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El mar, el mar

El ejército pasó junto a la ciudad de Ashdod, mientras la carretera imperial se desplegaba bajo sus pies como una alfombra extendida para apresurar su regreso a casa. Estaban en la provincia de Askanon, que en un pasado casi legendario había sido conquistada por sus ancestros. Los antiguos macht habían desembarcado de sus galeras negras en la desembocadura del río Haneikos y se habían extendido a través del gran continente con una arrogancia que el mundo no había vuelto a ver desde entonces. Aquellos ejércitos habían llegado a las montañas de Korash, y allí la marea negra de los macht se había visto frenada, derrotada por la arrolladora superioridad numérica y el valor de los ejércitos kufr. Aquella derrota había marcado el destino del mundo durante milenios, dando origen a un imperio y a una dinastía ininterrumpida de reyes. Y un ejército macht volvía a marchar hacia el oeste siguiendo los pasos de sus antecesores. Eran una mera sombra de lo que habían sido: mal equipados, medio muertos de hambre y desaliñados como vagabundos. Pero estaban invictos, y las noticias de sus hazañas habían recorrido medio mundo.

Hablando con los aterrados campesinos kufr en las granjas por las que pasaban, Tiryn averiguó que los juthos habían coronado a su propio rey, un soldado llamado Proxis. Había rumores de grandes batallas contra los ejércitos imperiales junto al río Jurid. Y la revuelta continuaba en la antigua Artaka, protegida de las represalias por el baluarte de Jutha. Se decía que, por todo el Imperio, los esclavos se habían alzado contra sus amos, y el caos amenazaba la frontera de Asuria. Tal vez lo que los hombres susurraban en torno a las hogueras por la noche era cierto: los días del Imperio habían terminado. El mundo se estaba forjando de nuevo según un capricho desconocido de los dioses celestiales o infernales. Mot había destruido la cosecha de Pleninash, y había hambruna en la Tierra de los Ríos, las provincias más fértiles del mundo entero. La marcha de los Diez Mil había sido ordenada por Dios, que había usado a los macht como instrumento para desatar su ira sobre la tierra.

—Esa gente tiene mucha imaginación —dijo Jason cuando Tiryn le repitió las historias de los campesinos—. Nunca creí que sería un instrumento de Dios. En cualquier caso, es algo grande saber que, entre nosotros y los juthos, hemos hecho temblar los cimientos de un mundo. Siempre me pareció que esos tipos de ojos amarillos eran demasiado silenciosos.

—Por eso les convirtieron en esclavos en el pasado. Amaban demasiado su libertad —dijo Tiryn.

—Les deseo suerte, entonces. Ojalá sean una piedra en el zapato del Imperio para siempre.

—Desprecias un mundo del que sabes muy poco —dijo Tiryn en voz baja.

—Es cierto. Soy un ignorante. He recorrido medio mundo sin nada más en el corazón que la capacidad de matar. Pero estoy cambiando. Ten paciencia, Tiryn. Háblame, y enséñame nuevas palabras.

—Arado se dice kinshir. Azada se dice atak. —Hizo una pausa—. Niño se dice oha.

Jason la miró y sonrió.

—Buenas palabras. Un día las necesitaré todas.

Pasaron los días, y el ejército encontró indicios del paso de Aristos delante de ellos. Aldeas quemadas, granjas saqueadas, humo en el lejano horizonte. Cada vez que llegaban a una ciudad, Tiryn tenía que hablar con los habitantes y asegurarles que el cuerpo principal de los macht no se comportaría como habían hecho sus precursores. Los hombres ya no tenían ganas de saqueos. Tomaban lo que les daban los habitantes y seguían la marcha, concentrados sólo en lo que tenían delante, el final del camino. Quedaban unos cinco mil quinientos hombres con vida. Los heridos y enfermos habían muerto en las montañas, y los que quedaban eran los más endurecidos o afortunados de los catorce mil que habían embarcado con Phiron el año anterior. Se movían en una columna compacta que no llegaba a dos pasangs de longitud, con las carretas de un solo eje en el centro, traqueteando sobre las piedras de la carretera imperial. No les quedaban armaduras dignas de ese nombre, sus escudos estaban apilados en los carros, y marchaban con las lanzas en la mano como una procesión de peregrinos en persecución de una visión absurda. La mayoría aún conservaban las capas escarlatas, el único símbolo que les quedaba. Se habían formado nuevos centones con los restos de los anteriores, y la Kerusia había dejado prácticamente de funcionar. Los hombres seguían a Rictus y Jason, obedeciendo sus órdenes sin cuestionarlas, pues tampoco había muchas órdenes que obedecer. Sólo tenían que marchar, poner un pie delante del otro, mantenerse en las filas y devorar los pasangs día tras día, con los ojos fijos en el oeste.

Silbido estaba al mando de las tropas ligeras, y se las llevaba todas las mañanas al amanecer para explorar el camino que les aguardaba. Diecisiete días después de salir de Kamir, el ejército se encontró subiendo por una larga pendiente, una hilera de terreno alto moteado de bosques y tierras de cultivo, que se elevaba hasta acercarse al horizonte. Rictus y Jason, al frente de la columna, vieron que algunos hombres de Silbido se acercaban corriendo colina abajo, con la velocidad propia de los portadores de noticias. Cuando estuvieron cerca, se dieron cuenta de que eran los más jóvenes y veloces de los Sabuesos, poco más que chiquillos de mirada endurecida, pero que en aquel momento tenían los ojos muy abiertos y brillantes. Gritaban mientras corrían, agitando los brazos como si temieran no ser vistos.

—¿Qué sucede? —preguntó Rictus cuando uno de ellos se derrumbó a sus pies, respirando pesadamente—. Eres Geron, ¿verdad? Tómate tu tiempo.

—¡El mar! —gritó el muchacho, jadeando para respirar, como si aquellas palabras pudieran sofocarlo—. ¡El mar!

Aquellas palabras recorrieron la columna más rápido que un caballo al galope. Fueron repetidas. Todo el ejército las coreó. Rictus se inclinó sobre el muchacho, que jadeaba, sonreía e hipaba.

—Geron, ¿me estás diciendo que…?

La columna se rompió. Los hombres echaron a correr pendiente arriba. En la cima se veían ya otros Sabuesos, que agitaban las lanzas en el aire llamando a sus camaradas. Los macht se convirtieron en una multitud de hombres a la carrera, y cientos, miles de ellos abandonaron la carretera para correr hacia los soldados de la colina.

Los carros fueron abandonados. Los hombres tropezaban y eran derribados. Jason, Rictus y Tiryn se mantuvieron juntos al lado de Geron mientras éste se ponía en pie.

—General, ahí delante, se ve desde la cima, lo juro. Incluso se puede oler en el aire.

Mochran y Mynon se les unieron, golpeados y molestados por la marea de hombres que corrían junto a ellos.

—¿Es cierto? —quiso saber Mochran—. Muchacho, te abriré la cabeza si no lo es.

—Sólo unos pasangs, general, lo juro por la madre que me parió. Sube a la colina y lo verás tú mismo.

Se miraron unos a otros, y finalmente Jason dijo:

—Bueno, hermanos. —Y abrió la marcha.

Dos terceras partes del ejército estaban en la cima de la colina. Hombres en pie, arrodillados, abrazados, llorosos y dando gracias a los dioses. Rictus sintió que el corazón se le subía a la garganta, y que le latía tan rápido como si fuera a entrar en batalla. Junto a él, Jason y Tiryn avanzaban cogidos de la mano. La mujer kufr se había arrancado el komis de la cabeza, y su cabello negro se agitaba como una bandera al viento.

Y Rictus pudo oler la sal en el aire y la humedad en la tierra. Se abrió camino a través de la ruidosa multitud de la colina y se situó delante de ella, con los nudillos pálidos sobre el asta de su lanza. Las lágrimas y el sol le deslumbraban hasta tal punto que por un momento sólo pudo ver un borrón brillante y de color azul. Parpadeó para aclararse los ojos y allí estaba, alcanzando el horizonte.

—El mar, el mar —susurró, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Toda aquella inmensidad y, al límite del enorme desierto azul, las siluetas oscuras de las montañas de Harukush, una mera insinuación donde terminaba la vista. Inclinó la cabeza, y el atronar de su corazón empezó a tranquilizarse. Pensaba en Gasca, en Phiron, en Pasion y en varios hombres más. Los rostros de los muertos llenaron su corazón hasta que creyó que iba a estallarle.

Jason le rodeó los hombros con el brazo.

—Disfruta de esta visión, hermano —le dijo en voz baja—. Disfrútala.

Aquella noche acamparon entre el rumor de las olas, y los hombres abandonaron las hogueras para chapotear en el agua como niños y arrojarse unos a otros chorros de espuma iluminada por la luna, riendo a carcajadas. Phobos proyectaba un largo camino de luz centelleante delante de ellos, y los hombres dijeron que estaba dibujándoles un sendero a través del agua hasta las Harukush. Les había perdonado por sus errores; su hermano y su madre le habían ablandado el corazón. Les permitiría volver a sus hogares después de todo.

Rictus estaba sentado en la orilla junto a una hoguera, con los dedos de los pies enterrados en la arena. Tenía los codos apoyados en las rodillas y contemplaba el agua, la inmensa panoplia de estrellas sobre su cabeza, y el reflejo de la luz de la luna sobre la blanca espuma de las olas. A su alrededor, los macht habían encendido sus hogueras por toda la orilla, y los hombres charlaban en torno al fuego como no habían hecho en mucho tiempo. Hablaban de sus casas, de barcos, de Sinon. Algunos incluso se atrevieron a referirse a sus próximos empleos. Hablaban del futuro. Era un tema que no se habían atrevido a tocar desde Kunaksa. Algo en su interior había recuperado la vida, al menos por aquella noche.

Mynon, Jason y Mochran se reunieron con Rictus junto a su hoguera. Todos se habían despojado de la armadura, y se reclinaron en la arena vestidos sólo con los sucios quitones.

—Nunca me había gustado el mar, hasta ahora —dijo Mynon, revolviendo el fuego con un palo desgastado por las olas—. Creo que podría quedarme sentado toda la noche sólo mirándolo. —Sin darse cuenta, abría y cerraba el puño del brazo que se le había roto.

—Sinon está en la orilla a poca distancia de aquí, al final de la carretera imperial —dijo Mochran ásperamente. Se frotó los ojos; le molestaban desde las montañas.

—A dos días de marcha —le dijo Jason—, al otro lado del río Haneikos.

—En Sinon usaremos el oro para fletar barcos que nos lleven a casa, y repartiremos lo que quede entre los hombres —dijo Rictus—. ¿De acuerdo?

Todos asintieron.

—¿Creéis que Aristos nos estará esperando allí? —preguntó Mynon—. No tiene dinero para fletar barcos. Es posible que sus hombres no tengan manera de embarcar.

—Puede esperarnos en el infierno por lo que a mí respecta. —Jason resopló—. ¿Qué nos importa ya? No puede saquear Sinon como ha hecho con esos pueblos kufr. Ojalá se pudra allí.

—Desertó del ejército —dijo Rictus en voz baja—. Eso se castiga con la muerte.

Los otros le miraron fijamente.

—No pretenderás seguir con esas normas ahora, ¿verdad? —preguntó Mynon.

—Se marchó y se llevó nuestra comida cuando más falta nos hacía. Podía habernos advertido de la presencia de los qaf si hubiera querido, y tal vez habría salvado cientos de vidas. Nos traicionó. Debe morir por ello.

El tono frio e inexpresivo de aquellas palabras les dejó a todos en silencio. El fuego crepitaba y siseaba, mientras de la madera brotaban llamas de un azul salado.

—Déjalo correr, Rictus —dijo Jason al fin—. Hemos llegado demasiado lejos para acabar matando a los nuestros.

—Un hombre, Jason. Es sólo un hombre. Cuando esté hecho, todo esto habrá terminado para mí, pero no antes. —Rictus se levantó y se alejó de la hoguera, en dirección a las olas que rompían en la orilla.