—Tranquilo —le digo a Marino—. ¡Cuidado! ¡Cuidado! No tires. —Me saco la máscara de la cara—. Solo sostén la cuerda y deja que yo haga el resto.
Huele a moho y suciedad, y consigo agarrarla por los brazos, dándole la espalda al barco. La mantengo sujeta firmemente por detrás.
—Mantén la cuerda tan floja como puedas —digo en voz alta, y sumerjo el hombro derecho bajo la línea de boyas de color amarillo, aflojando su tensión para que no tire con fuerza de su cuello—. Y tira de mí muy, muy lentamente, mientras nado con ella. Tira de mí, no de ella.
Siento el tirón en la espalda y el peso de todo el lastre al que la cuerda alrededor de los tobillos está atada. Ella está fría, por lo menos tan fría como el mar, su piel arrugada y rígida. Sus brazos son relativamente flexibles, pero el resto está agarrotado por el frío, tieso. El rigor mortis la atacó hace ya semanas, posiblemente meses, pues hace tiempo que languideció en algún lugar de almacenamiento, un lugar muy seco y muy frío.
Cuando comience a calentarse no tendré ningún indicador post mortem que me provea con los indicadores habituales sobre cuándo y dónde murió y cuál era exactamente la posición en que se encontraba, ya que será demasiado tarde para eso. Lo que está presente en este momento es todo con lo que puedo contar, y ella pasará de estar fría y bien conservada a pudrirse rápidamente.
El cuero cabelludo reseco como el pergamino se muestra a través de su pelo mojado blanco, las orejas y la punta de la nariz lucen descoloridas, de color marrón, y tiene pequeñas trazas de moho blanco en la cara y el cuello. Lleva muerta el tiempo suficiente para comenzar a momificarse, la tuvieron guardada en algún lugar mucho antes de tirarla al agua. Me muevo muy lentamente, la parte de la coronilla de su cabeza bajo mi barbilla, y me preocupo de que no se rompa mientras mantengo la línea de boyas asida con el hombro y siento la cuerda dura y áspera junto a la mandíbula.
Hago todo lo posible para evitar que la defensa tire de ella, y se menea delante de nosotros como un pez gordo de color amarillo, y poco a poco llegamos hasta la canasta Stokes que se balancea y choca contra el costado de la embarcación, frente a los hombres. Le digo a Marino que agarre la cuerda para mantener el cuerpo cerca de la superficie, y pido a Sullivan y Kletty que aflojen las cuerdas atadas al arnés de la canasta y a la parte posterior de mi traje seco.
—Tengo que conseguir colocar la canasta debajo del cuerpo. Tiene que estar lo más cerca posible de la superficie —digo y escupo agua y las olas me abofetean la cara y la boca y la nariz—. Pero primero tenemos que conseguir liberarla de las cuerdas para evitar cualquier daño adicional, y para que pueda manipularla.
Inspiro profundamente y de nuevo me sumerjo bajo la superficie, empujando el cuerpo y la cuerda que lo ata con el pesado lastre que cuelga en la parte inferior de la bahía. Lleva una chaqueta oscura y una blusa suelta, y una falda gris alrededor de sus caderas oscila en el agua, revelando unas bragas y unas piernas desnudas, pálidas y delgadas, abanicándose y balanceándose. La cuerda amarilla alrededor de sus tobillos se enrolla varias veces y cae hacia abajo, desapareciendo en las aguas oscuras e impenetrables.
Tiro de la cuerda y siento que lo que está unido empieza a moverse libremente, lo que no es una indicación precisa de lo pesado que es, porque la masa no cambia bajo el agua, pero sí el peso, debido a la flotabilidad. Me echo la cuerda por encima del hombro y nado con ella hasta la superficie, donde puedo tomar aire. Nado hacia la canasta Stokes, donde Marino se agacha para ayudarme, su gran mano extendida sobre la barandilla del barco. Kletty mantiene atada la línea de boyas, mientras Marino se asegura de sujetarme cuando sea preciso, y doy media vuelta sobre el agua y muevo la canasta para que el cadáver quede justo al lado.
Luchando con las olas, contra la corriente, lo hago rodar dentro de la canasta para que quede boca arriba. Su cara arrugada se me queda mirando a ciegas a través de unos ojos nublados que están secos y encogidos por la deshidratación.
—¡Mantenedlo todo bien atado! —grito, y saco el cuchillo de buceo fuera de la funda de goma atada alrededor de mi pierna izquierda—. Voy a cortar la cuerda. La de la defensa primero, luego la otra. ¡Agárrala fuerte!
Corto las dos cuerdas a unos buenos treinta centímetros por encima de los nudos en el cuello y los tobillos, dejándola sobre la doble bolsa, cuya cremallera cierro.
—Tomad nota de que la cuerda de la defensa estaba alrededor del cuello y la de la jaula alrededor de los tobillos —digo en voz alta, mientras alzan la carga morbosa—. También tenemos que etiquetar los cabos cortados. —Nado hacia la parte trasera del barco—. Tal vez alguien podría hacer todo eso ahora mismo, por favor. Ah, y tenemos que apuntar las coordenadas del GPS.
Subo la escalera y paso cerca de la defensa de color amarillo y la cuerda cortada también de color amarillo que alguien ya ha enrollado. Me quito la máscara, la capucha y los guantes, y Marino tira de la segunda cuerda amarilla, y entonces ante nuestros ojos aparece una forma cuadrada de color plateado. Sube a la superficie, el agua fluyendo por los lados de la malla de alambre. Parece algún tipo de jaula. Además lleva enganchada una maraña de cuerdas de color tabaco y cables de monofilamento, atravesados por un palo de bambú roto.
—¡Me vendría muy bien que alguien me echara una mano! —grita Marino, y Kletty y Sullivan le ayudan a izar la jaula de alambre de calibre pesado que parece bastante nueva y tiene una bandeja en la parte inferior con bolsas apiladas de color verde y negro, llenas de algo.
—¿Qué diablos? —exclama Marino, al ver lo que parece ser un cajón para transportar perros rodeado de aparejos de pesca—. ¿Son sacos de arena para gatos? —se pregunta Marino, incrédulo.
—«La mejor arena para gatos del mundo» —lee lo que está impreso en las bolsas negras y verdes—. ¿Cinco sacos de arena para gatos de veinte kilos cada uno? ¿Se supone que esto es la broma de un psicópata?
—No sé lo que se supone que es… —Recuerdo lo que ha dicho Lucy en mi oficina esta mañana. El tiempo que ha pasado se me antoja ahora una eternidad.
Alguien astuto, inteligente en algunos aspectos, aunque demasiado satisfecho de sí mismo para darse cuenta de lo mucho que desconoce.
—Tal vez usó lo que tenía a mano como lastre —sugiere Labella—. Tal vez es alguien que tiene mascotas. Si no te dedicas a la pesca comercial esa arena para gatos es mucho más fácil de conseguir que una nasa para langostas.
—Eso por no hablar de que la encuentras en todas partes —digo, mientras le echo un vistazo de cerca—. Se necesita mucha suerte para rastrear dónde compraron unos sacos de arena para gatos, a no ser que quien lo hizo tuviera la amabilidad de dejar allí la pegatina con el precio para nosotros. Pero quizá quien hizo esto no pensaba que llegaríamos tan lejos. Yo misma no estaba segura de que fuéramos a recuperar todo esto.
—No parecíamos capaces de hacerlo. —Marino se muestra de acuerdo—. Es un maldito milagro que no se nos haya desmembrado, y si no hubieras ido tras ella, así habría sucedido. Si no hubieras hecho exactamente lo que has hecho.
Levanto la vista hacia el helicóptero que todavía se cierne sobre nosotros, y luego ese gran pájaro gira hacia el oeste y se va volando hacia Boston. Veo cómo se hace cada vez más pequeño en la distancia, y su ruido disminuye, y espero a ver si se dirige hacia el aeropuerto Logan, pero no es así. Continúa volando hacia la ciudad, luego gira hacia el río Charles, y más allá ya no lo puedo seguirlo.
—¿Qué pasa con el resto? —digo, señalando el lío de aparejos de pesca, cables y ganchos, todo ello lleno de óxido marrón—. ¿Creéis que forma parte de las artes con las que se enredó la tortuga laúd?
—Eso parece. Es palangre comercial —dice Marino.
Dice que el palangre es en realidad una larga línea horizontal unida a varias líneas verticales, y que esta posiblemente estaba puesta para la caballa, de acuerdo con la forma en que están orientadas las brazoladas y los anzuelos. El bambú es un marcador de posición.
—¿Ves el pedazo de chatarra de hierro atada a un extremo? —me explica—. Eso es lo que la mantenía en posición vertical en el agua, y probablemente en algún momento llevaba un montón de corchos y una bandera.
Todo parece muy viejo y podría haber recorrido un largo camino hasta llegar aquí. Intuyo que la tortuga tropezó con eso, se enredó en un par de cuerdas y las arrastró, tal vez por un tiempo, antes de quedar enganchada en la línea de boyas.
—Podría ser que cuando alguien arrojó la caja y el cuerpo y se enredó con ello, la tortuga laúd estuviera en ese mismo instante subiendo a la superficie a por aire —supone.
Le pido que me pase la lupa de la caja Pelican y un par de guantes, y me tomo un momento para inspeccionar cada centímetro de la caja y los sacos de arena para gatos empapados en su interior. La caña de bambú es de aproximadamente metro y medio de largo, la parte superior se desprendió más recientemente, a juzgar por el aspecto de la parte rota, que no está tan deslucida como el resto. El bambú empala la caja, la perfora en un ángulo de treinta grados en la parte superior y sale por la puerta deslizante cerrada, y trato de imaginar cómo podrían haberlo dispuesto todo.
Me imagino a alguien empujando por la borda la caja llena de sacos de arena para gatos y al cadáver atado a una defensa de barco. Al instante, el cajón se hubiera hundido y el guardabarros hubiera flotado, sumergiendo el cuerpo verticalmente en una postura como lo encontramos. ¿Cómo chocó con el aparejo de palangre y la caña de bambú, y cuándo?
Tal vez Marino tenga razón. La tortuga laúd estaría arrastrando las artes de pesca y podría haber subido a tomar aire justo en el momento exacto en que fueron arrojados la caja y el cuerpo. Examino los extremos expuestos de la caña con las lentes binoculares acrílicas que amplían lo que estoy mirando, y veo rastros de pintura del mismo color amarillo verdoso. Es una mancha débil sobre el borde roto del bambú que sobresale de la parte superior de la caja.
Dispongo que fotografiemos la caja, la defensa y todos los nudos in situ. Después lo protegemos todo con grandes bolsas de plástico que transportaremos a mi oficina.
—Vamos a asegurarnos de que Toby nos esté esperando con la camioneta —le digo a Marino mientras abro el traje seco y aflojo las juntas de cuello y muñecas—. Tenemos que llevarla a la oficina lo más rápido posible, porque ahora que está fuera del agua va a empezar a descomponerse muy deprisa. No sé si la han congelado, pero podría haber sido así.
—¿Congelado? —Labella frunce el ceño.
—No lo sé —le respondo—. Congelada, o casi. Esta mujer lleva muerta desde hace bastante tiempo, y sospecho que se suponía que la recuperaríamos justo para perderla. Sospecho que la meta era frustrar nuestro intento. Disponerla así y tirarla por la borda, y que luego acabara decapitada y desmembrada, por así decirlo, cuando tratáramos de meterla en la canasta. Un cuerpo desmembrado que se escapa y se va. Bueno, mala suerte, sea quien sea —le digo, y no me refiero a la mujer muerta, sino a la persona que hizo esto—. Nosotros la tenemos, y es de esperar que hayamos recuperado también mucho más de lo que alguien esperaba que fuéramos a lograr.
Abro las cremalleras de las bolsas de cadáveres y las dejo abiertas el tiempo suficiente para poner etiquetas marcadas en los cabos cortados de las cuerdas que ataban el cuerpo. Vuelvo a la cabina, agradecida de estar ahora a resguardo del viento y las bajas temperaturas, y no me molesto en ponerme la ropa mojada de nuevo, sino que me quedo vestida con el forro. Se me pega al cuerpo como una ropa interior de cuerpo entero.
Me pongo la chaqueta encima y me ato el cinturón de seguridad, y le digo a Labella que le tomo prestado el forro y le prometo que se lo devolveré limpio. Kletty iza el ancla, Labella arranca los motores y Marino se encuentra justo enfrente de mí, tratando de colocarse el arnés, mientras yo procuro poner un poco de orden en mis ideas.
Me imagino a alguien en un barco, atando una defensa de plástico amarillo, grande como una boya, al cuello de la mujer muerta, y luego atando una segunda cuerda en torno a sus tobillos, y colocando en el otro extremo un cajón para transportar perros lleno de sacos de arena para gatos. Me imagino todo esto siendo arrojado al agua justo cuando aparece un reptil de una tonelada arrastrando unas artes de pesca, una caña de bambú y unos cables de monofilamento que hasta ese instante podrían haber sido poco más que una molestia, hasta que se da de bruces contra la caja. Ahora tiene que arrastrar cientos de kilos que la lastran y que le clavan las cuerdas de pesca en la aleta izquierda.
—¡Qué mundo tan extraño! —pienso en voz alta—. Lo único que nadie podría haber previsto con toda seguridad.
Estoy hablando del asesino. Creo que quien arrojó el cadáver de esta mujer es también responsable de su muerte. Voy a trabajar este caso como si fuera un homicidio hasta que los hechos demuestren que estoy equivocada.
—¿Quieres mi opinión? —Marino alza la voz por encima del estruendo de los motores—. Creo que la arrojaron por la borda muy cerca de donde la encontramos.
—Puede que tengas razón —le respondo, ya de vuelta hacia el puerto interior de Boston—. A juzgar por el modo en que estaba atada, no podría haber sido arrastrada muy lejos sin desmembrarse.
—Cinco sacos de arena de veinte kilos cada uno empapados de agua, y cuando esa mierda se moja pesa aún más y se pega como el cemento —dice Marino—. No es algo que fuera a disolverse y filtrarse poco a poco. Además, la caja también pesa lo suyo. Estamos hablando de por lo menos unos ciento sesenta o doscientos kilos tirando del cadáver. Un montón de tensión en el cuello.
—¿Alguna idea de cuánto tiempo ha estado en el agua? —pregunta Labella mientras se da la vuelta en su silla, y la lancha golpea el agua a toda velocidad atravesando la bahía.
—Probablemente no mucho tiempo. —Pienso en el juicio de Channing Lott—. La gran pregunta va a ser dónde murió y dónde ha estado desde entonces.
—No se parece a ella —me dice Marino, y no hay necesidad de dar más detalles.
Sé lo que quiere decir, y al principio la idea también se me pasó por la cabeza, aunque solo brevemente, solo un instante, al estar cara a cara con ella. No se parece en nada. He estudiado las fotografías de Mildred Lott, una mujer de unos cincuenta años bien conservada, bien proporcionada y en forma, con el pelo largo y rubio y todas las perfecciones que su estatus financiero podía ofrecerle. Sé de cada cirugía, cada liposucción y cada inyección. Me familiaricé con los informes de la policía realizados después de que ella desapareciera en marzo del año pasado, en su casa de Gloucester.
—No tengo ni idea de quién es, pero no es ella —le informo a Marino, con Boston al frente—. No es necesario esperar a que el ADN nos diga eso.
—Alguien va a montar un escándalo para hacerla pasar por ella hasta que todo el mundo se entere de lo contrario —predice.
—No vamos a dejar que nadie sepa nada hasta que sea identificada y estemos seguros de que divulgar esa información no va a ayudar a quien lo hizo.
—¿Y si se hubiera desmembrado y no hubiéramos logrado recuperarla? Todo el mundo creería que es Mildred Lott. —Marino está pensando en que hoy me toca testificar en un juicio—. La gente estaría segura de ello. —Quiere decir que el jurado lo estaría—. Ellos creen que ella habría aparecido después de todos estos meses, y tal vez esa sea la razón por la que ha aparecido ahora. Para manipular el juicio y tender una trampa, por si se les tuerce el caso en el último minuto.
Se refiere a los trapicheos de la abogada de la defensa, Jill Donoghue, y a que soy la última testigo que la defensa ha llamado a testificar antes de apuntalar un caso que está teniendo una enorme repercusión mediática.
—Tienes que admitirlo, todo esto es muy raro. De hecho, casi da miedo —dice—. Y no estoy seguro de que tanta coincidencia en el tiempo no sea deliberada.
—Channing Lott está en la cárcel —le recuerdo—. Así ha sido desde abril. Y no se trata de su esposa desaparecida. —Hago hincapié en esto—. Es otra persona.