21

Hermanos de armas

—La tierra se eleva —dijo Rictus. Se apoyó en la lanza y miró al oeste, hacia la interminable neblina azul de la distancia. Golpeó el suelo con el talón—. El terreno es más seco, y la marcha más fácil para hombres y bestias. Es posible que las llanuras hayan terminado al fin.

—Esas colinas de tu izquierda son Jutha —dijo Jason, consultando el mapa de piel de becerro de Phiron—. La capital de la provincia, Junnan, está a trescientos pasangs al suroeste. —Levantó la cabeza, mirando hacia el oeste con Rictus, con una expresión casi hambrienta en el rostro—. Desde aquí, hay doscientos pasangs hasta las montañas. Cinco o seis días de marcha, si el buen tiempo aguanta. Piensa en eso, Rictus, otra vez montañas.

—¿Son muy altas esas montañas? —preguntó Rictus, siempre práctico. Miraba a Tiryn, que se había arrodillado sobre la hierba corta de la ladera, y la acariciaba con la mano como un granjero palpando las espigas de su cosecha.

—No tanto como las Magron —dijo ella. Se puso en pie, más alta que los dos hombres—. Pero las Korash son mucho más antiguas, y sólo hay un paso a través de ellas por donde pueda cruzar un ejército: las Puertas de Irun. Está defendido por dos ciudades fortaleza. En el lado este, lrunshahr, y en el oeste, Kumir. Y se dice que los qaf viven en las montañas entre las dos.

—Más allá de las montañas está el país de Askanon —les dijo Jason, todavía mirando al oeste—. Más allá, Gansakr, y después el mar.

Rictus se había vuelto y observaba el camino por donde habían venido. Por debajo de ellos, el campamento del ejército se extendía en su tosco cuadrado, mientras las cintas grises de un millar de hogueras se alzaban en el aire inmóvil. Los hombres habían llevado a los bueyes a pastar, y se oía a los armeros trabajando en las herrerías, golpeando sus yunques de campaña. En la distancia, los golpes parecían casi tañidos de campanas.

Levantó la vista hacia la lejanía, en dirección al horizonte, y allí seguía, la nube amarilla en el aire del ejército del gran rey que les perseguía, obstinado como un perro en pos de un rastro.

—Cuando volvamos a luchar contra ellos —dijo—, tendremos la ventaja de un terreno más alto.

Jason enrolló su mapa.

—Cierto. Y tendremos que luchar a este lado de las montañas.

Hay que derrotar a ese ejército antes de cruzar las Puertas de Irun.

—¿Otra batalla? —preguntó Tiryn.

—Otra batalla —le dijo Jason—. Tal vez la última, si lo hacemos bien.

—Me adelantaré un poco con mis hombres, y veré qué tienen en sus despensas esos pueblos de las colinas —dijo Rictus. Se inclinó y recogió su pelta, colgándose el ligero escudo a la espalda. Dirigió una inclinación de cabeza a Jason y echó a correr. Más adelante le aguardaba su mora, unos ochocientos hombres tumbados en la hierba y disfrutando de un aire más fresco, la mayoría dormidos. Cuando Rictus se acercó, empezaron a levantarse, y el movimiento se extendió por toda la ladera. Todos llevaban el signo de iktos pintado en los escudos, el distintivo de Isca.

—Es muy joven para estar al mando de tantos hombres —dijo Tiryn.

—Ya no es tan joven como antes. —Jason apoyó una mano en la espalda de la muchacha, y la movió hacia arriba, sintiendo su carne a través de la seda. La mano se detuvo en la nuca de Tiryn, se deslizó bajo el tejido y acarició el diminuto vello, tan sedoso como la túnica que cubría a la muchacha. Su piel se erizó bajo los dedos de Jason.

—Si me deseas, ¿por qué no me tomas? —le preguntó Tiryn, muy quieta.

—No tomaré nada que no me sea dado libremente.

—Ya lo han tomado antes, muchas veces.

—Eso no importa. —Jason retiró la mano, la levantó y tocó la barbilla de Tiryn a través del delgado material del komis—. Quiero lo que hay aquí dentro —dijo, sacudiéndole suavemente la cabeza—. Y aquí. —Apoyó gentilmente la mano sobre la calidez de un pecho, y sintió el latido de su corazón. Ella se le acercó imperceptiblemente, empujando el pecho hacia su mano, para que sintiera el pezón a través del suave tejido de la túnica.

—Eres macht —dijo—. Yo soy kufr.

—No me importa, Tiryn.

Ella inclinó la cabeza y, tras un momento de vacilación, le besó a través del velo.

—A otros si les importará.

—No me importa —repitió él.

—Que así sea, pues —dijo ella—. Durante un tiempo. Hasta que lleguemos a la orilla del mar. —Levantó una mano y acarició el rostro de Jason, tocando suavemente las antiguas cicatrices.

—Hasta entonces —asintió él, y volvió a besarla.

En el interior de la nube amarillenta al este, Vorus cabalgaba sobre su vieja yegua sumido en sus pensamientos, con los ojos entrecerrados para protegerlos del polvo. Entre el vapor humeante de su paso, se sentía distanciado del ejército que dirigía, y dejaba que la yegua eligiera su camino en pos de la vanguardia, sin apenas más instrucciones que un toquecito de los talones de vez en cuando para mantenerla en movimiento. Los exploradores le habían dicho que estaba a tres días de marcha por detrás de su presa y, por mucho que tratara de apretar el paso de sus tropas, le parecía que aquella distancia nunca disminuía. Dirigía un ejército fantasmal y cubierto de polvo, en persecución de algo todavía más fantasmal. Tal vez perseguía una idea, un símbolo en movimiento que despertaba constantemente nuevas ideas entre la gente junto a la que pasaba, entre personas que apenas habían oído hablar de él y que hacían circular confusas historias sobre su travesía. Perseguía un mito.

Así pensaba todas las noches al leer las cartas enviadas a toda prisa por Ashuman para estropearle los escasos momentos de descanso que se permitía cuando el ejército se acostaba para pasar la noche. El gran rey había conservado a cincuenta mil soldados como guardia personal, además de los nuevos reclutas que seguían llegando a Pleninash, a los que mantenía acampados en torno a Kaik, como si los macht todavía pudieran sorprenderle allí. El gran rey había perdido algo, tal vez una especie de coraje. Vorus podía leerlo incluso a través del florido lenguaje de los escribas. Ashuman deseaba que todo aquello acabara pronto y se olvidara. Tal vez ansiaba olvidar la matanza de Kunaksa. La muerte de su hermano. ¿Por qué si no habría enviado el cadáver de Arkamenes de regreso a Ashur para darle un funeral real? Vorus lo hubiera arrojado a los chacales.

Pero seguía teniendo hombres suficientes para hacer el trabajo. La columna en la que cabalgaba Vorus media doce pasangs de longitud. La vanguardia llegaba al campamento dos horas antes que la retaguardia todas las noches. Y aún tenía a los seis mil jinetes de la caballería asuria. Cada día cabalgaban en los flancos y en la vanguardia, aunque no con el entusiasmo de antes ni tan ricamente vestidos. Muchos iban montados en ponis locales, pues las altas cabalgaduras de Niseia habían muerto a centenares en Kunaksa. Pero continuaban siendo sus mejores hombres.

En cuanto al resto, Vorus contaba con unos cuantos honai, a los que mantenía en la reserva y comandaba en persona; los reclutas hufsan, todavía intactos, aunque detestaban las húmedas llanuras que atravesaban; y las tres legiones juthas, doce mil hombres bajos y robustos al mando de Proxis. Cerca de cincuenta mil guerreros en total. Y Vorus tenía oficiales kefren por todas las ciudades de las llanuras, reclutando más hombres de día y de noche. Los necesitaría. Los necesitaría a todos.

Abandonó la columna y puso a su fatigado caballo al medio galope, devorando el terreno junto a las hileras de hombres en marcha. Cerca de la vanguardia encontró al contingente jutho, con la piel gris manchada de polvo, las alabardas apoyadas en los hombros y los escudos colgados a las espaldas. Trotó entre sus filas, estudiando a aquellos hombres sucios y compactos, con tanta concentración como si sus ojos pudieran deducir de algún modo lo que estaba pasando por sus cabezas. Casi chocó contra Proxis, que observaba el paso de las legiones sentado al borde de la carretera sobre su mula color pizarra.

—Nos faltará agua —le dijo Proxis.

—Anaris está a diez pasangs de distancia, y allí hay pozos. Nos detendremos frente a la ciudad a pasar la noche.

—Las ciudades de las llanuras han estado aprovisionando a los macht de forraje y agua. Todas las ciudades de la carretera, después del saqueo de Ab Mirza.

—Lo sé. —El conocimiento de lo ocurrido había enfurecido a la mayor parte del ejército, y había tensado las relaciones con los gobernadores de las ciudades. Alimentar a un ejército ya era bastante malo, pero cuando aparecía otro cinco veces mayor poco después del primero, no quedaba gran cosa que distribuir.

—¿Las castigarás? —preguntó Proxis—. El gran rey lo desearía.

—No saquearé nuestras propias ciudades, a no ser que Ashuman me lo ordene expresamente. Son nuestra gente, Proxis.

—¿Lo son? —dijo el jutho, y una mueca cruzó por su ancho rostro—. ¿Has oído los rumores de Junnan?

—Los he oído. —Vorus permaneció muy quieto sobre su silla. No miró a su viejo amigo, sino que estudió las filas de juthos que avanzaban junto a ellos. Soldados esclavos, con la esperanza de conseguir su libertad sirviendo en la guerra, como había hecho Proxis veinte años atrás, salvando la vida de un general en el campo de batalla. Aquel general había sido Vorus.

—Es posible que cuando los macht hayan sido destruidos tengas que enfrentarte a los juthos —dijo Proxis.

—Pueden ocurrir muchas cosas —dijo Vorus, muy tenso—. No podemos preverlas todas. Sólo podemos seguir poniendo un pie delante del otro. —Si los rumores eran ciertos, los juthos se habían rebelado abiertamente, y toda la antigua provincia de Jutha se había perdido para el Imperio. La raza de esclavos había encontrado su orgullo al fin y, desde el desierto de Gadinai al río Jurid había expulsado a todas las guarniciones imperiales, incluso a las rebeldes destacadas por Arkamenes en su paso a través de la provincia. Rumores de batallas, de derramamiento de sangre a gran escala. El Imperio se tambaleaba sobre sus cimientos.

—Siempre fuiste mi amigo —dijo Proxis—. Me diste la libertad.

—Te ganaste tu libertad. Me salvaste la vida en Carchanis.

Proxis frotó las orejas de su mula. Pareció a punto de decir algo, pero se contuvo. La reserva jutha volvió a tomar el control.

—Como has dicho, no podemos hacer nada más que seguir poniendo un pie delante del otro.

Dio la vuelta a su mula y se unió a la columna de tropas juthas, convirtiéndose en parte de aquella multitud parda de guerreros. Vorus le observó alejarse, consciente de que su amigo había tomado alguna decisión, y de que no había nada que él pudiera hacer al respecto.

En el horizonte del oeste, los picos blancos de las montañas de Korash se recortaban contra los ocasos. Era la provincia de Hafdaran. Finalmente, las inacabables llanuras del Imperio Medio habían quedado atrás. La tierra se volvió más rota y áspera, con nudos y protuberancias rocosas brotando del suelo por todas partes. Los sistemas de irrigación construidos en las llanuras ya no existían, pues el suelo era más pobre, y los kufr locales preferían cuidar de sus rebaños a plantar cosechas. Eran hufsan, los habitantes de las colinas del Imperio, y vivían en pueblos o aldeas sin murallas en lugar de ciudades fortificadas. Criaban cabras, corderos, reses y ponis. A medida que el terreno se elevaba, el aire se volvía más frío, y los macht pudieron respirar un poco mejor. El viento descendía de las montañas en oleadas resecas, aplanando la hierba y haciéndoles pensar en su hogar. Los miles de hombres en marcha tenían la sensación de que se acercaban al final de su viaje, aunque los que poseían alguna noción de geografía sabían que no había nada más lejos de la realidad. Todavía quedaban mil doscientos pasangs a vuelo de pájaro hasta Sinon.

La ciudad fortaleza de Irunshahr se elevaba sobre un saliente de roca en uno de los picos más bajos de las Korash. Controlaba las Puertas de Irun, el único paso a través de las montañas hasta las amplias tierras del Imperio Exterior. Los macht se detuvieron a la vista de la ciudad, y enviaron grupos a explorar los campos de alrededor en busca de cualquier animal de cuatro patas que pudieran meter en las calderas. En la retaguardia, Jason destinó a las morai de Aristos y Mynon a vigilar al ejército kufr. Habían recorrido más de mil pasangs en las últimas cinco semanas, siguiendo la carretera imperial como si se hubiera construido para apresurar su huida del Imperio. En las tierras bajas era ya verano, mientras que en aquellas colinas florecía la aulaga, y había millones de abejas sobre las laderas sembradas de brezo y entre las rocas. Por encima de ellos, las grandes aves rapaces de las Korash volaban en eternos círculos, como centinelas alados de las montañas.

—Un buen terreno —dijo Jason. Todos los generales del ejército se habían reunido a su alrededor en la ladera de la colina, apoyados en sus lanzas—. Aquí es donde lucharemos. Tenemos dos días antes de que aparezca el enemigo. Situaremos nuestras líneas a lo largo de las cumbres, y dejaremos que vengan hasta nosotros. Si les derrotamos aquí, tardarán mucho tiempo en reorganizarse, y usaremos ese tiempo para cruzar las montañas. —Jason hizo una pausa y estudió a sus compañeros—. ¿Algún comentario, hermanos?

Mynon tomó la palabra.

—La ciudad ha cerrado las puertas detrás de nosotros. Hemos de vigilar nuestra retaguardia. Irunshahr tiene una guarnición; es posible que decidan hacer una salida en mitad de la batalla, sólo para incordiarnos.

—Cierto. Aristos, tu mora se quedará detrás de la línea principal de batalla, como reserva y para protegernos de cualquier amenaza.

Rictus, tus tropas ligeras se quedarán con él, y el tren de intendencia estará detrás. El enemigo todavía tiene una gran fuerza de caballería. No quiero que nuestros hombres tengan que luchar contra los jinetes, o acabarán como en Kunaksa. Dejad a los caballos para las lanzas. ¿Está claro?

Rictus asintió. Aristos y él se miraron durante un segundo. Jason observó el odio que hervía entre ellos, y se preguntó si habría sido un ingenuo al ordenarles trabajar juntos. Incluso los hombres que se detestaban encontraban a veces una improbable conexión en mitad de la batalla. Esperaba que sucediera algo parecido.

—El cuerpo principal se desplegará en esta colina, al sur de la carretera —continuó Jason—. Mi mora estará en el extremo izquierdo, junto a la carretera. Mochran, tu mora será la de la derecha. Vigila tu flanco; a tu derecha no habrá nada más que hierba y rocas. Cada mora mantendrá un centón entero detrás de su línea, como reserva. Nadie abandonará filas sin recibir la orden, aunque todo el ejército salga huyendo. No olvidéis a la caballería. Si rompemos la formación, nos derribarán uno a uno. Esta noche dormiremos en el campamento, comeremos bien y descansaremos como niños. Por la mañana ocuparemos nuestras posiciones, esperaremos la llegada de los kufr y, con un poco de suerte, serán ellos quienes acaben lloriqueando como niños. —Hubo un murmullo de carcajadas, un eco de camaradería—. Si la línea se rompe —continuó Jason—, volveremos a formarla. Taparemos los agujeros, seguiremos en nuestros puestos y lucharemos hasta ganar la batalla o estar todos muertos. No hay ningún lugar adonde huir. ¿Alguna pregunta?

—¿Quién cuidará de la intendencia? —preguntó Rictus.

—He reunido dos centones entre las morai de delante, heridos leves, lesionados o enfermos crónicos. Se quedarán con las carretas.

—Y con el oro —dijo el corpulento Gominos, sonriendo.

Permanecieron mirándose unos a otros, hasta que Aristos dijo bruscamente:

—Acabemos de una vez.

El grupo se deshizo. Jason permaneció sobre la colina mientras los hombres descendían la pendiente hacia sus morai. Incluso entonces, se separaron en dos grupos diferenciados que parecieron tomar forma en torno a Aristos y Rictus. Jason rezó porque fueran capaces de unirse cuando llegara la hora de bajar las lanzas.