Levanto la tapa de la caja del lector biométrico montado en el lateral del edificio y presiono ligeramente el pulgar izquierdo contra el cristal del escáner. El motor echa a andar y las cadenas de rodillos de acero empiezan a bajar ruidosamente la puerta de media tonelada del aparcamiento.
—La Guardia Costera debe de tener trajes de neopreno —le digo a Marino, mientras me acomodo en el asiento del copiloto del Tahoe, y sé que es así.
Ha elegido un vehículo recién lavado y con el depósito lleno, lo que probablemente fue lo que Luke Zenner vio cuando divisó a Marino examinando los coches del aparcamiento. Huelo el aroma agradable de Armor All y veo que el salpicadero reluce y la alfombrilla está impecable. A Marino le gustan los vehículos con motor V8, cuanto más grandes y más potentes mejor, y me acuerdo de lo mucho que odia la nueva flota que he elegido de Toyota Sequoias, vehículos de bajo consumo, muy prácticos, como el que conduzco a diario, porque no tengo necesidad de demostrarle nada a nadie.
—Siempre guardamos un par de trajes de neopreno en los armarios de almacenamiento. Me aseguro de que haya un par en cada camión de escena de crimen. —Marino me recuerda cuán diligente es, y tengo la sensación de que vamos a tener una conversación desagradable—. Hay dos en la parte trasera. Lo he comprobado.
—Bien. —Me pongo el cinturón de seguridad y las gafas de sol mientras él maniobra el vehículo—. Pero me imagino que los que tiene a bordo deben de ser mejores que los nuestros, lo que no es decir mucho. Los trajes que tenemos son bastante malos, sirven para una búsqueda básica y rescate, pero no para la recuperación de pruebas.
—A nosotros nos dan lo que la administración desecha —se queja Marino, y sé que tiene algo en mente.
Siempre lo sé.
—Esa mierda es lo que le sobra a Seguridad Nacional o al Departamento de Defensa, y como no los quieren ni ellos se lo pasan a otros —dice—. Al igual que las cajas de cartón para las secciones de órganos en las que se leía «¿Cebo de pesca?». Eso nos pasó en Richmond. ¿Te acuerdas?
—No es exactamente algo fácil de olvidar.
Marino ha empezado a usar Twitter y tal vez haya vuelto a beber no mucho después de que yo contratase a Luke, y me pregunto si Luke le ha dicho algo en el aparcamiento hace unos minutos. Me pregunto si Luke le ha preguntado dónde íbamos y ha aprovechado para recordarle que tiene el certificado PADI a nivel profesional, que es instructor de buceo apto para tareas de rescate.
—¿… porque tú necesitabas un montón de cajas de cartón plastificado y había una oferta en algún sitio? —me recuerda Marino con cariño.
—Y las usamos, no tuvimos otra opción.
—Sí, pero si eso sucediera ahora, sería coser y cantar para el abogado de la defensa.
Pienso en Mildred Lott y lo que voy a encontrarme allí si me toca acudir. Porque me sigue tocando ir a juicio, por lo que sé. Ojalá hubiera tenido más cuidado. Ojalá no hubiera hecho un maldito comentario estúpido que con un poco de mala suerte pronto estará en las noticias.
—Tal vez no tengas que meterte en el agua, salvo que el cuerpo se haya alejado de la superficie —Marino detiene el Tahoe en la puerta metálica de seguridad—. En la foto que Pam nos ha enviado se ve como si estuviera al alcance de la mano. Probablemente podamos simplemente tirar de las cuerdas y ni siquiera necesites un traje seco, aunque quién coño lo sabe.
—No debemos suponer que se trata de una mujer.
—Tenía las uñas pintadas. —Y ensancha las manos como si las llevara él también, luego estira el dedo hasta el visor y pulsa un botón en el control remoto—. Se podía ver en la foto que nos ha enviado Pam. —«Pam», ahora se refiere a la joven bióloga marina que nos ha llamado como si fueran amigos de toda la vida—. Y eso era definitivamente esmalte de uñas. No sabría decir de qué color, tal vez rosa.
—Es mejor no suponer nada en absoluto.
—Bueno, necesitamos nuestro propio equipo de buceo. He estado pensando en ello, pensando en sacarme la certificación —dice, y eso nunca va a suceder.
A Marino le gusta comentar que si Dios nos hubiera querido capaces de respirar bajo el agua nos habría dado branquias. Lo dijo en alto para que Luke lo oyera, y me pregunto si Marino sabe que Luke se ha ofrecido a ser mi pareja de buceo, qué se han dicho el uno al otro en el aparcamiento.
—Todos esos cadáveres que nos toca sacar del agua… —continúa Marino—. Bahías, lagos, ríos… el océano. Y los bomberos y hasta los chicos de la Guardia Nacional cuentan con equipos de buceo de rescate y no quieren tener nada que ver con cadáveres flotantes.
—Y no siempre pueden hacerlo —comento, y sé que cada vez que habla sin parar me dispongo a escuchar algo que no me va a hacer más feliz.
—Necesitamos un bote. Tengo la licencia de capitán, y no nos costaría nada ponernos al día. Bastaría con una Zodiac Hurricane inflable de casco rígido, una de seis metros de eslora y doscientos cuarenta caballos. Tal vez podríamos tratar de obtener dinero de alguna subvención para comprar trajes secos nuevos y también un bote… Podríamos guardarlo todo aquí en un remolque y así no nos costaría nada manejar estas cosas —dice, seguro de sí mismo—. Yo podría estar a cargo. Lo conozco como la palma de mi mano.
El tráfico es denso cuando salimos hacia Memorial Drive. La puerta abierta se cierra a nuestra espalda y otros empleados del CFC acceden a las instalaciones.
—Me aseguraría de que todo se almacenase perfectamente —prosigue—. Volvería a hacer todo según las reglas para que no tuvieras nada de lo que preocuparte si algún abogado defensor va por ahí diciendo que las pruebas están contaminadas. Por cierto, si todavía vas a asistir a ese juicio esta tarde, yo debería ir contigo. No te quiero sola cerca de ese tal Channing Lott.
—No creo que esté en condiciones de planear nada contra mí en el interior del palacio de justicia federal, con agentes por todas partes.
—El problema es lo que un cabroncete como él podría haber dispuesto en el exterior —dice Marino—. Alguien con su dinero podría pagar a cualquiera para hacer lo que quisiera.
—Al parecer, no se molestó en pagar lo que debía cuando decidió que asesinaran a su esposa.
—No me digas. Probablemente le haya venido bien estar encerrado todo este tiempo. No me gustaría haberle prometido cien mil pavos a un sicario y luego no cumplir el trato.
—¿Tenemos transporte?
—Sí. Toby nos está esperando en la base de la Guardia Costera con una de las camionetas. Le dije que no tenía que salir hasta dentro de una hora.
Al otro lado de la concurrida calle que hay junto a nuestro edificio el río fluye de color azul profundo. Brilla el sol, y a lo largo del terraplén las hojas de los árboles están empezando a ponerse amarillas, y rojas allá donde las aguas enfrían el ambiente. El otoño llega tarde este año, aún no hemos tenido una helada, y la mayoría de los árboles tienen aún las hojas verdes tirando a marrón. Me temo que pasaremos directamente al invierno, algo que al estar tan al norte puede ocurrir casi de inmediato.
—Sé lo del correo electrónico —dice por fin Marino. Sabía que al final iría al grano.
Ya me imaginaba yo que Lucy no se lo callaría, y se lo digo.
—¿Cómo es que no me llamaste de inmediato? —pregunta.
Al otro lado del río se encuentran los rascacielos del centro de Boston, y cerca de la orilla, los puertos interiores y exteriores y la bahía de Massachusetts, donde una lancha nos espera. Espero que la tortuga laúd haya sobrevivido. Me va a doler en el alma si al final resulta que se ha ahogado.
—No sabía si estabas en el avión o por qué debería preocuparte con eso —le respondo—. Debe de tratarse de algún perturbado que quiere divertirse a mi costa y para colmo le ha salido bien. Espero que no sea nada más que una broma de mal gusto.
—Tendrías que habérmelo dicho, podría interpretarse como una amenaza. Una amenaza a un funcionario del gobierno. Me sorprende que Benton no lo viera de este modo. —El comentario de Marino es excesivo, como si estuviera cuestionando una vez más si Benton se preocupa por mi seguridad o se comporta como un marido decente.
—¿También te ha contado Lucy desde dónde se ha enviado? ¿Lo de la IP?
—Sí, me lo ha dicho. Tal vez para hacer que parezca que ha sido uno de nosotros. Bryce, yo, cualquiera de los que ayer volamos a Logan y estábamos justo en el aeropuerto cuando te llegó el correo electrónico. Debes preguntarte quién puede querer que creas algo así, quién podría beneficiarse de que receles de todos los que están más cerca de ti.
Cambia al carril derecho para girar hacia el puente de Longfellow, con sus torres centrales en forma de salero y pimentero, y pienso en Lucy rebuscando en mi oficina hace apenas un rato. Nos metemos en una larga fila de coches que cruzan el río hacia Beacon Hill. Es hora punta y el tráfico apenas se mueve, se extiende hasta la calle Cambridge por lo que puedo ver. Recuerdo que Lucy ha dicho algo acerca de alguien en nuestro propio patio trasero, alguien a quien conocemos, y me los imagino a los dos, Marino y ella, hablando de todo esto, especulando y acusando. Les cuesta muy poco ponerse a la defensiva y empezar a buscar culpables.
—Mira, no es ningún secreto que no tengo una buena opinión de él. Quiero decir, ¿qué diablos sabemos realmente de él, excepto que es el sobrino de Anna? —dice entonces Marino, y la verdad es que no me sorprende que haya estado esperando a soltarme todo esto—. Lucy y yo estamos preocupados por motivos que tal vez estés pasando por alto. Estamos tratando de encontrar una conexión, y hay una, con su padre.
—¿Una conexión con qué?
—Tal vez una conexión con un montón de cosas. Incluyendo ese correo electrónico enviado desde Logan. Incluyendo que tal vez los dos os traéis más cosas entre… Quiero decir que es obvio que te ha sorbido el seso.
—Me gustaría que no le metieras en la cabeza ideas como esta ni a Lucy ni a cualquier otra persona. —Le interrumpo, no le dejo terminar su denuncia acerca de mi relación con Luke.
—Su padre es un gran magnate financiero en Austria, ¿no?
—Realmente debes tener cuidado con lo que le dices a la gente.
—Y tú acabas de ver a Guenter en el funeral de Anna, ¿no es cierto?
No va a cesar en el empeño.
Guenter Zenner es el único hermano vivo de Anna. Lo vi un momento en el entierro en el Zentralfriedhof: un anciano enjuto, envuelto en una capa larga y oscura, apoyado en un bastón e inconmensurablemente triste.
—Y da la casualidad de que una de las cosas con las que comercia este tipo es el petróleo —continúa diciendo Marino, mientras avanzamos por el puente y el sol nos da directamente en la cara, tan brillante como la luz a través de una lente de aumento.
—¿Lucy ha descubierto eso?
—Lo que importa es que es cierto —dice—. Y ese oleoducto desde Alberta hasta Texas es un gran negocio para los comerciantes de petróleo. Ellos lo necesitan, tienen enormes inversiones. Les dará la posibilidad de ganar millones, tal vez miles de millones.
—¿Tienes alguna idea de cuántos comerciantes de petróleo hay en el mundo? —le recuerdo.
Esto tiene que venir de Lucy, y me imagino que anoche ella se enteró de que Marino se había alojado en el CFC porque en algún momento fue en su busca. Tal vez fue allí a hablar con él y lo encontró bebiendo y durmiendo en la cama hinchable, no lo sé, e intento reconstruir lo que sucedió después de recibir el correo electrónico anónimo a las seis y media de la tarde.
Benton y yo pasamos mucho tiempo discutiendo antes de que yo llamara a la policía de la Grande Prairie, donde me pasaron con un investigador llamado Glenn de la Real Policía Montada del Canadá, que ha estado trabajando en el caso de Emma Shubert desde que ésta desapareció en agosto. Lo que más me impresionó fue la vacilación que sentí en su voz y lo que ésta parecía implicar, y eso se lo conté a Lucy cuando le hablé por teléfono del correo electrónico.
«La doctora Shubert era experta en la reconstrucción de esqueletos de dinosaurios», me dijo el investigador Glenn, dándome a entender que cualquiera que sepa cómo hacer moldes anatómicamente exactos de huesos en un laboratorio podría haber sido capaz de otro tipo de fabricaciones, incluyendo una oreja cortada.
—El gasoducto es muy importante para los precios mundiales del petróleo —sigue insistiendo Marino, tejiendo su tela de araña, una red en la que pretende atrapar a Luke Zenner.
—Estoy segura de que así es —le respondo.
—Un negocio de riesgo de miles de millones de dólares.
—Eso no me sorprendería.
—Así que, ¿cómo saber a ciencia cierta que no hay ningún vínculo entre una cosa y otra? Me mira mientras conduce.
—Por favor, explícame cómo los asuntos petrolíferos de Guenter Zenner, que me imagino que debe de ser un negocio entre muchos otros, tendrían algo que ver con la desaparición de Emma Shubert y el correo electrónico que me llegó anoche —le digo sin rodeos.
—Tal vez ella desapareció porque quería hacerlo. Tal vez está en connivencia con personas que tienen mucho dinero. Suponemos que está muerta por la foto de la oreja y el vídeo que te enviaron.
—No tienes pruebas de nada de esto.
—Sea lo que sea, siempre das la cara por él —dice Marino—. Eso es lo que nos preocupa a Lucy a mí.
—¿Os habéis quedado despiertos toda la noche tratando de forzar las piezas para que encajen en un rompecabezas que habéis ideado? ¿De verdad deseas tanto que me deshaga de él?
—Lo único que pido es que trates de ser objetiva, Doc —dice Marino—. Por difícil que sea esta situación.
—Yo siempre trato de ser objetiva —le contesto con tranquilidad—. Y os recomiendo lo mismo, a ti y a todo el mundo.
—Sé el apego que le tenías a Anna, a mí me gustaba mucho, también. En nuestros días de Richmond era una de las pocas personas de las que me alegraba de verdad de que fuera tu amiga, que confiaras en ella y pasaras tiempo con ella.
Como si Marino tuviera que escoger a mis amigos por mí.
—Pero su familia tiene un pasado turbio, odio tener que recordártelo —añade.
—La casa de la familia Zenner estuvo ocupada por los nazis durante la guerra. —Sé exactamente qué se propone—. Eso no convierte a Anna ni a su familia, incluyendo a Luke, en gente turbia.
—Bueno, ese pelo rubio y esos ojos azules. Al menos da el pego.
—No digas esas cosas, por favor.
—Cuando miras hacia otro lado eres tan culpable como los hijos de puta que hicieron aquello —dice—. Los nazis vivieron en el castillo de los Zenner mientras miles de personas eran torturadas y asesinadas justo al otro lado de la calle, y la familia de Anna no movió un dedo.
—¿Qué deberían haber hecho?
—No lo sé —dice Marino.
—¿Una madre, un padre, tres hijas y un hijo?
—No lo sé. Pero deberían haber hecho algo.
—Deberían haber hecho… ¿qué? Es un milagro que no los asesinaran también.
—Tal vez yo preferiría morir asesinado antes que ser cómplice de todo eso.
—Los tuvieron como rehenes en su propia casa. Los soldados violaron a las hijas, y solo Dios sabe qué le hicieron al niño. Eso no es exactamente ser cómplice de nada.
Recuerdo que Anna me contó la terrible verdad, recuerdo cómo al hacerlo el viento soplaba feroz y arrojaba ramas secas y frágiles enredaderas en el patio trasero, y yo, sentada en una mecedora, sentía un miedo que parecía presionarme por todos lados.
Apenas pude respirar cuando me habló del schloss que había pertenecido a la familia durante siglos, cerca de Linz, a orillas del río Danubio. Un día sí y otro también, las nubes de la muerte del crematorio ensuciaban el horizonte sobre la ciudad de Mauthausen, donde había un profundo cráter en la tierra, una cantera de granito en la que trabajaban miles de prisioneros. Judíos, republicanos españoles, rusos, homosexuales.
—No sabes de dónde sacó su dinero Guenter Zenner —le oigo decir a Marino, mientras observo la mañana soleada y por dentro me siento sombría, y recuerdo aquellas noches en Richmond en la casa de Anna, en uno de los períodos más terribles de mi vida—. Lo cierto es que Guenter ya era rico antes de dedicarse a la banca. Él y Anna heredaron mucho dinero de su padre, que tenía nazis viviendo en el castillo de la familia. Los Zenner se hicieron ricos gracias al dinero judío y a las canteras de granito, una de las cuales estaba en un campo de concentración tan cercano que podía verse el humo que salía de los hornos.
—Ésas son unas acusaciones horribles —le digo, mientras miro por la ventana.
—Lo que es terrible es lo que Luke te recuerda —dice Marino—. Una época de tu vida en la que no tienes por qué pensar ahora que las cosas te van bien. ¿Por qué demonios quieres un recordatorio de los viejos tiempos, cuando todo estaba jodido y te sentías culpable de que Benton estuviera muerto, o al menos por pensar que lo estaba, y te echabas la culpa de todo, y eso incluye a Lucy? Ella no quiere que te culpes por nada. No quiere que te culpes por ella, como si fuera tu responsabilidad.
—No estaba pensando en nada de eso —le respondo, aunque ahora lo haré, ya que se las ha arreglado para recordármelo.
Llevaba mucho tiempo sin recordar los primeros días de Lucy en las instalaciones de Investigación de Ingeniería del FBI en Quantico, pero él ha conjurado a la Lucy de aquel entonces y el recuerdo no es feliz. Una adolescente con problemas cuyos conocimientos de informática eran brutales, que casi sin ayuda creó la Red de Inteligencia Artificial Criminal del FBI, conocida vulgarmente como Caín, mientras se enamoraba de una psicópata que casi nos destruyó a todos.
«Yo conseguí que entrara en el FBI —como recuerdo haberle dicho a Anna amargamente cuando nos sentamos en su sala de estar cerca del fuego con la luz apagada, porque siempre me ha parecido más fácil hablar en la oscuridad—. Yo lo hice. Yo, su tía influyente y poderosa».
«Eso no tuvo el efecto que buscabas, ¿verdad?».
«Carrie la usó…».
«¿Convirtió a Lucy en lesbiana?».
«Nadie hace lesbiana a nadie», le dije, y Anna, la psiquiatra, se levantó bruscamente, la luz del fuego se dibujó en su rostro fino y orgulloso, y se alejó, como si tuviera otra cita.
—Sé que no lo quieres oír. —Marino sigue hablando—. Pero voy a señalar que contrataste a Luke a principios de julio y apenas seis semanas después la señora del dinosaurio desapareció de la misma zona donde están extrayendo el petróleo en el que su padre ha invertido mucha pasta.
Toda la región del noroeste de Canadá depende del gas natural y la producción de petróleo, dice, y si el oleoducto sufriera algún bloqueo, el padre de Luke probablemente podría llegar a perder una fortuna, una fortuna que un día por herencia pertenecerá a Luke.
—Todo —dice Marino—. Él es el único que queda vivo. Y sabemos que el correo electrónico con la oreja cortada y ese vídeo de alguien que tal vez sea Emma Shubert en una motora te los enviaron desde Boston, desde el aeropuerto Logan. ¿Dónde diablos estaba Luke ayer a las seis y media de la tarde?
—¿Qué relación guarda la desaparición de Emma Shubert con una posible demora o un bloqueo en la construcción de un oleoducto? —le pregunto—. Explícame qué sentido tiene lo que estás sugiriendo, si es que es algo más que una teoría sin orden ni concierto. Porque tal y como yo lo veo, si resulta que ella ha sido asesinada y que dicho crimen tiene algo que ver con el oleoducto, eso solo alimentará la indignación de los detractores del proyecto, los ecologistas. Ciertamente, si la muerte brutal de una paleontóloga está implicada en el asunto, eso no hará nada por mejorar el sentimiento público en relación con el oleoducto.
—Tal vez sea eso lo que pretenden —dice—. Al igual que los inversores que apostaron contra el mercado inmobiliario e hicieron su agosto cuando se derrumbó.
—¡Dios mío, Marino!
Permanece callado un momento.
—Mira. Admito que no he tomado siempre las mejores decisiones a la hora de contratar personal. —Voy a concederle eso, porque es algo fuera de toda duda, y me resisto a añadir que hay quien diría que mi decisión de tenerlo en nómina es un buen ejemplo de esto—. No siempre tengo el mejor juicio acerca de las personas más cercanas a mí. —Y eso incluye a Pete Marino, pero nunca se lo diré.
Cuando nos conocimos hace más de dos décadas, él era detective de homicidios en Richmond, a donde había sido recientemente transferido desde el NYPD: de la policía de Nueva York a la antigua capital de la confederación. Allí yo era la nueva jefa examinadora médica de Virginia, la primera mujer en alcanzar dicho puesto. Marino hizo de las suyas al comienzo de nuestra vida trabajando juntos, y ha habido algunas traiciones desde entonces. Pero lo mantengo a mi lado y no elegiría a nadie por encima de él, porque soy leal y me preocupo por él y porque tiene tanto de bueno como de malo. Somos una extraña pareja y probablemente siempre lo seremos.
—Soy plenamente consciente de que toda decisión mía a la hora de contratar a alguien tiene sus consecuencias —añado, con la misma voz tranquila, haciéndolo lo mejor que sé para ser paciente con sus inseguridades y temores, mientras me recuerdo a mí misma que estoy lejos de ser perfecta—. Pero, por favor, no presupongas que solo por el hecho de que yo conozca a alguien personalmente, eso de alguna manera elimina cualquier posibilidad de que sea un buen empleado o incluso un ser humano civilizado.
—Qué fantástico cuando los Bruins ganaron la Copa Stanley. —Es la forma que tiene Marino de poner fin a una conversación que ya no le interesa—. Me pregunto si volveré a ver algo así en lo que me queda de vida.
El TD Garden, o el Garden a secas, que es como los lugareños denominan a este estadio, se eleva ante nosotros a la izquierda, y la base de la Guardia Costera está a solo unos minutos de distancia, en Commercial Street.
—He visto a un par de jugadores por aquí, con sus esposas o paseando al perro. Parecen tipos majos, nada estirados —dice Marino, y en la intersección hay un policía de Boston dirigiendo el tráfico.
—Creo que hay un funeral.
Veo varios coches fúnebres y conos anaranjados de tráfico a través de la pista de patinaje sobre hielo.
—Está bien. Vamos a torcer a la derecha y a cortar por Hanover. —Y lo hace—. Intenté tuitear con un par de ellos, pero, claro, quién te va a responder cuando eres anónimo y ni siquiera puedes usar tu propia foto para tu avatar.
—Y de todos modos, tal vez no te contestarían, me imagino.
—Claro, supongo que cuando tienes cincuenta mil personas detrás de ti no les haces caso. Yo solo tengo ciento veintidós —dice.
—Eso es un buen montón de amigos.
—La verdad es que no tengo ni idea de quiénes son —dice—. Creen que soy Jeff Bridges o algo así. Ya sabes, el de la película. A un montón de jugadores de bolos les encanta esa película. Una especie de largometraje de culto.
—Así que sigues a extraños que siguen a extraños.
—Sí, sé cómo suena, y tienes razón. No hay duda de que si pudiera ser yo mismo en lugar de usar una identidad ficticia tendría muchos más seguidores y más gente se pondría en contacto conmigo.
—¿Por qué es tan importante para ti?
Lo miro mientras conduce lentamente entre los restaurantes italianos y los bares del North End, donde hay gente en las aceras, pero muy pocos locales abiertos, excepto los cafés y las pastelerías.
—¿Sabes, doctora? Llegas a un punto en el que uno desea ver dónde encaja, eso es todo —dice—. Como el árbol que cae en el bosque.
Su gran rostro parece pensativo, y bajo el sol que brilla a través del parabrisas, puedo ver las manchas marrones en la parte superior de sus musculosas manos, las líneas finas en las mejillas y los pliegues alrededor de la boca, y su barba finamente afeitada está cana como la arena. Recuerdo cuando aún tenía pelo, cuando él era un detective estrella y siempre venía a cenar en su camioneta. Hemos estado juntos desde que empezó todo.
—Explícame eso del árbol y el bosque —le digo.
—Si el árbol cae, ¿habrá alguien que lo oiga? —reflexiona, mientras las ruedas golpean los adoquines de una calle tan estrecha como un callejón.
Al final se distinguen Battery Wharf y el puerto interior, y al otro lado, los edificios de ladrillo de East Boston.
—Creo que la pregunta es ésta: si no hubiera nadie para oírlo, ¿haría algún ruido? —le digo—. Tú siempre te las arreglas para hacer un montón de ruido, Marino, que todos oyen. No creo que tengas de qué preocuparte.