Juntos hacia la oscuridad
Una hoguera de campamento y, en torno a ella, once hombres vestidos con el Don de Antimone.
—¿Y por qué no? —preguntó Aristos, con los ojos centelleantes—. Tenemos las lanzas para tomar lo que queramos cuando lo queramos. Ese gran rey se oculta en algún lugar tras el horizonte del este. ¿Por qué no saquear su Imperio mientras lo atravesamos? Enviémosle un mensaje con el viento, y obliguémosle a respirar el olor de sus ciudades en llamas. ¿Por qué no?
Varios de los demás generales se golpearon los muslos con los puños en señal de asentimiento. Jason se fijó en sus rostros. Gominos el rechoncho, Grast el feo, Hephr el taimado y Dinon el lameculos. Así les llamaba en el interior de su mente. Entonces tomó la palabra Mynon, el de los ojos de pájaro, siempre cambiando de opinión según el viento.
—Puede que Aristos tenga razón, Jason. ¿De qué nos sirve negociar con los kufr, cuando encontraremos sus puertas cerradas de todos modos?
Jason estaba a punto de responder cuando habló Rictus. Los ojos del muchacho eran como dos ventanas de cristal blanco en su rostro bronceado. Su furia se podía oler. Pero mantuvo la voz tranquila.
—Cada vez que saqueamos una ciudad, algo de la disciplina de los hombres desaparece. Cada vez que les permitimos matar a gente inocente y desarmada, envenenarnos una parte del soldado que llevamos negro. Nos convertimos en ladrones, violadores y asesinos. Si queremos llegar al mar, tenemos que ser soldados por encima de todo. Debemos tener disciplina, y los hombres deben obedecer a sus oficiales. Si esa obediencia desaparece, estaremos acabados. Y lo mereceremos, pues no seremos más que criminales.
Aristos lanzó una carcajada.
—¡Escuchad esto! ¡Un cabeza de paja con sentido del honor! ¿De dónde lo has sacado, Rictus? ¿Es que tu padre te contaba historias de batallas mientras se tiraba a las ovejas?
Vieron un borrón, una sombra que saltaba sobre la hoguera. Y de repente Aristos estaba tumbado de espaldas con Rictus encima de él, con un cuchillo apoyado en la garganta del hombre tendido, haciendo brotar la sangre. Los demás hombres en torno a la hoguera permanecieron inmóviles durante un segundo. Entonces Gominos desenvainó la espada.
—¡Alto! —gritó Jason. Se adelantó y agarró el hombro de Rictus—. Apártate, muchacho. ¡Es una orden, Rictus!
Rictus se levantó y volvió a guardarse el cuchillo en el cinto. Bajó la vista en dirección a Aristos y dijo en voz baja:
—Si vuelves a mencionar a mi padre, te mataré.
El grupo de hombres se deshizo. Aristos se incorporó, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.
—Será mejor que ates a ese perro tuyo, Jason —espetó Aristos, con la voz algo insegura—. Puede que se gane unos azotes si sigue ladrando a sus superiores.
—Cierra la boca, maldito idiota —gruñó Buridan, más parecido a un oso que nunca a la luz de las llamas.
—Basta —espetó Jason—. Aristos, ¿acaso cuestionas mi autoridad?
—Propongo que volvamos a votar quién debe estar al mando.
—¿Por qué motivo?
—Porque algunos miembros de esta Kerusia son incapaces de dirigir una mora.
—Estoy de acuerdo. Pero no vamos a empezar a cambiar de generales ahora, con el gran rey pisándonos los talones y las carretas de provisiones medio vacías.
—¡Y yo digo que votemos, aquí y ahora!
—Y yo digo que cierres la boca, o te destituiré.
—¡No puedes hacer eso! —dijo Aristos, con los ojos muy abiertos.
—Puedo. Los generales no fueron votados por los hombres. Simplemente recurrí a los segundos de todas las moras cuando estábamos en apuros en Kunaksa. En su momento, los hombres tendrán que opinar sobre sus generales, pero ese momento no ha llegado. ¿Estás de acuerdo?
Tras un largo momento, Aristos asintió.
—Entonces mis órdenes deben ser obedecidas. No habrá más saqueos de ciudades kufr. La consigna debe ser obedecida en toda la columna. Ya tenemos bastantes problemas sin buscamos más. Que quede claro. Empezaré a ordenar que se castigue a cualquier hombre que opine de otro modo. —Hizo una pausa mientras los miraba de arriba abajo, recordando a Phiron, Pasion, Orsos, Castus y los demás hombres muertos que habían ocupado la posición de aquellos novatos. Se sintió viejo, como si todos hubieran quedado disminuidos de algún modo. El sentimiento de hermandad que les había permitido llegar tan lejos había desaparecido. Se preguntó si el mismo Phiron hubiera podido recuperarlo después de aquello.
—Hermanos —dijo—. Somos macht. Recordadlo.
Algunos de ellos le devolvieron la mirada. El viejo Mochran asintió, con los ojos también llenos de recuerdos. También el joven Phinero, que había amado a su difunto hermano. Incluso Mynon tuvo el detalle de parecer algo avergonzado. Rictus estaba perdido en su furia, inaccesible. Aristos y sus seguidores… aquellas palabras no significaban casi nada para ellos.
—Retiraos —dijo pesadamente Jason—. Mynon y Rictus, esperad un momento, por favor.
Levantó la vista hacia las estrellas, sus estrellas. Sonrió, recordando. Estaban a medio pasang del campamento, para discutir mejor sin ser escuchados por todo el ejército. Al oeste, el vivac macht era un cuadrado de hogueras de un pasang de lado. Y al este, Ab Mirza seguía ardiendo en el horizonte, ya por detrás de ellos. Jason había obligado al ejército a cubrir una gran distancia aquel día, haciendo que los soldados sudaran para expulsar el vino saqueado en la ciudad. Cerró los ojos, recordando el terrible momento en que se había percatado de que el ejército escapaba a su control y se convertía en una horda. Aristos y su mora habían cruzado las puertas sin orden ni disciplina, y sin pensar en nada que no fuera la satisfacción de sus deseos más bajos. Los hombres de Buridan, los mejores del ejército, habían llegado tarde a lo que creían que era una batalla, y se habían unido a la matanza.
Y él, Jason, les había enviado allí.
No fue una batalla. Las tropas de Aristos y Rictus estaban matando a mujeres, niños y ancianos kufr para entonces, derramando sangre por el simple placer de hacerlo. Cuando se restableció el orden, la ciudad estaba en llamas, convertida en un matadero ardiente. No se pudo hacer otra cosa que dejarla arder y marcharse.
Jason ignoraba por qué aquello le había alterado hasta tal punto. Rictus había visto arder Isca; sin duda, su familia había sido masacrada (o al menos su padre, a juzgar por lo sucedido aquella noche), de modo que tenía excusa. Pero Jason había presenciado la muerte de otras ciudades antes de aquello, y ciudades macht por añadidura. No podía imaginar por qué lo sucedido le había afectado tanto.
—Phobos —susurró, desconcertado y furioso. Por lo menos, los kufr sabían ya lo que era ser arrasados por los macht. Otro fenómeno nuevo en aquel mundo cambiante.
—Fue culpa mía —dijo Rictus. Se estaba frotando los ojos, como si su brillo le resultara doloroso—. Los hombres escaparon y se negaron a regresar, excepto unos pocos. Fue mi mora la que empezó. Aristos tiene razón. No soy digno de estar al mando.
—Das las órdenes desde demasiado cerca del frente —le dijo Jason con brusquedad—. Tienes que mantenerte algo apartado y controlar a los centones desde detrás del asalto. Eres el general, Rictus, y fuiste el primero en cruzar la puerta. Aquí no estamos escribiendo ninguna leyenda. Un general debe quedarse atrás y mantener la visión general de las cosas. ¿Me entiendes?
—Deseo ser destituido.
—Cállate. Vuelve con tus hombres, y oblígales a obedecerte. Fuera de mi vista.
Rictus les dejó, perdiéndose en la oscuridad con el caminar lento de un anciano fatigado.
—Ese chico tiene ideas extrañas —dijo Mynon—. Tal vez se deba al iscano que hay en él.
—Quiere pensar bien de los hombres, creer que son mejores de lo que son —dijo Jason—. Y sus hombres le aman por ello, según me dijo Buridan. Es joven. Está aprendiendo.
—No hay nada como aprender por las malas —dijo Mynon, bostezando—. Supongo que te preguntas qué queda en la despensa.
—Casi todo lo que había en Ab Mirza ardió, lo que acabó de joder el problema de las provisiones. ¿Qué tenemos, Mynon? Sé amable.
—Raciones completas para tres días. Si pasamos con medias raciones y escatimamos la comida de los esclavos, podemos estirarlas durante una semana. Este lugar está vacío en muchos pasangs a la redonda, y por lo que he oído…
—Nuestro amigo macht viene con un ejército pisándonos los talones, lo sé. Está a dos días por detrás de nosotros, y trae unidades de caballería. Faltan ochocientos pasangs para las montañas. A marchas forzadas, tardaremos entre veinte y veinticinco días en llegar. En las montañas, daremos la vuelta y lucharemos. Hasta entonces, marcharemos tan aprisa como podamos.
—Con los estómagos vacíos.
—En este momento me preocupan tanto las lenguas como los estómagos. Rictus tenía razón; si nos acostumbramos a actuar como ayer, dentro de un mes seremos poco más que una horda. Esos jóvenes cachorros se alegrarían de ello, pero significaría la muerte del ejército, pura y simplemente.
—Hay quien diría que la mejor parte del ejército ha muerto ya —dijo Mynon, por una vez en tono sombrío.
—Antimone sigue con nosotros, Mynon, créeme. Todavía somos…
—Macht. Lo sé, estaba aquí antes. ¿Qué era lo que solía decir Orsos? Era una cita, creo que de Sarenias: «Hermanos, avancemos juntos hacia la oscuridad, a la sombra de las alas de Antimone».
Permanecieron inmóviles, recordando, mientras el fuego que crepitaba a sus pies empezaba a consumirse. A su alrededor, los insectos de las llanuras llenaban la noche de sonidos sin significado.
—Éste no es nuestro mundo —dijo suavemente Jason.
—Lo sé. Veo las mismas estrellas sobre nuestras cabezas, y me sorprende que no sean diferentes. Incluso el agua tiene un sabor extraño aquí. A veces creo, Jason, que los kufr tienen más derecho que nosotros a estar en este mundo.
Jason trató de echarse a reír, pero el humor murió en su garganta.
—¿El agua? Ayer corrieron ríos de sangre por las calles de Ab Mirza, y las murallas se tiñeron de rojo. ¿Cuántos miles, Mynon? Creo que más de los que murieron en Kunaksa. Por muy terrible que fuera lo que nos hicieron, nos lo hemos cobrado con creces.
Antes del amanecer, el ejército estaba de nuevo en marcha, los hombres silenciosos y enfurruñados, como borrachos recordando las locuras de la noche anterior. Jason hizo que los centuriones recorrieran el campamento y arrojaran todo el botín de Ab Mirza en los rescoldos de las hogueras. Las mujeres kufr capturadas con yugos y obligadas a seguir al ejército fueron liberadas y abandonadas en la cuneta como fantasmas desnudos y de rostros macilentos. Los hombres marchaban con los estómagos vacíos y las cabezas doloridas: por toda la columna, los centuriones tenían que gritarles para que apretaran el paso. Cuando los animales de tiro fallaban, se destinaban centones enteros a transportar las cargas. Docenas de hombres fueron asignados a las carretas más pesadas y las arrastraron a través del barro de las llanuras de Pleninash a base de fuerza bruta, azotando a los agotados bueyes y mulas que pugnaban por avanzar junto a ellos. Parecía que la mitad del ejército estaba desalentado. La otra mitad hervía de resentimiento, como un hombre acusado en falso. A lo largo de las filas, los hombres discutían entre ellos. Periódicamente, algunos se apartaban de la columna para pelearse junto a la carretera, hasta que los centuriones les interrumpían.
—Me gustaría que todo este jodido país estuviera al otro lado del velo —dijo Gratus, golpeándose el cuello. Se arrancó algo de la piel, lo miró con repugnancia y se limpio los dedos ensangrentados en el cabello—. Todavía no estamos en pleno verano, y este calor haría sudar a un pez. ¿Cómo lo soportan?
—Es su país —dijo el viejo Demotes, una visión demacrada de barba blanca y rostro ennegrecido, con unos ojos azules y brillantes que parecían fuera de lugar—. Están acostumbrados, como nosotros estamos acostumbrados a las montañas. Además, tampoco es tan malo. En nuestro país, en invierno las rodillas se me quedan rígidas después de una marcha, y tengo que frotarlas como un muchacho que acaba de aprender a masturbarse hasta poder levantarme de nuevo.
—Vi que te llevabas a una chica kufr, Gasca, ¿cómo te fue? —dijo Astianos—. Cuando conseguí acercarme a cualquier cosa que tuviera una raja entre las piernas, ya estaba muerta. Y no me gusta la carroña.
Gasca siguió adelante sin decir nada.
—Es tímido —dijo Astianos, golpeándole la espalda—. Era su primera vez, de modo que tirarse a una kufr no cuenta. Sigue siendo virgen.
El ancho rostro de Gasca continuó impasible. El sol le había emblanquecido el cabello rubio, y tenía la piel oscura como el cuero de una bota. Las pecas de su nariz y mejillas parecían tatuajes negros. Era cierto que había agarrado a la muchacha, para apartarla de los demás. Le había parecido hermosa, la primera kufr a la que miraba de aquel modo. En el caos de la ciudad saqueada, la había llevado a un callejón tranquilo y la había desnudado. La excitación de la caída de la ciudad le había invadido el cerebro, y había bebido cierto licor de grano que Astianos había saqueado en un edificio alto. Había recorrido la piel de la muchacha con sus manos sucias, la había manoseado y explorado. Pero sus ojos le habían detenido. Eran oscuros y desamparados. Lloraba en silencio, como una mujer de verdad.
De modo que la soltó. Curiosamente, no se sentía menos hombre por no haberla violado. Sólo sentía alivio por haber salido de Ab Mirza del mismo modo que había entrado. Sus amigos no lo entenderían, pero Rictus si. Sabía que Rictus lo comprendería. De modo que soportó las bromas de sus compañeros con una leve sonrisa, nada más. No era consciente de ello, pero el muchacho que había sido le había abandonado. Marchaba con expresión de veterano, y su sonrisa era la de un hombre adulto y al control de sus impulsos.
Todos estaban más flacos que antes, con más cicatrices, curtidos por el sol y con patas de gallo de piel blanca en tomo a los ojos. Sus uñas estaban rotas y llenas de suciedad incrustada, sus pies desnudos, con las plantas duras como el cuero. Sus cuerpos estaban tan agotados y firmes como era posible estarlo, y los músculos de sus caras se hinchaban en las mandíbulas y sienes cada vez que abrían la boca. Eran soldados, criaturas impulsivas y rutinarias con un núcleo de inquietud indefinible en sus corazones. Eran despiadados, brutales, sentimentales, sarcásticos. Eran egoístas y altruistas. Eran capaces de acuchillar a un hombre por un óbolo de cobre, y de compartir con él sus últimas gotas de agua. Podían pisotear una obra maestra sobre el barro, y echarse a llorar al oír la voz de un veterano entonando una canción. Eran la hez de la tierra. Eran macht.
Durante cuatro días, el ejército marchó al ritmo agotador marcado por Jason. La carretera imperial detrás de ellos había quedado llena de carretas rotas y animales desfondados, y los grupos recolectores sólo recogían forraje para los animales, leña y agua, nada más. A medida que pasaban los días, el recuerdo escarlata de Ab Mirza empezó a desvanecerse, y las peleas entre las filas se redujeron a un nivel más normal. Los últimos restos de comida, polvorientos y roídos por las ratas, fueron arrancados del fondo de las carretas y puestos a hervir en los centoi, y la carne que quedaba, verde y viscosa, fue cortada y cocinada. Por primera vez, los hombres empezaron a abandonar la columna para vaciar las tripas sin esperar a las paradas para descansar. Pasó una semana, y aunque el ritmo de la marcha disminuyó un poco, las carretas empezaron a llenarse de hombres cuyas tripas habían acabado con sus fuerzas. Y los que seguían caminando, sosteniendo a sus camaradas enfermos, adelgazaron todavía más.
—Basta —dijo Buridan a Jason—. Lo saben. No están seguros de por qué, pero lo saben.
—¿Qué es lo que saben? —preguntó Jason.
—Que tú estás al mando.
—Envía columnas de aprovisionamiento, Jason —dijo Mynon—. Por el amor de Phobos, los hombres tienen que comer.
—Hay una ciudad llamada Hadith a otros tres días de marcha al noroeste. Llegaremos allí y nos reaprovisionaremos. —En respuesta a las miradas de los otros hombres, Jason añadió—: Acamparemos fuera de la ciudad y enviaremos una delegación a hablar con el gobernador. Habrá oído lo de Ab Mirza. Haremos que eso cuente a nuestro favor.
Pasaron otros dos días antes de que Jason se atreviera a visitar de nuevo a Tiryn. La encontró en su carreta, con una lámpara encendida y humeante, casi sin aceite. Su esclava jutha dormía envuelta en una manta bajo el eje del vehículo. Tiryn estaba sentada a la vacilante luz de la lámpara, contemplando la llama como si le estuviera diciendo algo de importancia. Levantó la vista cuando la carreta crujió bajo el peso de Jason, y luego volvió a observar la lámpara, cubriéndose mejor el rostro con el komis.
—Llega el conquistador —dijo en voz baja—. ¿Te he enseñado a decir crimen, Jason? Se dice jurud. Es una palabra que deberías conocer.
Jason la miró fijamente, tensando y destensando los músculos de su mandíbula.
—Lo lamento —dijo al fin—. No quería que las cosas sucedieran de ese modo.
—Es la guerra. No debería haber esperado otra cosa. En una guerra, ¿qué significa una ciudad más o menos?
—Tiryn…
—¿Saciaste tus apetitos en Ab Mirza? Tus hombres sí. Ahora saben que las mujeres kufr se parecen mucho a las macht en algunos aspectos. Tenemos agujeros en los lugares correctos.
—Necesitaré tu ayuda durante los próximos días, Tiryn.
—¿Mi ayuda? ¿Qué diversión puedo ofrecerte yo que no pudieran las kufr de Ab Mirza?
—¡Basta! Necesito que hables por nosotros, por los macht. Necesito que hables con tu gente. No quiero que ardan más ciudades.
Ella le miró, con los ojos centelleantes.
—¿Ahora tendría que ayudarte?
—También estarías ayudando a tu pueblo.
—Traicionándolo, querrás decir.
—Cuando te encontré, tu propia gente te había dejado hecha un desastre —dijo Jason, furioso—. Desde que estás con nosotros, nadie te ha puesto una mano encima. Mataría al hombre que lo intentara.
Aquello enfrió el aire entre ellos. Tiryn se apartó el komis de la boca. Jason vio que sus labios oscuros se movían.
—¿Por qué? —articuló, aunque sin emitir ningún sonido.
—Yo también me lo pregunto —dijo Jason, con más suavidad—. He visto arder otras ciudades. Se lo que significa. Creo que ahora soy como Rictus; ya he visto suficiente. Estoy cansado, Tiryn. Creo que estoy harto de la vida de soldado. —Se apoyó en el costado de la carreta y suspiró profundamente. Levantó la vista hacia las estrellas—. Hogar, y casa —dijo.
—Orthos —dijo Tiryn—. Amathon. Ahora ya conoces las palabras.
Jason sonrió.
—Te doy mi palabra —dijo—. Ayúdanos a llegar a casa, y trataré de hacerlo sin que ardan ciudades ni mueran más inocentes.
La lámpara se apagó con un pequeño siseo, dejándolos en la oscuridad bajo las estrellas. Jason se inclinó hacia delante, y tocó la boca de Tiryn con la suya, sólo un instante, un segundo embriagador. Ella permaneció sentada como una elegante estatua de mármol, con los puños súbitamente apretados en la manta que le cubría el regazo. Lentamente, volvió a cubrirse el rostro con el komis de lino, y continuó sentada, tan inmóvil como antes. Jason abrió la mano, como si fuera a hacerle un regalo. Luego se volvió y descendió de la carreta sin más palabras.
Las puertas de Hadith estaban cerradas, y sus murallas llenas de ciudadanos desafiantes. Jason se acercó al ladrillo cocido de las almenas acompañado por una figura solitaria, mientras a medio pasang por detrás de él, los macht aguardaban en línea de batalla. Agitó una rama verde mientras se acercaba, recordando la última vez que había intentado negociar con los kufr. El sudor le goteaba por el rostro.
—Bájate el velo —dijo a su compañera—. Déjales ver quién eres.
Tiryn obedeció. Su piel, normalmente del color de una cáscara de nuez, estaba muy pálida. Temblaba de miedo, con los ojos muy abiertos y fijos en las lanzas, jabalinas y arcos en manos de los defensores.
Jason le tomó una mano. Estaba fría, con los huesos finos y delgados. Ella la apartó, y su cara recuperó algo de color.
—Cumple tu palabra —dijo en voz baja—. Es todo lo que pido.
—Si no abren las puertas, nos iremos. Lo juro.
Tiryn se volvió, le miró y consiguió sonreír.
—Muy bien, entonces.
El general macht y la mujer kufr se situaron a la sombra de las murallas de la ciudad, y Tiryn gritó algo en su voz clara y fuerte. Pidió comida, carretas, animales de tiro. Y a cambio prometió a los defensores que los macht dejarían en paz su ciudad, y se marcharían al amanecer del día siguiente. Si las provisiones requeridas no habían llegado al anochecer, dijo, la ciudad seria asaltada y sufriría el mismo destino que Ab Mirza.
Una hora más tarde, las puertas se abrieron, y la gente de Hadith empezó a vaciar el contenido de sus graneros, corrales y establos. Los macht seguían inmóviles, como un ejército de bronce. Al caer la noche, se acercaron a recoger su botín, y al amanecer se habían marchado, una mera sombra en la carretera del oeste, con su paso marcado por una nube de polvo. Las puertas de Hadith se abrieron de nuevo, y los ciudadanos más valientes salieron a inspeccionar la tierra batida del campamento macht. Mientras estaban allí, maravillados, vieron en el este otra nube de polvo, que se elevaba en el tranquilo aire y avanzaba hacia el oeste en pos de los macht. Había un gran ejército en la carretera.