Los motores permanecen encendidos y salgo de la cabina para enfrentarme al ruido ensordecedor de un helicóptero que vuela tan bajo que no me cuesta distinguir el número de la estación de televisión en la cola, ni al piloto sentado en el asiento derecho. La luz del sol brilla sobre las aguas y el cielo está limpio, pero hacia el noreste los cúmulos se anuncian como una manada de ovejas y siento cómo cae la presión barométrica y cómo el viento sopla más fuerte. El día de hoy se anuncia mucho más fresco y con lluvia.
—¡Cuatro metros! ¡Tres metros! —Sullivan y Kletty quitan los cabos de la baranda y gritan las distancias a Labella, que se ayuda del viento para aligerar a babor. Hemos llegado.
—Yo pasaré primero, y luego me vais pasando las cosas —dice Marino, y sube a bordo de la lancha, estirando los brazos para tomar los maletines de escena del crimen.
Protector, Labella me coloca la palma de la mano en la espalda y me dice que tenga cuidado con los dedos para que no queden aprisionados entre el guardabarros y los carriles, y que vaya con cuidado al pisar. El espacio entre los dos barcos se hace más ancho o se estrecha a medida que me ayuda a equilibrarme sobre un riel, luego sobre el siguiente, y camino inclinada para evitar el balanceo del bote de bomberos. Y la cadena de ancla de acero pesado atraviesa la cubierta gris antideslizante entre las dos armas de fuego de la parte delantera del barco y cae hacia abajo en las onduladas aguas azules.
Marino deja los maletines cerca de una escalera de aluminio que conduce a la cabina de mando y, desde la cubierta, el teniente Bud Klemens parece feliz de verme. Me hace un gesto para que suba mientras el círculo de espectadores rodea el barco como una bandada de aves playeras, y Marino frunce el ceño al ver el helicóptero dando vueltas justo sobre nuestras cabezas, tan bajo que ni siquiera está a ciento cincuenta metros.
—¡Cabrones! —grita, y agita los brazos como si tuviera el poder de dirigir el tráfico aéreo—. ¡Hey! —vocifera al barco de la Guardia Costera, a Kletty, que está apilando trajes secos y otros equipos dentro de una canasta Stokes—. ¿No puedes usar la radio o algo así? ¿Puedes hacer que salgan cagando leches?
—¿Qué? —grita Kletty.
—¡Tienen que estar asustando de veras a la tortuga y llenando todo de mierda con su maldito rotor! —vocifera Marino—. ¡Vuelan bajo de cojones!
Marino abre los maletines de escena del crimen, y yo subo a hablar con Klemens, el comandante de la Marina estacionado en Burroughs Wharf, cerca de la base de la Guardia Costera y el Acuario de Nueva Inglaterra. En la parte superior de la escalera un bombero cuyo segundo nombre no puedo recordar me ofrece la mano y procuro no perder el equilibrio en la cubierta superior, mientras el barco oscila y se alza en las agitadas aguas de la bahía.
—Me temo que esto se va a poner aún peor —dice el bombero, un hombre de constitución fuerte, con el pelo cano rapado casi al cero y un tatuaje de oso en la abultada pantorrilla izquierda—. Cuanto antes podamos hacerlo, mejor.
Ambos hombres visten el uniforme de verano —pantalones cortos de color azul marino y camiseta— y llevan las radios portátiles al hombro. Colgando de una correa alrededor del cuello, Klemens lleva un puesto de mando a distancia, lo que parece una consola de PlayStation de alta tecnología, que se puede utilizar desde cualquier zona de la embarcación para dirigir sus cuatro motores a reacción cuando están en funcionamiento.
—Soy Jack. —El bombero con el tatuaje del oso me recuerda que nos hemos visto antes—. En el Sweet Marita, la lancha que se quemó cerca de Devils Back el año pasado, ¿recuerdas? Fue un mal trago.
—Sí, lo fue. —Una pérdida de gas licuado provocó una explosión y murieron tres personas—. ¿Cómo te va? —saludo a Klemens.
—Demasiado carnaval para mi gusto —responde, y hago todo lo posible para ignorar esa extraña sensación de familiaridad que siempre me hace sentir.
Alto y huesudo, de facciones afiladas, vividos ojos azules y una mata de pelo rubio, tiene exactamente el aspecto con que me imagino a mi padre si éste hubiera vivido para cumplir los cuarenta. Cuando Klemens y yo trabajamos juntos en un caso tengo que evitar mirarlo, porque me siento como si la figura dominante de mi niñez hubiera regresado de entre los muertos.
—Me temo que estamos atrayendo a mucha gente, doctora, y sé que esto no te gusta nada. —Klemens mira hacia el cielo, protegiéndose los ojos con la mano—. No puedo hacer nada al respecto, pero por lo menos ese idiota podría largarse de una vez y así quizá podríamos oír algo de nuevo.
Vemos que el helicóptero asciende en vertical y se estabiliza a unos trescientos metros, y me pregunto si la Guardia Costera ha ordenado por radio al piloto de la televisión que gane altura de inmediato. ¿O tenemos que agradecérselo a los bomberos?
—Mucho mejor así —coincido con él—. Pero me gustaría que se largara con viento fresco.
—No caerá esa breva —replica el bombero llamado Jack, que ahora explora las aguas con unos prismáticos—. Es una historia fantástica. Como echarle el guante al monstruo del lago Ness, y eso que todavía los medios no saben ni la mitad de lo que sucede.
—¿Qué sabe la prensa exactamente? —le pregunto.
—Bueno, saben que estamos aquí, por supuesto, y cuanto antes devolvamos a esta niña grande al agua, mejor.
—Deberíamos devolverla en pocos minutos, por un montón de razones —me dice Klemens—. Mira lo bajos que estamos.
La plataforma de buceo está a ras del agua debido al peso de la tortuga y los equipos de rescate que asisten al animal, y el agua los moja mientras el barco se mece con las olas.
—Se supone que por lo general pesan alrededor de ciento ochenta kilos, pero jamás había visto ningún ejemplar de este tamaño —afirma Klemens—. Con frecuencia nos topamos con animales enredados o varados, casi siempre demasiado tarde, pero este tiene una buena posibilidad de salir bien parado. ¡Qué monstruo!
Klemens se apoya en la lancha neumática, una semirrígida inflable de rescate con casco de tubo gris y un motor de sesenta caballos. Observo que al otro lado, y aún metido bajo una lona roja, hay un cabrestante en forma de «A» y el hidráulico que puede ser utilizado para recuperar a personas o pesos muertos del agua, incluyendo a una tortuga enorme.
Obviamente, no han izado a la tortuga a bordo con el cabrestante, le comento a Klemens, y la verdad es que no me sorprende. Tanto si se trata de una foca gris de cuatrocientos kilos de peso como de una enorme tortuga laúd o de un delfín, los cuerpos de rescate marinos no corren el riesgo de causarles una lesión mayor y por lo general desechan utilizar un cabrestante para izarlos a bordo.
—Dime si has usado cualquier cosa que pueda haber contaminado las pruebas de seguimiento o los artefactos —digo, para recordarle a Klemens que necesito saber todo lo que se ha hecho en mi ausencia.
—Vale, pero no creo que la tortuga haya matado a nadie —replica con fingida seriedad.
—Probablemente no, pero de todos modos…
—No se ha empleado maquinaria —me confirma—. Por supuesto, sabes lo que opino al respecto: si se puede izar a seres humanos a bordo sin hacerles daño, lo mismo se puede hacer con una tortuga. De modo que se ha hecho de la manera habitual, han agarrado a esa tortuga macho, le han puesto un arnés, le han colocado una rampa debajo del cuerpo y han inflado la bolsa de flotación. Luego todos hemos tirado de ella para subirla a la plataforma. Eso después de que consiguieran sujetarle las aletas, obviamente. Si le dejamos usar esas cosas, podría haber roto el maldito barco y hacernos añicos a unos cuantos de nosotros.
Entonces dirijo su atención hacia una pequeña defensa amarilla. No muy lejos hay una cuerda atada con boyas, y me pregunto si eso es con lo que la tortuga se ha enredado. Me doy cuenta de que todavía no le han quitado nada.
—No —dice—. Algún tipo de arte de pesca, posiblemente las brazoladas de un palangre o una línea de arrastre que quedó envuelta alrededor de su aleta delantera izquierda.
—¿Y no estaba enredada en la misma cuerda que ata al cuerpo?
Hay algo aquí que no entiendo.
—No directamente. Quedó envuelta en unos quince metros de cables de monofilamento, tres de ellos, y en guías de alambre con anzuelos oxidados. Supongo que hubo un momento en que la plataforma se liberó de su defensa flotante y se la llevó la corriente y quedó enganchada a esa línea de boyas.
Él señala otra vez la defensa amarilla.
—Y entonces esta tortuga macho quedó enganchada en el aparejo de pesca. Pero como he dicho, eso es solo una conjetura —dice Klemens—. No lo sabremos hasta que se haya recuperado todo, y supongo que de eso te encargarás tú, ¿no?
—Sí. Cuando terminemos aquí y ella esté a salvo en el agua y fuera de su alcance.
—Parece que tiene lesiones muy leves, por lo que no van a intentar transportarla —dice Klemens—. Se necesitaría un camión de plataforma, y de todos modos probablemente no habría sobrevivido a la rehabilitación. Nunca ha habido un laúd que lo haya conseguido. Solo saben vivir en mar abierto, se desplazan de continente a continente. Y si las meten en una piscina simplemente siguen nadando de un lado a otro hasta morir. Son criaturas pelágicas, que no entienden lo que es una pared. Igual que mi hijo de dieciséis años.
Miro a los miembros del equipo de rescate con sus chaquetas verdes y sus guantes de látex. La tortuga laúd hincha el cuello y hace unos ruidos horribles, silba y chasquea, y miro las aguas. Pienso en lo que tengo que hacer. Ahora a nuestro alrededor debe de haber por lo menos una docena de barcos, son gente que ha venido atraída por las luces rojas estroboscópicas y la criatura impresionante que tenemos a bordo, por no hablar de lo que habrán colgado ya en Internet.
No quiero tener a nadie cerca cuando recupere el cadáver, no quiero que nadie filme nada con teléfonos móviles ni con cámaras de televisión. Qué momento más terrible para recuperar un cadáver del agua, y me siento incómoda al recordar mi tonto comentario sobre si Mildred Lott se había convertido en jabón.
—Aquella chica rubia —Klemens señala a Pamela Quick— afirma que es el mayor ejemplar que ha visto en su vida, tal vez incluso el mayor de la historia. Mide casi tres metros de largo y pesa más de una tonelada, y podría tener un centenar de años. Fíjate bien, doctora, porque no es probable que veamos algo así nunca más. No sobreviven el tiempo suficiente para crecer tanto a causa de los golpes contra los barcos, los enredos con cables y cuerdas, la ingestión de basura, de bolsas de plástico y globos que confunden con medusas. Es solo un ejemplo más de cómo estamos destrozando el planeta.
Hay solo dos pasos desde la plataforma de buceo hasta la cubierta de rescate más abajo, donde se encuentran cuatro biólogos marinos y hay montones de toallas y sábanas, cajas de plástico duro, bolsas de esquí y kits que contienen medicamentos de emergencia y de rescate y equipos médicos. Desde donde estoy, a sotavento de la tortuga laúd, percibo su olor salado y la oigo raspar en el suelo mientras lucha por liberarse de su arnés amarillo, y sus movimientos, lentos y pesados, parecen sugerir una inmensa fuerza física. Los estertores de su respiración me recuerdan el paso del aire en un regulador de buceo y su garganta se expande de nuevo y emite un rugido gutural profundo que me hace pensar en leones, en dragones, en King Kong.
—Si uno oyera eso a su espalda en una playa oscura, diría que a alguien le está dando un infarto —dice Klemens.
—¿Qué más han hecho? —pregunto.
—Cortar las cuerdas que la aprisionaban.
—Espero que las hayan guardado.
—No sé qué piensas averiguar examinando un montón de cuerdas.
—Nunca se sabe —le respondo.
—Los del PIT le han puesto una identificación antes de que tú llegaras. Y te puedo decir que no le gustan las agujas —añade.
Pamela Quick le inserta una aguja en el cuello para extraerle sangre, mientras un segundo socorrista, un joven con el pelo castaño, lee un termómetro digital y anuncia:
—La temperatura le ha subido dos grados. Está empezando a recalentarse.
—Vamos a mojarla entera de nuevo —decide la doctora Quick, y entonces alza la vista y al fin nos vemos cara a cara.
Los socorristas cubren el caparazón estriado con una sábana blanca mojada, y yo recuerdo su tono de voz por teléfono, su manera inflexible de decirme lo que tenía que hacer. Tuve la impresión de que ella no creía que necesitara mi permiso y tampoco quería mi participación, y ahora parece mirarme con resentimiento, como si tuviera algo personal contra mí, algo de lo que no sé nada.
La doctora frota el cuello de la tortuga con gel de ultrasonidos y le aplica una sonda Doppler portátil con un altavoz incorporado para controlar la frecuencia cardíaca. El sonido de la sangre que fluye en este enorme reptil es como el estruendo de un río o de un viento recio.
—Vamos a darle Normosol para reponer los electrolitos —dice, y abre el paquete de solución salina y le aplica una aguja de calibre veinte conectada a una sonda intravenosa—. Diez gotas por mil. Está muy nerviosa.
—Bueno, yo también lo estaría. Probablemente nunca había estado cerca de seres humanos —señala Klemens, y siento una extraña familiaridad que no se debe a él.
Una triste curiosidad corre a través de mi cuerpo como una corriente de baja tensión y luego se va: me imagino a mi padre presenciando esta maravilla. A veces me pregunto qué pensaría de la persona en la que me he convertido.
—Dicen que una tortuga como ésta solo ha estado en tierra una vez en su vida. Justo después de salir del huevo en una playa al otro lado del mundo y arrastrándose hasta el agua por la arena. Y desde entonces ha estado nadando. —Klemens habla de forma elocuente, usa las manos igual que mi padre hasta que estuvo postrado en la cama, demasiado débil por culpa del cáncer para levantarlas del lecho—. Así que no le gusta nada quedarse aquí plantada, en la plataforma. No es por ser grosero, pero la única vez que tiene algo debajo es cuando se aparea. ¿Qué quieres hacer con eso?
Mira las agitadas aguas donde las olas mueven la defensa amarilla, y ahora se me ocurre algo que me parece bastante extraño, y así se lo digo.
—¿Crees que está atada a un bloque de cemento? —le pregunto—. ¿Por qué?
—Cuando tiraron de la cuerda de la boya cercana para cortar el hilo de pescar y subir a la tortuga a bordo —dice—, el cuerpo subió a la superficie durante un par de minutos. La cabeza.
—Dios mío. Espero que no salga en televisión. —Miro a un segundo helicóptero que se ha acercado y está suspendido directamente sobre nosotros, un aparato blanco de dos motores, con lo que parece ser un sistema de cámaras giroestabilizadas montadas en el morro.
—Creo que solo les interesa la tortuga y no tienen ni idea de lo que hay ahí atrapado —añade, mirando también hacia arriba—. El helicóptero llegó aquí justo cuando estábamos subiendo la tortuga laúd a bordo, así que no creo que filmara el cadáver ni viera nada. Al menos, todavía no.
—¿Y qué han dicho por radio? —pregunto.
—No fue una llamada de socorro, por razones obvias. —Se refiere a que el aviso del cadáver no se dio por los canales habituales, que pueden controlar otros marineros y los medios de comunicación.
—¿Alguien lo ha tocado con el bichero o lo ha alterado de alguna manera?
—Nadie se le ha acercado, y todo está registrado con nuestras cámaras a bordo, doctora. Así que tienes todas las pruebas que necesitas para los tribunales.
—Perfecto —respondo.
—Cuando el cuerpo subió a la superficie apenas se podía distinguir la forma de una malla de alambre cuadrada de un metro más o menos —sigue mirando la boya, como si todavía pudiera verse lo que me está describiendo—. Está atada con unos ocho o diez metros de cuerda y, obviamente, tiene algo debajo que pesa como un demonio. Una roca, bloques de cemento, no lo sé.
—¿Y el cuerpo está atado a esa cuerda? ¿Estamos seguros de que sigue ahí? ¿Estamos seguros de que no hay forma de que se soltara cuando alzaron la tortuga y la liberaron de sus ataduras?
—No creo que sea posible que esa pobre señora vaya a ninguna parte. Está trabada por la parte inferior, posiblemente por las piernas o los tobillos. —Mira la defensa amarilla brillante en movimiento en el agua y la línea amarilla que se extiende tensa y recta debajo de la boya, hasta desaparecer en la bahía de color azul oscuro—. Me pareció ver a una mujer mayor con el pelo blanco, y luego, cuando liberaron a la tortuga, volvió a hundirse bajo la superficie, porque parece que tiene un bloque que está tirando de ella hacia abajo.
—¿Está atada a la cuerda de la boya, que le rodea las piernas? ¿Y aun así está estirada? —Me cuesta imaginar lo que me está describiendo.
—No lo sé.
—Si la cabeza apareció en primer lugar, ella está recta y estirada.
—Bueno, sí, definitivamente vi su cabeza —dice.
—Si el bloque de cemento, el cuerpo y la boya están atados por la misma cuerda, entonces aquí hay algo muy curioso —insisto—. Es contradictorio. Algo tira hacia abajo mientras otra cosa tira de ella hacia arriba.
—Tengo todo en el vídeo. Si quieres, sube al puente de mando y echa un vistazo.
—Si me puedes conseguir una copia te lo agradeceré —le respondo—. Lo que necesitamos hacer ahora es echar un vistazo a la tortuga.
No es mera curiosidad por mi parte. Desde donde estamos en la cubierta superior puedo ver una herida casi negra en el cuello moteado de la tortuga laúd, en un canto en el borde superior de su caparazón, una superficie de abrasión de color rosa brillante que ahora Pamela Quick está limpiando con Betadine.
—Voy a dejar el cuerpo en el agua hasta que estemos listos para recuperarlo y transportarlo a la costa —le digo a Klemens, mientras Marino sube por la escalera cargando con monos blancos de Tyvek, cubrebotas y guantes—. Cuanto más tiempo se mantenga frío, mejor —agrego—. Ciertamente no soy muy aficionada a la pesca —afirmo, mientras me quito la chaqueta—, pero ¿por qué iba alguien a preferir utilizar llantas o defensas de barco en lugar de flotadores para una nasa de langostas?
—Estos marineros son como las urracas y recogen todo tipo de cosas —dice Klemens.
—No sabemos si un marinero ha tenido nada que ver con esto —le recuerdo.
—Botellas de detergente, de gaseosa —continúa—, botellas de lejía, espuma de polietileno, llantas que se desprenden de los muelles… cualquier cosa que se te ocurra que pueda flotar y que se encuentre fácilmente, eso por no mencionar que sea barata o, mejor aún, gratis. Pero tienes razón. Eso suponiendo que esto tenga algo que ver con la pesca.
—No tiene absolutamente nada que ver con la pesca —dice Marino, a las claras.
—Tal vez solo querían atarla a una cuerda con una gran cantidad de peso y echarla por la borda —afirma Klemens.
—Si quieres hacer que un cuerpo se hunda no usas nada que pueda hacer de flotador. —Marino no tiene ninguna duda de lo que afirma, mientras nos ponemos la ropa protectora—. Lo que está claro es que nadie le pondría una defensa amarilla a menos que quisiera que la encontrasen rápidamente.
—Y espero que así haya sido —comento, pues cuanto mejor esté el cuerpo más posibilidades tendré de saber lo que necesito.
—¿Uno no le pone ni una defensa ni un flotador? Estoy de acuerdo. Creo que alguien quería que la encontráramos —afirma el bombero llamado Jack—. Y por cierto, he jugado a los bolos contra ti —le dice a Marino—. No eres malo del todo.
—Pues yo no me acuerdo, y me acordaría si fueras medio bueno.
—Tu equipo se llama Los Percutores, ¿verdad?
—Sí. Oh, sí, ahora me acuerdo. Os llamáis Balas de Fogueo —responde Marino en broma, para meterse con él.
—No.
—Podría haberlo jurado.
—¿Te importa si te pregunto por qué? —Klemens me observa ponerme unos pesados guantes de nitrilo negro—. ¿Por qué estás tratando mi embarcación como si se tratara de una escena de crimen?
—Porque ahora forma parte de una.
Quiero decir que la tortuga lo es, y que mi intención es tratar a ese animal como una prueba.