyas, los zapatos y las prendas de vestir no se ajustan al cuerpo como hicieron en vida del difunto, y me imagino que alguien movió el cuerpo de donde lo ocultó y reorganizó sus joyas o tal vez lo vistió de cierta manera antes de atarlo y arrojarlo a la bahía.
«¿Por qué?
»¿Para asegurarse de que se encontraría el anillo? ¿Para asegurarse de que encontrarían sus efectos personales?».
—Anoté el número de la cola, lo escribí —le digo a Marino, ya que estoy pensando en estas cosas—. Podemos cotejarlo con la base de datos de la FAA.
—Probablemente pertenecerá a una empresa de financiación bancaria o a alguna empresa sin sentido de responsabilidad limitada, igual que hace Lucy. Así, cuando la policía va detrás de uno de sus Batmóviles no puede cotejar la matrícula y averiguar quién es, y los controladores de tráfico aéreo no pueden asociar esa voz dulce que emplea al hablar por la radio con su nombre real.
Sus pies cubiertos de Tyvek hacen un sonido escurridizo mientras se mueve de un lado a otro.
—Casi ninguno de estos helicópteros, incluso los de la prensa, nos revela nada útil —dice—. Sobre todo si son de propiedad privada. Cuando empecé como policía, el mundo no era tan asquerosamente anónimo. Y vas a llegar tarde de veras. De ninguna manera puedes presentarte allí a las dos de la tarde, a menos que tengas un jet a reacción.
—El helicóptero blanco con rayas rojas y azules en la cola me pareció privado o de alguna corporación. —Cojo la mano izquierda, la sostengo entre mis dos manos enguantadas, y observo el reloj sujeto cómodamente alrededor de la muñeca con una correa de seda negra—. Todo, salvo la cámara que llevaba montada. Eso suponiendo que se tratara de una cámara de vídeo y no de una FLIR. Pero eso es raro en aeronaves privadas o corporativas.
—Estoy bastante seguro de que nunca he visto ese pájaro por aquí. —Marino tiende una segunda sábana—. Lo que es un poco raro, porque la mayoría terminan volando por encima de nosotros sobre el río, en lo que se llama la ruta de Fenway, para entrar y salir de Logan. No tengo ni puñetera idea de qué canal de televisión era, si es que era una cadena, o cómo diablos sabían que estábamos allí y lo que estábamos haciendo. Sé que le caes bien al juez Conry, pero ahora sí que estás tentando a la suerte.
—Porque tengo que hacerlo —le respondo—. Esta mujer no puede esperar.
—Más te vale que el juez lo vea de esta manera.
El reloj parece ser Art Déco, de oro blanco o platino, el bisel engastado con diamantes y piedras preciosas, de movimiento mecánico. El tiempo en el dial alargado y blanco se congeló exactamente a las seis y cuatro minutos, aunque no puedo saber si era a.m. o p.m. ni puedo saber la fecha en la que el reloj se detuvo.
—Tal vez era algún otro tipo de rodaje —aventura Marino—. Tal vez estaban filmando una película o un anuncio por aquí y quien quiera que fuese pasó volando a ver lo que estábamos haciendo y tomó imágenes.
—Es obvio que no se trata del pájaro nuevo de Lucy.
—No lo he visto todavía —dice—. Está demasiado ocupada persiguiendo a criadores de cerdos para darme un paseo.
—No vamos a quitarle las joyas ahora, pero vamos a tomar fotos, muchas fotos. Cuando volvamos, ya no va a tener este aspecto.
—He sacado un montón, pero puedo sacar más.
—Más es mejor.
—¿Y por qué iba a ser el aparato de Lucy? —Usa la regla como una escala, la coloca al lado de la muñeca donde lleva el reloj—. Estoy totalmente seguro de que Lucy jamás colaboraría con un canal de televisión ni con un equipo de filmación, ni publicaría vídeos tuyos en Internet.
—Por supuesto que no.
—Deberías darle el número de cola y pedirle que lo cotejara —dice—. Te garantizo que va a descubrir de quién se trata y por qué nos estaban espiando.
—No sabemos si quien iba en ese helicóptero blanco nos estaba espiando. Quizás era solo curiosidad. Y también había un velero cerca —recuerdo—. Un velero con las velas rojas enrolladas. Estaba ahí, tal vez a unos noventa metros de nosotros, cuando la estábamos sacando fuera del agua, y no se movió. Voy a enviarle a Lucy el número de cola por correo electrónico.
Meto las muestras en agua destilada.
—Si podemos averiguar dónde murió esta mujer, podríamos encontrar trozos de uñas —decido—. No hay heridas defensivas hasta donde puedo ver, pero estaba haciendo algo y se rompió todas las uñas. Las de los pies, las de las manos, todas.
Froto con algodón debajo de cada uña, y las muestras aparecen con un tinte rojizo.
—¿Una coloración rojiza igual que la de los pies? —me pregunto—. Sea lo que sea, no puedo conseguirlo del todo. Desaparece rápidamente.
Sostengo las esponjas rojas teñidas bajo la lámpara quirúrgica y las examino con la lupa de aumento.
—Algo fibroso, tal vez —observo—. Me recuerda el aislamiento de fibra de vidrio, pero es más granuloso, como el polvo y la suciedad, y de un color más oscuro.
Le corto las uñas con unas tijeras pequeñas, y las astillas pintadas de rosa hacen un ruido sordo como de chasquidos a medida que caen en el fondo de un sobre de papel que tengo abierto.
—Voy a echarle un vistazo en el microscopio, y luego veré lo que Ernie tiene que decir —agrego, y soy consciente de cómo corren los segundos: el tiempo se nos acaba a la muerta y a mí.
Podría meterme en problemas, sí, podría suceder, pero mientras el minutero en el reloj de pared más cercano se acerca peligrosamente a las dos, sigo etiquetando recortes de uñas y muestras de rastreo y de ADN, y organizando jeringas con agujas de calibre diferente en un carro. Se me acelera el pulso, pero no puedo parar, y dispongo tubos de EDTA de sangre y las tarjetas FTA dentro de una vitrina, aunque sé que sin lugar a dudas extraerle muestras de sangre a este cadáver va a ser todo un reto. Se ha filtrado fuera de las paredes de los vasos sanguíneos hace ya mucho tiempo, y tendré suerte si consigo suficiente para manchar una tarjeta.
—Tú toma notas y sigue sacando fotos, y así vamos a ir muy rápido. —Compruebo la flexibilidad del cuello y los brazos, y trato de separar las piernas, pero están rígidas—. El rigor es indeterminado —le dicto a Marino, y él lo escribe mientras le quito el termómetro de la incisión en el abdomen—. La temperatura del hígado es de cinco grados y medio, y eso es interesante. ¿Estamos seguros de la temperatura del agua de la bahía? Pamela Quick dijo que era de diez grados.
—La temperatura en el GPS del barco de la Guardia Costera era de diez grados —me confirma Marino—. Por supuesto, podría estar más fría a medida que el agua tenía mayor profundidad.
—¿Unos grados más fría a la profundidad en la que estaba atada con esas cuerdas? Lo dudo mucho. Y no se enfrió en unas aguas que estaban más calientes que ella. Lo que significa que cuando la arrojaron estaba más fría de cinco grados y medio.
—Tal vez la tenían en un congelador en alguna parte.
—No se ven marcas de peces o de otras criaturas marinas, lo que probablemente sucedería si hubiese estado sumergida durante uno o dos días. Tengo serias dudas de que estuviera en el agua el tiempo suficiente para descongelarse —decido—. O bien ya había comenzado a descongelarse cuando la tiraron o bien estaba en un lugar muy, muy frío en alguna parte, pero sin congelarse.
Empiezo a desnudarla; la ropa está sucia, húmeda y arenosa, y huele más fuerte a descomposición. El hedor acre se me mete por las fosas nasales y llega a los dientes, y pronto será lo bastante fuerte para que me piquen los ojos.
—Mierda —se queja Marino, y cambia su máscara quirúrgica por una con filtro.
Le saco la chaqueta de cachemir azul oscuro forrado de seda sobre los hombros, sacando los brazos con dificultad de las mangas largas y ceñidas, y luego sostengo la chaqueta para verla por delante y por detrás. No tiene agujeros, rasgones ni daños visibles. Pero los tres botones de metal de color marrón no coinciden y se ven muy viejos.
—Posiblemente antiguos. Posiblemente militares —le digo a Marino—. Saca unos primeros planos. Al igual que el anillo con la moneda antigua, podrían ser importantes porque son muy poco frecuentes.
Extiendo la chaqueta empapada sobre la mesa cubierta de chapa, y observo la larga espalda curvada, la cintura estrecha, el bordado a ambos lados y en las mangas.
—La etiqueta dice «Tulle Clothing», de la talla 28. Bueno, ella no es una 28. Más bien es una cero —comento.
—¿Cómo se escribe «Tulle»?
Se lo digo, y lo anota en un diagrama de ropa.
—Es realmente peculiar —agrego—. Como al estilo de Tallulah.
—No tengo ni idea de qué es eso. —Empieza a tomar fotografías de los botones.
—Un corte retro, con los hombros con hombreras y las solapas anchas y muchos bordados cosidos con hilo del mismo color que la tela —le explico—. Piensa en aquella actriz, Tallulah Bankhead.
—Alguien con dinero tratando de parecer glamurosa —dice—. Eso no tiene sentido si nadie sabe que has desaparecido.
—Alguien lo sabe. La persona que la tiró en la bahía lo sabe.
Y empiezo a mirar los botones con lupa.