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Las fuertes ráfagas de viento soplan del noreste formando olas, y allí donde el puerto tiene poca profundidad sus aguas lucen verdes, y más lejos de color azul oscuro. Desde mi asiento, a la izquierda del piloto —un joven esculpido a cincel con el pelo azabache—, veo alzarse en vuelo a las gaviotas que giran alrededor del muelle, mientras Marino sigue comportándose de forma ridícula.

Habla alto y de forma marrullera, como si tuviera sentido declararle la guerra a un arnés de cinco puntas, ya que una de sus hebillas debe cerrarse cómodamente entre las piernas. El chaleco salvavidas que lleva puesto lo hace parecer aún más grande que su más de metro noventa, y él solo parece llenar la mitad de la cabina, mientras se resiste a que le ayude el contramaestre, a quien solo conozco como Kletty.

—Puedo hacerlo yo solo —dice Marino groseramente, y no es cierto que pueda.

Ha estado inquieto con las correas, trata de vencer la hebilla como si fuera un rompecabezas chino, hace un montón de ruido y mueve las hebillas del cinturón e intenta forzar los eslabones de metal en las ranuras equivocadas, y no puedo dejar de preguntarme qué dijo exactamente Bryce cuando llamó a la Guardia Costera hace un rato.

¿Qué persuasión ha podido ejercer para que nos hayan conseguido semejante barco?

Normalmente para lo que hacemos no es necesario contar con un Defender de novecientos caballos y treinta y tres pies, con asientos de mitigación de choque, como en el que ahora vamos, embutidos como pilotos de combate. Uno no necesita maniobrabilidad o altas tasas de velocidad cuando no hay arrestos ni rescates, pero entonces creo recordar fragmentos de lo que mi jefe de gabinete ha estado describiendo por teléfono, pintando un morboso escenario con pútridos restos humanos, una manguera en cubierta y una doble bolsa. Así que supongo que es mejor estar en un barco más grande con una cabina cerrada para que podamos volver como un cohete hacia la orilla con nuestra carga antisocial.

—Es difícil —dice a mi espalda el contramaestre llamado Kletty, mientras termina de atar a Marino al asiento.

—No lo necesito.

—Sí que lo necesita, señor.

—Tan seguro como el infierno que no.

—Lo siento, pero si todo el mundo no está atado no podemos ir a ninguna parte.

A continuación, el contramaestre comprueba mi arnés, que está correctamente sujeto, la correa y la hebilla subrotatoria encajadas donde deben.

—Parece que hayas hecho esto antes —me dice, y tengo la sensación de que podría estar coqueteando, o tal vez simplemente le alivie saber que no voy a soltarle un sermón sobre protocolos de seguridad.

—Estoy lista —le respondo, y se sienta al lado de su compañero, un maquinista pelirrojo cuyo nombre creo que es Sullivan, los tres miembros de la tripulación amables y atractivos en sus trajes de faena azul marino y con chalecos salvavidas de color naranja.

Cuando me encuentro con tantos jóvenes de buen ver recuerdo que me estoy haciendo vieja, y actúo y me siento como si me estuviera haciendo vieja o me sintiera como una madre adoptiva, y trato de evitar fijarme en el piloto, tan guapo que parece un modelo de Armani. Él me mira y esboza una sonrisa como si estuviéramos en un tranquilo crucero y no ocupándonos de algo terrible y muerto.

—Sector uno-uno-nueve-cero-siete en marcha. Puntuación GAR uno-dos. —Informa por radio al centro de mando estándar que la evaluación del riesgo verde-amarillo-rojo para esta misión de momento es baja.

La visibilidad es buena, el agua está relativamente tranquila, el equipo de tres miembros a bordo está bien calificado para transportar a una patóloga y radióloga forense y a su principal investigador gruñón a un lugar en medio de islas y peligrosos bancos de arena en el canal sur, donde hace varias horas se descubrió un cadáver y una tortuga marina de una especie en extinción, ambos entrelazados en una maraña de cuerdas lastradas posiblemente por una nasa.

—¡Allá vamos!

Un toque de acelerador, y en unos minutos vamos a treinta y seis nudos y subiendo. El barco de alto rendimiento se abre paso a través de las aguas, y observo las luces estroboscópicas azules, la espuma blanca y rizada a cada lado, y la proa donde hay un poste para armas sin su M240. Las armas largas y las ametralladoras no formaban parte de la lista de verificación, pues no se esperan enfrentamientos violentos. Que yo sepa no hay armas de fuego a bordo, aparte de las Sigs de calibre cuarenta en los cinturones de los miembros de la tripulación, eso a menos que Marino lleve una pistola en la tobillera.

Echo un vistazo a los bajos de sus pantalones de color caqui y sus pies calzados con grandes botas, y no veo ningún indicio de que lleve un arma. Mientras tanto él se sigue quejando y mira hacia abajo, a la hebilla encajada perfectamente en su entrepierna.

—Déjalo en paz. —Levanto la voz por encima del ruido de los motores de fueraborda, y me giro en el asiento para hablar con él.

—Pero ¿por qué tiene que estar ahí esta cosa? —Pone una mano protectora entre la hebilla y sus «partes», que es como las llama.

—Las correas deben colocarse de tal modo que protejan los puntos duros del cuerpo.

Sueno como una científica resabida que hace un inmaduro juego de palabras. Y soy consciente de la presencia del guapo piloto, que me han presentado como Giorgio Labella. No puedo olvidar un apellido así cuando pertenece a alguien tan atractivo. Siento sus ojos grandes y oscuros mirándome mientras hablo. Los siento en la nuca, como si me tocase allí con una lengua cálida.

Técnicamente nunca he engañado a mi marido, Benton Wesley, a quien he estado dedicada durante casi veinte años. No cuenta que cometiéramos adulterio cuando él estaba casado con otra persona, porque no equivale a serle infiel. No cuenta que yo mantuviera una breve relación con un agente de la ATF asignado a la Interpol en Francia cuando Benton estaba en un programa federal de protección de testigos y considerado muerto a todos los efectos.

Cualquier cosa antes de Benton o después de que yo creyera que ya no estaba con vida son irrelevantes, y rara vez pienso en esas personas, incluyendo algunos sobre los que nunca diré nada, ya que las consecuencias serían innecesariamente perjudiciales para todos los involucrados. Me comporto como es debido, pero eso no quiere decir que no esté interesada. Ser fiel a mis compromisos no significa que no tenga pensamientos o que sea tan tonta como para creer que no soy capaz de tenerlos. Siendo una profesional en un mundo mayoritariamente masculino, nunca me han faltado oportunidades de ponerle los cuernos, incluso ahora que ya no tengo precisamente treinta años y podría ser la madre de más de uno.

Supongo que soy como una formidable fruta madura servida en una bandeja con queso para esos jóvenes que me encuentro en el cumplimiento del deber. Un racimo de uvas negras e higos maduros con un suave queso Taleggio en una bandeja con un distinguido escudo de armas, tal vez, o un trofeo, como ha sugerido Benton. Yo soy la jefa. Yo soy la directora. Tengo el rango de coronel reservista especial en las Fuerzas Aéreas y soy importante para el Pentágono. Si soy sincera conmigo misma, y Benton dice que no lo soy, debo suponer que el poder es el aperitivo prohibido que anhelan los Labella de este mundo. Un trofeo, creo. Un trofeo ya no tan joven, pero atractivo para la gente atractiva, debido a quién y a qué soy.

Ése no es realmente el modo en que veo o entiendo mi personalidad, aunque soy diplomática, incluso encantadora cuando resulta necesario, y no estoy tan ajada como probablemente merecería estar: soy rubia y de facciones fuertes, mis huesos italianos conforman un andamiaje sólido que continúa firme a través de décadas de tiempos difíciles y accidentes casi mortales. No merezco estar delgada y tonificada, y muchas veces digo en broma que si me conservo bien es por toda una vida expuesta a la formalina en estancias sin ventanas y cámaras frigoríficas.

—Me lo voy a quitar ahora mismo —dice Marino, que continúa mirando ese pedazo pesado de plástico del cinturón de seguridad como si fuera una bomba o una sanguijuela gigante.

—El hueso de la pelvis, las clavículas, el esternón. Son puntos de anclaje del cuerpo que pueden soportar varios miles de kilos de fuerza. —Mis palabras suenan como si estuviera ofreciendo una conferencia de anatomía, y tengo la sensación de que los tripulantes me escuchan—. ¿Cuántas lesiones por cinturón de seguridad has visto en tu vida? Miles —respondo por encima de los atronadores motores fueraborda, mientras vuelvo a comprobar mi correo electrónico—. Especialmente cuando la cinta que cubre la cintura y el regazo termina alrededor del abdomen en lugar de más abajo, alrededor de las caderas, y ¿qué pasa entonces en caso de una colisión? Toda esa fuerza va dirigida a los tejidos blandos y a los órganos internos. Es por eso por lo que se usan los arneses como éste.

—¿Y contra qué vamos a chocar aquí? ¿Una puta ballena? —exclama Marino.

—Ciertamente, espero que no.

Vamos a toda velocidad, dejamos atrás largos muelles y embarcaderos que se remontan a la época de Paul Revere mientras un 777 de British Air ruge bajo, aproximándose desde el este al aeropuerto Logan, sus pistas de aterrizaje rodeadas por las aguas y apenas por encima del nivel del mar. A estribor, el distrito financiero de Boston reluce contra el cielo azul brillante, y detrás de nosotros, por encima de la base marina de guerra de Charlestown, el monumento de Bunker Hill parece una versión de piedra del monumento a Washington de la capital.

—Vamos a ver —le digo a Marino—. ¿A qué distancia estaremos ahora de la terminal del aeropuerto? ¿A unos cuatrocientos metros?

—Ni siquiera. —Él se sienta bien atado en la silla, mirando a través del plexiglás salpicado de agua.

El aeropuerto se extiende a través de cientos de hectáreas que sobresalen del agua, la torre de control, con grandes ventanales, posada sobre dos columnas de cemento que me recuerdan a unos zancos. Hay dos pistas que se cruzan y se extienden hacia el puerto y sus taludes pedregosos quedan muy cerca de aquí, a ni siquiera un centenar de metros a nuestra izquierda, según calculo.

—Depende de dónde se encuentre la LAN, por supuesto —agrego, mientras entro en la configuración de mi iPhone y activo la función wifi—. Pero recuerdo haber estado en un avión en la pista y poder acceder a la red inalámbrica de Logan. Aquí no llega la señal, sin embargo —observo, alzando la voz por encima del ruido de los motores y mientras nuestro barco golpetea contra las aguas—. No se recibe la señal de Logan. Así que si la persona envió el correo electrónico desde un barco, por ejemplo, debería haber estado prácticamente en las rocas, justo al lado de la pista.

—Tal vez alguien lo envió desde un barco con router —sugiere Marino.

—Lucy está absolutamente segura de que se envió desde un iPhone. Pero supongo que alguien podría haber sincronizado el teléfono con el router, para así acceder con mayor facilidad a una red no segura —elucubro, mientras ante mis ojos aparece el edificio de cristal curvado del Palacio de Justicia y el parque público del Fan Pier.

Reviso mi correo electrónico de nuevo. Nada. Le escribo otra nota a Dan Steward, haciéndole saber que voy camino de una escena de crimen de la que tendré que hacerme cargo y que además sospecho que me esperará una autopsia complicada cuando vuelva a la oficina. Le pido que por favor me confirme si tengo que aparecer a las dos, como estaba previsto, y sigo confiando en que mi presencia en el juicio no sea necesaria después de todo. Lo deseo con todo mi corazón.

Es absolutamente absurdo que la abogada de Channing Lott me haya citado nada más que para acosarme e intentar intimidarme y humillarme, aunque, por supuesto, esto no se lo digo a Steward. Nunca más voy a extenderme en mensajes de correo electrónico ni en cualquier otra comunicación escrita, y me da miedo lo que me imagino que será el titular de los periódicos mañana:

En marzo pasado, un domingo por la noche, Mildred Lott desapareció de su mansión frente al mar en Gloucester, a unos cincuenta kilómetros al norte de aquí. La grabación de las cámaras de seguridad infrarrojas la muestra abriendo una puerta y saliendo de la casa al patio trasero sobre las diez de la noche. Estaba muy oscuro, y ella llevaba una bata y pantuflas. Caminó hacia el malecón mientras al parecer hablaba con alguien, o eso me han dicho. El registro de seguridad muestra que no regresó a casa, y a la mañana siguiente, cuando su conductor se presentó para llevarla a una cita, no respondió a la puerta ni al teléfono. El conductor dio la vuelta a la casa y descubrió que las puertas habían quedado abiertas y que el sistema de alarma no estaba conectado.

La policía recuperó varios correos electrónicos eliminados que revelaban pistas cibernéticas y que les condujeron directamente a Channing Lott, cuya mujer, por cierto, no es uno de mis casos. Su cuerpo no se ha encontrado, y la única razón de que me llamen a declarar hoy es por culpa de una comunicación electrónica, la primavera pasada; una comunicación que envié sin pensármelo dos veces cuando Dan Steward quería saber qué ocurriría si un cuerpo fuera arrojado en la costa de Gloucester en esa época del año, cuánto tiempo tardaría en descomponerse por completo y qué les sucedería a los huesos.

Le contesté que durante un tiempo el frío del agua preservaría el cuerpo, aunque los peces y otras especies marinas le causarían ciertos estragos. Y añadí que podría tardar hasta un año en saponificarse: el tiempo en que el cuerpo forma adipocira, un proceso causado por la hidrólisis bacteriana anaeróbica de la grasa en los tejidos. En otras palabras, cometí el error de decir en mi correo electrónico que un cuerpo sumergido bajo el agua durante un largo período no tarda en convertirse en jabón, y ése es el comentario por el que la abogada de Channing Lott me quiere interrogar hoy en el tribunal.

—Si al final tengo que aparecer allí a las dos, probablemente sea una buena idea que vengas conmigo. Tienes razón —le digo a Marino, porque ya sé lo que va a suceder, que no me voy a librar—. Tal vez Bryce debería venir también con nosotros. Me preocupa que esté abarrotado de periodistas.

—Qué idiota —dice Marino—. Con todo ese dinero y le deja a deber al asesino.

—No es por eso por lo que me han citado —le respondo, con cierta impaciencia.

—Contrata a un matón por Internet, en Craigslist o donde sea, y ahora se pregunta por qué le ha salido el tiro por la culata —afirma Marino.

—Lo que importa es el abuso del sistema judicial —le respondo—. Esto es una perversión de la justicia.

Estamos dejando atrás el puerto y la fortificación de piedra del Fort Independence, que protegió Boston de los británicos en la guerra de 1812, y Deer Island, donde hay una planta de tratamiento de residuos con colectores de lodos que parecen huevos. La playa de arena gris de Hull se extiende junto a un puerto lleno de pequeños barcos, y en una colina se levanta un elegante molino de viento. Advierto a Marino de que deberá tener cuidado para que no le ocurra lo que me ha sucedido a mí.

—Es un aviso de lo que puede llegar a suceder —le digo.

La defensa me quiere en el banquillo porque Channing Lott me quiere allí, sin ninguna otra razón que el hecho de que Lott tiene legalmente derecho a exigirlo. Ahora cualquier informe generado por cualquier experto forense carece de sentido, a menos que ambas partes estén de acuerdo en que el científico forense, el médico forense, el investigador de la escena, no tiene por qué personarse para defenderlo. Si bien entiendo la lógica de la decisión de la Corte Suprema de que un documento no puede interrogarse, pues solo un ser humano puede explicarlo, a raíz de esta sentencia se está produciendo un abuso que obliga a expertos mal pagados a someterse a prácticas injustas.

Cada vez que se genera un documento que podría acabar en los tribunales, una y otra parte pueden pedir que quien lo redactó suba al estrado de los testigos, aun cuando las palabras escritas sean nada más que un mensaje de texto de reconocimiento de voz o una nota escrita a mano en un Post-it. Como resultado, algunos miembros clave de mi equipo han comenzado a esquivar casos. Si esquivan una escena de crimen o una autopsia y no ofrecen su opinión como expertos o incluso evitan una mera observación simplista al respecto, evitarán también la posibilidad de ser citados, lo cual es otra razón por la que no me gusta la idea de que Marino permita que el investigador de guardia se vaya a su casa para que él pueda quedarse a dormir en el CFC.

—Si uno no anda con cuidado —le digo— puede suceder que ya no tenga tiempo para hacer su trabajo. Me veo arrastrada hoy a un juicio por un correo electrónico que envié a Steward cuando me pidió una opinión y nada más. Basta con una opinión y un comentario ciertamente descuidado en un correo electrónico y todo queda a la vista, cada golpe en un teclado. Y tú te preguntas por qué no me involucro personalmente en Twitter y cosas así. Cualquier cosa puede ser usada en tu contra, y lo será.

Eso es todo lo que tengo intención de exponer mientras estemos en un barco de la Guardia Costera, con un equipo que puede oír cada palabra que digamos. Cuando sea el momento, Marino y yo tendremos una conversación sobre sus adornos y todo lo que está pasando en su vida, que va camino de convertir la división de investigación del CFC en un Motel 6 solo porque él no puede o no quiere regresar a casa.

—¡A punto de llegar! —dice nuestro piloto, Labella, mientras revisa la sonda de profundidad, y saluda a otras embarcaciones por radio.

El agua se abre en una extensión en forma de abanico que limita con los canales del norte y del sur y sus muchas islas, y vemos boyas verdes a nuestra derecha. El barco sube y baja, y su vaivén me empuja de nuevo contra el asiento.

—Va a ser una puta mierda —dice Marino, al ver la lancha con las luces de emergencia parpadeando en rojo y un helicóptero de la prensa sobrevolándonos—. ¿Quién diablos ha alertado a los periodistas?

—Usan escáner —dice Labella, sin darse la vuelta—. Aquí en el agua los reporteros controlan nuestras frecuencias al igual que lo hacen en tierra.

Anuncia que va a reducir la velocidad a medida que nos acercamos al James S. Damrell, un FireStorm de veinte metros de eslora con casco rojo y negro y parabrisas delantero, y armas de fuego montadas en cubierta. A su alrededor hay una Zodiac gris de la policía, varias embarcaciones de pesca y de recreo, y un velero con las velas rojas arrolladas: policías y curiosos, o tal vez sean los mismos, y al pensar en lo que debo hacer se me quitan las ganas, especialmente ahora que hay público. Pienso en la indignidad de ser arrojado como basura al mar para que ahora unos curiosos me observen con la boca abierta.

Un barco cisterna de gas natural licuado, pintado de verde, se mueve a ritmo de glaciar, dando un gran rodeo ante la parpadeante embarcación de los bomberos, y Labella nos conduce más cerca y deja los motores al ralentí. Ahora reconozco a Pamela Quick, la bióloga marina de la fotografía que me mostró Marino. Veo que media docena de efectivos de rescate de animales marinos se amontonan en la cubierta inferior y la plataforma de buceo, y atienden a lo que se me antoja como un cruce entre un reptil primitivo y un pájaro, un ser que parece una manifestación evolutiva de la era de los dinosaurios, cuando la vida tal como la conocemos empezó a existir en la tierra.

La tortuga laúd mide casi tres metros de largo. Su imagen es triste. Tiene la garganta hinchada y las grandes aletas delanteras fijadas a los costados con un arnés amarillo que recorre su caparazón como si de una camisa de fuerza se tratara. Atada a la parte trasera de la plataforma y balanceándose en el agua hay una bolsa de flotación inflada, con una rampa de madera en la parte superior, que supongo que quieren utilizar para izar a bordo a la monstruosa criatura.

—Esto es una locura. —Marino la mira con incredulidad—. ¡Me cago en la leche! —exclama, mientras me levanto de mi asiento.