26

Uvas y manzanas

Tiryn levantó la cabeza, escuchando. Le parecía que el viento, había amainado un poco. Después de tres días de oírlo chillar con el mismo tono, estaba segura de ello. Pero había algo más, algo distinto por encima del viento.

Jason le apretó una mano. Tiryn vio que sus ojos relucían, despiertos al instante.

—¿Oyes eso? —le preguntó.

Un grito de hombre, muy cerca de ellos, y luego un gran bramido animal.

—¡Phobos! —exclamó Jason—. Ayúdame a levantarme.

—No, quédate. No estás en condiciones de salir.

—Cállate, mujer, y ayúdame.

Había gritos por todas partes, hombres vociferando órdenes en la tormenta, golpes de metal. Tiryn abrió el toldo de la carreta, que al instante empezó a agitarse locamente, esparciendo nieve y golpeando la madera. Un aire gélido y nevado le azotó el rostro. La ventisca seguía encima de ellos, con copos duros como la grava y montones de nieve tan altos como la rueda de la carreta. Saltó al suelo. Ante ella los hombres corrían, siluetas negras contra la nieve, que aparecían y desaparecían mientras la ventisca rugía sobre ellos. Vio una hilera de siluetas blancas cerca de allí; eran las mulas.

Ayudó a Jason a bajar. Él metió la mano en la carreta y sacó la lanza, sobre la que se apoyó como un anciano. Tiryn le agarró el otro brazo.

—¿Qué diablos está pasando? —preguntó—. ¿Un ataque?

Algo enorme salió rugiendo de entre la niebla, apenas a veinte pasos de ellos. Era más alto que la lanza que sostenía Jason. Dos luces relucían en su cabeza, brillantes como la escarcha. Abrió unas fauces rojas y rugió al verlos. Pudieron entrever un bulto enorme, cubierto de piel blanca, que se alejó a través de la nieve, andando sobre dos pies como un hombre, pero usando sus grandes brazos para ganar velocidad, abriéndose camino entre la nieve como un bote impulsado por el viento.

—Qaf —dijo Tiryn—. Son los qaf. Oh, Bel, ten piedad. Tenemos que escondernos, Jason.

—¿Qué? ¿Y perdernos toda la diversión?

—Apenas puedes sostenerte en pie.

El campamento era un caos. En las aberturas momentáneas en la cortina de nieve, pudieron distinguir hombres corriendo con las lanzas en ristre. Los qaf se abalanzaban sobre ellos y se arrojaban contra las lanzas, blancos e irreales como fantasmas, bramando como toros enloquecidos. Tiryn vio a un macht levantado y lanzado por los aires a treinta pies de distancia, y a otro despedazado entre dos gigantescas criaturas. Los centuriones gritaban órdenes, apenas oídas en la tormenta. Grupos de hombres vadeaban por la nieve en dirección a las carretas en busca de sus escudos y armas. Los qaf caían sobre ellos y los derribaban. Una carreta se volcó. Sus ruedas fueron arrancadas y arrojadas por los aires. Los rugidos de los qaf resultaban dolorosos de escuchar.

—Busquemos un agujero donde meternos —dijo Jason—. Esos cabrones son demasiado grandes para mí.

—En la carreta.

—No; aquí fuera, en la nieve. Ven, Tiryn.

Con fuerza sorprendente, Jason se abrió paso por entre la nieve, saliendo del campamento. Tiryn soportaba la mitad de su peso, y la lanza la otra mitad.

—Abajo, abajo —siseó Jason, y se hundieron en la nieve. Media docena de bestias enormes pasaron junto a ellos. Tenían los ojos azules y brillantes como estrellas invernales, profundamente enterrados en sus grandes cráneos. Amplias fosas nasales en mitad del rostro, no mucho más que agujeros, y bocas con colmillos de las que brotaba su cálido aliento en nubes humeantes. Su pelaje blanco estaba cubierto de hielo y suciedad, como si formaran parte de su fisiología. Eran simples bestias, pero caminaban erguidas casi todo el tiempo, y poseían manos como las de los hombres, anchas como palas, de piel rosada y uñas negras.

Tiryn y Jason permanecieron tumbados sobre el montón de nieve, medio enterrados, mientras el frío penetraba a través de su ropa.

—¿Son sólo bestias, o tienen inteligencia? —preguntó Jason, tiritando.

—Pueden hablar, hasta cierto punto. Se mantienen alejados, en las altas montañas. Oí decir que llevaron a algunos a Ashur, pero no pudieron soportar el calor.

Los sonidos de la batalla les llegaban claramente por encima del viento. Los hombres se habían congregado y luchaban con las lanzas largas. Los grupos pequeños eran arrollados, pero donde los macht eran capaces de presentar un frente unido de aichmes, conseguían resistir, acuchillando a los qaf con el coraje fruto de la desesperación. Las enormes criaturas corrían por el campamento, matando a hombres que avanzaban por la nieve para unirse a sus camaradas, lanzándolos por los aires como un perro con una rata. Mataron a golpes a los animales de tiro supervivientes, convirtieron las carretas en astillas y pisotearon a los muertos y heridos que yacían indefensos sobre la nieve.

Jason y Tiryn se enterraron en un montón de nieve, abriendo un túnel en él como topos y excavando una pequeña cueva. Permanecieron allí, exhaustos, nariz contra nariz. Jason sonrió.

—No creí que fuera a acabar así, enterrado en un montón de nieve. —Tenía los labios azules.

—Esto no ha terminado —dijo ella.

—Despiértame cuando termine —repuso Jason. Se estaba durmiendo. Había dejado de tiritar. Tiryn le atrajo hacia sí y le envolvió entre sus brazos. La carne de su rostro parecía cera fría.

—No te duermas —dijo con la voz rota—. Quédate conmigo, Jason.

Pero no hubo respuesta.

—¡Aguantad! —gritó Rictus—. Lanzas arriba. Olvidaos de los malditos escudos. ¡Pinchad a esos cabrones!

Centenares de macht se habían congregado ya y luchaban en una gran masa circular de cuatro o cinco hombres de profundidad. A su alrededor, los qaf rugían como una manifestación más de la tormenta, atacando las lanzas solos o por parejas, a veces penetrando lo suficiente para agarrar a un hombre, pero más frecuentemente acabando atravesados, rugiendo de rabia al morir con las puntas de lanza clavadas en los ojos. No tenían disciplina ni método de lucha, sólo la furia descarnada de los animales, y eran incapaces de combinar sus tácticas. De haberlo hecho, los macht hubieran sido rápidamente arrollados. Rictus se apartó de las primeras líneas y observó a los qaf correr por el campamento. No eran tantos como había creído. Tal vez unos cuantos centenares. Entre la nieve, pudo ver otras formaciones de macht luchando igual que la suya, hombro a hombro y con los talones clavados en el suelo.

Silbido se unió a él.

—Están retrocediendo un poco. No son mucho más que animales después de todo.

—¿Quién hay aquí? ¿Algún centurión?

—Dinon, y Navarnus de los Búhos.

—De acuerdo. Aguanta aquí con ellos. Me llevaré un centón.

—Rictus…

—Haz lo que te digo.

Rictus reunió a unos cien hombres, y los condujo hacia adelante, donde la furia de los qaf era más intensa. Avanzaron paso a paso, con las lanzas apuntando en todas direcciones, acuchillando como posesos a los monstruos que se cernían sobre ellos. Uno de los qaf se arrojó contra el grupo, y su enorme peso hizo salir por los aires a media docena de hombres. Los de las filas interiores desenvainaron los cuchillos y espadas y cayeron sobre él como buitres, despedazando a la bestia mientras trataba de volver a levantarse.

Los qaf retrocedían. Por toda la ruina del campamento, otras formaciones de macht seguían el ejemplo de Rictus, y avanzaban para enfrentarse a los grupos más numerosos de enemigos. Los macht se convirtieron en monstruos mayores que aquéllos a los que se enfrentaban, monstruos de cien cabezas y cien puntas de lanza afiladas en un solo cuerpo, y que se movían como un solo ser. A medida que los qaf se separaban, se volvían más fáciles de matar uno por uno, hasta que llegó un instante decisivo. Las bestias emitieron un aullido colectivo. Se alejaron de las formaciones de lanceros, rugiendo y escupiendo su odio. Los macht pudieron levantar la vista y verlos ascender por las laderas de las montañas, trepando por las alturas sembradas de rocas a una velocidad increíble, convertidos en cuadrúpedos, impulsados por sus largos brazos.

Parecieron llevarse la tormenta consigo. Cuando el último de los qaf desapareció entre los pliegues de roca de las cumbres, el viento amainó, y poco después la nieve empezó a caer entre un pesado silencio; parecía que los gruesos copos tenían la intención de enterrar a los muertos.

—Todo está en silencio —dijo Jason—. ¿Estoy muerto, pues?

—Si es así, estás en mala compañía —le dijo Rictus.

Jason abrió los ojos. Tiryn, como siempre, Rictus y Mynon, todos mirándole como si fuera una especie de bicho raro. Tenía calor. Olía a humo de leña y sentía el calor de las llamas. Casi había olvidado cómo era.

Entonces llegó el dolor, que le inundó las extremidades, una oleada exquisita de sensaciones que regresaban. Mostró los dientes.

—He oído decir que el infierno es un lugar cálido —dijo.

—Te llevaremos allí muy pronto —dijo Mynon, sonriendo.

—Pareces más viejo, Mynon. ¿Es gris lo que veo en tu barba?

—No más que en la tuya, Jason.

—¿Qué ha ocurrido? —Las imágenes iban volviendo a su lugar. Estaba vivo; estaba vivo. Y el viento había cesado.

—Creí que era el momento de salir de esas montañas —dijo Rictus—. Estamos otra vez en la carretera, avanzando a buen ritmo, o a un ritmo tan bueno como se puede esperar en este maldito lugar.

—Ah, Rictus, despiértame cuando lleguemos adonde haya uvas en las viñas y manzanas en los árboles.

—Lo haré, Jason, tienes mi palabra. Y ya no falta mucho. —Rictus trató de sonreír, pero el gesto no llegó a nada. Tenía una gran mancha de sangre seca en el rostro. Sus ojos parecían mirar más allá de Jason, hacia una distancia invisible. Los de Mynon tenían la misma mirada.

Cuando se marcharon, Tiryn acercó a Jason al fuego para que pudiera ver su asombroso calor y, más allá, el manto blanco del mundo, manchado con las motas negras e insignificantes de hombres en movimiento, a varios pasangs de distancia.

—¿Qué hacen tan lejos del campamento? —preguntó a Tiryn en tono irritado.

—Están buscando un camino para salir de las montañas. Cuando la nieve amainó, algunos de los que estaban más arriba juraron que podían ver tierras verdes más allá, hacia el oeste.

—¿Fue muy malo, Tiryn?

—Pensé que habías muerto —dijo ella, tocándole el rostro.

—No, no, maldita sea. El ejército.

—Muy malo. Vi a hombres llorando. Todos los enfermos y heridos fueron masacrados, y varios centenares más murieron entre las mantas, o desarmados. Rictus los reagrupó. Los hombres se reunieron con él y consiguieron detener a los qaf.

—Otra victoria, por lo que veo —dijo Jason, con la boca convertida en una línea amarga.

—Otro túmulo funerario. Lo erigieron ayer, y luego Rictus ordenó seguir adelante. Hace más calor; ¿lo notas? Incluso aquí ha llegado la primavera, Jason. Puedo olerla. En las tierras bajas, es pleno verano. Cuando salgamos de estas montañas, no pasará mucho tiempo antes de que tengas tus uvas y manzanas. Yo también te lo prometo.

—Te quiero —dijo Jason, sin mirarla.

—¿Qué?

—Ayúdame a levantarme; no te quedes mirándome como una ternera degollada. Quiero ponerme en pie y oler ese aire nuevo que dices.

Estaba más fuerte, lo sentía en los huesos. Lo peor había pasado. Su respiración nunca seria la de antes, pero estaba vivo. Y tenía a aquella mujer junto a él, aquella hermosa mujer que ni siquiera era humana. Y no le importaba un comino.

—Cuando salgamos de las montañas, encontraremos algún lugar, tú y yo —dijo a Tiryn——. Algún lugar donde no haya nieve ni ejércitos. Un lugar tranquilo.

—Uvas y manzanas —dijo Tiryn con un brazo en torno a sus hombros.

—Hogar y familia.

Bajaron por fin de las alturas, una maltrecha columna de hombres harapientos y tambaleantes, con las barbas largas y enmarañadas y los rostros ennegrecidos por el viento y el frío. Entre ellos arrastraban treinta o cuarenta carros desvencijados, y se turnaban para tirar de ellos y empujarlos sobre las rocas. En ellos llevaban apilados los escudos y yelmos y las calderas en las que llevaban tanto tiempo sin cocinar, y en su fondo yacía el oro de Tanis, o el que había sobrevivido. Sabiendo que estaba en los vehículos, los hombres tiraban de ellos sin protestar. En cuanto la supervivencia volvió a parecerles posible, el oro adquirió una nueva importancia.

Avanzaban con las lanzas en la mano. Habían abandonado las armaduras en las montañas, excepto los que llevaban la Maldición de Dios. Al descender, el aire se volvió más cálido a su alrededor, y desecharon los harapos que habían atado en torno a sus cuerpos, se despojaron de los sucios vendajes de sus pies y marcharon descalzos, sintiendo la hierba nueva bajo sus plantas. Sus ojos centelleaban, hundidos en rostros descarnados. Algunos lloraban en silencio al marchar, incapaces de creer lo que veían.

La tierra se extendía ante ellos, una inmensidad verde y azul que llegaba al horizonte. Aquí y allá el destello de un río reflejaba el sol, y había árboles, campos de cultivo, huertos y pastos con animales moviéndose en rebaños. Más cerca, una ciudad grande se extendía al pie de las colinas, y el humo se elevaba de sus chimeneas en mil hebras grises. No tenía murallas, y las casas estaban construidas con piedra pálida y tejas de arcilla, como las que usaban los mismos macht en las Harukush.

—Allí está Kumir —dijo Rictus, señalando—. Formaremos ante la ciudad y enviaremos una embajada, pidiendo provisiones. La tierra aquí es muy rica, y el camino hasta el mar muy fácil.

—¿Cuánto falta para el mar? —preguntó Silbido, rascándose su cráneo cubierto de cicatrices.

—Un hombre a paso ligero podría llegar en dos semanas, supongo.

—Aristos debe estar ya muy cerca —dijo Silbido—. Si aún esta vivo.

—Creo que lo está —dijo Rictus—. Los de su calaña siempre lo están.

Él y Gominos habían pasado por allí antes que ellos. Los ancianos de la ciudad salieron a hablar con Tiryn, Jason y Rictus con varios jóvenes armados a sus espaldas. Habían visto en las colinas sobre su ciudad a un ejército temible, de cinco mil hombres o más, todos en formación con los rostros flacos y hambrientos como lobos, rodeados por un olor a rancio y completamente cubiertos de suciedad excepto en las puntas de las lanzas, que relucían con un brillo doloroso al sol de principios de verano. Era un ejército de vagabundos, pero vagabundos disciplinados, y más aterradores aún por ello.

El alcalde de la ciudad era un anciano kefre, con la piel dorada algo marchita, pero con los ojos aún del violeta intenso de las castas altas kefren. Se adelantó apoyado en un bastón negro, rodeado por otros dos ancianos apenas menos débiles que él.

—Sois macht —dijo en asurio.

—Lo somos.

—Hemos visto antes a hombres como vosotros. Hace nueve días, unos mil soldados pasaron por aquí. Robaron nuestro ganado, saquearon nuestras granjas y mataron a nuestra gente sin motivo alguno. ¿Habéis venido a terminar lo que ellos empezaron?

—Aristos —dijo Rictus con los dientes apretados.

Fue Jason quién habló en el idioma del propio alcalde.

—Necesitamos comida, animales de tiro y carretas. Dánoslos, y te juro que no os haremos ningún daño.

—¿Cómo puedo creerte?

Tiryn se adelantó, soltándose el velo.

—Puedes creerle. No son como los que vinieron antes. Éstos son hombres de honor.

El anciano kefre la miró fijamente, sorprendido y escandalizado.

—¿Qué haces ahí con esos animales? —preguntó en kefren, el idioma de los reyes.

—Los estoy guiando a su casa. Cuanto antes les des lo que necesitan, antes se habrán marchado. Están muertos de hambre. Si no se lo das, lo tomarán.

El kefre asintió lentamente.

—Así ha sido siempre. No se puede decir que no a las lanzas. Muy bien. —Hizo una pausa—. He oído historias del sur. ¿Son éstos los macht que lucharon contra el gran rey?

—Lo son.

—Entonces les daremos de comer. Pero maldeciremos sus nombres, y nos dolerá cada paso que den sobre nuestro mundo.

Tiryn asintió.

—Lo sé —dijo.

Marcharon a través de las colinas verdes y las tierras de cultivo de Askanon, y al llegar al rio Sardask consultaron el mapa de Jason y decidieron cruzarlo antes de que se ensanchara en las llanuras de más abajo. El ejército chapoteó con el agua hasta los muslos, acampó en la orilla opuesta y envió grupos de aprovisionamiento. Los hombres sacaron agua del rio y la pusieron a hervir en los centoi, mientras escogían las reses para la comida del día entre el rebaño que viajaba con ellos. Los ciudadanos de Kumir habían entregado todos sus animales de tiro a Aristos, y también lo que quedaba en sus almacenes de grano después del invierno. Había quedado muy poca cosa para el grueso de los macht, pero había bastado para aquellos hombres hambrientos. Al menos por el momento.

Rictus y Jason estaban en la orilla del río, contemplando su paso y arrojándole piedras como niños aburridos. Ambos llevaban la Maldición de Dios. Ambos estaban tan flacos como era posible estarlo y seguir con vida. Parecían casi de la misma edad; Rictus había perdido los últimos rastros de su juventud en las Korash. Su rostro estaba cubierto de arrugas y tenía una barba incipiente, pese a su tez clara.

—En las montañas, cruzamos la línea donde los ríos deciden hacia dónde fluir —dijo Jason—. Durante toda la marcha hasta ahora, corrían de oeste a este, en dirección a las tierras bajas del Imperio Medio. Aquí, a este lado de las montañas, fluyen de este a oeste. Este río termina en el mar, Rictus. —Sacudió ligeramente la cabeza y soltó una risita.

—Yo nací junto al mar ——dijo Rictus. Un momento más tarde, añadió—: Me gusta su sonido, su olor. Me alegraré de verlo otra vez.

—Ah, es algo digno de verse, supongo. Pero yo no volveré a embarcar, si puedo evitarlo.

Rictus se volvió, sorprendido.

—Tendrás que embarcar, si quieres llegar a las Harukush.

—Es cierto. Tenía intención de decírtelo, y parece que ha llegado el momento. Os dejaré muy pronto, a ti y al ejército. —Rictus enmudeció y le miró fijamente—. Estoy harto de guerras, Rictus. He visto suficientes muertes. He recorrido medio mundo, matando y viendo matar a otros. La mayor parte de mis amigos han muerto. Yo… —Vaciló un poco—. No tengo hijos que puedan continuar mi nombre. No tengo nada más que la armadura negra que llevo a la espalda, y los callos de la lanza en las manos. No es gran cosa a cambio de toda una vida.

—Tienes un nombre entre los hombres a los que has dirigido, y pronto lo tendrás entre todos los macht. Si vuelves a casa, serás un héroe. No hay ninguna ciudad en las Harukush que no quisiera contratar al hombre que trajo a los Diez Mil de vuelta de Kunaksa.

—Ya no soy ese hombre.

Rictus apartó la vista.

—¿Es por la mujer? ¿Es por Tiryn?

—Por ella, y por tantas otras cosas.

—¿Crees que podréis vivir en paz aquí en el Imperio? ¿Un macht y una kufr juntos?

—El Imperio es un lugar muy grande. Mi intención es que nos perdamos en él. Quiero paz, Rictus. Quiero suelo que arar, uvas que cultivar y un perro viejo que se rasque tumbado a mis pies.

Rictus sacudió la cabeza. Por un segundo, pasó por su mente la imagen del bosquecillo de su padre, los edificios de la granja, el tranquilo río.

—El gran rey te perseguirá —dijo, no sin amargura.

—Creo que tendrá otras cosas de qué ocuparse. Por lo que hemos oído, una buena porción del Imperio está sumida en el caos. Dejaremos que se entretenga con eso durante un tiempo, y se olvidará de nosotros.

—Te equivocas, Jason. Podrías quedarte con nosotros. Regresar a las Harukush.

—¿Y crees que podría establecerme allí en paz, con una mujer kufr como esposa? Prefiero correr el riesgo de enfrentarme a las iras del gran rey. Estoy decidido. Tiryn y yo dejaremos el ejército por la mañana. Lo siento, Rictus.

El iscano se alejó un poco. Contempló el oeste y la distancia azul donde se ocultaba el sol.

—Te deseo suerte, entonces.

Jason le apoyó una mano en el hombro.

—Estás muy lejos del cabeza de paja al que contraté en Machran. Naciste para dirigir, Rictus. Tu época en el ejército acaba de empezar. Tú también te has ganado un nombre entre los macht.

—Quédate un poco más. Ven a ver el mar conmigo, Jason, y luego márchate. Haremos una fiesta para celebrar tu despedida. No quiero que te vayas como un ladrón en la noche.

La voz de Rictus era ronca y espesa. Continuó contemplando el horizonte del oeste. Jason le sacudió levemente.

—Muy bien. Supongo que una vida nueva puede esperar unos días más.