Filas menguadas
Salió el sol, una mera luz gris detrás de las montañas. La nieve caía en ráfagas, arremolinándose en torno al campamento, cubriendo las pestañas y las barbas de los hombres que yacían tiritando medio dormidos junto a los restos de troncos que ardían. En la zona de intendencia, los bueyes y mulas permanecían apáticos y cabizbajos.
—¿Cuánta ventaja nos lleva? —preguntó Rictus, frotándose los ojos.
—Llegaron al tren de intendencia mucho antes de que amaneciera —le dijo Mynon—. O eso me han dicho, en cualquier caso. Se han llevado una docena de carros, nada más.
—Viajarán ligeros —dijo Mochran, y se inclinó para toser y arrojar al suelo un escupitajo verde—. Tal vez nos lleva dos turnos de marcha, y sin carretas ni heridos que les obliguen a aminorar el paso.
—¿Por qué no me ha avisado nadie? —Los ojos de Rictus centelleaban de ira.
—Los hombres les dejaron marchar. ¿Qué podían hacer, empezar a luchar en el campamento y matar a sus propios camaradas?
—Sólo él y Gominos, entonces.
—Sí, y de buena nos hemos librado —espetó Mochran—. Han dejado el oro, lo que ya es algo. Supongo que pesaba demasiado para ellos. Pero se han llevado provisiones más que suficientes para alcanzar el otro lado de las montañas.
—Nos han dejado poca cosa, entonces.
Mynon suspiró, cobijando su brazo herido bajo la capa.
—Así es.
Rictus miró al oeste, hacia los valles y montañas coronadas de blanco. Dos morai enteras, unos setecientos hombres, habían abandonado el campamento en mitad de la noche y nadie había pensado en despertar al nuevo líder, el joven idiota que se creía capaz de dirigirles.
—Si no somos un ejército, ¿qué somos? —dijo. Mynon y Mochran le miraron amargamente—. De acuerdo. Preparad las cosas. Será mejor emprender la marcha y cubrir algo de distancia durante el día de hoy.
—¿Crees que los kufr todavía nos persiguen? —preguntó Mochran.
Se volvió hacia el este, pero el aire era un velo de nieve y resultaba imposible ver nada.
—Creo que sí.
—Si los juthos se han alzado contra ellos, es posible que tengan demasiados problemas —dijo Mynon, pasándose los dedos por la barba, que había adquirido un tono negro y plateado.
—Tal vez. Pero mantendremos la vigilancia en la retaguardia, y marcharemos como soldados.
Mynon se alejó con algo parecido a una mueca burlona en el rostro. Mochran se quedó un momento más, contemplando el cielo gris, que devoró la primera luz del sol.
—No son los kufr los que deben preocuparnos ahora, Rictus. Son estas montañas.
Sólo habían recorrido unos cuantos pasangs cuando la nieve arreció y el viento empezó a aullar sobre los picos circundantes. La morai de Phinero, a la vanguardia de la columna, abría el camino al resto, aplastando la nieve, usando las lanzas como bastones y enviando a los más ligeros a adelantarse y asegurar el camino. De vez en cuando, encontraban evidencias del paso de Aristos delante de ellos: un par de sandalias abandonadas, excrementos al borde del camino. Pero pronto la nieve cubrió cualquier posible rastro, y la columna principal del ejército marchaba dentro de su propio mundo, un mundo definido por la nieve, los flancos grises del valle rocoso, y la esforzada espalda del hombre de delante, abrigado hasta los ojos.
Los hombres se detuvieron a mediodía para comer pan duro y queso rancio. Muchos cortaron tiras del borde de las capas para envolverse los pies insensibles, mientras otros empleaban sacos de grano vacíos del tren de intendencia. No estaban equipados para un clima frío, pero eran macht, habituados a las montañas, familiarizados con la ensoñación propia de un hombre vencido por el frío y con la blanca dureza de la carne congelada que había que calentar antes de que se volviera negra. Sin embargo, había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que sintieron el mordisco de la escarcha en los rostros o se vieron obligados a marchar a través de la nieve; todo aquello les parecía una especie de reeducación en una vida pasada. Los desiertos de Artaka, las llanuras humeantes de Pleninash eran como un sueño de brillantes colores recordado a medias antes de despertar. Las tormentas de nieve que rugían en tomo a sus rostros y el peso apenas percibido de las montañas de alrededor constituían toda la realidad existente.
Aquella noche, por mucho que buscaron en las laderas más bajas de las montañas, los retorcidos valles y salientes con sus ríos blancos y espumeantes, no pudieron reunir leña suficiente para hacer nada más que calentar la comida de la noche. Los hombres se reunieron en torno a los centoi comunitarios con la nieve pegada a sus espaldas, y se turnaron para acercarse al calor y descongelar sus pies y manos mientras la luz del fuego jugaba con sus rostros pelados. Aferraban los cuencos de guiso con ambas manos para saborear el calor antes de tragar el caldo claro del interior, apretando los dientes para contener los escalofríos e intercambiando bromas e insultos con sus compañeros. Luego se dirigieron a sus vivacs, extendieron las mantas sobre la nieve y se tumbaron espalda contra espalda en largas hileras, con las cabezas cubiertas y los pies helados recogidos bajo los harapientos bordes de sus capas.
Pasaron cinco días del mismo modo. La nieve nunca se volvía lo bastante espesa para obligarles a detener la marcha, pero tampoco se abría lo suficiente para permitirles ver el sol. La altura aumentó, y empezaron a sentir que el aire se volvía menos denso a su alrededor, mientras la tierra bajo sus pies se alzaba al encuentro del cielo. Sólo por la noche la nube se aclaraba un poco, y los hombres tumbados sobre la nieve podían mirar más allá del vapor gris de su propia respiración para distinguir las estrellas blancas e implacables, tan brillantes como en las cimas de las Harukush, con la Marca de Gaenion mostrando el camino a casa. Por la mañana, tenían que liberarse de las mantas acartonadas y quebradizas como si rompieran cristal, con las barbas teñidas de blanco, de modo que parecían un ejército de ancianos. Cuando murieron los primeros heridos, los hubieran quemado con los cada vez más escasos restos de leña, pero Rictus lo prohibió. Los muertos fueron enterrados bajo montículos de piedras, y la madera se guardó para mantener con vida a los vivos.
Poco más de seis mil hombres se afanaban de aquel modo a través de los pasos altos de las montañas de Korash, en el decimoprimer año del reinado del gran rey Ashuman, el año de la rebelión jutha, el año siguiente al de la muerte del pretendiente Arkamenes en la batalla de Kunaksa. El ejército macht, que había sacudido el Imperio asurio hasta sus cimientos, desapareció en el techo rocoso del mundo como si nunca hubiera existido. Pero su marcha no pasó desapercibida; en los huecos nevados de las montañas había vigilantes que se percataron de su avance.
Rictus llevaba cada noche una jarra caliente de guiso a la carreta de Tiryn, normalmente acompañado por Silbido y uno o dos hombres más de su antiguo centón. Silbido había sido carretero en su vida anterior, y se ocupaba de la carreta de Tiryn y de los pobres animales que tiraban de ella, cepillándolos todas las tardes y revisando el vehículo tras los esfuerzos del día. Cuando las carretas se rompían, perdían una rueda o se les partía un eje, eran inmediatamente desmanteladas para hacer leña, pues no había madera con que repararlas, y las forjas de campaña no podían calentarse lo suficiente para arreglar las piezas de hierro de ruedas y yugos. El paso del ejército estaba marcado por el equipamiento abandonado, y muchos hombres habían arrojado sus escudos para avanzar más ligeros.
Quedaba algo de aceite para encender la única lámpara de Tiryn.
Rictus sacó la jarra de cerámica de bajo su capa. Demasiado caliente al tacto cuando la había preparado, la arcilla ya sólo estaba tibia. Tiryn repartió el guiso en un par de cuencos. Jason era ya capaz de sentarse, y aunque su rostro estaba pálido y demacrado, tenía la mirada clara. La fiebre que le había consumido había bajado al fin, tras alimentarse de su carne desde la batalla de Irunshahr. Rictus podría haberle rodeado el antebrazo, antaño tan robusto, formando un círculo con los dedos pulgar e índice. Mientras Jason comía el guiso, la cuchara le temblaba en la mano, como si incluso aquel ejercicio fuera excesivo para sus castigados músculos. Vio la mirada en los ojos de Rictus y sonrió, con lo que su rostro se convirtió momentáneamente en una calavera con cabello.
—No pongas esa cara tan larga. Estoy vivo, ¿no?
—Y doy gracias a los dioses por ello.
—Dáselas a Tiryn. Sin ella, estaría enterrado bajo un montón de rocas en la retaguardia. —Levantó la mano libre y apretó los dedos de la mujer kufr. Tiryn sonrió. Era hermosa. Rictus se preguntó por qué no se había dado cuenta antes. Durante un segundo, envidió a Jason aquella mirada. Ninguna mujer le había mirado nunca de aquel modo.
—Eres un hombre afortunado, Jason.
—Lo he sido más —respondió Jason, con la boca llena de guiso—. ¡Phobos! ¿Ya tenemos que comer mula?
—Cuando los animales mueren, los descuartizamos enseguida. Trato de conservar el grano para cuando no quede nada más.
—¿Cómo va la marcha, muchacho? Tardaremos más de lo esperado, supongo.
—El tiempo nos ha obligado a ir despacio, y hay tantos valles que miran al oeste que los exploradores tardan algún tiempo en averiguar cuáles permiten el paso. Tenemos que ir tanteando el camino poco a poco.
—Y entre tanto, nuestra vieja amiga el hambre marcha con nosotros. ¿Cómo estamos de provisiones?
—Aristos se llevó mucho más que su parte cuando se marchó. El ejército lleva varios días a media ración. Tal como están las cosas, se nos habrá terminado todo en tres días. Después, quedarán sólo los animales de tiro y lo que podamos sacar del suelo. Nadie ha visto rastros de caza desde que llegamos tan arriba, ni siquiera un pájaro. Esto es un desierto, Jason.
—Marcharemos sin comer —dijo Jason, encogiendo sus hombros huesudos—. Lo hemos hecho antes.
—Marcharemos sin comer —asintió Rictus, en tono inexpresivo.
Jason lo observó a la escasa luz de la lámpara, con el cuenco olvidado en su regazo.
—No es muy divertido encontrarse solo en la cumbre, ¿verdad, Rictus?
—Nunca lo había deseado.
—Y sin embargo me han dicho que se te da bien. Mynon y Mochran vienen a visitarme. Entre los dos te sacan más de cuarenta años, y se alegran de dejar las decisiones en tus manos.
Rictus no respondió.
—Te dejé a Aristos y sus amigos al mando de las morai —dijo Jason—. Eso fue culpa mía. Hubiera tenido que buscar mejores líderes.
—Lo hecho, hecho está.
—Tengo entendido que tu amigo Gasca murió.
—En Irunshahr, sí.
—Eso también fue culpa mía.
—¡No! Fue Aristos. Él…
—Fue culpa mía, Rictus. No soy el estratega que era Phiron. Dame un centón o una morai y me harás feliz. Pero un ejército como éste… No me di cuenta. Lo siento.
—Estas cosas ocurren —dijo Rictus.
—Ahora el ejército es tuyo. Tú lo llevarás a casa.
—¿Y tú?
Jason miró a Tiryn, y ella le devolvió la mirada.
—Yo tengo lo que quiero aquí mismo. Voy a dejar el ejército y la guerra.
—Yo… No te…
—¿Cómo se llamaba tu padre?
La pregunta desconcertó a Rictus por completo. Transcurrió un momento antes de que pudiera replicar.
—Se llamaba Aritus.
—Tuvo que ser un buen hombre, para educar un hijo como tú.
A la mañana siguiente, la nieve se aclaró un poco, convertida en copos duros que golpeaban la carne expuesta como si fueran de arena. El ejército avanzaba penosamente, con las morai agrupadas en los pasos estrechos entre las rocas, y algo más separadas donde el terreno se abría. La carretera imperial había desaparecido mucho tiempo atrás; la compañera pavimentada que había dirigido sus pies desde Kunaksa se había convertido primero en un ancho camino polvoriento con mojones de piedra a cada pasang, luego en un sendero apenas entrevistó, y finalmente en un mero recuerdo sepultado bajo la nieve.
Un río atravesó su camino, un muro de agua ancho, bullicioso y espumeante que descendía de las alturas y se ensanchaba al cruzar el fondo del valle. Los hombres lo vadearon, gritando de frío, apoyados en sus lanzas y tirando de las carretas y carros a través del torrente que les llegaba a la cintura. Un carro lleno de heridos chocó con una piedra invisible y se volcó. La mula chilló en sus arneses al caer con él. Cincuenta hombres chapotearon al instante para levantarlo de nuevo, pero cuando lo consiguieron la docena de heridos habían sido arrastrados por el agua, y eran meros puntos negros moviéndose corriente abajo para ser despedazados contra las rocas. El ejército acampó aquella noche empapado y tiritando. El agua congelada había dado a sus capas la dureza de una armadura. Se quitaron la ropa y se revolcaron desnudos sobre la nieve, golpeándose unos a otros hasta que la sangre rosada fue visible bajo la piel, devolviendo la vida a la carne de sus compañeros y riendo mientras lo hacían, capaces aún de ver el lado absurdo de las cosas.
Una nueva mañana, y al amanecer los hombres que se levantaron de sus vivacs descubrieron que algunos de sus camaradas no se levantaban con ellos, sino que permanecían tumbados, rígidos y fríos, con los rostros tranquilos como si durmieran tras un largo día de viaje. Los centuriones hicieron un recuento e informaron a Rictus, como todas las mañanas. Rictus recibió la noticia con el rostro muy serio. Más de tres docenas de hombres habían muerto congelados durante la noche, y otros muchos habían despertado con los pies convertidos en bloques helados e inútiles.
La leña se había acabado, de modo que los hombres masticaron tiras crudas de carne de mula o buey. Los corazones e hígados de los animales se reservaron para los enfermos y heridos que seguían con vida, y Rictus autorizó una ración de vino de los últimos barriles que quedaban. Hubo suficiente para que cada hombre tomara un trago largo, y luego los barriles se rompieron y la madera se cargó en las carretas para quemarla más tarde. El ejército erigió montículos sobre sus muertos, y continuó la marcha. Rictus pensó que había sido más fácil marchar hacia la batalla en Kunaksa.
Transcurrieron cuatro días más, y entonces un griterío en la vanguardia de la columna hizo que Rictus acudiera a la carrera, una figura harapienta envuelta en tiras desgarradas de ropa y mantas, con los pies cubiertos con los restos escarlatas de la capa de un hombre muerto. Tenía parches blancos y relucientes de congelación en el dorso de las manos y en el rostro, pero eso no importaba. Todos los hombres del ejército estaban afectados del mismo modo, y muchos seguían avanzando junto a la columna con los brazos y piernas ennegrecidos y medio putrefactos.
El joven Phinero se unió a Rictus, todavía sano y en forma. La pareja adelantó a Mynon, cabizbajo y derrotado, y a Mochran, cegado por la nieve y guiado por uno de sus centuriones.
Jadeantes, llegaron al lugar donde les aguardaban Silbido y los últimos Sabuesos de Phiron, en una pendiente elevada que permitía observar el fondo del valle. Había habido una avalancha en algún momento del pasado, y a su alrededor las rocas yacían como juguetes abandonados por un dios, despedazadas por la violencia de la caída. El viento era más fuerte allí; azotaba el aire y levantaba la nieve de la superficie de las rocas. Rictus luchó por respirar. El hambre había debilitado su resistencia, y una carrera de medio pasang le había dejado jadeante como un anciano. Incluso la Maldición de Dios le parecía pesada.
—¿Qué opinas de esto, Rictus? —preguntó Silbido. Levantó un aichme de hierro, arrancado del asta de la lanza. Tras él, sus hombres rebuscaban entre la nieve y gritaban al encontrar nuevos restos. Uno de ellos tropezó y blasfemó cuando sus pies resbalaron sobre la superficie lisa y convexa de un escudo.
—Esto es nuevo —dijo Phinero, apartándose la capa del rostro—. Mira, Rictus, un regatón. Así es cómo los fabrican en Machran. Veo la marca del herrero, Ferrius de Afteni.
—Seguid buscando —dijo Rictus—. Desplegaos. Silbido, ordena a la columna que se detenga.
Sus pies tropezaron con un montón de armas y equipamiento enterrado bajo la nieve. Algunos aichmes tenían manchas de sangre congelada. Avanzaron pendiente arriba, hasta encontrar un saliente rocoso en la ladera, demasiado redondeado para ser natural. Rictus empezó a apartar las piedras que lo cubrían, haciendo muecas al cortarse las manos frías.
Y allí, al apartar una roca del tamaño de su cabeza, encontró un rostro que lo miraba.
—¡Phobos! ¡Phinero, mira esto!
Apartaron más piedras, y los hombres gritaron al descubrir más cadáveres apilados debajo de ellos.
—Un montículo funerario —dijo pesadamente Rictus.
—Conozco esta cara… ¡Conozco esta cara! —gritó uno de los Sabuesos—. Éste es Creanus de Gleyr, de la morai de Gominos.
Rictus y Phinero se miraron.
—Hubo una batalla —dijo Phinero.
—Pero ¿contra quién luchaban?
—Salieron victoriosos, o no se hubieran quedado a enterrar a sus muertos. —Los cadáveres, que habían sido despojados de sus vestiduras, estaban azules y desnudos salvo en los lugares donde las marcas de las heridas les decoloraban la piel. El montículo era más alto que Rictus.
—Perdió a muchos hombres —dijo Rictus—. Esto no fue una simple escaramuza. Aquí hay doscientos muertos, o más.
Pinero observaba las cumbres nevadas de las montañas, y los estandartes de nieve levantados por el viento. Ni un solo pájaro se movía en aquel cielo salvaje.
—¿Quién diablos hizo esto?
Rictus empezó a colocar de nuevo las piedras sobre el montículo.
—Cuando nos encontremos con Aristos —gruñó—, se lo preguntaré.
Aquella noche, los macht instalaron sus vivacs más cerca unos de otros y, por primera vez desde su llegada a las altas montañas, acamparon como un ejército, con centinelas cada cincuenta pasos y la intendencia en mitad del campamento. Los grandes centoi se quedaron en las carretas, pues no había nada que cocinar en ellos, ni nada con que calentarlos. Los hombres se tumbaron en la oscuridad, masticando carne de mula cruda y especulando sobre el destino de Aristos y Gominos. A su alrededor, el viento rugía sobre los valles de las Korash, y su tono aumentó hasta parecerse al aullido de bestias perdidas en la tormenta. Sobre sus alas blancas, la nieve empezó a caer con más fuerza, hasta que una ventisca cubrió el mundo, y los centinelas recibieron la orden de regresar para no perderse. La nieve rugía y se agitaba en las garras del viento, y los copos gruesos y suaves se convirtieron en cascadas que empezaron a enterrar a los hombres.
Cuando llegó la mañana, no había luz ni oscuridad, ni este ni oeste, sólo el chillido vacío del viento y las nieves crecientes, un mundo devorado por la furia de las montañas interminables.