28

El otro lado del velo

Llegaron a Sinon al caer la tarde, tras recorrer los bajíos del río Haneikos, que espumeaba y centelleaba en su amplio lecho. En la orilla sur del río terminaba la carretera imperial, y al otro lado un camino de tierra ocupaba su lugar, marcado por las carretas de los que se dedicaban al comercio entre Sinon y el Imperio. Cuando el ejército puso los pies en la tierra desnuda de aquel camino, abandonó al fin el Imperio asurio y regresó a las tierras de los macht. Ante ellos se elevaban las murallas color mostaza de Sinon, de las que partian los grandes brazos protectores del puerto, acunando los muelles y embarcaderos donde estaban anclados los mástiles de medio millar de barcos, como un bosque de lanzas contra el agua reluciente. Construido sobre una colina, el puerto fortaleza les recordó a las ciudades del Imperio Medio, enclavadas sobre sus antiguos montículos. Ante las murallas de la ciudad, el ejército soltó las lanzas y acampó por última vez, mientras de la ciudad empezaba a salir una procesión de curiosos para verlo, y los comerciantes más emprendedores se concentraban en los alrededores del campamento para ofrecer comida, bebida, ropa y mujeres. Allí los macht volvieron a ver personas de su raza, no soldados, sino gente ordinaria, y mujeres. No tenían nada con que negociar salvo las armas en sus manos, y Rictus tuvo que expulsar rápidamente a los mercaderes del campamento para evitar que les quitaran las mercancías por la fuerza. Tras vivir de la rapiña durante tanto tiempo, a los supervivientes de los Diez Mil les resultaba difícil abandonar las viejas costumbres. Se hubieran desperdigado por la ciudad de inmediato, de no haber sido por el oro del fondo de las carretas.

Los generales que quedaban en el ejército hicieron el recuento aquella noche, entre sus hombres reunidos. Se les explicó que había que reservar una parte para fletar barcos para el regreso a las Harukush, pero la sugerencia fue abucheada. Lo querían todo en sus manos, inmediatamente, para hacer lo que desearan.

De modo que no habría barcos. No regresarían a las Harukush en masa. El ejército había dejado de existir. Los hombres estaban de nuevo entre los suyos y empezaban a desbandarse; los centones se separaron, algunos desintegrándose por completo y otros reformándose a partir de las amistades forjadas en la carretera. No querían tener nada que ver con los generales ni con la Kerusia. Deseaban recuperar las antiguas costumbres de su vida mercenaria, donde las batallas consistían en escaramuzas de cientos de hombres aquí y allá, y uno luchaba entre los de su propia clase, según unas normas que todos conocían y comprendían. No querían recibir más órdenes de ningún superior. Respetaban a los generales, especialmente a Rictus y Jason. No les deseaban ningún mal, y se alegrarían de ponerlos al mando de algún centon si así lo deseaban, pero no querían saber nada de grandes ejércitos en marcha ni de campañas a gran escala.

Todo ello quedó muy claro cuando los hombres se reunieron en asamblea. Su última asamblea.

—Quieren regresar a sus pequeños nidos y cacarear sobre ellos —dijo Jason, en pie junto a las capas sobre las que se había amontonado el oro. Los centuriones llamaban a los hombres uno a uno y les ponían monedas en las manos, mientras los soldados sonreían como idiotas.

Rictus pensaba en las piedras que habían amontonado sobre capas como aquéllas en las montañas. Miles de hombres habían votado por él. Pero tocaba vivir el proceso inverso. En cuanto un hombre tomaba sus monedas de las capas, era libre para irse, y la mayoría de los que habían cobrado estaban ya en camino hacia la ciudad, con sus lastimosas pertenencias envueltas en las capas y el oro como un ascua entre sus manos.

—Todo ha terminado —dijo.

—¿Acaso esperabas algo diferente?

—No lo sé. Si, supongo que sí. Algo más que esto.

—Son la hez de la tierra —dijo Jason en tono afectuoso—. Vemos su mejor parte cuando los tiempos se ponen difíciles, pero dales algo que gastar y lo desperdiciarán con la prudencia de un niño retrasado. Casi todos se habrán arruinado en un mes, y querrán volver a probar suerte como soldados, fíjate en lo que te digo. Es una historia tan vieja como el mismo hombre.

Rictus hizo sonar las monedas en su mano. Eran pesadas, grabadas por una cara con el rostro del gran rey, mientras que en la otra el dios kufr Bel mataba al Gran Toro.

—Uno de ellos quiere comprar una granja y los aperos para cuidarla, si te parece bien —dijo Jason en tono ligero.

—¿Eso es lo que harás ahora?

—Eso es lo que haré. En mis horas libres aprenderé a hablar kufr. Tal vez me sentaré por las noches y trataré de escribir mis memorias. Y quiero tener hijos.

—Me pregunto cómo serán esos niños —murmuró Rictus.

—Esperemos que se parezcan a su madre, al menos en la estatura. —Jason sonrió—. Ahora debo decirte adiós, Rictus. Tiryn me espera fuera del campamento. Nos ha conseguido una mula en algún lado, y la pobre bestia debe estar a punto de doblarse bajo la carga que lleva.

—Ven a beber algo conmigo, sólo una vez —dijo Rictus rápidamente—. Acompáñame a la ciudad, durante una hora, nada más. Por favor, Jason.

Jason le miró con los labios fruncidos. Por un momento, vio ante él al niño que Rictus había sido, la mirada ardiente en sus ojos, el miedo al abandono.

—Muy bien, pues. Un trago de despedida. Es decir, si nuestros camaradas han dejado algo en la ciudad.

Sinon era una colmena de humanidad en movimiento, con las calles llenas de mercenarios que acababan de cobrar y de gente que intentaba despojarles de su paga. Los hombres se habían desperdigado por la ciudad. El oro les permitía satisfacer todos los apetitos acumulados en los largos meses de marchas y combates. Una noche escarlata, con lámparas encendidas en todas las puertas y ventanas, vino corriendo por las aceras y grupos de macht saludándose a gritos unos a otros. Hicieron lacrimosos juramentos de amistad, se despidieron en tono lúgubre de los antiguos camaradas, y hubo no pocas escaramuzas cuando los agravios guardados durante mucho tiempo fueron aireados al fin. Prostitutas pintadas de colores brillantes ayudaban a sus clientes ebrios a recorrer las calles. Los hombres se robaban unos a otros a punta de cuchillo, o registraban las pertenencias de los inconscientes. Se hartaron de vino, de la comida de los figones, de los encantos de las prostitutas. Tenían que compensar las privaciones, las heridas, los compañeros enterrados bajo la piedra fría de las montañas o quemados en piras bajo el calor de las tierras bajas. Tal como vociferó uno de ellos, se dedicaban a chupar las tetas de Antimone mientras podían.

—¿Y quién puede reprochárselo? —preguntó Jason. Él y Rictus estaban en una taberna al aire libre en una calle lateral. Levantaron los grandes cuencos que el propietario les había llenado—. Nada de bazofia —le había dicho Jason—. Somos generales macht, líderes de un ejército. Tráenos lo mejor que tengas.

Hicieron chocar los cuencos de cerámica. Jason iba a proponer un brindis cuando Rictus dijo:

—Por una vida nueva.

—Por una vida nueva. —Jason sonrió. Bebieron largamente, saboreando el calor del buen vino cuando tocó sus gargantas. Vaciaron los cuencos y pidieron más. La bebida relucía como la sangre a la temblorosa luz de las lámparas, mientras en la calle continuaba la pantomima de la noche. Rictus inclinó la cabeza, escuchando.

—Casi suena como si estuvieran saqueando la ciudad.

—No —dijo Jason tranquilamente—. No la están violando; sólo le están dando algo de sexo duro. Las buenas gentes de la ciudad se estarán meando de miedo en sus camas, me apostaría algo, pero se alegrarán de los ingresos cuando hayan dejado de temblar. Los hombres gastarán una fortuna en las calles esta noche. Si quieren romper algún cacharro mientras lo hacen, bueno, lo habrán pagado con creces, esquilados como ovejas por las prostitutas y los comerciantes avispados de la ciudad. Separar a un soldado ebrio de su dinero es lo más fácil del mundo.

—Tal vez deberíamos hacer algo.

—¿Como qué? ¿Pronunciar un discurso? Nada de lo que podamos hacer les servirá para recobrar el sentido común. Es su dinero. Deja que pasen una noche sin tener que contarlo, ni recoger hasta la última miga que cae al suelo.

—Eso es cierto —dijo Rictus. El vino empezaba a ocupar su lugar tras sus ojos; sentía que podía hablar con más facilidad y de modo más coherente.

—¿Qué harás tú ahora, Rictus? ¿Seguirás con el ejército, o te has cansado ya de empuñar la lanza?

Rictus se encogió de hombros.

—En las Harukush no hay nada para mí. Mi ciudad ya no existe, mi familia ha muerto. Tú eres lo más parecido a un hermano que tengo en el mundo, y estás a punto de desaparecer también. Supongo que continuaré llevando una lanza. Es todo lo que sé hacer.

—Entonces, sigue mi consejo. Quédate aquí por el momento. Si te quedas en Sinon, podrás elegir el centón que quieras en cuestión de días. Ahora mismo hay más mercenarios en esta ciudad que en la mitad de las Harukush, y además son los mejores.

Rictus sonrió.

—Bueno, debo pensar en ello.

Volvieron a entrechocar los cuencos, como si hubieran cerrado un trato. Acostumbrado a las raciones cortas sin beber más que agua, Rictus se estaba embriagando rápidamente.

—Sabes que… —dijo, inclinándose para acercarse más a Jason.

—Aquí está, hermanos. El general cabeza de paja. Y bien, Rictus, ¿cómo estás esta noche?

Era Aristos, en pie frente a ellos con las manos en las caderas y vestido con la Maldición de Dios. Gominos estaba a su lado, y un grupo de sus hombres se había concentrado en la calle detrás de ellos.

—Di algo, hombre. ¿O estás demasiado borracho?

Rictus se irguió. En un momento, todo el vino de su interior se consumió, reducido a la nada por una oleada blanca y fría que recorrió su cuerpo. Su puño se cerró sobre el cuchillo de su cinturón. Ni Jason ni él llevaban las corazas. Rictus había dejado la suya con Silbido, y Tiryn había atado la de Jason a su mula.

—Oh, demonios —dijo Jason—. Aristos, la lucha ha terminado. Toma algo y sácate esa lanza del trasero.

Aristos se adelantó. Tenía el rostro sofocado y los ojos brillantes; también había estado bebiendo.

—Oí decir que el joven Rictus quería verme muerto —dijo—. ¿Lo entendí mal, o es que sólo ladraba?

Rictus se adelantó, pero Jason le contuvo y se situó delante de él.

—¿Qué quieres, Aristos?

—Quiero mi dinero, Jason. Todos lo queremos. Saqué de las montañas a más de mil hombres, que no han podido ni siquiera oler el oro que se les debe. Páganos, y os dejaremos tranquilos. Daremos el asunto por cerrado, sin rencores.

—Pagaros, ¿por qué? —siseó Rictus—. ¿Por desertar, por robar nuestra comida, por huir? Ven aquí y te pagaré yo mismo, en una moneda que entenderás muy bien.

—Cállate —espetó Jason—. Aristos, el dinero ha desaparecido; ya lo hemos repartido. Si quieres oro, habla con cualquier soldado ebrio de la ciudad, pues son ellos quienes lo tienen ahora. Les hemos pagado, Aristos. Todo esto ha terminado.

Aristos pareció pensativo. Vaciló un instante, mientras los hombres de detrás murmuraban. Luego sonrió y desenvainó la espada.

—Me quedaré con el tuyo, entonces.

—Ven a coger el mío —gruñó Rictus, sacando su cuchillo—. Inténtalo, pedazo de mierda. —Apartó a Jason de un empujón y atacó.

Aristos hizo lo propio. Se juntaron como dos ciervos entrechocando los cuernos, mientras cada uno buscaba el brazo armado del otro con la mano libre. El hierro de sus armas impactó, y los hombres empezaron a lanzar estocadas y apartarse, para acercarse de nuevo, pecho contra pecho. Una lluvia de golpes, desviados o esquivados. La sangre apareció como una condecoración en la mandíbula de Rictus, un corte largo. Desvió otro golpe con su cuchillo, haciendo rechinar el metal. Lanzó una estocada, y la punta de su arma resbaló inofensivamente sobre la armadura de Aristos.

—¡Basta! —vociferó Jason. Se interpuso en la pelea a codazos, apartando a Rictus a un lado y pateando a Aristos en el pecho. Ambos jóvenes cayeron de espaldas, jadeando como corredores. Jason se situó entre ellos—. Basta de esto —dijo—. Gominos, llévate a tu amigo y…

Rictus y Aristos se levantaron de un salto, con los rostros sofocados de furia y toda la capacidad de razonamiento anulada. Se lanzaron de nuevo al ataque. Jason se interpuso. Durante un segundo tuvo a cada uno de ellos al final de un brazo, y luego volvieron a atacarse. Jason fue derribado. Cayó pesadamente sobre la tierra batida de la calle, y se quedó tumbado con las heces del vino corriendo entre sus piernas. Abrió la boca para hablar, y tosió. Sus pies frotaron el suelo inútilmente. Levantó la mano que tenía en el costado y vio el resplandor oscuro. El líquido brotaba de él.

—Me habéis matado —dijo, con los ojos muy abiertos de incredulidad, y volvió a caer.

Los hombres de Aristos se adelantaron, con Gominos a la cabeza. Rictus y Aristos se quedaron mirándose, y luego clavaron la vista en Jason, estupefactos. Rictus arrojó su cuchillo al suelo y se arrodilló junto al hombre tendido.

—Jason, Jason.

Le rodearon. Rictus apoyó la mano sobre el profundo agujero en el costado de Jason. Su rostro estaba pálido como el mármol.

—Malditos seáis —susurró Jason—. Tenía una vida. Ah, Phobos. Antimone, ayúdame. —Su voz se desvaneció—. Tiryn —añadió, en tono apenas audible. Y murió.

A su alrededor, el clamor de la ciudad continuaba; la noche era brillante, ruidosa y salpicada por las celebraciones de los Diez Mil.

Aristos, Gominos y sus hombres permanecían mudos, inmóviles, con los ojos muy abiertos. Rictus cerró los ojos de Jason, se inclinó y le besó en la frente.

—Eras el mejor de todos nosotros —susurró.

Por su propia voluntad, su mano se movió y encontró la empuñadura de su cuchillo. Se levantó, y cuando se volvió para encararse a los macht de la calle, éstos se apartaron al ver el resplandor de sus ojos, como se abre espacio a un perro rabiosos. Dio tres pasos, un rápido destello de movimiento, y la hoja del cuchillo centelleó en el aire cuando la blandió delante de él. Aristos dejó caer su propia arma, sobresaltado. Sus manos buscaron su garganta, el gran agujero húmedo que se había abierto en ella. Gorgoteó algunas palabras entre la sangre, se tambaleó y cayó de rodillas. Una mano escarlata agarró el muslo de Rictus. Luego se desplomó de costado, retorciéndose hasta quedar inmóvil en el humeante charco de sangre que era suya y de Jason. Rictus le observó, y finalmente arrojó el cuchillo sobre su cuerpo. Miró a Gominos y al resto de los hombres de Aristos, silenciosos e inmóviles delante de él.

—Ahora se ha terminado —dijo.