9

Con las fundas protectoras sobre las botas, bajo por la escalera, mientras Marino y Jack continúan con sus bromas.

Sorteo lentamente la cubierta abarrotada donde se agolpan los miembros del equipo de rescate, y las olas rompen sobre el borde de la plataforma de buceo y me mojan los pies. Los golpes de las hélices del helicóptero suenan distantes aunque implacables, y a medida que me acerco a Pamela Quick, que parece totalmente enfrascada en lo suyo y que no está de humor para recibirme, siento la frialdad del agua a través de mis botas cubiertas de Tyvek.

Tiene treinta y tantos años, calculo. Es guapa de una manera un tanto peculiar: tiene grandes ojos grises, el mentón cuadrado, la boca dura y una melena rubia pálida recogida bajo una gorra. Es sorprendentemente menuda, delicada para las grandes criaturas con las que habitualmente trata, y está plantada con tanta firmeza en la plataforma oscilante como un surfista profesional sobre su tabla. Vacía una jeringuilla en un tubo de Vacutainer verde con heparina para evitar que la sangre se coagule.

—Soy la doctora Scarpetta. —Le recuerdo que antes hemos hablado brevemente por teléfono—. Tengo que conseguir un poco de información y echar un vistazo, y luego la dejaré tranquila.

—No puedo permitir que la examines —dice, y se muestra tan enérgica y fría como el agua y el viento—. Se nos está estresando, y ése es el peligro número uno en estos momentos. El estrés. —Lo dice con énfasis, como si yo fuera la fuente de semejante estrés—. Estos animales no están acostumbrados a estar fuera del agua ni a ser tocados por seres humanos. El estrés la va a matar. Mira, te enviaré mi informe, y ahí te responderé a cualquier pregunta que tengas.

—Lo entiendo, y más tarde sin duda te agradeceré que me envíes una copia de tu informe —le respondo, tuteándola yo también—. Pero es importante que sepa todo lo que puedas decirme ahora.

Retira la aguja del tapón de goma y dice:

—La temperatura del agua es de diez grados Celsius; la temperatura ambiente es de catorce grados.

—¿Y qué puedes decirme sobre ella?

No tengo más remedio que ser insistente.

—¿Sobre ella? —me mira como si la hubiera ofendido—. No parece muy relevante para tu propósito.

—Por el momento, creo que todo es relevante. La tortuga puede ser parte de la escena de un crimen.

—Es una tortuga en peligro de extinción que casi muere a causa del descuido de unos seres humanos irresponsables.

—Yo no soy uno de esos seres humanos irresponsables. —Entiendo su hostilidad—. Quiero que salga adelante tanto como tú.

Levanta la vista hacia mí con condescendencia y enojo.

—Mira, vamos a hacerlo así —digo entonces—. Dime lo que sabes.

Ella no responde.

—Yo no soy la que pierde el tiempo —agrego intencionadamente.

—Ritmo cardíaco de treinta y seis, el RR es de dos. Ambos según el Doppler —dice ella—. La temperatura rectal es de veintitrés grados Celsius.

Echa una gota de sangre en un cartucho blanco de i-STAT.

—No es habitual que su temperatura corporal sea unos grados más alta que la del agua, ¿verdad?

—Las tortugas laúd son gigantotérmicas.

—Lo que significa que puede mantener una temperatura interna, independientemente de la temperatura ambiental —le respondo—. Eso es bastante notable y poco frecuente.

—Al igual que los dinosaurios, pueden sobrevivir en aguas tan calientes como las zonas tropicales, o tan frías que matarían a un ser humano en cuestión de minutos.

—Ciertamente, eso desafía lo que sabía hasta ahora sobre reptiles.

Me pongo en cuclillas junto a la tortuga, sobreponiéndome a los vaivenes del barco y las olas que vienen y van.

—La fisiología reptil es incapaz de explicar la biología de los dinosaurios.

—¿Estás diciendo realmente que es un dinosaurio? —Ahora estoy desconcertada e inquieta, sobre todo teniendo en cuenta cómo ha empezado mi día.

—Un reptil gigante que lleva aquí más de sesenta y cinco millones de años, los dinosaurios de la tierra que vivían en el pasado —me instruye, mientras sigue actuando como si yo fuera la culpable—. Y al igual que los dinosaurios éste también está a punto de extinguirse.

Inserta el cartucho en un analizador de sangre portátil mientras las gélidas aguas salpican la plataforma y me empapan el mono y las perneras de los pantalones que llevo debajo.

—Artes de pesca, gente ignorante que roba los huevos, la caza furtiva ilegal, las lanchas fueraborda, los derrames de petróleo y la contaminación de plástico —continúa, con disgusto no disimulado—. Al menos un tercio de todas las tortugas laúd del mundo tienen plástico en sus estómagos. Y no nos hacen nada de nada. Todo lo que quieren es nadar, comer medusas y reproducirse.

La tortuga laúd lentamente levanta la cabeza, del tamaño de una sandía, y me mira directamente a los ojos, como para enfatizar lo que acaba de decirme su cuidadora. Sus aletas nasales se hinchan cuando exhala con fuerza, y sus oscuros ojos saltones a ambos lados de una boca en forma de pico me hacen pensar en la torcida sonrisa de una marioneta.

—Entiendo cómo te sientes mejor de lo que puedes imaginar, y estoy ansiosa por dejarte trabajar —le digo a Pamela Quick—. Pero tengo que saber algo acerca de sus lesiones antes de terminar aquí.

—Abrasiones circunferencialmente moderadas alrededor de la línea de la piel del caparazón del hombro izquierdo distal, que se extienden alrededor de tres centímetros en el margen distal posterior de la aleta delantera izquierda —me describe de corrido—. Asociadas con una superficie erosionada de la vanguardia distal.

Ahora lee los resultados de las pruebas de sangre en la pantalla digital.

—¿Y sus valores? —pregunto.

—Los típicos de una tortuga laúd enredada. Hipernatremia leve, pero se pondrá bien. Hasta que se encuentre con más detritus humanos o un barco que la mate.

—Puedo entender cómo te sientes…

—No, no tienes ni idea —dice.

—Tengo que preguntarte si se han guardado las artes de pesca.

—Quédatelas, todas tuyas. —Me señala una bolsa de esquí.

—De acuerdo con tu experiencia, ¿puedes reconstruir lo que ha sucedido?

—Es lo mismo que sucede siempre con estos animales —responde ella—. Se encuentran con una cuerda de pesca vertical, enloquecen, empiezan a dar vueltas y se enredan con ella. Y cuanto más luchan peor se pone la cosa. Y en su caso además arrastraba lastre y un cadáver desde vete a saber dónde.

—Y arrastraba también una boya.

—Sí. Esto también. —Me entrega una bolsa de plástico transparente que contiene cables enmarañados, varios plomos y unos cuantos anzuelos oxidados.

—¿Qué te hace suponer que fue arrastrando el cuerpo y ese lastre? Parece que estás suponiendo que no estaban originalmente en el lugar donde están ahora. ¿Tienes algún motivo para sospechar que podría haber conseguido enredarse aquí, donde la encontraron?

Etiqueto la bolsa con un rotulador permanente.

—Las tortugas laúd están siempre en movimiento —responde ella—. Los cables probablemente se enredaron con la línea de boyas. Lo que sí que sabemos con certeza es que llegó hasta las cuerdas de pesca, y que su aleta izquierda se quedó trabada. Pero este animal está programado para seguir nadando. Cuanto más nadaba más se enredaba en las cuerdas, eso parece. Cuando llegamos, apenas podía mover la aleta izquierda. Se hundía.

—¿Me das una estimación de la distancia, en función de cuán rápido pueden nadar las tortugas laúd? —pregunto.

—¿No crees que podríamos tener esta conversación más tarde? —replica, y apenas me mira.

—Cualquier información que pueda conseguir ahora es realmente importante —le digo con firmeza—. Podría ayudarnos a determinar dónde podrían haber arrojado el cadáver al agua.

—Esa persona está muerta. Pero ella todavía no.

—Esto podría ser una investigación de homicidio. No creo que nadie quiera interferir.

—Todo lo que puedo decir es que la velocidad máxima de una tortuga laúd es de unos veinte kilómetros por hora —responde rotundamente—, pero de ninguna manera iba a dicha velocidad: no, teniendo que arrastrar todo eso. No es posible decir dónde podría haberse topado con esa línea de boyas, excepto que estoy pensando que después no llegó muy lejos. Tal vez unos pocos kilómetros como máximo, hasta que fue perdiendo fuerza y la carga la fue arrastrando, hasta apenas ser capaz de sacar la cabeza fuera del agua.

—No es probable que se enredara en mar abierto, entonces. —Oteo el horizonte, veo el puerto exterior separado de las aguas abiertas del océano Atlántico por casi noventa kilómetros de bahías, penínsulas e islas—. Está muy lejos de aquí.

—No, de ninguna manera —ella se muestra de acuerdo—. A juzgar por sus heridas y lo bien que se encuentra creo que han pasado horas, ni siquiera un día. No hay en ella nada que no se cure con agua salada. Solo muestra abrasiones moderadas en una aleta y una abrasión suave en el dorso de la cabeza, como se puede ver. No hay que confundir la mancha rosa.

Su mano enguantada en látex acaricia una mancha rosada en la parte superior de su oscura cabeza moteada, y parece que se ha relajado un poco, que ya no me encuentra tan desagradable.

—Todas las tortugas laúd tienen una señal única —me explica—. De hecho, se puede identificar cada ejemplar por la mancha en su cabeza, aunque no estoy segura de para qué sirve, tal vez sea un sensor que detecta la luz o que ayuda al animal a determinar su ubicación en el océano.

—Deja que le mire las heridas. Y te prometo que luego te dejaré en paz.

Ella retira la sábana mojada de su cuello, y puedo oler el hedor a pescado al acercarme, a escasos centímetros de su aleta izquierda, que mide por lo menos dos metros de largo. Olfateo el olor a amoníaco de su orina.

—Eso es bueno —comenta, pues obviamente lo ha olido también—. Cuanto más alerta y activa esté, mejor. Queremos que todos los sistemas estén activos. Como he dicho, no es nada grave. El peor delincuente es esto: un percebe que está incrustado en este canto de aquí. Estaba a punto de sacarlo.

Me muestra un fragmento de lo que parece una concha blanca o un cristal blanco que según ella chocó con el pliegue del caparazón cerca del cuello, allá donde la piel correosa está inflamada y quemada.

—Estás pensando que chocó contra algo que tenía percebes incrustados —deduzco.

—Estoy pensando que hubo algo cubierto de lapas que la golpeó —responde, y ya no estoy segura de estar de acuerdo con ella, al ver unos cuantos percebes asidos fuertemente en el caparazón de la tortuga—. Mientras estaba enredada en la cuerda y arrastrando todo ese peso, tal vez un barco la rozó o se dio contra una boya del canal, o un pilote, una roca, vete a saber qué. Algo, en cualquier caso, que tenía percebes adheridos. Normalmente recogería esto y lo conservaría en formol.

—Es mejor si lo hago yo.

Ella parece reacia y empieza a protestar.

—Es necesario —insisto.

Se queda en silencio, y le indico a Marino que me acerque un maletín de escena, el Pelican 1620, y le aseguro a Pamela Quick que voy a reunir las pruebas necesarias con la mayor rapidez posible y de tal manera que no haré el menor daño a la tortuga. Abro un paquete de pinzas desechables y me sorprende la superficie lisa y fría de su caparazón, que se parece al tacto de una piedra pulida o al del cuero duro y curado.

La densa textura de la aleta no se parece a nada que yo haya tocado antes, tal vez a la gelatina balística, y me inclino sobre el animal con una lupa binocular, dos lentes aerificas de tres aumentos y medio, sobre una montura de gafas muy ligera, para así tener las manos libres. Siento la tensión de la vida y su lucha. Escucho las explosiones de su respiración y soy consciente de su poder: si rompe sus ataduras, sus aletas serán tan peligrosas como las de una ballena. Y sus afiladas mandíbulas parecen capaces de aplastar o amputar un miembro.

En la ampliación de la lente veo que sobresale una concha nacarada blanca y con forma de almeja, con un tallo oscuro y recio, que atrapo con la punta de las pinzas, mientras coloco suavemente la mano derecha en la parte superior de la enorme cabeza de la tortuga. Al tacto parece tan fresca y suave como el hueso petrificado, y siento que se revuelve lenta y pesadamente. Soy consciente en todo momento de dónde tiene su mandíbula en relación a mí, y oigo su respiración, siento el frote suave de su cuello rosado contra mi pierna mientras emite un gemido seguido de un gruñido.

—Vamos, no seas un viejo gruñón —le digo—. Nadie te está haciendo daño y vas a ponerte bien.

Tengo cuidado de no romper o dañar el percebe al sacarlo de la piel, y me aparto para que Pamela Quick pueda curarle la herida, que no es la que yo esperaría encontrarme si la tortuga se hubiera golpeado contra algo cubierto de percebes, que en tal caso la habrían acribillado y perforado como proyectiles parecidos al vidrio. Cura la herida poco profunda con Betadine, y yo deposito el percebe en mi mano enguantada. Veo una pequeña cantidad de una sustancia en él, lo que parece un indicio de pintura brillante de color verde amarillento en la zona más alejada del cuerpo, solo un destello leve en un borde roto del caparazón.

Conjeturo que algo cubierto de percebes chocó contra la tortuga laúd. Que la fuerza del impacto fue suficientemente potente para hincar la punta del proyectil en la cresta dura y correosa del animal y arrancar al percebe de aquello a lo que estuviera adherido hasta ese momento. Pero la transferencia de pintura o lo que podría ser pintura no parece casar bien con esta conjetura, y recuerdo el barco cisterna de gas natural que nos adelantó hace poco menos de una hora. Todos los barcos que he visto están pintados de colores chillones: verde amarillento, verde azulado, azul neón o naranja.

—Algo pintado de color verde amarillento —reflexiono en voz alta, mientras meto el percebe en un recipiente pequeño de plástico para guardar pruebas—. No parece una roca ni un pilote. Lo más probable es que estuviera pegado a un barco, a una moto de agua o a algo por el estilo.

—Si ése es el caso, el golpe fue bastante insignificante —aventura ella—. Sin duda no es lo que solemos ver cuando un animal choca con un barco. Cuando estos animales suben a la superficie en busca de aire y son atropellados por un fueraborda o un barco cisterna, por lo general el daño es profundo. Debió de golpearlo de refilón, apenas le tocó.

—¿Con pintura verde brillante?

—No tengo ni idea —dice ella.

Etiqueto el recipiente de pruebas y noto que el barco da bandazos de lado a lado. El estado del mar empeora por momentos. La temperatura está bajando y yo estoy tiritando de frío. El agua fría del mar me moja los pies y debajo del Tyvek blanco tengo los pantalones empapados hasta las rodillas.

—Bueno, si se topó con un barco, o un barco chocó con ella, lo cierto es que todo esto es muy curioso —sigo diciendo—, porque la mayoría de los barcos están protegidos con un recubrimiento de pintura que evita que se les adhieran al casco percebes u otros organismos.

—Los que están en buenas condiciones, sí.

Se muestra escueta de nuevo y quiere que me vaya.

—Sospecho que el percebe estaba adherido a la tortuga y no a lo que chocó con ella —concluyo—. Y entonces esa pintura de olor amarillo verdoso manchó una parte de su caparazón.

—Tal vez —dice ella, distraída, y da la impresión de que nada de eso le importa un carajo y que quiere que la deje en paz de una vez.

—Vamos a analizarlo en el laboratorio, a ver qué es —agrego.

Marino toma fotografías mientras miro la tortuga por última vez. Coloco una mano enguantada sobre su cabeza para mantener sus mandíbulas cerradas mientras estoy cerca. Retiro la sábana empapada de su enorme cuerpo, que a diferencia de otras tortugas no tiene caparazón óseo inferior: la especie laúd tiene forma de barril y parece desproporcionadamente ancha en la parte superior y menos por la zona de las aletas traseras y la cola. No veo nada más que pueda ser de interés forense, y aviso a Pamela Quick de que no voy a molestarla más con su paciente.

—Solo dime cómo quieres que lo hagamos, porque tengo que entrar en el agua —le digo—. Lo que no quiero es saltar al mismo tiempo que ella, y por supuesto no quiero que choque de nuevo con la misma cuerda y vuelva a enredarse otra vez.

—¿Vas a recuperar el cuerpo desde aquí? ¿O desde ahí? —Indica el barco de la Guardia Costera.

Me pongo de pie y procuro no perder el equilibrio con los vaivenes de la lancha. El viento sopla con fuerza, y el agua del mar se me ha metido por dentro de las calzas protectoras y se está filtrando dentro de las botas. Por supuesto, no tengo ninguna intención de recuperar un cadáver desde un barco lleno de equipos de rescate de animales marinos.

—Mira —decido—, Marino y yo vamos a volver a bordo del barco de la Guardia Costera y me tiraré cerca de la línea de la boya para que podamos hacer nuestro trabajo sin problemas. Y en el momento en que estemos a bordo te sugiero que avises al teniente Klemens para que se aleje de aquí y así podáis devolver a nuestra amiga laúd a las aguas profundas donde esté fuera de peligro.

Subo los escalones del travesaño y recupero la chaqueta de la cubierta superior, mientras Marino recoge los maletines de escena del crimen. Entonces volvemos a proa.

—Está buena, pero me juego el cuello a que no ganará nunca un premio a la simpatía —dice.

—Intenta hacer su trabajo y no quiere interferencias —le respondo—. No se la puede culpar por eso.

—Sí, excepto que a ella no le importa una mierda que alguien haya muerto. Ni siquiera le interesa.

Marino mira hacia atrás en dirección a Pamela Quick mientras nos quitamos los guantes, las calzas cubrebotas y los monos de Tyvek, y lo metemos todo en una bolsa roja de riesgo biológico.

—Algunos de estos amantes de los animales son así —dice—. Fanáticos. Auténticos chiflados que te arrojan pintura roja o te golpean por llevar un cuello de piel o unas botas de piel de serpiente. Me compré un par de botas de piel de serpiente de cascabel, ¿y crees que no me gano un montón de problemas cada vez que me las pongo?

Le pasa los maletines por la borda a Labella mientras los dos barcos se juntan y separan como un acordeón.

—De piel de cascabel curtida, compradas por eBay y hechas a medida —continúa quejándose Marino.

—Suena asqueroso. —Paso una pierna por encima de la borda, y Labella me tiende la mano.

—Bueno, déjame que te dé un consejo: no te pongas algo así en el puto Concord, ni en Lincoln, ni en Thoreauville —dice Marino, que viene justo detrás de mí—, donde vas a la cárcel por talar un maldito árbol —añade a pleno pulmón.