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Miro la hora en mi reloj de titanio de gran tamaño con correa de caucho, y alargo la mano para coger la taza de café solo y sin edulcorante. Mientras tanto, a lo lejos resuenan pisadas en el pasillo del edificio; tiene forma de bala y está situado en el extremo éste del campus del MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es el tercer lunes de octubre. Aún no ha amanecido.

Algunas plantas más abajo —mi oficina queda en el último piso—, el tráfico fluye constante por Memorial Drive. En esta parte de Cambridge siempre es hora punta justo antes del amanecer, da igual la estación del año que sea o el tiempo que haga. Los faros merodean por la vía como vividos ojos de insectos. Oscuro, el río Charles se ensortija en su lecho, y al otro lado del puente de Harvard la ciudad de Boston es una barrera que separa los brillantes imperios terrenales de los negocios y la educación de los puertos y bahías que se abren al mar.

Es demasiado pronto para que haya personal, a menos que se trate de uno de los investigadores médicos, pero no se me ocurre una buena razón para que Toby o Sherry o quienquiera que esté de guardia se pasee por esta planta a estas horas.

En realidad, no tengo ni idea de quién vino a medianoche, y trato de recordar qué vehículos había en el aparcamiento cuando he llegado aquí hace una hora. Recuerdo vagamente las camionetas y las furgonetas blancas habituales y uno de nuestros camiones móviles que se desplazan a las escenas de los crímenes. La verdad es que no me he dado cuenta de nada, estaba demasiado ocupada con el iPhone, con tonos de alerta y recordatorios de conferencias telefónicas y citas y esa comparecencia de hoy en el tribunal. No he tenido la menor conciencia situacional por culpa de verme sumergida en la multitarea, pienso con impaciencia.

Sí, tendría que prestar más atención a lo que sucede a mi alrededor, es cierto, pero, por el amor de Dios, no debería tener que preguntarme quién está de guardia. Esto es ridículo. Frustrada, pienso en Pete Marino, mi investigador jefe, que parece que no puede perder un segundo en molestarse en actualizar su agenda electrónica. ¿Es que acaso es tan difícil arrastrar y soltar unos nombres de una fecha a otra para ver quién está trabajando hoy? No la ha actualizado desde hace bastante tiempo y lleva días sin dejarse ver. Debería invitarlo a cenar, cocinar algo que le guste y hablar de lo que le ocurre. Pero para eso debería armarme de paciencia, y por el momento me parece que no tengo mucha.

«Algunas personas con trastornos mentales, o tal vez la palabra sea el mal».

Aguzo el oído para ver si oigo a alguien rondando por aquí, pero ahora no se oye a nadie, y busco en Internet, reviso documentos, reflexiono sobre los mismos datos una y otra vez, y caigo en la cuenta de que me siento derrotada y enojada.

«Ya tienes lo que querías».

Realmente no muestra nada grotesco, nada espantoso, nada que no haya visto antes o no pueda digerir, pero me tomó por sorpresa ayer por la noche, un domingo tranquilo, mientras sonaba música en casa, con mi marido Benton y con el MacBook abierto sobre la encimera de la cocina por si sucedía algo que debiera saber de inmediato. Estaba tranquila, de buen humor, ocupada en hacer uno de sus platos favoritos, risotto con spinaci come lo fanno a Sondrio. Estaba esperando a que hirviera el agua en una olla y bebía una copa de Geheimrat J Riesling que me hizo pensar en nuestro reciente viaje a Viena y la razón por la que visitamos aquella ciudad.

El caso es que estaba perdida en mis pensamientos, recordaba a gente querida, preparaba una buena comida y tomaba un vino suave, cuando el correo electrónico con el archivo de vídeo adjunto aterrizó exactamente a las seis y treinta minutos, hora estándar de la costa este.

No reconocí al remitente: BLiDedwood@stealthmail.com.

No había ningún mensaje, solo el encabezamiento: MÉDICA FORENSE KAY SCARPETTA, escrito en una audaz tipografía Eurostile en mayúsculas.

Al principio, esos dieciocho segundos de vídeo sin audio me desconcertaron: era el «corta y pega» de un paseo en motora en una parte del mundo que yo desconocía. El clip de película parecía bastante inocente, y al verlo por primera vez no significó nada para mí. Estaba segura de que alguien lo había enviado por error a mi correo electrónico hasta que la grabación se detuvo de repente, disolviéndose en un jpg, una imagen destinada a conmocionar al espectador.

Pruebo con otro motor de búsqueda en el ciberespacio, parece que soy incapaz de encontrar algo útil sobre el Pachyrhinosaurus, un dinosaurio herbívoro de nariz gruesa con grandes cuernos óseos y una testuz plana que probablemente utilizaba para someter a otros animales. Cuando encuentro una representación artística de uno veo una bestia de aspecto singularmente extraño, algo así como un rinoceronte de dos toneladas y patas cortas con una grotesca máscara ósea. Un reptil con una cara que uno no vería con buenos ojos, aunque Emma Shubert sí que lo hizo, y ahora a esta paleontóloga de cuarenta y ocho años de edad le falta una oreja o está muerta, o ambas cosas.

Alguien envió el correo electrónico anónimo directamente al CFC, el Centro Forense de Cambridge, que yo presido, y debo entender que se me envió con el propósito de burlarse de mí o intimidarme, e imagino una motora surcando un río a miles de kilómetros al noroeste de aquí, en lo que parece ser una parte recóndita del mundo. Estudio la silueta fantasmal sobreexpuesta sentada en la parte trasera, posiblemente en un asiento corrido, apostada justo enfrente de quien la estaba filmando.

«¿Quién eres?».

Entonces la pendiente rocosa, lo que ahora sé que es un yacimiento de excavación de dinosaurios llamado lecho óseo de Wapiti, y la silueta se disuelven en un jpg violento y cruel.