10

Una bocina resuena tres veces y la lancha se aleja de donde estaba anclada, girando sobre su popa, en dirección al faro blanquecino que sobresale en el horizonte. Los motores a reacción baten chorros de agua espumosa, que se disipa en una estela, mientras los bomberos cargan la tortuga laúd y sus equipos de rescate hacia mar abierto, lo que nos permite dedicarnos a lo que queda por hacer.

Espero y deseo que ni los medios de comunicación ni los curiosos sepan a qué tarea nos enfrentamos, y contemplo las aguas agitadas bajo el sol en busca de cualquier señal que me indique que los curiosos y los equipos de televisión se largan a presenciar la liberación de la tortuga. Quiero que todo el mundo se haya ido cuanto antes. Quiero recuperar ese cadáver de una forma discreta y respetuosa, y al mismo tiempo me siento muy protectora de esa vieja tortuga macho, y furiosa por el egoísmo y la ignorancia humanos.

«Dejadlo en paz, por el amor de Dios», pienso, y solo de pensarlo me pongo mala, me basta con imaginar cualquiera de los destinos terribles que le pueden acontecer a una criatura casi extinta que vive simplemente para comer y nadar y reproducirse. Conozco historias de gente que acercó su motora demasiado a grandes ballenas y a otros magníficos animales para tomar fotos o tratar de tocarlos o de darles de comer, y sin querer los mutilaron o los mataron. Estoy consternada, y me indigna ver cómo esos curiosos levantan el ancla y encienden motores, mientras el helicóptero de la prensa da vueltas por encima de nuestras cabezas.

—Por lo menos no van a quedarse por aquí —dice Labella. Está agachado junto a la canasta Stokes, revisando correas y arneses, asegurándose de que todo funciona correctamente. No queremos que el cadáver vuelva a caer al agua mientras intentamos izarlo a bordo—. Lo que da a entender que desconocen la razón por la que hemos venido —añade.

—Tal vez no, pero ¿qué piensas de esto? —digo, y miro el blanco helicóptero bimotor que vuela a unos trescientos metros por encima de nosotros—. Parece que está dando vueltas.

—No es un helicóptero de la prensa —responde, mirando también hacia arriba, protegiéndose los ojos—. Ni de sanidad, ni es un MedFlight. Ni de la policía de Boston, ni de la estatal, ni de Seguridad Nacional. Tal vez sea un Sikorsky. En todo caso lo que es seguro es que no es uno de los nuestros, así que supongo que es privado. Alguien que estaba volando y tal vez se pregunte qué está pasando aquí.

—Tiene una cámara montada. —Me atrapa un sentimiento de inquietud cuando veo esa máquina reluciente y blanca sobrevolar firme como una roca, con el morro apuntando hacia nosotros, el sol brillando en su parabrisas.

—Tal vez sea una cámara de televisión. Pero también podría tratarse de una cámara Flir —dice Labella—. Desde aquí no lo distingo bien.

El único piloto privado que conozco que podría tener un sistema con una cámara termográfica de radar de infrarrojos Flir montada en su helicóptero es mi sobrina Lucy. Pero no menciono esta posibilidad, y me incomoda no haber visto aún su nueva nave: un helicóptero Bell de dos motores que le entregaron hace apenas un mes. Lucy no tendría jamás un helicóptero de color blanco, eso me tranquiliza. De color negro sí, o gris oscuro, pero jamás blanco con rayas rojas y azules en el tubo de cola, aunque en este caso no reconozco el número que lleva impreso. Me pregunto si Marino ha visto su nuevo helicóptero, pero parece ausente, está ocupado con Sullivan y no presta ninguna atención a lo que se eleva por encima de nuestras cabezas.

—Bueno, es asqueroso y no debe permitirse —afirmo. Al divisar unos cuantos mirones que persiguen al barco que acarrea el laúd me vuelve a molestar el asunto de la tortuga, la maldad de la naturaleza humana—. La gente no tiene respeto ni sentido común. Si algún maldito idiota arrolla a ese laúd después de todo lo que ha pasado…

—Es ilegal cazar, acosar o herir a las tortugas marinas —dice Labella, que trae un traje seco doblado bajo el brazo—. ¿Qué te parecen cien mil dólares de multa?

—¿Qué te parece la cárcel?

—Vaya, no quisiera estar en tu contra.

—No, hoy no.

—Mira, vamos a poner en marcha los motores y nos acercaremos a esa línea de boyas —me dice, mientras Kletty coloca una escalera de buceo de aluminio en popa y Marino vuelve a abrir los maletines de escena del crimen, hablando en voz alta con Sullivan sobre motocicletas y lo mal que están las carreteras aquí en el noreste—. Aunque, obviamente, no puedo tener los motores en marcha mientras estés en el agua.

—Gracias. No soy aficionada a toparme de cerca con esas cosas —le respondo.

—Sí, señora. Entendido. —Labella sonríe, y yo trato de olvidar el aspecto que tiene y cómo me hace sentir.

El nailon naranja y negro cruje mientras desenrolla el traje seco y me lo pasa, y pregunta si necesito ayuda para ponérmelo. Yo le digo que no, gracias, y me siento en un banco para quitarme las botas y los calcetines húmedos, y sopeso si debería quitarme también los pantalones mojados y la camisa de manga larga. Tendría mucho más sentido quedarme en ropa interior y ponerme encima un forro de cuerpo entero, pero no voy a hacer eso en una embarcación sin baño y llena de hombres, y de repente caigo en la cuenta de cuán consciente soy de mi propio cuerpo. El pudor es un lujo en una profesión en la que se trabaja en las peores condiciones imaginables, incluidas las escenas al aire libre sin inodoro y los encuentros con fluidos corporales y gusanos putrefactos. Me he limpiado muchas veces en baños de gasolineras y me he vestido en la parte trasera de un coche o de una furgoneta, sin importarme quién estuviera cerca.

Estoy obligada a ser estoica. Yo sé cómo ser indiferente e insensible. Estoy puñeteramente acostumbrada a tener a mi lado a colegas masculinos que me miran pensando en tetas y culos, y antes no me molestaba porque podía mantenerme ajena a todo y pensar únicamente en mi misión.

No es mi estilo estar tan condenadamente centrada en mí misma, no me gusta nada, y pienso en cosas que no tienen nada que ver con mi responsabilidad, ni mi jurisdicción legal, ni todas las cosas desagradables que me pueden estar aguardando ahí, bajo el agua. Soy consciente de los recientes comentarios realizados por Benton, consciente de la chulería de Marino que ahora habla de barcos en voz alta con Kletty y Sullivan, y lo bueno que sería que el CFC tuviera uno, y de lo buen capitán que es.

La inseguridad, tal vez la desazón y la ira, me han vuelto débil, y tomo nota mental de lo que hay que hacer y cómo debe hacerse. Debo trazar estrategias que precisamente anticipen lo que podría ser útil y perjudicial ante un tribunal, porque siempre debe asumirse que todo terminará allí.

—¿Qué tal si me pongo un forro? —decido.

—Te lo iba a sugerir. —Labella no añade lo que de seguro está pensando, que a bordo no hay ningún lugar donde pueda cambiarme en privado.

—Pues vamos a ello —digo, y me levanto de la banca.

Dentro de la cabina abre un baúl de acero brillante y empieza a sacar forros polares Polartec de cuerpo entero y de color gris. Comprueba los tamaños hasta dar con el más pequeño.

—¿Seguro que no quieres que uno de nosotros baje contigo? —me dice desde la puerta, con sus ojos oscuros posados en mí—. Yo estaré encantado de echarte una mano ahí abajo. Cualquiera de nosotros lo estará. Las personas vivas pueden oler tan mal como los muertos.

—Probablemente, no.

—Confía en mí. Podemos manejarlo.

Cierro la tapa del baúl y me siento encima y le digo que no. Legalmente no es buena idea. Le explico que esta muerte despierta obviamente muchas sospechas y que estoy trabajando como si se tratara de un homicidio, y la presencia de otra persona puede alterar las pruebas, complicar el caso y comprometerlo y arruinarlo. A día de hoy no se necesita mucho para que un jurado ponga en libertad a los culpables, y ahí él dice que no podría estar más de acuerdo. Ha seguido un montón de historias así en las noticias, y de continuo se escuchan quejas porque una escena del crimen ha sido contaminada por ciudadanos adictos a los dramas televisivos que recogen pruebas e investigan por su cuenta, para evitarles el trabajo a los policías. El efecto CSI, dice. Ahora resulta que todo el mundo es experto en todo.

Todo el mundo lo es, admito con ironía, y por eso voy a bajar ahí yo sola. Será algo que he hecho muchas veces antes, hundiéndome en un lugar frío y oscuro donde apenas puedo ver nada, salvando corrientes y correas de sujeción para traer a los muertos a casa. Le digo a Labella que se asegure de que todos los tripulantes llevan monos de Tyvek y guantes, y también de que cubren una zona en la cubierta de popa con láminas plastificadas y dejan abiertas dos bolsas de cadáveres dentro de la canasta Stokes. Marino tiene fundas nuevas y sin contaminar, por supuesto. No quiero que nada entre en contacto con el cuerpo, no quiero que haya nada que pueda transferir cualquier tipo de prueba al cadáver.

—Y, ahora, si me das unos minutos… —le digo a Labella—. Luego puedes volver aquí y encender motores.

Una vez ha salido fuera de la cabina y está de nuevo en popa con Kletty, Sullivan y Marino, me quito los pantalones y la camisa, desnudándome a toda prisa, de espaldas a la puerta, y me pongo el forro, que es suave y absorbente. El traje seco tiene cremallera delantera, paso los pies descalzos a través del neopreno y tiro hacia arriba. Deslizo los brazos por las mangas, paso las manos y luego cierro las juntas en las muñecas y hago lo mismo en el cuello tras sacar la cabeza. Y por último tiro de la cremallera de metal que me corre por el pecho.

Salgo de la cabina. Labella vuelve a arrancar los motores y veo otra vez el gran helicóptero blanco. Su ruido sordo sigue directamente sobre nuestras cabezas.

—No me gusta —comento en voz alta sin dirigirme a nadie en particular—. Confío y deseo que no estén filmando. —Pienso en Lucy de nuevo, pero no puede ser ella.

Ella está en Pennsylvania, deteniendo a criadores de cerdos, y les pido a Kletty y a Sullivan unos calcetines secos de Gore-Tex y botines, guantes para aguas frías, un cuchillo de buceo, una capucha y una máscara de buceo. Me pongo un chaleco salvavidas de perfil bajo con un arnés pectoral de liberación rápida, y uso la junta de goma fina del cuello para purgar el aire del traje seco y evitar que haya burbujas de aire acumuladas en las piernas, cuando tiren de mí hacia arriba dentro del agua. Labella acerca el barco a la defensa amarilla, apaga los motores de nuevo y mientras tanto Marino alcanza un bichero de aluminio con mango largo y le ata un cable de nailon antes de que pueda detenerlo.

—No, no, no. —Niego con la cabeza—. Así no. Ésa no es la forma en que lo vamos a recuperar. No vamos a hacerlo desde el barco.

—¿No lo quieres así? Probablemente es mucho más fácil y más seguro que saltar. Tal vez no tengas que hacerlo.

—No —reitero—. Tengo que ver a qué nos enfrentamos. Ese cadáver no se mueve hasta que yo no vea lo que tenemos ahí abajo.

—Vale, lo que tú digas.

—Queremos asegurarnos de que nada entra en contacto con el cuerpo. —Escupo en las gafas para evitar que se me empañen y él guarda el bichero en su soporte—. Sea lo que sea, no vamos a causarle ningún daño.

Kletty me ata una cuerda a la hebilla de rescate de la parte posterior de mi traje, entre los omóplatos, para mantenerme atada, y yo me pongo la máscara de buceo sobre los ojos y la nariz, y cuando bajo por la escalera los botines de neopreno frotan contra el metal de los peldaños. Cuando el agua me llega a la cadera, me echo al mar y el traje seco me succiona como si fuera un envoltorio, y nado hacia la defensa amarilla.

Agarro la línea de boyas con la mano enguantada. El chaleco salvavidas me mantiene a flote y equilibrada, y sumerjo el rostro en el agua fría y me sorprende ver el cadáver justo debajo de mis pies. La mujer muerta está totalmente vestida y en posición vertical, con los brazos y el pelo largo y blanco flotando, abanicándose y moviéndose como si fuera algo vivo, mientras se inclina lentamente y gira en la corriente. Saco la cabeza a la superficie para tomar aire y sumergirme de nuevo, y veo que la forma en que la han atado es grotesca y siniestra.

La cuerda que lleva alrededor del cuello está atada a la defensa amarilla de la superficie, mientras que una segunda cuerda muy tensa alrededor de los tobillos cae y desaparece en la oscuridad, atada a un lastre. ¿Un instrumento de tortura que crea tensión extrema para estirar y dislocar el cuello y las articulaciones hasta que la persona se parte en dos, tal vez? ¿O es otro su propósito? Sospecho que así es. Estaba atada de esta manera para nuestro beneficio, y vuelvo a mirar al helicóptero todavía en el aire, contengo la respiración y buceo.

La luz solar se filtra a través de la superficie del mar, aquí el agua tiene un color verde claro y justo debajo muestra tonos de azul más oscuro que se decoloran hasta ponerse negra como el carbón. No sé la profundidad de la bahía aquí. Me imagino que probablemente la soga alrededor de los tobillos no llega hasta el fondo, que puede estar a unos diez metros de profundidad o más. La cuerda se estira directamente hacia abajo como si soportara mucha tensión. Saco la cara fuera del agua. Respiro hondo y le hago una seña a Marino para que prepare el bichero.

—No puedo hacer nada con ella desde aquí —le grito—. Vamos a tener que conseguir llevar de alguna manera todo el aparejo al barco sin causarle mucho daño.

—¿Por qué el aparejo entero? —pregunta Marino—. Basta con mover la defensa y la cuerda al mismo tiempo. ¿No crees que puedes hacerlo?

—No —le respondo—. Lo que tenemos que hacer es tirar de ella en dirección al barco, hasta dejarla junto a un costado, para poder cortar todas sus ataduras sin perder nada y dejarla sobre la canasta.

Floto en el agua revuelta, el traje seco me aprisiona con fuerza y puedo sentir el frío del agua a través de él.

—El problema va a ser cortar la soga que lleva alrededor de los tobillos —le explico—. No quiero dejar escapar lo que tiene fijado como lastre.

Lo quiero. No voy a dejar que caiga al fondo de la bahía. Voy a recuperar cada maldito detalle de este caso, ya sea un percebe o una jaula, una caja, un contenedor o un bloque de cemento. Pregunto cuál es la profundidad del agua, y me dice Labella que doce metros, y me doy cuenta de que el helicóptero está justo encima de nosotros. Alguien está vigilando todos nuestros movimientos y probablemente también grabándolo en vídeo, maldita sea.

—Así que puede que la cuerda atada a la jaula no sea tan larga. —Escupo un chorro de agua, las olas me salpican el cuello y la barbilla—. Esa cuerda está tirando de ella hacia abajo, mientras que otra tira de ella hacia arriba.

—¿Qué otra cuerda? —grita Marino—. Hay solo una cuerda, ¿no?

—Lo que tenemos son dos cuerdas que tiran de ella en dos direcciones opuestas —subrayo—. La que está atada a la defensa es otra.

—¿Quieres decir que está enredada a otra cosa más? —pregunta Kletty.

—No. Quiero decir que está atada a dos cuerdas —repito despacio, en voz alta—. Una en el cuello que se une a la defensa, y la otra alrededor de los tobillos que está atada a un lastre que puede ser una jaula o una nasa de langostas o quién sabe qué —le explico, y al hablar arrojo agua por la boca.

El chaleco salvavidas me mantiene en la superficie como un corcho, pero la corriente es cada vez más fuerte y el viento sopla racheado con ímpetu. Lucho contra la corriente para que no me aleje de la embarcación.

—Así que si tiras demasiado fuerte, la cabeza se va a desgajar del tronco —comenta Marino con su habitual diplomacia.

—Si no somos muy, muy cuidadosos, la mujer se hundirá —le respondo, y ahora estoy segura de que quien orquestó cómo arrojar el cuerpo quería tendernos una trampa.

No tengo la menor duda de que fue algo deliberado. La persona responsable quería que la difunta fuera descubierta, y que alguien como yo se diera un buen susto cuando el cuerpo se partiera por la mitad. No puedo imaginar ninguna otra razón para atarla de esta manera, y me imagino tirando con fuerza de la línea de boyas del modo en que Marino estaba a punto de hacer hace un momento, para presenciar su decapitación inmediata. Con suerte solo hubiéramos recuperado la cabeza o, más probablemente, nada de ella en absoluto.

Nos veríamos obligados a llamar a un equipo de buceo o ponernos nosotros mismos el equipo de buceo y buscar en el fondo de la bahía, y tal vez dicha búsqueda no aportaría nada, hasta que los restos subieran a la superficie y llegaran a la orilla. El hecho es que nunca la hubiéramos encontrado. No quiero ni imaginar lo espeluznante que se vería todo eso en un juicio, especialmente si nos había filmado el equipo de televisión que se cierne sobre nosotros en un helicóptero. Tal escenario es impensable.

El jurado estaría horrorizado, como si lo ocurrido se debiera a la negligencia o a un caso de incompetencia completa y cruel por nuestra parte. No estoy segura de que nadie llegara a entender que un individuo diabólico se había cerciorado de que la muerta no se recuperase intacta nunca. Un maligno asesino quería que nosotros echáramos un vistazo de cerca a su obra, antes de hacerla desaparecer ante nuestros ojos. Tal vez quería asegurarse de que nunca se supiera de quién se trataba, y puede que así suceda si no somos capaces de sacar con seguridad su cuerpo fuera del agua.

¿Qué hacer? Sopeso distintas posibilidades, pero en realidad solo una parece viable, aunque nada de lo que intentamos sea siempre infalible. Tenemos que ser pacientes y cuidadosos, y tenemos que tener suerte.

—¿Y si cortamos la cuerda que lleva alrededor del cuello? —sugiere Kletty, y me doy cuenta de que todos están vestidos con monos blancos de Tyvek, y que desde el aire deben de tener un aspecto muy extraño—. Así ya no estará unida a la defensa y nada tirará de su cuello, ¿no? —añade.

—No puedo —le respondo—. No estoy segura de poder soportar su peso. Temo que aquello que la lastra y que lleva atado a los tobillos tire de ella hacia abajo hasta dejarla fuera de mi alcance. Tenemos que asegurar de alguna manera la cuerda que lleva atada alrededor del cuello sin dañar el cadáver —le digo a Marino mientras lucho contra la corriente.

—Tú y yo vamos a tener que subirla a la embarcación de forma perfectamente sincronizada, y confiar en que no se nos rompa en mil pedazos —continúo—. Voy a acercártela lo bastante para que puedas pasarle el bichero y apoderarte de la cuerda del cuello, pero sin tirar demasiado. Se trata de tirar de mí, no de ella: voy a cargar con ella, manteniendo la cuerda alrededor de su cuello tan floja como pueda. Poned la canasta tan baja como podáis y tirad suavemente de mí, no de ella —repito, y siento cómo se me tensan los músculos entre los omóplatos.

Bajan la canasta Stokes, cuyo fondo está cubierto con dos bolsas de cadáveres abiertas, y ayudo a guiar el bichero hasta que Marino tiene la línea de boyas asegurada. Tira de ella con suavidad hasta acercarla al barco, hasta agarrarla, y de pronto se divisan sus pálidos dedos con las uñas pintadas justo debajo de la superficie. Sus cabellos canos flotan, y por un instante su rostro se dibuja en el seno de una ola.