Echo un vistazo a mi bandeja de entrada, busco un correo electrónico de Bryce o del asistente del fiscal de Estados Unidos, Dan Steward, con la esperanza de que me informen de que mi presencia en el tribunal no será necesaria.
—¿Has probado a aclarar la imagen? Tal vez podamos averiguar quién está en la motora.
Mientras pienso en el caso de Mildred Lott hablo del videoclip.
—Olvídalo —dice Lucy.
—Es tan ridículo… —murmuro, al no encontrar ningún mensaje que me conceda el indulto y me libre de aparecer en ese juicio.
Mi informe de una autopsia solía bastar para la defensa, tanto que no era necesario, ni siquiera deseable, que yo tuviera que hacer acto de presencia en un juicio, pero la vida cambió para todos los expertos forenses en Estados Unidos desde que la Corte Suprema adoptó la decisión Meléndez Díaz. Channing Lott quiere carearse con su acusador. El multimillonario industrial se enfrenta a una acusación de homicidio por haber pagado presuntamente a alguien para que asesinara a su esposa, que ya ha sido dada por muerta, y ha exigido contar con el placer de mi compañía, hoy, a las dos de la tarde.
—Lo que se observa ahora en el archivo de vídeo es todo lo que verás —Lucy vacía su tacita—. No vamos a poder mejorar esta imagen.
—¿Estamos seguras de que no hay ningún software por ahí más sofisticado que lo que estamos usando aquí en el CFC? —replico, porque no quiero aceptar lo que me dice.
—¿Más sofisticado que lo que he diseñado? —Se levanta y se acerca a la pantalla de mi ordenador—. Nada mejorará lo que tenemos. El problema es que esa filmación se hizo así a propósito.
Hace clic en el ratón para mostrarme un anillo de oro macizo que recientemente ha empezado a usar en el dedo índice y un cronógrafo de acero en su muñeca. Detiene la grabación de la imagen en el rostro oculto que hay en la parte posterior de la motora, y explica que ha hecho varias capas del mismo vídeo quitando brillo y usando filtros para darle mayor nitidez, sin esperanza alguna.
—Quienquiera que haya filmado esto sabía lo que se hacía: enfocó directamente hacia el sol —me dice—, y nada va a restaurar las partes sobreexpuestas. Lo mejor que podemos hacer es adivinar quién es esa persona en la motora en función del contexto y las circunstancias.
Pero con «adivinar» no basta. Vuelvo a reproducir el clip, observo de nuevo ese tramo de río junto a una ladera escarpada donde la paleontóloga estadounidense Emma Shubert estaba excavando con sus colegas de la Universidad de Alberta cuando desapareció casi nueve semanas atrás. Según declaraciones hechas a la policía fue vista por última vez el 23 de agosto a las diez de la noche, cuando caminaba sola por una zona boscosa de acampada de Pipestone Creek, para regresar a su tráiler después de la cena en el comedor. A la mañana siguiente su puerta estaba entreabierta y ella había desaparecido.
Anoche hablé con un investigador de la Policía Montada del Canadá que me dijo que no había señales de lucha, ni nada que indicase que Emma Shubert pudiera haber sido atacada dentro de su tráiler.
—Tenemos que averiguar quién me ha enviado esto —le digo a Lucy—. Y por qué. Si es posible que esa silueta en la motora sea ella, quiero saber qué está pasando. ¿Cuál es la expresión de su rostro? ¿Está alegre? ¿Triste? ¿Asustada? ¿Había subido a esa motora de buena gana?
—No puedo decirte eso.
—Quiero verla.
—No, al menos en este clip de vídeo. No hay nada más que ver.
—¿Iba de camino hacia el lecho óseo para excavar o regresaba de él? —pregunto.
—Si tenemos en cuenta la posición del sol y las imágenes del satélite de esa parte del río —dice Lucy—, es probable que la motora fuera hacia el este, lo que sugiere que la foto se tomó por la mañana. Obviamente, el día era soleado, y en esa parte del mundo el pasado mes de agosto no hubo muchos días de sol. Y tal vez no sea una coincidencia que también luciera el sol dos días antes de desaparecer, el día en que encontró el diente del Pachyrhinos.
—Así que teniendo en cuenta la meteorología estás pensando que el vídeo se grabó el 21 de agosto.
—Al parecer, ella acudió allí ese día, la llevaron en motora al lecho óseo del río Wapiti. —Lucy repite la información que ha salido en las noticias—. Así que el vídeo podría haber sido grabado en un iPhone esa misma mañana, durante el viaje en barca. Ella tiene un iPhone. O tenía, porque, como sabes, faltaba del tráiler. Puede que sea la única cosa que faltaba, ya que los demás efectos personales estaban allí.
—¿Este vídeo se filmó en un iPhone?
Esto es nuevo.
—Y la foto de la oreja cortada también se hizo con uno —dice Lucy—. Un iPhone de primera generación, que es el que tenía ella.
Yo no voy a pedirle a Lucy que me explique cómo se las ha arreglado para conocer estos detalles. No lo quiero saber.
—Todavía usaba el primer móvil que le habían dado, y que no se molestó en actualizar probablemente a causa del contrato que tenía con la compañía telefónica AT&T.
Lucy se levanta y vuelve al cuarto de baño para enjuagar las tacitas, y oigo voces distantes en el pasillo.
Entonces escucho el sonido grabado de una sirena de policía, uno de los tonos de llamada de Pete Marino. Está con alguien. Con Bryce, creo, y ambos vienen en esta dirección. Los dos están hablando por el móvil, resuenan los sonidos de sus palabras y a juzgar por la energía en su voz puedo adivinar que ha pasado algo.
—Te llamaré más tarde, estaré de regreso antes de que llegue el mal tiempo —me dice Lucy al irse—. Va a ponerse realmente malo a última hora de la tarde.
Y entonces Marino se planta en mi puerta. Viste ropa de color caqui muy arrugada, como si hubiera dormido vestido, y tiene la cara enrojecida y camina como si viviera aquí, hablando en voz alta por teléfono. Bryce, el jefe de personal, un hombre delicado y guapo, está detrás de él. Lleva gafas de sol en la parte superior de la cabeza, unos jeans pitillo descoloridos y camiseta, como si acabara de salir del set de Glee. Me doy cuenta de que no se ha afeitado desde que lo vi hace una semana, antes de irse a Florida, y el vello facial —o su ausencia— siempre significa lo mismo: Bryce Clark entra y sale de diferentes personajes, mientras continúa presentándose a una audición para el papel de estrella de su propia vida.
—Bueno, normalmente eso sería un no —dice Marino hablando por el teléfono móvil—. Pero necesitas que la señora del acuario le diga todo esto directamente a mi jefa y nos aseguremos todos de estar hablando de lo mismo…
—Se lo agradecemos. Sí, y lo entiendo. —Bryce está hablando con otra persona—. Nos damos perfectamente cuenta de que nadie va a pelearse por algo así. Tal vez los bomberos y tú podríais tirar una moneda al aire… No, es broma. Yo también estoy seguro de que la lancha tiene una canasta Stokes… Ni una bolsa de aspirar ni un collar cervical o sea lo que sea que resulte necesario, obviamente… Por supuesto, los bomberos están mejor equipados para regar lo que sea necesario con esos terribles cañones de agua que llevan en cubierta. ¿Y qué significa eso? Eso no nos importa en lo más mínimo, pero alguien tiene que llevarlo a la orilla, y nosotros nos encargaremos desde allí. —Mira su reloj—. ¿En unos cuarenta y cinco minutos? ¿Poco después de las nueve? Sí, sería fabuloso.
—¿Qué pasa? —le pregunto a Bryce cuando cuelga.
Se pone las manos en las caderas y me mira.
—Vale, la verdad es que no vas muy bien vestida para salir en barco esta mañana, ¿no te parece? —Examina el traje gris de raya diplomática y la falda que me he puesto para ir al tribunal—. Solo será un minuto, voy a pasarte un par de cosas, porque no vas a salir con la Guardia Costera con esa pinta. ¿A agarrar algo que flota a la deriva? Gracias a Dios que no estamos en julio, ni el agua está siempre caliente por aquí, y te aseguro que espero que no lleve allí mucho tiempo, qué asco. Lo siento, vamos a ser sinceros. ¿Quién puede soportar algo así? Me doy cuenta de que nadie quiere hallarse en una situación tan desagradable, ¿te imaginas? Si me muero y me pongo así, por favor, que no me encuentren… —Está en mi armario, sacando ropa de campo—. Ésa es la parte que no les gusta a los chicos de la Guardia Costera, ¿verdad? —sigue hablando—. Tener algo así en su barco, pero no te preocupes, lo van a hacer porque se lo pedí por favor y les recordé que si tú, y me refería específicamente a ti, la jefa, no sabes cómo encargarte de algo así, ¿quién lo va a saber? —Saca unos pantalones de cargo de una percha—. Usa doble bolsa o lo que sea necesario para que su barco no apeste, ¿vale? Se lo prometí. ¿Quieres manga corta o larga? —Me mira desde el armario—. Creo que mejor larga, porque va a hacer frío con el viento que sopla —dice, antes de pensar siquiera en escuchar mi respuesta—. Así que vamos a ver, la chaqueta de rescate naranja es una buena idea, así se te verá a una milla de distancia, lo que siempre es aconsejable sobre el agua. Veo que Marino no tiene chaqueta, pero tampoco estoy a cargo de su armario.
Bryce me trae la ropa mientras Marino continúa hablando con alguien que obviamente está en un barco.
—No queremos que nadie corte nudos ni nada, y todas las cuerdas tendrán que estar bien aseguradas —afirma, mientras Bryce deja mi uniforme del CFC sobre el escritorio y luego vuelve al armario a recoger las botas—. Voy a colgar el teléfono y te llamaremos desde un teléfono fijo; tal vez tengamos más cobertura y puedas hablar con la doctora —añade Marino.
Se acerca a mi lado de la mesa mientras oigo el ruido del ascensor en el pasillo y más voces. Lucy va camino de su helicóptero y están llegando otros miembros del personal. Son un poco más de las ocho de la mañana.
—Hay una tortuga prehistórica enorme enredada en el canal sur —me dice Marino, y alarga el brazo para tomar el teléfono de mi escritorio.
—¿Prehistórica? —exclama Bryce—. Ay, no lo creo.
—Una tortuga laúd. De una especie ya casi extinta, aunque han existido desde el Parque Jurásico.
Marino no le hace caso.
—Dudo que entonces hubiera un parque —interviene Bryce con retintín.
—Podría llegar a pesar una tonelada. —Marino sigue hablándome mientras marca un número en mi teléfono, con un par de gafas de lectura posadas sobre el puente de su fuerte nariz—. Un barquero que revisaba sus nasas de langostas la descubrió al amanecer y ha llamado al equipo de rescate del acuario, que tiene un acuerdo con la unidad marina del cuerpo de bomberos. Cuando llegó el bote de los bomberos y empezaron a tirar de la tortuga resulta que descubrieron un desafortunado añadido atado a la misma cuerda. ¿Hola? ¿Pamela? —dice al auricular—. Te voy a pasar a la doctora Scarpetta. —Me da el receptor, dobla las gafas con sus gruesos dedos y las mete en el bolsillo de la camisa mientras me explica—: Pamela Quick. Está en la bahía, en una lancha, por lo que puede que la conexión no sea muy buena.
La mujer del teléfono me explica que es una bióloga marina del Acuario de Nueva Inglaterra, lo dice en un tono de voz que parece urgente y ligeramente hostil. Dice que en este mismo instante me acaba de enviar una fotografía por correo electrónico.
—Así podrá ver por sí misma que no tenemos tiempo que perder —insiste—. Tenemos que subirla a bordo ya.
—¿Subirla?
—Se trata de un ejemplar de una especie de tortuga marina en peligro de extinción. Lleva arrastrando toda suerte de deshechos y lo que es obviamente una persona muerta, desde quién sabe cuánto tiempo. Las tortugas tienen que respirar, y con semejante carga este ejemplar apenas puede mantener las fosas nasales por encima del agua. Tenemos que sacarla ahora mismo para que no se ahogue.
Marino sostiene su teléfono móvil delante de mis ojos para que yo pueda ver la fotografía enviada por correo electrónico que acaba de abrir: una mujer joven, rubia y bronceada, con pantalones caqui y una chaqueta verde, aparece inclinada sobre un lado de la lancha y usa un bichero de mango largo para tirar de una cuerda que se enreda con una criatura marina asombrosamente enorme, oscura y coriácea, de una envergadura tan amplia como el barco. A varios metros de distancia de su cabeza, y apenas visible en la superficie del agua, se ven un par de pálidas manos con las uñas pintadas y un mechón de pelo largo y blanco.
Bryce me acerca un par de botas tácticas, altas, negras y con la puntera de cuero pulido y la parte superior de nailon. Se queja de que no puede encontrar calcetines.
—Prueba en el cajón de abajo —le digo, y mientras me inclino para quitarme los zapatos, hablo con Pamela Quick—: Lo que no quiero es perder el cadáver o causarle daños. Así que normalmente yo no permitiría que…
—Podemos salvar a este animal —me interrumpe ella, y está claro que no está interesada en que yo le dé permiso—. Pero tenemos que hacerlo ahora.
A juzgar por la forma en que lo dice, no tengo ninguna duda de que no va a esperarme, ni a mí ni a nadie, y realmente no puedo culparla.
—Haga lo que tenga que hacer, por supuesto. Pero si alguien puede documentar ese proceso con vídeo o fotografías nos sería de gran ayuda —le digo, mientras me levanto de la silla, sintiendo la alfombra bajo las medias y recordando que nunca se sabe lo que puede suceder en la vida, ni siquiera de un minuto al siguiente—. Procuren tocar las cuerdas y todo el aparejo tan poco como les sea posible y cerciórense de que todo queda asegurado para que no se pierda nada —añado.