Aquella antigua idea
A la salida del sol, Vorus podía levantarse y ver un solo cuadrado de cielo azul en el ladrillo abovedado del techo. Su celda era pequeña, apenas de una lanza por lado, pero se elevaba en curvas de ladrillo ennegrecido hasta llegar a aquel punto. Durante unos momentos mágicos de cada día, el sol descendía por aquel agujero como una escala de luz arrojada para él. Luchaba por ponerse en pie, con los grilletes cortándole las muñecas y tobillos, y los pies resbalando sobre la empapada paja del suelo. Durante aquellos breves instantes, podía ver el rostro de la poderosa Araian todos los días, y sentirse ligero como el polvo que bailaba en el rayo de sol. Luego el momento pasaba, y volvía a encontrarse en la oscuridad, cubierto por su propia suciedad, con los grilletes clavados en la carne y las ratas correteando entre las tinieblas que le rodeaban. Le parecía que aquella existencia subterránea había durado mucho tiempo, pero no habían podido transcurrir más de siete días. U ocho… o diez. Ya no estaba seguro. Tal vez habían sido diez años. Pero era un hombre paciente, y su mente estaba clara. Desde que estaba allí, sus únicas distracciones diarias eran la llegada de un cuenco a través de una rendija en la puerta y la aparición del sol. Había meditado sobre su situación con ecuanimidad, sabiendo que las cosas volverían a irle bien. Sólo tenía que esperar, y llenar las horas vacías con sus pensamientos.
Después de Irunshahr había cabalgado hacia el sur entre sus tropas en retirada, sin tratar de detenerlas ni de establecer ningún tipo de orden en el caos. Ya no era su trabajo. Había viajado durante cuatro días, subsistiendo con los restos de comida que llevaba en las alforjas, siguiendo la carretera imperial hacia el sureste pero manteniéndose lejos de ella, observando cómo el Imperio recuperaba lentamente el control del ejército destrozado por los macht. Había pasado una noche con un anciano granjero, solo en su casa de tejado de turba, con su perro y su campo de trigo. El anciano le había hablado del fin del mundo, de la caída del Imperio y del regreso de Mot para atormentar el rostro de Kuf y liberar al gran Toro, que destruiría todas las obras de los kefren. La noticia del motín de los juthos se había extendido rápidamente, y había rumores de levantamientos por todo el Imperio Medio. Los esclavos se habían vuelto al fin contra sus antiguos amos.
El Toro estaba suelto.
La noticia avanzó rápidamente por la carretera imperial. En Edom, Vorus había sido arrestado por orden de Tessarnes, el kefre a quien cediera el mando del ejército. Lo habían encerrado allí para que pudiera contemplar todos los días un pie cuadrado de cielo. Tras ser encadenado, se había tumbado y disfrutado del que tal vez había sido el sueño más largo y profundo de su vida. Había pasado mucho tiempo desde que su mente se encontrara realmente en paz.
La cerradura giró en la puerta, un sonido que no había escuchado desde su llegada. Se puso en pie, desnudo, con la barba enmarañada y el pelo lleno de piojos, esperando la nueva distracción.
Doblados casi por la mitad, dos honai de la guardia imperial penetraron uno tras otro en la celda. Su armadura era tan brillante y cubierta de joyas que parecía que algo de sol había regresado con ellos, incluso en el tono dorado de sus rostros bajo los altos yelmos. Llevaban espadas desnudas en las manos, y ocuparon sus puestos en los rincones de la celda sin una sola palabra.
Entró un tercer kefre, envuelto en pliegues de seda color medianoche y con la cara cubierta por el komis. Pero Vorus reconoció sus ojos. Se inclinó al instante.
—Majestad, es un honor.
El gran rey se irguió, e hizo lo mismo que había hecho Vorus al entrar en la celda por primera vez; mirar el cuadrado de cielo en lo alto. Enfrentó la mirada de Vorus, con sus ojos casi negros en la penumbra. Asintiendo, ordenó a los guardias que salieran. Los hombres vacilaron y luego obedecieron en silencio.
—Y cerrad la puerta al salir.
El gran rey y su general, juntos y a solas, permanecieron en pie sobre la apestosa paja mientras las ratas corrían alrededor de sus pies.
—No podía hacer otra cosa, amigo mío —dijo Ashuman. Su voz era ronca y espesa.
—Lo sé. Eres el rey, después de todo.
—Dejaste marchar a Proxis. Sabías lo que iba a hacer.
—Tenía cierta idea, sí.
—¿Por qué, Vorus? ¿Por qué?
El macht cayó de rodillas sobre la paja.
—Perdóname —dijo—. Creo que me estoy haciendo viejo.
Sonrió a la figura velada que se erguía sobre él en actitud amenazadora, de no ser por el dolor reflejado en sus ojos.
—Quería dejarle elegir por sí mismo. No tenía ningún derecho a obligarle.
—Eras su superior, su amigo. Tenías todo el derecho.
—Mi señor, debía mi vida a Proxis. Ahora he pagado esa deuda.
—Ha destrozado el Imperio.
Con gran suavidad, Vorus dijo:
—Ha liberado a su pueblo.
—Ha provocado una nueva guerra para su pueblo. En cuanto lo supe, puse a mi ejército en camino. Jutha volverá a ser subyugada. El Imperio volverá a unirse. Resistiré.
—Resistirá, si, pero tal vez bajo otra forma. Mi señor, aquí, al final de mi vida, he comprendido que no se puede esclavizar eternamente a toda una raza.
—¿Ha sido sólo el destino de tu amigo el que ha sugerido esa idea, o el cambio se debe a haber perseguido a tu propia gente? El Vorus al que conoció mi padre no diría cosas como ésa.
—Entonces era más joven. No había visto tanta muerte. Y sí, volver a ver a mi gente me ha cambiado. Si Proxis no hubiera desertado en Irunshahr, yo habría destruido a los Diez Mil, y ahora me alegro de no haberlo hecho. Me alegro de que Proxis se llevara a su pueblo a casa, y me alegro de que mi gente escapara.
—Creí que eras leal. Creí que eras mi amigo.
—Soy tu amigo, gran rey. Pero tú y el Imperio no sois la misma cosa.
—Lo somos; tenemos que serlo. Mi raza, mi sangre crearon esta antigua idea de la nada. Ordenaron el mundo, acabaron con las guerras, hicieron posible que los granjeros cultivaran sus tierras. Consiguieron la paz para millones de personas. ¿Qué han hecho tus macht para ser tan poderosos?
—Creen en la libertad —dijo Vorus—. Y nadie se la quitará, ni tú ni ningún otro rey con corona.
—¡Libertad! ¿Fue eso lo que enseñaron a la gente de Ab Mirza? Son bárbaros. Han traído la guerra a todo el Imperio, y justo cuando estaba en tu poder derrotarles, fracasaste.
—Sí, fracasé. Y sí, son bárbaros. Pero son mi gente, después de todo. Moriré siendo uno de ellos.
Hubo una pausa. Luego Ashuman preguntó:
—Tu armadura negra. ¿Dónde está? No la llevabas cuando te capturaron.
—La enterré.
—Para que ningún kufr la encontrara.
—Para que ningún kufr la encontrara.
Los ojos del gran rey relampaguearon.
—Un traidor, al fin y al cabo.
—No, mi señor. Un siervo leal cuya utilidad ha llegado a su fin.
—Quieren que te queme vivo, aquí en las murallas de Edom, como a un delincuente común.
El rostro de Vorus se tensó ligeramente.
—Que así sea.
Ashuman le observó largamente.
—No creo que mi padre hiciera algo así a un amigo.
—Tu padre hubiera hecho lo que considerara necesario, y hubiera lamentado esa necesidad más tarde, en privado. Pero lo hubiera hecho.
Ashuman metió la mano bajo su túnica y extrajo un cuchillo largo. Lo arrojó al suelo ante Vorus con un fuerte golpe.
—Yo no soy mi padre —dijo simplemente.
Vorus contempló el cuchillo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Miró a Ashuman y sonrió.
—Gracias, mi señor —susurró.
El gran rey se inclinó profundamente ante su siervo, y espetó:
—¡Guardias!
La puerta volvió a abrirse delante de él.
—Adiós, Vorus.
El general macht se inclinó en silencio y Ashuman abandonó la celda. La puerta rechinó al cerrarse tras él, y la llave giró en la cerradura.
Vorus tomó el cuchillo y comprobó el filo. Miró por última vez hacia el cuadrado de cielo azul sobre su cabeza.
—Proxis —dijo—. Te deseo suerte.
Y se hundió con fuerza la afilada punta del cuchillo en el corazón.