22

El último vino

La mañana encontró al ejército en las colinas frente a Irunshahr.

Sobre los riscos junto a la ciudad, Vorus divisó al fin a su presa acorralada, una hilera de infantería pesada de más de un pasang de longitud, que trazaba ondulaciones en torno a cada saliente de roca azotada por el viento al sur de la carretera imperial. Allí sería donde acabaría todo, entonces.

Detuvo a su plácida yegua, que mordió la brida y levantó la cabeza como si también pudiera oler lo que había en el viento. Se volvió hacia Proxis.

—Les tenemos.

—Cierto —dijo Proxis. Había bebido, pero tenía los ojos claros—. Mis legiones estarán en la vanguardia; nos ocuparemos de la izquierda, y los demás pueden alinearse a nuestra derecha.

—Muy bien. Llevaré la caballería hacia allí, y veremos si podemos flanquearles. Que los dioses te acompañen, Proxis. —Vorus extendió una mano.

El jutho se inclinó en su silla y le dio un apretón de guerrero, rodeando la muñeca de Vorus con los dedos.

—Que nos protejan a los dos —dijo.

El mediodía llegó y pasó. En la ladera de la colina, las hileras de infantería macht se relajaron, comiendo por turnos sus raciones de torta de cebada, queso y el poco vino que les quedaba. Por debajo de ellos, los kufr hacían marchas y contramarchas, con los oficiales arengando a las fatigadas tropas y situando a los regimientos en posición a medida que aparecían por la carretera imperial. Cuando todos los hombres estuvieron en su lugar, era media tarde, y durante un rato los dos ejércitos se estudiaron mutuamente, mientras las abejas revoloteaban entre el brezo y los arbustos de juníperos, y las alondras cantaban sobre sus cabezas, sin prestar atención a nada más que el calor del sol y la claridad infinita del cielo azul que les rodeaba.

Vorus recordó su juventud, los últimos días de primavera en las colinas en torno a Machran, cuando finalmente las nieves abandonaban su dominio sobre el norte del mundo. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que pudo respirar el aire de las alturas y oler las flores de aulaga entre la brisa. Montado en su caballo, tras el centro de las líneas kufr, vivió un momento de claridad absoluta, un conocimiento exacto del funcionamiento del mundo debajo de él. En aquel momento, deseó enviar a sus soldados a sus hogares y comunicar a los macht que podían marcharse en paz. ¿Qué concepto del deber, de la lealtad o del Imperio mantenía allí a aquellas decenas de miles de hombres, que pronto verían cómo aquel hermoso día de verano se convertía en un salvaje escenario de sangre y matanza? ¿De qué le serviría al mundo, a las montañas, a las mismas piedras bajo sus pies, que aquellos miles de hombres derramaran su sangre sobre ellas?

Al momento siguiente tuvo su respuesta. Veinte años de deber, de lealtad, de servicio. Tenían que valer para algo. Si un hombre no podía agarrarse a aquellas cualidades, tenerlas presentes durante los tremendos absurdos de su condición, no era un hombre en absoluto.

Vorus se volvió al portaestandarte que esperaba junto a él, un kefren alto y de piel dorada.

—Señal de avanzar —dijo.

En el campamento de intendencia macht las carretas estaban cargadas y a la espera, y los pacientes bueyes espantaban a las moscas con las orejas. Los esclavos juthos ataban los últimos bultos al tren de mulas, vigilados por una pequeña guardia de macht, hombres ancianos, heridos o para quienes la descomposición se había convertido en una situación crónica que consumía la carne de sus huesos.

Tiryn se sentó sobre su carreta y miró al este, hacia donde la tierra se elevaba y se distinguían destellos momentáneos de lanzas macht sobre las cimas del risco. «Kunaksa a la inversa», pensó. «Hoy, el terreno juega a nuestro favor».

Y se detuvo, sobresaltada, al darse cuenta de que había llegado a considerarse macht en su mente.

Jason le había dado un cuchillo, una hoja larga de hierro con el mango envuelto en cuero. Le parecía enorme e incómodo de manejar, y le disgustaba el olor a sudor en el cuero, y las marcas en la hoja donde se había concentrado la sangre antigua, tan incrustada en el metal que seria necesario fundir el hierro para eliminarla. ¿Cuándo empezaría aquello? ¿Cuándo…?

Allí estaba. El rugido de muchas voces al otro lado de las colinas. Algo había empezado. Palpó el filo del cuchillo. Ocurriera lo que ocurriera aquel día, se prometió a sí misma que estaría preparada para ello. Hundiría aquel cuchillo en su propio corazón antes que permitir que la ataran a otra rueda.

Inquieto como un caballo que oliera el fuego, Rictus paseaba arriba y abajo entre los hombres de su mora, que se removían sobre sus pies, se sonaban la nariz o hacían rodar las astas de sus jabalinas sobre las palmas de las manos. Parecía imposible quedarse quieto, al menos si uno no llevaba panoplia de lancero. Los hombres se pasaban cantimploras de agua, más por hacer algo que porque sintieran verdadera sed. Se hablaba poco. Cuando Rictus se detenía en sus paseos, oía la respiración de los hombres, cientos de pulmones trabajando a toda prisa mientras la sensación blanca y fría de la batalla invadía la sangre. En momentos como aquél, el corazón de un hombre latía y latía hasta parecer casi una sombra visible con el rabillo del ojo.

A la izquierda de los hombres de Rictus aguardaba una mora de lanceros pesados, inmóviles como imágenes esculpidas, con los yelmos puestos, los escudos apoyados en el suelo frente a ellos y descansando contra sus rodillas. Por delante, Aristos paseaba de arriba abajo del mismo modo que Rictus. Se había quitado el yelmo para escuchar mejor el poderoso sonido procedente del otro lado de la colina. Incluso en medio del estruendo, era posible oír a las abejas, que seguían laborando entre las piedras, un esfuerzo pacífico e ignorante del tremendo caos que se avecinaba. Era un día para tomar unas cuantas manzanas, queso y vino, y marcharse con una muchacha en busca de algún hueco calentado por el sol y protegido por las rocas, a comer, beber, hacer el amor, contemplar el vuelo de las alondras y contar las nubes.

«Phobos», pensó Rictus. «Odio todo esto».

Cerca de la cresta occidental de la colina, Gasca era el tercero en la hilera entre miles de hombres. Inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, como si se esforzara por presenciar una pelea de gallos por encima de los hombros de una multitud. Había piedras, bajo sus pies, un suelo sólido capaz de sostenerlo al fin. Apenas sentía el peso de su panoplia. «Mejor esto que subir por una colina embarrada», pensó. «Esta vez, que sean ellos los que suban y traten de echarnos de estas piedras».

—Están en camino, hermanos —dijo el gran Gratus, el jefe de filas—. Tenemos a los kufr delante, cabrones flacuchos a los que una niña derribaría de un puntapié. Juthos a la derecha, una enorme multitud, y a la izquierda veo a esa maldita caballería suya.

—Joder, odio la caballería —dijo alguien.

—No llegarán aquí arriba; el terreno es demasiado rocoso. Espero que Aristos y los suyos estén listos para enfrentarse a caballos, porque fijaos en lo que digo, pretenden rodear nuestros flancos y alcanzar la intendencia.

—¿Cuántos son, Gratus? —preguntó alguien desde las últimas filas.

—Tal vez cinco veces más que nosotros. Muchos, en cualquier caso. Muy bien, hermanos, aquí viene Jason. Levantad los escudos a su paso.

Jason pasó frente a la primera línea de la falange, sin yelmo, saludando a los jefes de fila que conocía mejor. A su paso, los macht tomaban sus escudos y pasaban los brazos a través de las correas de bronce del centro, sujetándolos por el borde.

—Manteneos firmes —dijo Gratus—. Lanzas, preparadas para recibir la orden.

Alguien empezó a entonar el Peán a la derecha, y la canción fue creciendo a medida que los ocho mil hombres de las colinas se unían a ella centón tras centón. El ejército kufr empezó a ascender hacia ellos por la rocosa pendiente, mientras las pulcras hileras de lanceros se separaban y volvían a formar alrededor de las rocas más grandes. En la retaguardia, los arqueros abrieron filas y empezaron a clavar flechas en el suelo frente a sus pies, para poder dispararlas más rápido.

En las líneas macht, los centuriones dieron la orden:

—¡Bajad las lanzas!

Las tres primeras filas de la falange bajaron las lanzas y empuñaron las armas a la altura del hombro. En aquella ocasión, Gasca sería uno de los que «esquilarían ovejas» desde el principio. Su aichme asomaba justo a la derecha del casco de Gratus. Detrás de él, sintió que los hombres de las últimas filas se preparaban, clavando sus pies desnudos entre las rocas, buscando puntos de apoyo para los empujones que llegarían. Cerró los ojos durante un segundo, y vio los ojos aterrados de la muchacha kufr de Ab Mirza. A su alrededor se elevó el sonido del ejército kufr, el ritmo de sus pasos, los gritos, vítores y chillidos sin sentido. Y luego el siseo en el aire cuando la primera oleada de flechas se les vino encima y empezó la matanza del día.

La línea kufr medía casi cuatro pasangs de largo. Vorus estaba sobre su caballo detrás del centro, moviendo la cabeza de izquierda a derecha mientras trataba de controlar los diversos elementos del ejército. Los arqueros disparaban andanada tras andanada, y el grueso de la infantería pesada había ascendido ya la colina y estaba a punto de entrar en batalla. La caballería asuria se había perdido de vista, oculta por el terreno elevado del norte, pero aún podía oír el débil rumor de los caballos en movimiento, incluso por encima del clamor cercano. Pretendía flanquear el ala derecha de los macht con la caballería, y la izquierda con las legiones juthas. En el centro, simplemente tenía intención de detener al enemigo. Sabía que no había tropas en el Imperio capaces de aspirar a vencer a los macht en una lucha estática, ni siquiera los honai del gran rey. Se limitaría a enviarles líneas sucesivas de hombres, que mantendrían inmovilizados a los lanceros macht y comprarían tiempo con sus vidas. Había acordado el plan con Proxis la noche anterior.

El centro kufr entró en contacto con los macht. Estaban cara a cara, pues los macht se encontraban más arriba. Las lanzas de la falange macht empezaron a moverse en un largo destello reflejado por el sol. Ante ellos, la formación kufr vaciló un instante cuando las primeras líneas cayeron o retrocedieron, y luego volvió al ataque. Los dos ejércitos estaban unidos, como dos perros peleando, cada uno con los dientes clavados en la garganta del otro. Era el momento.

Vorus se volvió hacia uno de sus mensajeros. Estaban sentados sobre sus caballos como niños impacientes, con las altas monturas de Niseia removiéndose debajo de ellos.

—Ve a ver a Proxis. Dale la orden de avanzar.

—Sí, general. —Y el kefre se alejó, mientras su montura levantaba terrones de tierra a su paso.

Otro correo acudió para reemplazarlo, con el caballo agotado y resoplando.

—General, el arconte Tessarnes está al sur de la carretera imperial con sus hombres. Se encuentra en la retaguardia enemiga, y se propone atacar inmediatamente.

—Muy bien. Toma un poco de agua.

Vorus sintió una oleada de alivio. La caballería estaba en su sitio. Los preparativos habían terminado. Lo había organizado todo y puesto en marcha según el plan. Todo dependía ya de los lanceros.

La caballería asuria apareció por encima de la línea de la carretera imperial, una reluciente masa de jinetes de dos pasangs de anchura y muchas hileras de profundidad. Estaban detrás de la falange macht, listos para destrozarla desde atrás. Cantaban al avanzar, y los pesados caballos quedaron rodeados por el vapor de su propio sudor cuando las filas se separaron. Llegaron al galope, perdiendo jinetes aquí y allá cuando las monturas tropezaban en el abrupto terreno, pero manteniendo la formación, una masa bruta de carne, músculos y huesos, una marea dorada.

Rictus les vio aparecer y quedó sobrecogido por su número y por la inercia que les acompañaba, la verdadera arma de la caballería.

—No —dijo en voz alta—. Oh, no.

Trazaron una curva, con la elegancia de un banco de peces. Tenían ante ellos la retaguardia de la falange macht sobre la ladera rocosa. Un terreno malo para la caballería. Pero a los asurios no parecía importarles. Emitieron un grito de triunfo y mantuvieron el paso, separándose y desenvainando las relucientes espadas. Los caballos gruñeron al alcanzar la pendiente, y siguieron adelante.

Finalmente, la mora de Aristos se puso en movimiento, y pasó a la carrera junto a Rictus, mientras sus hombres se abrían y empezaban a lanzar las jabalinas contra el grupo de jinetes. Rictus se dirigió a Aristos, que corría delante de sus hombres, con el yelmo moviéndose sobre su cabeza.

—¡Amplía las líneas! ¡Pasa a cuatro hombres de fondo, o quedaréis empantanados!

Su grito fue ignorado. La mora pesada chocó contra el flanco derecho de la caballería. Varios escuadrones de asurios habían virado para detener su avance, pero el movimiento les había privado de su inercia. Estaban prácticamente quietos cuando los lanceros atacaron. Los caballos retrocedieron, se tambalearon hacia atrás y se encabritaron chillando mientras las hileras de lanzas hacían su trabajo.

Aristos y su mora penetraron en la formación asuria como una punta de flecha en busca de carne. Pero, como en el caso de la flecha, su propia inercia les estaba enterrando. Sólo un tercio de los jinetes habían entrado en combate. Los demás siguieron adelante. En la cima de la colina, el grueso de la caballería iba a alcanzar su objetivo. Rictus levantó un puño.

—¡Alto!

Tras él, sus hombres se detuvieron. Todavía volaban jabalinas por encima de su hombro. Se detuvo, con los ojos muy abiertos, y estudió su parte del campo de batalla.

Demasiado tarde. La caballería había alcanzado la cima de la colina, y había chocado contra la retaguardia de los lanceros macht.

Miles de jinetes. La parte izquierda de la línea macht pareció desaparecer, arrasada por completo.

Silbido se reunió con él, jadeando.

—Oh, Phobos —gruñó.

En la ladera de la colina, la morai de Aristos estaba atrapada en un combate sangriento e inútil contra unos dos mil asurios. La caballería les había rodeado. Los jinetes golpeaban valientemente a los lanceros cubiertos con armaduras, mientras por debajo de ellos sus monturas eran masacradas por los afilados aichmes. Pero Aristos había dejado pasar al cuerpo principal. Estaba atrapado, y tendría que continuar peleando allí durante un tiempo precioso.

—Dejad las jabalinas —dijo Rictus—. Hoy usaremos las lanzas.

—La última vez que luchamos contra caballería nos dieron por culo —dijo uno de los hombres.

—Esta vez seremos nosotros quiénes les demos por culo. Hermanos, nos están matando sobre esa colina. La morai de Jason está a la izquierda, y la están destrozando. Iré yo solo si es necesario.

—Solo, y una mierda —dijo Silbido, y soltó su haz de jabalinas.

Hubo una serie de golpes a su alrededor cuando decenas y luego centenares de hombres le imitaron.

—Guianos, Rictus —gritó alguien.

Echaron a correr pendiente arriba, con las lanzas cortas en la mano derecha, las peltas en el brazo izquierdo y los ojos centelleantes de miedo y odio.

Gratus había caído, de modo que Gasca estaba en la segunda fila, con Astianos delante de él. Su lanza se había partido por la mitad, y la parte frontal se había perdido en la cabeza de un kufr agonizante, de modo que le había dado la vuelta y utilizaba el regatón, aunque el extremo astillado del asta le arrancaba trozos de piel de la mano al lanzarla contra los rostros de los kufr de la línea enemiga. Bajo sus pies, Gratus había abandonado la batalla a rastras, con un ojo arrancado de la cabeza y colgando sobre su mejilla. Había conseguido retroceder un poco, cubierto por los lanceros que le protegían, pero había muerto. Había recibido una herida mucho menos espectacular en el muslo, y se había desangrado mientras sus camaradas peleaban en torno a él. Y se encontraban sobre su cuerpo, pateándolo arriba y abajo mientras pugnaban por mantener la línea intacta. El suyo no era el único cadáver bajo los pies de los lanceros macht, pero Gratus era muy apreciado, y su muerte había enfurecido a sus camaradas. Ante ellos, los kufr ascendían por la colina sólo para ser derribados. Empezaron a avanzar sobre sus propios cadáveres, clavando los talones en la carne de sus compañeros.

Sintió un estremecimiento detrás de él, y Gasca perdió el equilibrio. Luchó por mantenerse erguido, y ante él Astianos fue empujado hacia delante. Apartó a un kufr con el hueco del escudo, propinó un cabezazo a otro y empezó a lanzar estocadas a ciegas con la lanza.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —gritó, mientras él y Astianos recuperaban su lugar en la línea.

Un caballo chilló, a Gasca le pareció que al lado mismo de su oreja. Trató de dar la vuelta, y en aquel momento las filas de hombres que le rodeaban se rompieron, gritando. Toda la masa de la formación, que tan sólida había parecido unos momentos antes, saltó en pedazos. La luz del sol en el oeste quedaba interrumpida por una masa de jinetes que se habían estrellado contra la retaguardia de los lanceros, acuchillándoles las nucas.

—¡Filas traseras, media vuelta! —atronó una voz. Era Buridan, con su barba rojiza asomando bajo su yelmo—. ¡Aguantad, hermanos!

Había soltado el escudo y estaba derribando a un jinete kufr de su montura. El animal le cayó encima cuando uno de sus camaradas le alanceó la cabeza. Buridan cayó, aplastado entre el caballo y las implacables piedras. Los macht que le rodeaban emitieron un gran grito. Los caballos asurios galopaban, pisoteaban y se encabritaban, haciendo pedazos la línea y derribando a los hombres. En la melé era difícil dar la vuelta y plantar cara al nuevo asalto, y todavía más difícil emplear las lanzas largas. La línea macht se convirtió en un caos, y docenas de lanceros fueron derribados antes de poder siquiera enristrar las armas.

—¡Gasca! —Astianos había caído. Se había vuelto para ver qué sucedía detrás de él, y una lanza kufr le había alcanzado en la axila. Se desmoronó. Al instante, Gasca se adelantó, cubrió al caído con su escudo y lanzó una estocada con el regatón, moviendo la cabeza de un lado a otro, tratando de ver qué ocurría más allá de los confines de la ranura del yelmo. La línea estaba rota por delante y por detrás. No podía ver qué sucedía.

—¡Astianos! —Pero Astianos ya había sido acuchillado varias veces, y cuando Gasca se agachó junto a él un trío de kufr le atacaron con las lanzas. Esquivó al primero, y mató al segundo de una estocada en la garganta, pero el tercero le alcanzó justo antes de poder recuperarse, atravesando la coraza de su padre. La punta de la lanza se rompió en su interior. Cayó de lado, desconcertado por lo sucedido, mientras sus pies arañaban las piedras. Otras dos lanzas descendieron, atravesándole y clavándole al suelo. Se retorció; el yelmo cayó de su cabeza y el aire de las alturas le refrescó la cara. Confuso, le pareció por un momento que estaba de nuevo con sus hermanos en los pastos altos, y que acababan de derrotarle en algún juego. Entonces descendió la última lanza y, al sentir el golpe, recordó dónde estaba.

«Los tenemos», pensó Vorus. «Funciona».

Había visto el ala derecha del ejército macht estremecerse cuando los asurios les atacaron por detrás. Aquella temible bestia de bronce y hierro estaba acorralada. Observó con más atención que nunca en su vida mientras la línea macht saltaba en pedazos. La caballería pasaba entre los hombres, abriendo huecos sangrientos entre las hileras. Por delante, la infantería kufr, envalentonada por la súbita aparición de los asurios, aumentó la presión.

Vorus se volvió al mensajero más cercano. Era un hufsan, que observaba la ruina del ejército macht como si hubiera tenido el privilegio de presenciar un milagro.

—Ve con el arconte Distartes. Dile que envíe a la reserva, que lo envíe todo.

—Si, señor. —Los dientes del hufsan eran un destello blanco cuando se alejó, con los cascos del poni pardo reluciendo debajo de él.

Los macht de la derecha ya no eran una línea, sino grupos aislados de infantería donde los hombres luchaban espalda contra espalda. No podían huir, porque no había dónde. Morían en el sitio, luchando mientras sus pies aguantaban.

«Les he derrotado», pensó Vorus. Observó cómo los macht morían en la colina y supo que era cierto. Muchos de ellos luchaban ya con las espadas, tras haber roto o perdido las lanzas. Vio caer al portador de una Maldición de Dios, con su armadura negra destacando entre la masa de bronce. Y durante un segundo tuvo que inclinar la cabeza y tragarse una especie de dolor.

A la izquierda, las morai macht estaban provocando una terrible masacre entre los kufr que ascendían por la colina. Probablemente, ni siquiera eran conscientes del desastre que tenía lugar en su flanco. Era el momento de que Proxis se adelantara para terminar con aquello. Sus legiones se encontraban en el flanco derecho de los macht, mirando al vacío. En cuanto viraran como habían hecho los asurios, los Diez Mil dejarían de existir. Su historia habría concluido al fin.

Excepto que los juthos no se movían. Los doce mil hombres se mantuvieron en posición, y siguieron contemplando las líneas de batalla desplegadas sobre la pedregosa ladera, impasibles e inmóviles como en un funeral.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Vorus. «Proxis, no, no me hagas esto ahora».

Se inclinó en la silla y agarró físicamente al mensajero más cercano, sin apartar los ojos de las hileras de juthos a un pasang y medio de distancia.

—Debes ir al… —Volvió a soltarlo.

—Se están moviendo, general —dijo alguien junto a él—. Los juthos se están moviendo.

—Lentos como siempre —dijo otro de sus asistentes con la altanería de los kefren de casta alta.

Y sí, se estaban moviendo al fin. Doce mil hombres, y con ellos su amigo de los últimos veinte años.

—¿Adónde van? —preguntó el asistente, desconcertado y sin comprenderlo aún.

«Veinte años», pensó Vorus. «¿Qué han significado para ti, Proxis? ¿Algo que soportar? Tal vez por eso bebías, para ignorar la certeza de que algún día harías algo así».

Pues los juthos se estaban alejando, legión tras legión. Abandonaban el campo de batalla para dirigirse al sur, marchando en hileras perfectas. Vorus vio que los guiaba una figura montada en una mula.

—¿Adónde van? —repitió el asistente, con los ojos muy abiertos.

—Vuelven a casa —dijo Vorus—. ¿Adónde podrían ir, si no?

«Y has calculado bien el momento, Proxis», pensó. «Has esperado el momento perfecto».

Inclinó la cabeza, apoyándose en el cuello del caballo, oliendo el sudor salado del paciente animal debajo de él. «He vivido demasiado tiempo», pensó.

—General.

Se irguió y volvió a levantar la vista hacia la batalla de la colina, aquel omnipresente rugido de locura y masacre que ya no significaba nada para él. Habían acudido más tropas macht para atacar a los asurios desde detrás, con armas ligeras a juzgar por su aspecto. Aquel rincón del campo de batalla era tan confuso y violento como lo peor de Kunaksa. Allí, la caballería arakosana también había sido detenida por soldados de infantería ligera. Se preguntó si sería el mismo comandante. Alguien competente, en cualquier caso.

El centro kufr se estaba hundiendo. Tras la retirada de las legiones juthas, los macht de aquel flanco empezaron a avanzar, conscientes al fin de la situación de sus camaradas de la izquierda.

Descendieron por la colina en una línea perfecta y feroz, pisoteando cuerpos de vivos y muertos. Las tropas kufr no pudieron resistir aquel torrente de furia profesional. Se retiraron, al principio con algo de orden, y luego soltando los escudos y corriendo sin pudor. A sus espaldas, los macht viraron a la derecha por morai, y marcharon hacia la catástrofe que había detenido a la otra mitad de su ejército.

El joven asistente kefren de Vorus lloraba de dolor y furia.

—General, mi señor. Tendríamos que irnos. La batalla está perdida.

—¡Cabrones juthos!

Vorus permaneció sobre su caballo, observando a sus compatriotas, a los que había tratado de destruir. En torno a él, los honai estaban inquietos, mirando hacia atrás, en dirección a la pálida línea de la carretera imperial. En la pendiente, las compañías de arqueros ligeros habían echado ya a correr, con los carcajes aún medio vacíos.

«Existe algo llamado tradición de victoria», pensó Vorus. «Tal vez se deba a eso. Proxis, que los dioses me perdonen, te deseo suerte. Conduce a tu gente a la libertad».

En voz alta, dijo:

—Señal de retirada general. Retrocederemos por la carretera imperial. —Agarró el hombro del asistente que sollozaba. No era mucho más que un chiquillo—. Phelos, intenta Llegar hasta Tessarnes. Dile que se retire y saque de aquí a todos los hombres que pueda.

El kefre se limpió la nariz con el dorso dorado de su mano.

—Si, señor. ¿Dónde te encontraré a mi regreso?

—Di a Tessarnes que tome el mando, Phelos. Voy a renunciar. He fracasado.

—¡Mi señor! ¡General!

—Ve. Y trata de seguir vivo. —Palmeó al muchacho en el hombro.

«¿Es posible que yo haya sido tan joven alguna vez?», se preguntó. Mientras Phelos se alejaba, el portaestandarte junto a Vorus empezó a agitar su bandera hacia atrás. Una formalidad. El ejército ya estaba en plena retirada.

«Es la obstinación», comprendió Vorus. «Eso es lo que nos hace distintos. Los macht seguimos luchando cuando ya no hay esperanza de victoria. Somos cabrones obstinados, peores que mulas. Ni siquiera es un asunto de coraje».

Levantó la vista hacia el caos de la colina. Las morai macht que habían virado al norte eran las únicas tropas intactas del campo. Todo lo demás era una simple masa de hombres, kufr y caballos, todas las líneas rotas, todo el orden destruido. En algunos lugares, los hombres se apelotonaban como una multitud en un teatro; en otros, las masas emprendían la huida y se abrían al colapsarse los lazos que mantenían los ejércitos unidos. Cuando las compañías kufr descendieron la colina, dejaron atrás un montón enmarañado de cadáveres, como algas arrojadas sobre la playa por una marea primaveral. A la izquierda, los macht habían muerto donde estaban, cayendo sin romper la línea.

Obstinación.

Vorus levantó una mano en señal de saludo a sus compatriotas. Luego dio la vuelta a su caballo y emprendió la marcha hacia el este por la carretera imperial, una figura más entre un mar de hombres en retirada.