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Vestida ahora con ropa de campo de algodón color azul oscuro, con el escudo del CFC bordado en la camisa y la chaqueta de color naranja brillante bajo el brazo, monto en el ascensor más allá de la sala de descanso, y por un momento estamos solos. Marino deja en el suelo dos maletines de plástico negros Pelican y aprieta el botón de la planta baja.

—Tengo entendido que has pasado aquí toda la noche —le comento, mientras él golpea el botón de nuevo con impaciencia, una costumbre suya que no sirve para ningún propósito útil.

—Con papeleo pendiente y esas cosas. Era más fácil quedarme.

Mete sus grandes manos en los bolsillos de sus pantalones cargo, la curva del vientre sobresaliéndole notablemente por encima del cinturón de lona. Ha ganado peso, pero sus hombros son enormes y a juzgar por el grosor de su cuello, sus bíceps y sus piernas todavía sigue levantando pesas en ese gimnasio al que va en Central Square, un club de lucha libre o como quiera que se llame, un local frecuentado por policías, la mayoría SWAT.

—¿Era más fácil que qué? —Detecto el olor rancio del sudor bajo la pátina de loción para después del afeitado Brut, y tal vez ha pasado toda la noche bebiendo, tal vez se tomó una caja de botellitas de vodka Crystal Head u otra cosa. No lo sé—. Ayer era domingo —prosigo, con voz suave—. Dado que no estaba previsto que trabajaras este fin de semana y que acababas de volver de un viaje, ¿qué era más fácil? Y ya que tocamos el tema, llevo bastante tiempo sin recibir las actualizaciones de los horarios de guardia, así que no estaba al tanto de que estuvieras de guardia al teléfono, y al parecer ha habido…

—El calendario electrónico es una mierda —me interrumpe—. Todo ese proceso automatizado es una mierda. Ojalá Lucy lo dejara estar. Ya sabes lo que tienes que saber, que alguien está haciendo lo que se supone que hay que hacer. Y que ese alguien soy yo.

—No estoy al tanto de que el jefe de investigaciones esté de guardia. Eso nunca ha sido nuestra política, a menos que haya habido una emergencia. Como tampoco es nuestra política ser un parque de bomberos y dormir en una cama inflable mientras esperamos a que suene la alarma, por así decirlo.

—Veo que alguien se ha ido de la lengua. Es culpa de ella, de todos modos. —Se pone las gafas de sol con montura de alambre, las mismas Ray-Ban que lleva desde que le conozco y que Bryce llama las gafas de bandolero salteador de caminos.

—Se supone que el investigador de guardia debe estar despierto en la estación de trabajo, dispuesto a contestar al teléfono. —Lo digo sin traslucir la menor emoción, para no discutir, que es lo que parece que quiere hacer—. ¿Y quién tiene entonces la culpa?

—La muy gilipollas de Lucy me puso en Twitter, así empezó todo.

Sé que cuando llama «gilipollas» a Lucy no habla en serio. Los dos se adoran.

—Pues no creo que sea justo echarle la culpa por Twitter, si es que ahora te pasas el día tuiteando, y tengo entendido que así ha sido últimamente —le respondo en el mismo tono suave—. Y no se ha ido de la lengua exactamente, o desde hace tiempo sabría algunas cosas de las que me acabo de enterar. Solo me lo ha contado porque se preocupa por ti, Marino.

—Ella es agua pasada, así ha sido durante semanas, y no quiero hablar de esto —dice, mientras descendemos lentamente por el centro del edificio.

—¿Y quién es ella? —le pregunto, desconcertada.

—La mema con la que estaba tuiteando, y eso es todo lo que tengo que decir al respecto. Además, ¿realmente crees que la gente no se duerme cuando está de guardia? No me perdí nada anoche. Cada vez que sonó el teléfono contesté y me ocupé del asunto. La única escena real a la que había que dar respuesta fue un tipo que se cayó por las escaleras, y Toby se encargó de ello, un accidente que no era nada del otro jueves. Luego lo mandé a casa. No tenía sentido que estuviéramos los dos. Y, además, me pone de los nervios. Una de dos: o no le veo el pelo cuando le necesito o lo tengo pegado a mis talones todo el rato.

—Solo estoy tratando de entender qué está pasando. Eso es todo. Me estoy asegurando de que estés bien.

—¿Y por qué no iba a estarlo? —Se queda mirando al frente con la vista fija en el acero liso y brillante, en la «LL» iluminada en el panel digital—. No es la primera vez que algo se me tuerce.

No tengo ni idea de qué o de quién está hablando, y ahora no es el momento para insistir sobre una mujer que conoció en Internet, o por lo menos eso es a lo que sospecho que está aludiendo. Pero debo mencionar sin duda lo que entiendo que podría ser una violación del secreto profesional y la confidencialidad.

—Y ya que tratamos el tema, para empezar me pregunto por qué te metiste en Twitter, o por qué Lucy podría supuestamente alentar una cosa así —le digo—. Marino, no estoy tratando de meterme en tu vida personal, pero no estoy a favor de las redes sociales a menos que sea sobre todo para recibir noticias, que es lo único que sigo en Twitter. Ciertamente no estamos aquí para airear lo que hacemos ni para compartir detalles acerca de nuestro trabajo, o hacer amigos con gente de fuera.

—No estoy en Twitter bajo mi propio nombre, no aireo nada que pueda identificarse conmigo. En otras palabras, nadie me conoce por mi nombre sino como El Nota, El Fino, The Dude.

—¿El Nota?

—Como en El Gran Lebowski, el personaje interpretado por Jeff Bridges, cuyo avatar utilizo. Lo cierto es que de ninguna manera sabrías lo que hago para ganarme la vida, literalmente, a menos que hagas una búsqueda con el nombre Peter Rocco Marino, y ¿quién se iba a molestar en hacer algo así? Y por lo menos no uso un avatar genérico como haces tú, que es algo infantil.

—¿Así que te presentas en Twitter con la foto de una estrella de cine que actuaba en una película sobre bolos…?

—Solo que es la mejor película jamás realizada sobre el mundo de los bolos —dice a la defensiva, justo cuando se detiene el ascensor y se abren las puertas.

Marino no me espera ni dice nada más, solo agarra de cerca los maletines necesarios para estudiar la escena del crimen, uno en cada mano, y avanza con la gorra de béisbol calada sobre la calva morena, sus ojos enmascarados por las Ray-Ban. Todos estos años que le conozco, y ya va para más de dos décadas, y siempre he sabido cuándo se siente menospreciado o está enfadado, aunque esta vez no puedo imaginar qué podría haberle hecho, más allá de lo que acabo de intentar discutir con él. Pero ya estaba de mal humor cuando apareció en mi oficina antes. De modo que está sucediendo algo. Me pregunto qué demonios le he hecho. ¿Qué es exactamente, esta vez?

Toda la semana pasada estuvo fuera, en la reunión de Florida, así que no hay nada que pudiera haberle hecho mientras estuvo fuera. Antes de eso Benton y yo estuvimos en Austria, y se me ocurre que esa sea probablemente la raíz de su resentimiento. Bueno, claro que lo es, maldita sea. Benton y yo fuimos con mi ayudante el médico examinador jefe, Luke Zenner, a Viena, al funeral de su tía, y solo de pensarlo me siento frustrada y a la vez molesta. Otra vez más de lo mismo. Marino y sus celos, maldita sea, y Benton también. Los hombres de mi vida van a ser mi ruina.

Soy cuidadosa con lo que le digo a Marino, porque hay más gente alrededor. Los científicos forenses, administrativos y personal de investigación están entrando en el edificio desde el aparcamiento de la parte trasera y caminan a lo largo del pasillo sin ventanas. Marino y yo apenas hablamos mientras dejamos atrás el armario de telecomunicaciones y la puerta de metal cerrada que conduce a la vasta sala de máquinas, y luego al laboratorio odontológico. Todo el edificio del CFC fluye en un círculo perfecto, y en ocasiones me sigue resultando difícil situarme, sobre todo si trato de dar una dirección. Al ser circular no hay primera ni última oficina a la derecha o a la izquierda, ni tampoco nada en medio de nada.

Las suelas de goma de nuestras botas emiten sonidos apagados mientras vamos hacia las salas de autopsias y de rayos X, y luego nos encontramos en la zona de recepción, donde están las paredes de acero inoxidable de los refrigeradores y congeladores para admisión y descarga, con pantallas digitales en las pesadas puertas. Saludo al personal que nos encontramos por el camino, pero no me detengo a charlar con nadie, y notifico al guardia de seguridad, un antiguo policía militar, que nos enfrentamos a un caso potencialmente sensible.

—Esto parece estar rodeado por circunstancias inusuales —le digo a Ron, que es fuerte y de piel oscura, y no se muestra particularmente animado detrás de su ventana de cristal—. Solo tenlo en cuenta por si aparecen los medios de comunicación o quién sabe quién. No puedo saber si se va a convertir en un circo.

—Sí, señora jefa —contesta.

—Cuando nos hagamos una idea de cómo se desarrolla todo te lo haremos saber —agrego.

—Sí, señora jefa. Eso será perfecto —responde, y para él siempre soy señora y jefa, y aunque no lo demuestra creo que le caigo muy bien.

Reviso el registro de entradas, un gran libro negro, y uno de los pocos documentos que no permitiré jamás que sea electrónico. De un vistazo reconozco los apuntes manuscritos con letra pequeña de Marino de los cadáveres que han llegado desde que comprobé el registro a mi llegada a las cinco de la mañana, lo que me recuerda que lo que Lucy me ha contado es solo parcialmente cierto. Si bien no ha habido necesidad de que un investigador respondiera a las escenas de madrugada, hay casos, cuatro en total, que requieren autopsias. La persona a cargo de tomar la decisión de si se tenían que enviar los cuerpos a un examen post mortem era el investigador de turno, que ahora sé que fue Toby, en el caso de un supuesto traumatismo por caída mortal, y Marino en los demás.

De los que se ocupó Marino ocurrieron en hospitales locales e ingresaron ya difuntos: dos accidentes automovilísticos y un posible suicidio por sobredosis de drogas, y no suele ser necesario responder a las escenas de dichos sucesos fatales o muertes reales a menos que la policía lo solicite. Supongo que Marino debe de haber obtenido la información por teléfono, y me doy la vuelta para preguntarle algo acerca de los casos que tenemos hasta ahora, pero tengo la sensación de que la persona que está a mi lado no es él. Y me sorprende darme de bruces con Luke Zenner, que está a escasos centímetros de mí, como si hubiera cambiado de lugar con Marino o se hubiese materializado de la nada en un abrir y cerrar de ojos.

—No ha sido mi intención asustarte. —Lleva su maletín y viste una camisa blanca con las mangas dobladas hasta los delgados codos, una corbata estrecha a rayas rojas y negras, zapatillas de deporte y pantalones vaqueros.

—Lo siento. Pensé que eras Marino.

—Me lo acabo de encontrar en el aparcamiento revisando un todoterreno y luego otro, hasta dar con el que tiene el motor más grande. Pero gracias por pensar que era él —dice, y me dedica una sonrisa irónica, con la mirada cálida y un acento británico que parece esconder sus raíces austríacas—. Voy a aceptar lo que me has dicho como un cumplido —añade con ironía, y no estoy segura de si Marino le desagrada tanto como a Marino le disgusta él, aunque sospecho que entre ambos el sentimiento es mutuo.

El doctor Luke Zenner es nuevo en más de un sentido, ni siquiera hace tres años que recibió el certificado de la junta. Le contraté en junio pasado y en contra de los deseos de Marino, debo añadir. Luke no solo es un patólogo forense con talento, también es sobrino de una compañera mía a cuyo funeral acabo de asistir: la doctora Anna Zenner, psiquiatra y amiga cercana durante más de una década, desde mis días de Richmond. Esa conexión es la razón de que Marino se opusiera, o al menos eso es lo que dice, aunque el resentimiento probablemente sea la causa de que se muestre descaradamente cruel y mal encarado con este joven médico guapo y rubio, de ojos azules, que es un ciudadano del mundo, y con el que me une un lazo personal.

—¿Te vas? ¿A la escena de un crimen? ¿A una situación con SWAT? ¿Al campo de tiro? ¿A un reality show? —Luke se ha fijado en la ropa que llevo, me mira de arriba abajo—. ¿Al final te has librado de testificar en el juicio, después de todo?

—Tenemos un caso en Boston, un cadáver en el puerto. Puede ser una recuperación difícil a causa de que está atado a cuerdas y artes de pesca —le respondo—. Aún no sé lo del juicio, pero probablemente voy a tener que ir. No hay muchas opciones en estos días.

—Dímelo a mí. —Observa a un grupo de científicas forenses que se dirigen al ascensor, chicas jóvenes que nos saludan tímidamente y que apenas pueden quitarle los ojos de encima—. Basta con que pongas tus iniciales y ya te han obligado a testificar. —Se fija en las mujeres y pienso en cómo Marino le acusa de usar a las mujeres, sin importarle quiénes son ni su estado civil—. Yo a esto lo llamo acoso.

—En parte sí que lo es —coincido con él.

—Puedo ir contigo, si necesitas ayuda. ¿Qué ha sido? ¿Un ahogamiento? —Sus ojos azules me miran intensos—. Te recuerdo que soy buceador, tengo el título. Podemos ser compañeros de inmersión. La visibilidad en el puerto va a ser muy mala, el agua estará fría como un demonio. No debes estar sola y Marino no bucea. Si quieres, voy.

—En este momento no estoy segura de lo que tenemos, pero creo que podremos manejarlo solos —le respondo—. Voy a confiar en ti para que hagas las rondas de la mañana y supervises la asignación de casos a los otros doctores. Te lo agradeceré de veras.

—Por supuesto. Y, cuando tengas un momento, ¿podríamos hablar sobre el horario de guardia o la ausencia de horario?

Me ve abrir la puerta que da al aparcamiento, con el rostro de rasgos tan afilados como los de su tía, algo que me resulta inquietante. O tal vez sea la forma en que me mira, la forma en que parece fijarse en mí y cómo me hace sentir y las dificultades que eso me ha causado.

—Es un problema. —Creo que está hablando de Marino, pero tal vez de algo más.

Lo que temo es otra cosa, y me acuerdo de Viena después del funeral, cuando Luke nos llevó a Benton y a mí por los arbolados senderos del Zentralfriedhof para mostrarnos las tumbas de Brahms, Beethoven y Strauss. Benton estaba claramente incómodo, podía sentir su malestar como el escozor del aguanieve en mi cara.

—Lo sé y lo voy a hablar con él. —Le digo a Luke que voy a solucionar el problema de la agenda electrónica, y si es necesario voy a tener que asignarle esa tarea a Bryce, y mientras le estoy diciendo todo esto recuerdo lo que ocurrió.

Fue horrible. El claro desagrado de Benton estaba provocado lo por la capacidad de Luke de hablar perfectamente el inglés y el alemán y de ser un guía reflexivo y cariñoso en una ocasión muy triste, el entierro de su tía, a quien yo quería mucho. Pero a pesar de todo, Luke, su único sobrino, se mostró amable y valiente, encantador e imperturbable, y cuando nos paramos a mirar el monumento a Mozart, donde la gente había colocado velas y flores en los escalones de mármol, Luke me pasó el brazo por la cintura para darme las gracias por haber ido a Viena para asistir al funeral de Anna, su única tía y alguien a quien nunca podría olvidar.

Eso fue todo, un abrazo: me atrajo en un instante de ternura.

Pero fue suficiente. Cuando Benton y yo regresamos al hotel, cerca de la Ringstrasse, bebimos y no probamos bocado, y discutimos.

—¿Dónde está tu respeto? —me preguntó mi marido del FBI, y yo sabía lo que quería decir, pero me negaba a seguirle la corriente—. Realmente no lo ves, ¿verdad, Kay? —Se paseó por la habitación y abrió con furia otra botella de champán—. Las cosas empiezan de esta manera, lo sabes. —No me miraba—. El sobrino de una amiga, y lo tratas como si fuera de la familia y le das trabajo y… ¿qué viene luego? —Ahí bebió media copa de champán de un trago—. No es Lucy. Te crees su tía igual que Anna era su única tía, y de alguna manera eso te convierte en su madre adoptiva de la misma manera que eres la madre adoptiva de Lucy, y lo siguiente será…

—¿Qué será lo siguiente, Benton? ¿Irme a la cama con él? ¿Es ésa la conclusión lógica que sacas si me convierto en mentora de alguien y soy su madre adoptiva? —No añadí que jamás me he acostado con mi sobrina.

—Le deseas. Deseas a alguien más joven. Esto sucede a medida que envejecemos, siempre sucede, porque nos aferramos a la vitalidad, luchamos por ella y queremos conservarla. Ése es el problema, y no solo eso, sino que siempre va a ser un problema, solo que irá a peor. Y los jóvenes te desean, porque eres un trofeo.

—Nunca he pensado en mí misma como en un trofeo.

—Y tal vez estés aburrida.

—Nunca me he aburrido contigo, Benton.

—No he dicho conmigo —replicó él.

Camino por el pequeño aparcamiento, del tamaño de un hangar, pintado de marrón, y vuelvo a pensar lo mismo que un buen número de veces durante la semana pasada, que no estoy aburrida de mi trabajo ni de mi vida, y menos aún de Benton, nunca me he aburrido con él. No es posible aburrirse con un hombre tan elegante y complejo, a quien siempre he encontrado sorprendentemente convincente e imposible de poseer, pues por mucho que intimemos una parte de él siempre me será inaccesible.

Pero lo cierto es que sí que advierto la presencia de otros seres humanos atractivos, y sin duda me doy cuenta de que ellos también advierten mi presencia, y, dado que ya no soy tan joven como antes, tal vez darme cuenta de todo ello se ha vuelto más importante. Pero no es verdad que no sea consciente de ello, ciertamente lo soy y sé lo suficiente para tener clarísimo que es mucho más difícil para las mujeres. Para nosotras es difícil de un modo que los hombres jamás entenderán, y no me gusta recordar nuestra discusión y cómo terminó, con la afirmación de Benton de que no soy sincera conmigo misma.

Se me ocurre que la única persona con la que podría ser completamente sincera es la que sin querer causó el problema: Anna Zenner, mi confidente de años, quien solía contarme historias de su sobrino, Luka, o Luke, como se le conoce aquí. Salió de Austria para recibir su educación en un colegio privado en Inglaterra, luego estudió en Oxford y después cursó medicina en el Kings College de Londres, y, finalmente, vino a Estados Unidos, donde completó su residencia en patología forense en la oficina del médico examinador jefe en Baltimore, una de las mejores instalaciones que existen en el mundo. Me fue sumamente recomendado y tenía muchas ofertas de trabajo de prestigio, y no he tenido ningún problema con él, y no veo por qué alguien podría poner en duda sus credenciales o por qué alguien podría pensar que lo contraté como un favor.

La puerta enrollable del aparcamiento se abre, y por la abertura cuadrada accedo al asfalto y al límpido cielo azul. Los vehículos del CFC, todos ellos blancos, brillan bajo la luz de la mañana de otoño; rodeando el aparcamiento hay una valla antiescalada recubierta de PVC. Y, por encima de ella, y por encima de mi edificio de piel de titanio, quedan los laboratorios de ladrillo y cristal del MIT con sus torres de radar y sus antenas en los tejados. Al oeste se encuentra la Universidad de Harvard y su escuela de teología, que queda cerca de mi casa, y que por supuesto no alcanzo a ver por culpa de las vallas que mantienen el mundo a distancia de aquéllos a los que atiendo, mis pacientes, todos ellos muertos.

Salgo a la calle mientras un Tahoe blanco retumba ante mí. El aire es fresco y claro, y me pongo la chaqueta, agradecida de que Bryce haya elegido mi atuendo. Me acuerdo de lo raro que es haberme acostumbrado a un jefe de personal que se preocupe de mi armario. Me ha llegado a gustar aquello a lo que al principio me resistí, así puedo tener un desinterés completo por detalles relativamente banales que él puede manejar o solucionar fácilmente. Pero Bryce llevaba razón: voy a necesitar la chaqueta porque en el barco va a hacer frío y hay una gran probabilidad de que me moje. Si alguien tiene que echarse al agua, esa voy a ser yo. Estoy convencida de ello.

Voy a ver por mí misma exactamente de qué estamos tratando, y a asegurarme de que la muerte se gestiona como debe ser, con precisión y respeto, más allá de todo reproche y siempre en previsión de cualquier acusación legal, porque siempre hay alguna acusación. Marino me podrá ayudar o no, pero el caso es que no es buzo y no hace nada poniéndose un traje de neopreno ni un traje seco, pues dice que le hacen sentir como si se estuviera ahogando, y como nadador tampoco vale gran cosa. Puede quedarse en el barco, y yo me haré cargo de las cosas por mi cuenta. No voy a reñir con él ni con nadie. Ya he tenido mi ración de peleas por minucias que podían ser mal interpretadas. Como si fuera yo a tener una aventura con el sobrino de Anna Zenner, que, incluso siendo yo soltera, sería mucho más compatible con Lucy, en el caso de que ella tuviera esas inclinaciones.

No soy la madre adoptiva de Luke, y lo que me sigue doliendo en el alma de la observación de Benton es la sugerencia de que estoy vieja.

Vieja como la tipografía Eurostile, evocadora de una época ya pasada, las décadas de los cincuenta y sesenta, que apenas puedo recordar y a las que no quiero creer que pertenezco.

Siento esa afirmación de Benton como una lesión interna que crece de forma crónica, un síntoma depresivo de estar dañada y no saberlo hasta que él pronunció aquellas palabras airadas en Viena. Desde que lo dijo no he vuelto a sentirme la misma, y no estoy segura de poder superar la profunda herida que se ha abierto en mí.