12

Es la una y tres minutos cuando llegamos al puente Longfellow que conecta Boston y Cambridge.

Al otro lado, los campos y los edificios del MIT han perdido su encanto: ahora son formas cuadradas de hierba mate, ladrillo oscuro y descolorida piedra caliza, bajo un grueso manto de nubes grises. A la espera del otoño, los árboles parecen esqueléticos, como si hubieran perdido sus hojas resecas presas de la desesperación, y el río Charles se ve agitado por un viento tempestuoso que en cierto modo coincide con mi propia agitación interior.

He leído el mensaje de texto de nuevo y me pregunto por qué he pensado que esta vez iba a decir algo diferente:

«Acabamos de reanudar la sesión después de un receso para el almuerzo. Lo de las dos sigue en pie. Lo siento. DS».

Me abstengo de contestar a Dan Steward, el fiscal en parte responsable de lo sucedido, por cuya culpa me veo arrastrada a un juicio en el peor momento posible y por el motivo más ridículo que quepa imaginar.

A partir de ahora solo voy a comunicarme con él por teléfono o en persona. No voy a volver a escribirle, me lo prometo a mí misma, y no puedo evitarlo. Qué horror. Estoy pensando en los titulares, y sobre todo me preocupa la mujer muerta que va en la parte trasera de la furgoneta. En este momento se merece toda mi atención y no la conseguirá. Esto está mal.

—Siempre he vivido atada al microscopio —le digo a Marino—. Pero ahora vivo bajo uno, cada acto y cada minucia escrutados para su examen y opinión. No sé cómo vamos a hacer esto. —Meto el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

—Tú y yo. No tengo idea de a quién llamar en primer lugar, y estoy seguro de que no quiero hacer lo que me sugirió la Guardia Costera y llamar directamente al FBI, para brindárselo en bandeja de plata, solo porque lo dice Seguridad Nacional. —Está perorando sin parar, y de otro asunto—. Un lío jurisdiccional de cojones. Dios mío, podría suceder que lo reclamen una docena de departamentos diferentes.

—O no. Ésa es la historia más probable.

—Un lío de cojones como nunca he visto uno igual.

«Lío de cojones» parece ser su nueva expresión favorita, y sospecho que se la ha oído decir a Lucy. Aunque quién sabe de dónde la ha sacado.

—El FBI quiere el caso, porque va a ser una noticia importante. Esto va a hacer ruido de veras, tal vez a nivel nacional. Una anciana rica es atada a un cajón portaperros y arrojada en el puerto. Se supone que se trata de Mildred Lott. Y entonces, cuando se descubra que no lo es, se convertirá en una historia aún mayor.

—¿Una anciana rica?

—¿Te importa sostenerme esto? —Me pasa sus Ray-Ban—. Hablando del mal tiempo, tengo que ir al oculista. No veo una mierda. Necesito una perscripción de verdad, en lugar de usar las gafas ésas que venden en las tiendas.

Ya no me molesto en recordarle que se dice «prescripción» y no perscripción.

—Ahora tampoco veo nada de lejos. —Entrecierra los ojos mientras conduce—. Lo veo todo borroso, lo que me cabrea de lo lindo, y no puedo recordar cómo lo llaman. ¿Presbifobia?

—Presbicia. Vista cansada.

—Lo veo todo desenfocado, como Mister Magoo.

—¿Por qué dices que es vieja? ¿Qué te hace pensar eso? —Dejo las gafas de sol en el regazo y ajusto la ventilación, subo la calefacción mientras avanzamos por el puente en medio del tráfico—. ¿Cómo sabes que es vieja?

—Tiene el pelo blanco.

—O rubio platino. Podría ser teñido. Tengo que verla.

—Lleva ropa buena. Y joyas. No lo vi de cerca, pero parece que también lleva un reloj de oro, un reloj de lujo. Es vieja —insiste—. Por lo menos tendrá setenta años. Tal vez salió a almorzar o se iba de compras o algo así, y la raptaron.

—Lo que está es muy deshidratada, y muerta. No es seguro que fuera vieja o rica, y el robo no parece ser el motivo.

—No he dicho que lo fuera.

—Estoy diciendo que probablemente no lo fuera. Las suposiciones son siempre peligrosas —le recuerdo—. Especialmente en un caso como éste, donde todo lo que tenemos son descripciones físicas que colgaremos con la esperanza de que su perfil esté en una base de datos. Si decimos que es mayor y con el pelo largo y canoso, cuando en realidad tenía unos cuarenta años y era rubia teñida, acabaremos teniendo un problema.

—Alguien así probablemente habría sido dada por desaparecida —dice Marino.

—Se podría pensar que sí, pero no sabemos las circunstancias.

—Seguro que alguien habría denunciado su desaparición —insiste—. En estos días la gente se fija cuando se amontonan los periódicos en la puerta o las cartas se salen del buzón. Las facturas no se pagan y les cortan la luz o el agua. La gente no acude a sus citas, y por fin alguien llama a la policía para comprobar qué ha sucedido.

—Normalmente es así.

—Por no hablar de que la familia se queja de que mamá o la abuela lleva días o semanas sin contestar al teléfono.

—Sí, si hay familiares que los cuidan —le respondo—. Lo que puedo afirmar con cierto grado de certeza es que ella no es una persona mayor con Alzheimer que se alejó de su casa y se perdió y no volvió… hasta que de alguna manera terminó en la bahía atada a una defensa de barco y un cajón para perro.

—Ni de broma.

—Es un homicidio, y su cuerpo se ocultó durante un tiempo, después fue transportado y arrojado por la borda —agrego—. Y obviamente eso se hizo así para causar algún efecto que aún no está claro.

—Un puto chiflado de mierda.

—Ciertamente parece obra de alguien malévolo.

—¿Cuánto tiempo crees que la tuvieron encerrada?

—Depende de las condiciones. Semanas, por lo menos. Posiblemente, meses —le respondo—. Al parecer, ella estaba completamente vestida cuando murió, y sí, me preocupa que fuera secuestrada. Pero, si ése es el caso, me sorprende que no haya salido nada en las noticias. Al menos nada que yo sepa. La policía suele tenernos al tanto de todo.

—Eso es exactamente lo que yo digo. A menos que la muerta no fuera de Massachusetts.

—Es una posibilidad, por supuesto.

—Suena un poco como la chica ésa del dinosaurio perdida en el Canadá —dice, y tuerce a la izquierda en Memorial Drive.

—No, no hay una similitud clara —le digo—. Además, no sabemos casi nada sobre la descripción física de Emma Shubert. Solo que tenía el pelo castaño, corto y con algunas canas, y que cuando desapareció tenía cuarenta y ocho años.

—Además, esta mujer aún conserva las dos orejas —añade.

—Eso suponiendo que la oreja de la foto que me enviaron sea verdadera y pertenezca a Emma Shubert. Hay muchas incógnitas.

Marino mira por el espejo retrovisor, asegurándose de que nos sigue la camioneta que transporta el cadáver.

—Bueno, tal vez esta haya sido dada por desaparecida y tengamos suerte.

No creo que vayamos a tener suerte. No puedo evitar la sensación de que no se ha hecho nada desde que esta mujer se desvaneció y murió, porque nadie cercano a ella lo sabe, ni sus vecinos, ni su familia, ni sus amigos, y eso es raro. También me resulta extraño y contradictorio que, si bien no esté claro de quién se trata, la persona responsable de deshacerse del cuerpo no se molestara en ocultar sus efectos personales. Las pertenencias de la víctima pueden ser de mucha ayuda para la policía.

«¿Por qué no deshacerse de la ropa y las joyas?».

«¿Por qué encontramos su cuerpo?».

Por supuesto, tal vez no podríamos haber recuperado sus restos, me recuerdo a mí misma. Pienso en mi sorpresa cuando la vi por primera vez bajo el agua, con una cuerda de nailon alrededor del cuello y otra alrededor de los tobillos. Si sus ataduras hubieran desmembrado el cadáver, y no puedo dejar de sospechar que ésa era la intención de quien lo hizo, no hubiésemos encontrado ni rastro de ella.

En este mismo momento estaríamos regresando al CFC sin nada que mostrar de nuestros esfuerzos, excepto una defensa de barco de color amarillo, trozos de cuerda, artes de pesca oxidadas y un fragmento del percebe y una caña rota de bambú con rastros de algo verdoso. Sopeso preguntas y coyunturas pero sin sacar nada en claro, y hacerlo solo aumenta mi confusión y me asalta una creciente sensación de temor.

Creo que se trata de una manipulación siniestra. Alguien está jugando con nosotros a un juego maligno con premeditación, y sospecho que en el expediente no habrá ADN, ni informe de la policía ni nada en los archivos, porque aquéllos que cuentan desconocen que esta mujer haya desaparecido de donde se supone que debía estar. Estoy helada hasta los huesos, subo la calefacción y me dirijo directamente el chorro de aire a la cara y al cuello.

—Hay algo realmente extraño en la forma en que estaba atada. —Marino no deja de hablar un segundo—. No parecen los nudos habituales. Y luego la arrojan al mar y ella se enreda con una tortuga dinosaurio. Vaya, me vas a matar de un golpe de calor.

Cierra su entrada de la calefacción y abre su ventanilla.

—Vamos a abstenernos de utilizar la palabra dinosaurio, por favor.

Repito lo que ya le he dicho en varias ocasiones.

—¿Cómo es que estás de un humor de perros?

—Lo siento, si parezco estar de un humor de perros.

—Lo pareces porque lo estás.

—Estoy preocupada y frustrada porque voy contrarreloj —le respondo—. Tengo que empezar con ella ahora mismo. Lo que menos necesitamos ahora es perder un tiempo precioso por culpa de un proceso judicial que reclama mi asistencia por el motivo más frívolo del mundo. Y, por Dios, ¿por qué está el tráfico tan lento?

—Siempre es malo en esta zona. Por la mañana, a la hora del almuerzo, a última hora de la tarde… Aquí siempre es hora punta. Solo es óptimo entre las dos y las cuatro de la madrugada —dice—. Y recuerda, cuanto más te enfades más les darás lo que quieren.

Qué irónico que de entre todas las personas sea él quien me instruye acerca de la futilidad de que mis detractores me saquen de mis casillas.

—Ella nunca va a estar en mejores condiciones que ahora —le recuerdo.

—Hay algunas cosas que sí que podemos hacer. No te preocupes, doctora —dice.

Mi oficina queda justo delante, en forma de silo, con la cúpula de cristal en la parte superior, como un misil, una bala expansiva o, como lo llaman algunos blogueros, una erección forense. Siete pisos de construcción ultramoderna en un edificio de titanio y acero reforzado. Son infinitas las descripciones y ocurrencias sobre el tema, en su mayoría irreverentes y vulgares, y las noticias de mañana probablemente vendrán bien surtidas de este tipo de comentarios.

«La doctora Scarpetta regresó a su erección forense en Cambridge después de declarar que la esposa de Lott se convirtió en jabón».

Miro el reloj y siento otra oleada de rabia. Es exactamente la una y ocho minutos, y se supone que debo estar en el banquillo de los testigos en menos de una hora. No puedo comenzar la autopsia, y no voy a permitir que nadie más la haga. Toda esta situación es indignante.

—Es una tortuga laúd, así es como tenemos que llamarla —digo, volviendo al punto anterior y tratando de sonar menos molesta—. No es útil ni para la tortuga ni para cualquiera de nosotros que sigamos refiriéndonos a ella como un dinosaurio.

—Pues Pam dijo que las tortugas laúd son el último dinosaurio vivo de la tierra.

Marino gira a la izquierda para ir directamente al aparcamiento trasero.

—El problema es que si dices cosas como esa algún imbécil va a pensar en el pobre animal como si fuera el monstruo del lago Ness o Bigfoot.

—Prefiero trabajar con Jefferson, de la policía de Boston —dice Marino a continuación, como si le tocara a él elegir al detective de homicidios en un caso que tengo la sensación que va a terminar siendo del FBI—. Técnicamente, el puerto exterior pertenece a Boston.

—No estoy segura de eso en absoluto —le respondo—. Todo depende de la latitud y la longitud, y a partir de las coordenadas que nos dieron no sé lo suficiente sobre navegación para aseverar si las aguas en las que se recuperó el cadáver quedan dentro de los límites marinos de Hull, de Cohasset, o incluso de Quincy. A esto se añade la pregunta de dónde fue arrojada a las aguas y también dónde murió, e incluso dónde fue secuestrada, eso en el caso de que fuera secuestrada. Probablemente va a terminar siendo un caso del FBI, según las apariencias.

—Van a hincarle el diente como un maldito pitbull y van a hacerse cargo de la investigación en prime time —dice, mientras estira la mano hasta el visor y presiona el control remoto que abre el portón—. Estoy seguro de que a Benton le encantará —añade, como si mi marido, analista de inteligencia criminal del FBI, llevara una vida protegida.

—Nadie quiere algo así —le respondo, mientras se abre la puerta—. Ésa es mi mayor preocupación. Que todo el mundo lo trate como una patata caliente. Pero aún más importante que todo esto es qué podemos hacer para establecer su identidad tan pronto como nos sea posible. Tenemos que introducir de inmediato una descripción física de ella y de sus efectos personales en NamUs.

NamUs, o Sistema Nacional de Personas Desaparecidas y no Identificadas, es una base de datos central relativamente nueva para personas desaparecidas. Permite asociar a desaparecidos con muertos no identificados o no reclamados, aunque de nuevo tengo la corazonada de que nadie ha denunciado la desaparición de esta mujer.

—No importa, vamos a hacerlo antes de que acabe el día. Vamos a enviar por correo electrónico radiografías, gráficas dentales y características del cuerpo —digo, pues sigo repasando la lista de tareas mientras avanzamos hasta el aparcamiento trasero—. Y hay que llamar a Ned o a quien quiera que esté disponible, para que se pase esta misma tarde.

Ned Adams es uno de los dentistas de la zona con un título en odontología, con el que trabajamos.

—Tenemos que tomar algunas fotos antes de asistir a ese juicio —dice Marino mientras aparca el Tahoe.

—Por supuesto —digo, y agarro la bolsa de basura con la ropa de trabajo mojada.

—Y su temperatura, ya que no lo hicimos en el barco —dice—. Probablemente la misma que la de las aguas, once grados. Tal vez uno o dos grados más alta, ya que el barco de la Guardia Costera y la parte trasera de la camioneta deben de estar más calientes que el agua.

—Sí, vamos a hacerlo ahora, y luego necesitaré unos minutos para cambiarme de ropa. No puedo ir así al juicio. —Llevo un forro polar gris, una chaqueta naranja y unas botas mojadas sin calcetines.

—No, a menos que desees que todos piensen que eres una chiflada —dice Marino, mientras la puerta del aparcamiento empieza a traquetear en su ascenso y la furgoneta blanca sin ventanas se detiene justo enfrente.

—Necesitamos fotos y sobre todo muestras, porque cuanto más rápido podamos colgar su perfil de ADN en NamUs, y sobre todo en NDIS, mejor. —Sigo repasando todo lo que hay que hacer inmediatamente—. Le pasamos el PERK, extraemos muestras, lo limpiamos todo y de ahí vamos a los tribunales. —Me aferró a la esperanza de que en algún lugar las fuerzas de la ley hayan anotado los datos de una mujer desaparecida en el Sistema de índice Nacional de ADN—. Dile a Bryce que se ponga en contacto con Dan y le haga saber que acabamos de regresar de una escena difícil y que me estoy dando toda la prisa que puedo. Menuda pérdida de tiempo —murmuro entonces—. Esto es ridículo. Acoso puro y duro. Un esfuerzo desvergonzado por interferir y montar un espectáculo.

—Sí, solo lo has repetido unas cincuenta veces. —Marino coge los maletines de escena del crimen de la parte trasera de la camioneta, y recoge las bolsas de pruebas con las artes de pesca que me ha dado Pamela Quick y el percebe extraído de la tortuga laúd.

Entramos en el aparcamiento, la furgoneta va detrás de nosotros y aparca a nuestro lado. La puerta del conductor se abre y Toby sale con su uniforme de instrucción y una gorra de béisbol encima de su cabeza rapada, una moda que estoy segura que inició Marino. Nunca deja de sorprenderme la influencia que al parecer tiene en los demás, sin ser consciente de ello. Ahora al menos la mitad de mis investigadores masculinos se afeitan la cabeza hasta dejársela tan lisa y brillante como una bola de billar, y llevan tatuajes, entre ellos Toby, cuyo brazo izquierdo está cubierto enteramente, por lo que me recuerda los grafitis del metro.

Nadie es inmune al efecto Marino, como he dado en llamar a la necesidad de sus investigadores de emularlo para bien o para mal. Me han dicho que Sherry se ha tatuado en la espalda «Mortui vivos docent» y va a clases de boxeo, y que ahora Barbara monta una Harley.

—¿Cuál es el plan? —Toby se pone los guantes y abre el portón trasero—. ¿La quieres en Descomposición? Supongo que es un homicidio, probablemente primero la mataron y luego la tiraron al mar para que se hundiera, ¿no? Qué mierda más rara. ¿Alguna idea de quién es?

—Necesitamos unos minutos con ella antes de que entre en la nevera, y mejor que no supongamos nada, ¿vale? —responde Marino con brusquedad.

—¿La vas a hacer por la mañana?

—Definitivamente no pienso esperar hasta mañana —le respondo—. Estaré aquí de vuelta tan pronto como regrese del juicio. Va a estropearse muy rápidamente. Vamos a llevarla directamente a Descomposición, y vamos a tomarle la temperatura y sacarle algunas fotos. Podemos pesarla y medirla más tarde.

Toby desbloquea las ruedas de la camilla donde reposa la bolsa de plástico negro, que se ve lastimosamente grande y plana, como si lo que está comprimido en su interior hubiera quedado reducido durante el transporte.

—¿Qué pasa con las otras cosas? —pregunta.

En la parte trasera del área de carga está todo lo que se recuperó de la bahía cubierto con plásticos negros.

—Lo enviaremos a rastrear, pero no ahora —le digo—. Vamos a meterlo todo dentro para identificarlo.

Le instruyo para que cubra una mesa con sábanas desechables y coloque todos los elementos encima, y que lo documente todo con fotografías y luego cierre la puerta. Cuando vuelva del juicio yo misma me encargaré de quitar los envoltorios, echar un vistazo y averiguar qué interés o qué preguntas podrían tener la policía y el FBI en las artes de pesca, la defensa del barco y todo lo demás. Le digo a Toby que mañana a primera hora llevaremos todo esto para buscar pruebas, y le pido que informe a Ernie Koppel, el jefe de sección, de qué tenemos aquí.

—Deja todo cerrado a cal y canto y seguro —repito—. No quiero que nadie toque nada sin yo saberlo en primer lugar.

Levantan la camilla, cierra de golpe la puerta trasera, y mientras la puerta del aparcamiento empieza a descender conducen el cadáver dentro, a la sala de Descomposición. Me detengo en la cabina del guardia y compruebo de nuevo el registro de actividad. Me alivia ver que no ha habido más casos desde la última vez que lo miré. Ya se les ha hecho la autopsia a los dos accidentes mortales de carretera, y las funerarias ya han recogido los cadáveres. Eso solo nos deja las muertes por trauma por objeto contundente y posible suicidio por sobredosis de drogas. Me doy cuenta de que Luke Zenner ha hecho esas autopsias, tal como imaginaba que sucedería. Es su naturaleza solicitar los casos más complicados o asignárselos, porque quiere adquirir experiencia y le encantan los desafíos.

—¿Hay algo que deba saber? —le pregunto a Ron a través de la ventana abierta.

—No, señora jefa —responde desde el interior de su oficina, donde hay monitores de seguridad montados en tres paredes y divididos en cuadrantes, y cada uno muestra las áreas exteriores e interiores de especial interés para la vigilancia—. Ha estado todo muy tranquilo. Solo dos camionetas y otra en camino.

—Vamos a estar en Descomposición unos minutos, luego tengo que ir a un juicio —le hago saber—. Espero que no nos entretengan por mucho tiempo. Marino y yo volveremos directamente aquí para ocuparnos de este caso.

—¿Vas a encargarte de ella hoy mismo? —dice, para mi sorpresa.

En ningún momento le he mencionado ni indicado ni a él ni a nadie que la víctima sea mujer. Solo lo saben Marino y Toby.

—Sí, y no importa lo tarde que sea —le respondo, mientras relleno el registro—. Ya que no sabemos quién es, vamos a inscribirla como una mujer blanca sin identificar, encontrada en la bahía de Massachusetts.

Empieza a rellenar los campos de un programa de identificación por radiofrecuencia, o RFID, con un chip incrustado en una etiqueta inteligente. Compruebo las notas de la escena del crimen para darle las coordenadas del GPS, y Toby vuelve a aparecer, empujando una camilla vacía a toda prisa, y cierra ruidosamente la puerta que conduce de la pista de la autopsia al aparcamiento. Suena una impresora láser, y Ron obtiene una pulsera de silicona de color amarillo con una etiqueta inteligente integrada, con la información que le acabo de dar de nuestro último caso procesado.

—¿Qué se comenta por aquí? —le pregunto como quien no quiere la cosa, mientras las cámaras de seguridad muestran a Toby empujando la camilla hacia una camioneta blanca de transporte.

—Bueno, Toby me ha contado que llegaba un cadáver de mujer sin identificar, que tal vez podría ser el de la señora que desapareció, la del caso del juicio al que tienes que ir —responde Ron—. Y supongo que también algunos equipos de televisión os han filmado mientras estabais allí.

—¿Qué te hace pensar que había equipos de televisión, o sea, que había más de uno? —le pregunto, mientras veo a Toby desde diferentes ángulos en pantallas divididas.

Aparca la camilla en la parte trasera de la furgoneta, gira la llave para abrir la puerta y al hacerlo noto que mueve los labios. Se me ocurre que probablemente esté escuchando su iPod como siempre, y cantando. Pero no así, no. En realidad, parece estar hablando enfáticamente. De hecho, parece agitado, como si estuviera discutiendo con alguien.

—A juzgar por lo que vi estabas en diferentes lugares, en diferentes barcos y en momentos distintos —comenta Ron—. La Guardia Costera, una lancha con un montón de gente del acuario. Una parte se había filmado desde el aire. Lo sé porque se podía oír el helicóptero. Pero tampoco estoy seguro de mucho más.

Toby está al teléfono. Tiene puestos unos auriculares que se conectan a su iPhone, que lleva en el bolsillo trasero de los pantalones. Tal vez esté discutiendo otra vez con su novia, aunque no debería estar discutiendo con nadie ni manteniendo ningún tipo de conversación personal, punto. Debería prestar atención al trabajo, a disponer de las pruebas. Una de mis quejas más frecuentes es que la plantilla dedica al menos tanto tiempo a su vida privada como a su trabajo, como si estuviera bien que te pagasen por discutir con tu novio o hacer compras en Internet o chatear en Facebook o en Twitter.

—Estabas haciendo algo con lo que no hay duda que era la tortuga más grande que he visto jamás —continúa Ron, y yo apenas le escucho—. Y luego te tiraste al agua para sacarla. Era una anciana, o eso parecía, atada con una cuerda amarilla.

—¿De modo que has visto imágenes de mí saliendo del agua? —miro a Toby mientras cubre la camilla con una sábana y abre el portón trasero, ahora con el ceño fruncido, claramente infeliz por lo que alguien le está diciendo por teléfono—. Por casualidad, ¿recuerdas en qué canal de televisión las han dado?

—No, señora jefa. De eso no estoy seguro —responde Ron—. Porque no lo han dado solo en las estaciones locales. En la CNN sí, eso es seguro, y también había un titular de Yahoo en Internet sobre una tortuga que es un monstruo prehistórico, éstas eran las palabras exactas, y un cadáver atado a una jaula con la que la tortuga se enredó. Creo que corre por Internet y está prácticamente en todas partes.