La oreja humana seccionada está bien definida y es delicada, el cartílago curvo, desprovisto de pelo.
Una oreja derecha. Posiblemente blanca. De tez pálida, no puedo aventurar mucho más. Seguramente de mujer, sin duda no es un adulto macho ni la oreja de un niño pequeño, aunque no se puede descartar a una niña de más edad o a un muchacho.
El lóbulo está perforado justo en el centro, la sección manchada de sangre del periódico donde se fotografió la oreja es fácilmente identificable como el Grande Prairie Daily Herald-Tribune, que seguramente era el periódico local de Emma Shubert, mientras ella estaba trabajando en la región de la Paz al noroeste de Canadá, el pasado verano. No puedo ver una fecha, solo una parte de un artículo sobre escarabajos de pino de montaña que destruyen los árboles.
«¿Qué es lo que quieres de mí?».
Trabajo en el Departamento de Defensa, específicamente en el cuerpo de Examinadores Médicos de las Fuerzas Armadas (AFME), y si bien esto expande mi jurisdicción a escala federal, lo cierto es que no incluye Canadá. Si alguien ha asesinado a Emma Shubert, ella no va a convertirse en mi caso, no a menos que su cadáver termine a miles de kilómetros al sureste de donde desapareció y se presente en esta área.
¿Quién me ha enviado esto, y qué se supone que debo hacer al respecto? Tal vez lo que llevo haciendo desde las seis y media de la tarde de ayer.
«Avisa a las fuerzas del orden, preocúpate, enfádate, siéntete una inútil».
Una cerradura biométrica se abre en el laboratorio de computación forense de al lado. Me doy cuenta de que no se trata de Toby ni de ningún otro investigador, sino de mi sobrina, Lucy, y me sorprende y me complace a la vez. Pensé que no iba a venir hoy. Lo último que sabía de ella era que salía en su helicóptero, tal vez a Nueva York, aunque no estoy segura. En los últimos tiempos ha estado muy ocupada con su casita en el campo, que es como llama a la gran parcela que compró al noroeste de aquí, en Lincoln. Ha ido y ha vuelto de Texas para obtener la certificación del nuevo helicóptero bimotor que ha comprado recientemente. Tiene preocupaciones con las que no la puedo ayudar, me dice, pues mi sobrina tiene secretos. Ella siempre los tiene, y yo siempre lo sé.
«¿Eres tú? —le pongo por SMS—. ¿Café?».
Entonces ella aparece ante mi puerta abierta, delgada y en buena forma, vestida con una cómoda camiseta negra, pantalones negros de seda y unas zapatillas deportivas de cuero negro. Las venas se le insinúan en los fuertes antebrazos y en las muñecas y tiene el pelo rubio ceniza todavía húmedo de la ducha. Parece que ya ha pasado por el gimnasio y se dirige a un encuentro con alguien de quien nada sé y no son ni siquiera las siete de la mañana.
—Buenos días. —Me acuerdo de lo maravilloso que es tenerla cerca—. Creía que hoy volabas.
—Has venido muy pronto.
—Tengo tarea atrasada en histología y necesito ponerme al día, aunque tal vez no lo consiga —le respondo—. Y debo asistir a un juicio esta tarde, el caso de Mildred Lott, o tal vez debería llamarlo el espectáculo de Mildred Lott. Me obligan a testificar, pero no es más que un truco.
—Podría ser más que eso.
A juzgar por su precioso rostro, Lucy está muy preocupada por algo.
—Sí, podría ser vergonzoso. De hecho, espero que lo sea.
La miro con curiosidad.
—Asegúrate de que Marino o alguien vaya contigo.
Se ha quedado apostada a mitad de camino, en la alfombra de color gris metálico, y está mirando hacia arriba, a la cúpula geodésica de vidrio.
—Supongo que eras tú a quien he oído yendo de un lado a otro durante la última hora —digo, por si suelta prenda—. Estaba un poco preocupada por si se trataba de un intruso. —Es mi manera de preguntarle qué sucede.
—No era yo —dice ella—. Acabo de llegar, he venido a comprobar una cosa.
—Pues no sé quién más está por aquí, ni quién está de guardia —me pregunto—. Así que si no eras tú, ¿quién era? No sé por qué alguien de guardia iba a andar dando vueltas por esta planta…
—Marino, quién si no. Al menos esta vez. Me sorprende que no hayas visto el tanque chupagasolina que hay en el aparcamiento.
No digo nada, pero mira quién fue a hablar. Mi sobrina no conduce nada con menos de quinientos caballos de potencia, por lo general un V12, a poder ser italiano, aunque su adquisición más reciente es británica, creo, aunque podría estar equivocada. Los supercoches no son mi área de especialización y no tengo su dinero. E incluso si lo tuviera, jamás me lo gastaría en Ferraris ni en máquinas voladoras.
—¿Y qué hace aquí tan temprano? —le pregunto.
—Decidió quedarse de guardia anoche y envió a Toby a casa.
—¿Qué quieres decir con eso de que decidió quedarse de guardia? Anoche acababa de regresar de Florida. ¿Por qué iba a decidir quedarse de guardia? Nunca está de guardia.
Lo que me dice no tiene sentido.
—Hemos tenido suerte de que no haya pasado gran cosa ni haya habido necesidad de ir a ninguna escena de crimen, porque me imagino que Marino se quedó dormido. O tal vez estaba tuiteando —dice ella—. Lo que no es una buena idea. Al menos no a última hora, cuando tiende a mostrarse más desinhibido.
—Estoy confundida.
—¿Te ha dicho que se ha traído una cama inflable AeroBed al cuarto de investigaciones?
—Aquí no se permiten camas. No permitimos que el personal de guardia duerma. ¿Desde cuándo está de guardia? —repito.
—Desde que anda a la greña con cómo-se-llame.
—¿Con quién?
—O tal vez esté adornando y no quiera conducir el coche.
No tengo ni idea de lo que me está diciendo Lucy.
—Lo que sucede bastante a menudo estos días. —Ella me mira a los ojos—. Esa cómo-se-llame que conoció en Twitter y a la que tuvo que dejar de seguir en más de un sentido. Ella lo ha dejado en ridículo.
—¿Y qué es eso de que está «adornando»?
—Son botellitas que convierte en adornos. Después de beberse su contenido. Yo no te he dicho nada.
Vuelvo a pensar en el 11 de julio, el cumpleaños de Marino, que nunca ha sido una ocasión feliz para él, y a medida que envejece es aún peor.
—Tienes que preguntárselo tú, tía Kay —añade Lucy, mientras recuerdo haber ido a visitarlo a su nueva casa de West Cambridge.
Le gusta presumir de que su casa tiene chimeneas en perfecto estado y suelos originales de madera, y un sótano donde ha instalado una sauna, un gimnasio y un saco de boxeo con el que hacerse el chulo. Cuando llegué, con una cesta de cumpleaños con una quiche de espárragos hecha en casa y un salami de chocolate blanco dulce, él estaba en la escalera, tendiendo líneas iluminadas de pequeñas calaveras de cristal a lo largo del techo, minibotellitas de vodka marca Crystal Head que pedía directamente a la destilería y convertía en adornos, tal como me dijo antes de que pudiera preguntarle nada, como para dar a entender que las había estado comprando vacías, cientos de ellas. Preparándose para Halloween, agregó entre carcajadas, y yo debería haber sabido entonces que había vuelto a beber.
—No sé qué tienes que hacer hoy, excepto tal vez sobrevolar otra granja de cerdos que quieres cerrar —le digo a Lucy para apartar de mi mente todas las cosas horribles que Marino ha hecho borracho.
—El sureste de Pennsylvania. —Sigue revisando mi oficina como si algo hubiera cambiado y ella debiera estar al tanto de todo.
Nada ha cambiado. Al menos nada que yo pueda imaginar. El bonsai de enebro sobre mi mesa de conferencias de acero pulido es la única incorporación reciente, eso es todo. Las fotografías, los certificados y los títulos que revisa ahora son los mismos de siempre, al igual que las orquídeas, las gardenias y la palma de sagú. Mi escritorio de superficie negra laminada en forma de arco tampoco ha cambiado. Ni el gabinete a juego ni la encimera de granito negro que hay detrás de mi silla, por donde ahora husmea.
No hace mucho tiempo me deshice del sistema de microdisección, sustituyéndolo por un ScanScope que me permite ver diapositivas microscópicas, y veo que Lucy comprueba el monitor, encendiéndolo y apagándolo. Coge el teclado y le da la vuelta, y a continuación pasa a revisar mi fiel microscopio Leica, al que nunca voy a renunciar porque no hay otra cosa en que confíe más que en mis propios ojos.
—Cerdos y pollos del condado de Washington, más de lo mismo —dice, mientras continúa caminando, mirando, tocando cosas—. Los agricultores pagan las multas y vuelven a la carga —añade—. Deberías volar conmigo alguna vez y ver esos establos y pocilgas donde embuten a los pobres animales como sardinas en lata. Esa gente es horrible con los animales, perros incluidos. —Suena un pitido: tiene un nuevo mensaje de texto en el iPhone, y lo lee—. Columnas de deshechos que ensucian arroyos y ríos. —Escribe la respuesta con los pulgares, sonriendo como si quien le ha enviado el mensaje fuera alguien con quien está encariñada o a quien encuentra divertido—. Esperamos poder atrapar a esos cabritos en flagrante delito, y cerrarles el cotarro.
—Espero que tengas cuidado. —No estoy nada contenta con su recién descubierto activismo medioambiental—. Se empieza por jugar con el medio de vida de la gente y la cosa se pone fea enseguida.
—¿Al igual que le sucedió a ella? —E indica mi ordenador y lo que he estado viendo en él.
—No tengo ni idea —confieso.
—¿De quién era el sustento con el que jugó Emma Shubert?
—Todo lo que sé es que encontró un diente dos días antes de su desaparición —le respondo—. Es un descubrimiento reciente, el primero en un lecho óseo en la actualidad. Ella y otros científicos comenzaron la excavación hace un par de veranos.
—Un lecho óseo que puede terminar siendo el más productivo del mundo —dice Lucy—. El cementerio de una manada de dinosaurios que murieron a la vez, algo inusual, tal vez sin precedentes. Es una oportunidad increíble para armar esqueletos completos y llenar un museo, atraer a los turistas y devotos de los dinosaurios y amantes del aire libre de todo el mundo. A menos que la zona esté tan contaminada que nadie vaya.
No se puede leer algo acerca de la zona que se conoce como la Grande Prairie y no ser consciente de la relevancia económica de su gas natural y la producción de petróleo.
—Mil setecientos kilómetros de gasoducto que transporta crudo sintético de las arenas de alquitrán de Alberta a las refinerías del Medio Oeste hasta el golfo de México —dice Lucy, desapareciendo dentro de mi cuarto de baño, donde hay un Keurig y una macchinetta junto al lavamanos—. La contaminación, el calentamiento global, la ruina total.
—Prueba el café monodosis de Illy. En la caja plateada —digo en voz alta para que me oiga—. Y ponme a mí uno doble.
—Creo que es una buena mañana para un café cubano.
—El azúcar Demerara está en el gabinete —le hago saber, al tiempo que termino mi último sorbo de café frío y vuelvo a pasar el vídeo.
«¿Qué es lo que estoy pasando por alto? Algo se me escapa».
No puedo evitar tener una sensación extraña y me concentro de nuevo en la figura sobreexpuesta, cuyas características quedan veladas por el sol deslumbrante. La persona no parece muy corpulenta, podría ser una mujer o un hombre bajito o posiblemente un niño mayor con una gorra para el sol y un velo por los lados y un borde ancho que él o ella parece estar sosteniendo con dos dedos de la mano derecha, tal vez para evitar que se le vuele. Pero la verdad es que no estoy segura.
No puedo distinguir un solo rasgo de ese rostro oscurecido por las sombras, ni siquiera la ropa que lleva esa persona, a excepción de una chaqueta de manga larga o una camisa holgada y la gorra para el sol, y hay un destello apenas perceptible cerca de la zona temporal derecha que sugiere que tal vez lleve gafas, posiblemente gafas de sol. Pero no puedo estar segura de nada. No sé más ahora de lo que sabía cuando me enviaron este archivo adjunto hace doce horas.
—No he oído nada más del FBI, pero Benton ha montado una reunión para hoy. Eso, si logro salir del juicio a tiempo —le digo, alzando la voz por encima de las explosiones tórridas de la macchinetta—. Aunque no será más que una charla informal, ya que no ha sucedido nada todavía, solo me han enviado este clip.
—Algo sí que ha pasado —resuena la voz de Lucy desde el cuarto de baño—. A alguien le han cortado la oreja. A menos que sea falsa.