Contando piedras
Había empezado a nevar de nuevo. La nieve caía en remolinos sobre el campamento y cubría el mundo de gris. El único color estaba en los corazones del millar de hogueras que moteaban el suelo del valle, manchas de luz amarilla rodeadas de montañas por todas partes, como titanes que contemplaran los afanes de las hormigas. No se habían cavado trincheras, ni había ningún orden en los vivacs. El campamento de macht ya no se parecía al de un ejército, sino a un conglomerado desordenado de individuos. La mayor parte de los centones se mantenían juntos, pero en general parecía que la organización jerárquica del ejército se había abandonado.
—¿Cómo está? —preguntó Rictus, asomando la cabeza por debajo del toldo de la carreta. El viento empezaba a arreciar, y aunque el frío no era excesivo para alguien criado en las montañas, hacía que el cuero temblara y se resistiera como un pájaro atrapado.
—Duerme —dijo Tiryn—. He conseguido hacerle tomar algo de sopa esta mañana, pero nada desde entonces. Necesito más agua.
—Te la traeré. —Rictus hizo ademán de marcharse, pero los dedos fríos de Tiryn se cerraron en torno a su muñeca.
—¿Qué está ocurriendo ahí fuera, Rictus?
El rostro del iscano no se alteró.
—Están hablando, siguen hablando.
—Entonces tú deberías estar allí, hablando con ellos.
—No tengo nada que decirles.
—Muchos hombres tienen fe en ti. No puedes dejar que Aristos se salga con la suya.
Rictus la miró fijamente, con los ojos del color del cielo oscurecido por la nieve.
—Te traeré el agua —repitió antes de alejarse.
Tiryn volvió a atar el toldo, y en el interior de la carreta sólo quedó el resplandor tembloroso de una lámpara de arcilla. Junto a ella, envuelto en su capa roja y en todas las mantas que Tiryn había podido reunir, yacía Jason.
Le apartó el cabello oscuro de la frente. El sonido de su respiración llenaba la carreta, como un combate sonoro en estertores.
Una punta de lanza había pasado por encima del borde de su coraza, justo a la altura de la clavícula, y había descendido hasta el pulmón.
La respiración se detuvo un instante. Jason abrió los ojos. Su voz era una débil brisa. Tiryn tuvo que inclinarse hacia él para oírlo.
—Rictus ha estado aquí —graznó.
—Ha ido a buscar agua.
Jason se lamió los labios agrietados.
—Hace frío —dijo.
—Estamos en las montañas, en las Puertas de Irun.
—Hace frío —repitió él, cerrando los ojos.
Ella se tumbó a su lado, acercándose a él para compartir el calor de su cuerpo. Al otro lado podía ver su coraza, negra y ominosa. Jason no podía relajarse si la armadura no estaba junto a él. Ella detestaba aquella negrura intocable, que no revelaba nada, que no parecía inmutarse por nada. Era como si la lápida de su tumba se encontrara ya junto a Jason en la parte trasera de la carreta, observándole luchar por su vida con fría indiferencia.
¿Cuántos días habían transcurrido desde la batalla? ¿Cuatro, cinco? Últimamente, todos le parecían iguales. Tiryn había presenciado con verdadero horror el ataque de la caballería asuria; había creído que la batalla estaba perdida y el ejército destruido. Los asurios y los hombres de Aristos habían luchado entre los carros de intendencia, mientras Rictus y las tropas ligeras corrían colina arriba en ayuda de la línea principal. Todavía no estaba segura de cómo había sucedido todo, pero los hombres decían que los juthos habían desertado del campo de batalla. Les había salvado una intervención de la propia Antimone, según opinaban muchos. En cualquier caso, había sido una victoria muy amarga. Más de dos mil muertos, y centenares de heridos. Tiryn había subido por la colina frente a Irunshahr, entre charcos escarlatas y entrañas de hombres y caballos. Había llegado a la cima en busca de Jason, cuyo grupo se encontraba a la izquierda, donde había ocurrido el desastre. Nunca había estado en un campo de batalla, nunca había visto el suelo cubierto de cuerpos rígidos y en movimiento, macht y kefren gimiendo unos junto a otros, caballos chillando y tratando de levantarse sobre los huesos rotos de sus patas. No sabía que iba a tener que presenciar aquella maraña concentrada de carne lacerada. Finalmente fue Rictus quien le encontró, quien le hizo transportar a las carretas sobre una camilla fabricada con lanzas. Lo único que había alegrado un poco a Tiryn fue que Rictus diera por sentado que Jason debía estar con ella.
—Cuida de él —le había dicho Rictus, con los ojos fríos como las montañas.
Con la derrota del ejército kufr, el gobernador de Irunshahr había visitado su campamento bajo una rama verde, para pedir clemencia. No sabía hasta qué punto había sufrido el ejército, pero podía ver el fin de sus esperanzas desapareciendo por la carretera imperial en dirección este, presa del pánico. Se arrodilló ante aquellos hombres manchados de sangre y vestidos de bronce, y suplicó por la vida de su ciudad. De haberlo sabido, hubiera podido mantener las puertas cerradas con impunidad. Los macht no estaban en condiciones de asaltar las murallas, y tampoco tenían estómago para ello. Rictus y Aristos representaron una comedia de dos actores, con el gran iscano taciturno como un pilar de mármol, y Aristos arrogante como un príncipe kefren. Gracias a ello, el ejército había podido reaprovisionarse hasta cierto punto.
—Buridan —dijo Jason—. ¿Dónde está Buridan?
—Muerto —le dijo Tiryn—. ¿Recuerdas?
Jason abrió los ojos. Durante un instante, parecieron claros, aunque lo que veían no se encontraba en la penumbra de la carreta. Sonrió amargamente, sin mirarla.
—Phiron lo hubiera hecho mejor. Me lo ha dicho. —Sus ojos quedaron en blanco—. Oigo sus alas. Está muy cerca. —Volvió a dormirse.
La lámpara se apagó, y sólo quedó la oscuridad de la carreta y el jadeo de la respiración de Jason junto al latido de su propio corazón. En el exterior el viento azotaba el valle. En las Korash, el verano ni siquiera era aún un pensamiento. La propia primavera acababa de asomar, apenas con fuerzas para hacer crecer la hierba. La esclava jutha de Tiryn, Ushdun, había huido junto a sus compatriotas después de la batalla. De algún modo, se habían enterado de la traición de los juthos, y habían escogido el momento perfecto para escapar, cuando todo era caos y la batalla acababa de terminar. Tiryn había regresado con Jason a la carreta para encontrarla saqueada. Los heridos macht cuya misión era vigilar a los juthos se habían unido a la lucha contra los asurios. No quedaban esclavos en el ejército. Tiryn se dio cuenta de que era la única kufr del campamento. La idea la sobresaltó.
No importaba. Se acercó más a Jason. Su carne estaba caliente al tacto, y el sudor le goteaba por el rostro, pero temblaba convulsivamente.
«No sé por qué», pensó, «pero siento afecto por este macht, este bárbaro. Incluso es posible que le ame. Rictus lo sabía. Tal vez lo comprendió antes que yo».
Se habían congregado en un espacio abierto entre las hogueras de los centones, y allí amontonaron los restos de una carreta rota y les prendieron fuego. En torno a aquel resplandor había varios miles de hombres. Caía la tarde, y la luz de la hoguera se volvía más intensa a medida que oscurecía. Los macht habían acudido a discutir sobre su situación, a airear sus asuntos en la asamblea, según costumbre de su raza desde el final de la época de los reyes, perdida en un pasado mítico. La mayoría de los generales de la Kerusia estaban presentes, envueltos en sus capas escarlatas como el resto de los hombres, pero con la Maldición de Dios debajo como una especie de distintivo. Su número había disminuido. Jason estaba herido y Grast había muerto en Irunshahr, muy cerca de él en la línea de batalla. Mynon había sido pateado por un caballo, y llevaba el brazo en cabestrillo, pero sus ojos negros tenían el brillo de siempre. El anciano Mochran, el último de los antiguos líderes, estaba algo separado del resto, envuelto en su capa, con la barba rojiza hundida en el pecho. Había salvado la situación al ordenar que las morai de la derecha se replegarara por iniciativa propia, confiando en que la deserción de los juthos no fuera una añagaza. De no haber sido por él, probablemente el ejército hubiera sido destruido en Irunshahr. Los hombres lo sabían, y eso les hacía dejar libre algo de espacio en tomo a el junto a la hoguera.
Contemplaba las llamas, tal vez recordando las piras en las que habían ardido los cadáveres de dos mil camaradas. Habían tardado tres días en quemarlos, y el hedor había manchado el aire en muchos pasangs a la redonda.
Los hombres permanecían en multitudes silenciosas, preparados para escuchar. Se sentían más cansados y descorazonados que en ningún otro momento después de Kunaksa. Comprendían que estaban prácticamente acabados. Catorce mil hombres habían embarcado con Phiron el año anterior. Prácticamente la mitad de ellos habían desaparecido. Habían recorrido más de tres mil pasangs, y habían derrotado a todos los ejércitos que se les habían enfrentado, pero sentían que su suerte empezaba a agotarse. Habían tenido suficiente. Todos deseaban regresar a casa por el camino más rápido, cruzar las montañas y marchar hasta las orillas del mar. No les importaba ser pobres al llegar allí; ya no valoraban nada más que sus propias vidas.
«Haukos nos ha abandonado», comprendió Rictus, en pie con los demás generales entre los murmullos de conversación. «La esperanza ha desaparecido. Ya no somos imbatibles». Inclinó la cabeza. «Me alegro de que no hayas tenido que ver esto, Gasca».
—Debimos quedarnos en Irunshahr —estaba diciendo Gominos, tan truculento como poco agraciado. A Rictus le hacía pensar en Orsos, pero Orsos había sido un buen líder de hombres, además de un bárbaro avaricioso—. Hubiéramos podido relajarnos, tener esclavos, reaprovisionamos y descansar…
—Nos llevamos hasta el último grano que quedaba en la ciudad —dijo Mynon—. Si nos hubiéramos quedado allí, estaríamos pasando hambre al cabo de una semana.
—Pasando hambre, pero con un techo sobre nuestra cabeza —replicó Gominos.
—El gran rey tiene más de un ejército —gruñó Mochran—. Si dejamos de movemos, moriremos, así de simple. Al menos, en las montañas somos menos fáciles de encontrar.
—¿De modo que ahora saldremos huyendo tras derrotar a sus mejores hombres? ¿Es eso?
La voz de Rictus, aunque baja, cortó la incipiente discusión.
—Mynon, ¿cómo estamos?
Como un pájaro con el ala rota, Mynon inclinó la cabeza hacia un lado. Jason había hecho lo mismo en algunas ocasiones; indicaba cierto distanciamiento.
—Tenemos raciones completas para una semana. Pero sólo para los hombres. No hay forraje para los animales de tiro. Pronto empezarán a morir, y entonces tendremos que tirar nosotros de las carretas.
—Lo hemos hecho otras veces. Engancharemos las mulas a las carretas, y nos comeremos los bueyes. —Rictus hizo una pausa—. En cualquier caso, ahora somos menos. Menos bocas.
Se hizo el silencio. La hoguera crepitaba y siseaba, un suave rugido en la creciente oscuridad azul. En torno a la luz de las llamas, los grupos de hombres se acercaron más, como si la luz les permitiera oír mejor lo que se decía. Rictus distinguió a Silbido y al viejo Demotes de los Cabezas de Perro. Se preguntó cuántos quedarían. Aquellas noches en los campos de adiestramiento de Machran le parecían un mundo diferente, y el muchacho que él había sido entonces se le antojaba otra persona. Rictus levantó una mano y tocó las dos cosas que llevaba colgadas al cuello: el colgante de coral de Zori y un colmillo de lobo, que tintinearon bajo sus dedos. Eran objetos muy pequeños para contener aquel tesoro de recuerdos.
Aristos se adelantó para calentarse las manos en la hoguera.
—Dices que somos pocos. Yo añadiría algo más. Diría que ya no somos un ejército. No lo hemos sido desde Kunaksa. Phiron sabía cómo dirigimos, y lo hacía bien. A su muerte, Jason ocupó su lugar, y fue la decisión correcta. Era un buen hombre. Pero no tenía la habilidad de Phiron. Por eso tantos de los nuestros murieron en Irunshahr.
Rictus se adelantó con los ojos centelleantes.
—¿Fue ése el motivo? Sé sincero, Aristos. ¿Realmente fue ése el motivo?
—Déjame hablar, Rictus. —Aristos levantó una mano, en actitud respetuosa y razonable.
Entre los hombres reunidos se elevó un coro creciente de comentarios:
—¡Déjale hablar!
—Deja que dé su opinión. Está en su derecho, cabeza de paja.
Rictus retrocedió un paso. Iba desarmado, igual que todos, pero nadie necesitaba armas para librar sus batallas en la asamblea. Las palabras eran más útiles, y a él nunca se le habían dado bien. Jason era quien sabía cómo emplearlas.
—He visto un mapa del Imperio. Hermanos, estamos en las montañas de Korash. No son tan altas como las Magron, pero están más al norte, y son mucho más frías. Este valle que hemos cruzado las atraviesa en dirección a las tierras abiertas de Askanon y Gansakr. Las montañas miden unos doscientos pasangs de este a oeste. Una vez las hayamos pasado, el camino estará abierto hasta el mar, un terreno fácil con ciudades a cada lado. Y no son las ciudades fortaleza del Imperio Medio, sino más pequeñas, y muchas de ellas sin amurallar. Hermanos, una vez al otro lado de las montañas, quedaran dos semanas de marcha hasta el mar. Dos semanas.
Se elevó un vítor irregular, y los hombres se volvieron hacia sus vecinos, sonriendo y palmeándose mutuamente los brazos. No habían soñado que el límite de aquel imperio interminable pudiera estar tan cerca. Aristos miró a Rictus, y sus ojos se encontraron. Sabía muy bien lo que estaba haciendo. Levantó una mano para acallar el tumulto.
—Hermanos, escuchadme. Llevamos meses marchando al paso de los kufr, primero retenidos por sus soldados, nuestros supuestos aliados, y luego por toda la intendencia de la guerra tal como ellos la entienden. Esas carretas que llevamos… Cuando luchábamos como centones en las Harukush, ¿quién tenía una carreta que le llevara el equipo? Tal vez tuviera sentido en el calor de las tierras bajas, pero ahora estaremos en un terreno más conocido, donde el clima nos será familiar. Un carro para el centos, mulas para la forja de campaña… ¿Qué más necesitamos? Los kufr nos han acostumbrado a marchar a su paso. Hermanos, debemos regresar solos. Debemos dejar atrás todo esto y volver a ser los hombres que una vez fuimos. Debemos marchar a nuestro paso. Si lo hacemos, os prometo que antes de un mes estaremos contemplando las orillas del mar. ¿Qué decís?
—Yo digo que habla demasiado, joder —dijo Mochran a Rictus en voz baja. Pero no importaba. Los hombres vitoreaban a Aristos. Les estaba ofreciendo esperanza, una vía de escape, algo a que aferrarse, y sus vítores eran una expresión de alivio.
—No serviré a sus órdenes —dijo Rictus.
—Tendrás que hacerlo, muchacho. Creo que va a pedir una votación. Con Jason fuera de combate, conseguirá los votos de la Kerusia. Si quieres que las cosas vayan de otro modo, será mejor que te prepares para hablar un poco.
—¿Votarías por mí?
—Y también Phinero y Mynon, estoy seguro. Habla, Rictus. Esos hombres de delante han sido plantados ahí a propósito; veo a muchos de la morai de Aristos. Empieza a mover la lengua, o ese hijo de perra tomará el mando.
—Es posible que yo no lo haga mejor.
—Y una mierda. Por lo que he oído decir, eres uno de los mejores hombres de este jodido ejército.
Aquello hizo que Rictus se sobresaltara. No lo había esperado; incluso sintió cierto resentimiento. «Mi intención no era hacer esto», pensó. «Todo lo que quería era…»
Todo lo que quería era morir luchando contra un enemigo. Tener una buena muerte.
Y allí estaba, con tantos hombres mejores que él convertidos en cenizas. Inclinó la cabeza durante un segundo, recordando a los muertos a los que había amado. Por su propia voluntad, su mano se levantó para tocar los talismanes colgados de su cuello.
—Rictus… —dijo Mochran.
—Va a llevarse a los hombres más rápidos y dejará atrás al resto. Ha decidido salvarse solo.
«Y tuvo la culpa de la muerte de Gasca», añadió Rictus para sí. Tal vez no era cierto, pero sentía que acertaba al pensarlo.
Regresó junto a los restos ardientes de la carreta, un hombre alto con la melena color paja y unos ojos que reflejaban el fuego como una imitación de la luna Phobos.
—Soy Rictus. El mapa del que habla Aristos pertenece a Jason de Ferai, al mando de este ejército. Pasó a ser de su propiedad a la muerte de Phiron. Phiron nos dirigía antes, como tal vez recordéis. Nos llevó a la victoria en Kunaksa. Cuando fue asesinado, Jason nos sacó de aquello. Nos condujo a través del Imperio Medio, hasta un lugar donde nuestro hogar ya no parece tan lejano. Nos trajo hasta aquí a todos juntos, y sólo dejamos atrás a los muertos.
»Aristos tiene razón respecto a la distancia que hay hasta el mar, pero se equivoca al calcular el tiempo que tardaremos en llegar hasta allí. En las carretas hay heridos que no podemos dejar atrás. Si queremos viajar más rápido que una carreta, tendremos que abandonar a los heridos. Somos macht. No hacemos ese tipo de cosas, ni las hemos hecho nunca. Yo no lo haré. Phiron no lo hubiera hecho. Si el ejército necesita un líder hasta que Jason se cure, quiero ser ese hombre. Y os digo que esa decisión no corresponde sólo a la Kerusia, sino a todo el ejército. Votemos, aquí y ahora, todos los que seamos capaces de levantar una piedra. Tomemos la decisión en estas montañas, y acabemos con esto.
Mochran se quitó la capa y la extendió en el suelo.
—Voto por Rictus —gritó.
Hubo un instante de pausa, y luego Gominos hizo lo propio, extendiendo su capa y arrojando una piedra sobre ella mientras se incorporaba.
—Esto es por Aristos.
Las multitudes en torno a la hoguera permanecieron en silencio durante unos momentos. Más allá de las llamas podían oír a los hombres más vehementes corriendo por el campamento, repitiendo a gritos la noticia. Mochran se inclinó y depositó cuidadosamente una piedra sobre el tejido escarlata desteñido de su capa.
—Hermanos —dijo—. Vamos a votar.
Rictus y Aristos permanecieron con los brazos cruzados, según dictaba la tradición, mientras a su alrededor los apretados grupos de hombres iban acercándose. Las piedras arrojadas a una capa y luego a la otra empezaron a tintinear unas contra otras, y luego a amontonarse. La noticia corrió por todo el campamento, y cada vez más hombres empezaron a congregarse en torno a los restos moribundos de la carreta, algunos con más leña para reavivar el fuego, algunos alejándose del resplandor y otros quedándose en su sitio tras arrojar la piedra, para vigilar el tejido escarlata de las dos capas, cada vez menos visibles.
La noche había llegado a su mitad cuando la última piedra cayó sobre las capas. Los que estaban demasiado malheridos para andar hacia los montones fueron llevados en brazos. En último lugar, una figura alta y velada se abrió paso entre los grupos de hombres. Tiryn atravesó el círculo de luz cubierta con una túnica negra. Sólo sus ojos asomaban por encima del velo cuando depositó una piedra sobre el montón de Rictus.
—¿Y quién eres tú para votar aquí? —quiso saber Aristos.
—Deposito mi piedra en nombre de Jason —dijo ella con calma.
Aristos pareció a punto de hablar, pero Gominos y Hephr le contuvieron.
—Basta, Aristos. Mírala.
Los macht parecían estupefactos por la presencia de Tiryn entre ellos, velada y vestida de negro ante la hoguera, con el borde de la túnica aleteando al viento.
—Antimone —murmuró alguien, y el nombre recorrió la asamblea más rápido que un rumor. Los más cercanos a ella retrocedieron un poco. Algunos trazaron el signo de protección contra la mala suerte, uniendo el pulgar y el índice antes de escupir a través del círculo.
—Contemos las piedras antes de que salga el sol —dijo Mochran, fatigado y con aspecto de anciano—. Gominos, cuenta las de Rictus, y yo contaré las de Aristos. Ya sabes cómo se hace.
Empezó a oírse el tintineo de las piedras a través de las manos de los dos hombres. A medida que eran contadas, arrojaban las piedras hacia la oscuridad más allá de la hoguera. Cada vez que se completaba una centena, Gominos y Mochran conservaban aquella piedra y la dejaban a un lado. Hacía frío fuera del resplandor de la hoguera, pero los macht se envolvieron en sus capas escarlatas y permanecieron allí, silenciosos y expectantes, muchos de ellos siguiendo el recuento mientras movían los labios.
Finalmente las dos capas volvieron a estar vacías. Mochran y Gominos se incorporaron y las levantaron para demostrar que no había más piedras sobre ellas, antes de volver a ponérselas, tiritando de frio. Mynon se adelantó.
—¿Y bien?
—Tres mil seiscientas diecisiete —dijo Gominos con el ceño fruncido. Mochran sonrió.
—Cuatro mil doscientas sesenta y tres. Hermanos tenemos un nuevo líder, Rictus de Isca.
Los macht parecieron poco interesados. Estaban en mitad de la noche, y las hogueras empezaban a consumirse. Las morai se dispersaron en dirección a sus vivacs. Aristos sonrió a Rictus, con la boca desfigurada por la amargura.
—¿Quién hubiera pensado que un cabeza de paja pudiera ser tan popular?
Rictus le miró sin decir nada. Sólo sentía agotamiento, y empezaba a darse cuenta de lo que acababa de ocurrir.
—Ven a mi carreta —dijo Tiryn, tocándole el brazo—. Jason se alegraría de verte.
Rictus sacudió la cabeza.
—Esta noche debo quedarme aquí. Algunos hombres querrán hablar conmigo, y yo tengo que hablar con otros. Iré a verle mañana.
Tiryn se alejó sin más palabras. Con su estatura inhumana y vestida de negro, parecía realmente una visitante de otro mundo.
—Ve a dormir un poco —dijo Mochran—. Las horas oscuras no son un buen momento para tomar decisiones. Mejor espera a mañana. —Hizo una pausa, y luego añadió—: Rictus, esta noche duerme entre tu propia morai, junto a hombres en quienes puedas confiar.
—¿Tan bajo hemos caído, Mochran?
—Aristos tenía razón; ahora mismo ya no somos un ejército. Es posible que tú puedas cambiar eso, pero, en cualquier caso, ten cuidado. Aristos no encajará bien una derrota como ésta. Es posible que intente algo antes de que amanezca.