19

La kufr del general

De tres pasangs de longitud, la columna se extendía todo lo que le permitía la carretera imperial a través de las empapadas tierras bajas de la llanura. Por delante, una mora de tropas ligeras formaba una especie de media luna ante la vanguardia del cuerpo principal, mil hombres con jabalinas, lanzas ligeras y una curiosa colección de escudos. Ninguno vestía de escarlata; no quedaba un solo hombre con la capa roja en toda la columna, pues los quitones habían quedado inutilizados a causa del barro y la inmundicia de las batallas pasadas. En su lugar, llevaban las túnicas de fieltro de los campesinos asurios, o ropas saqueadas en algún hogar kufr. Pero sobre aquellos harapos descansaba el bronce de sus padres, y en los hombros de las armaduras apoyaban las largas lanzas que su raza había llevado desde tiempo inmemorial.

La columna se componía casi enteramente de hombres a pie, hasta que uno llegaba al último tercio. Allí había carretas ligeras y carros de un solo eje, tirados por mulas, caballos, asnos, bueyes y cualquier animal que pudiera ser uncido a un yugo. Había unos doscientos vehículos, y unos mil hombres caminaban entre ellos, apoyando los hombros contra las ruedas cuando los animales de delante flaqueaban en su constante esfuerzo. Tras el aparatoso tren de intendencia marchaban otros dos mil lanceros. Aquellas dos morai, como las dos de la vanguardia, no habían dejado los pesados escudos en las carretas, sino que los llevaban sobre los hombros. Y periódicamente se detenían, daban media vuelta y presentaban un frente erizado e impenetrable a quienquiera que pudiera aproximarse al ejército desde detrás. Los macht marchaban, alejándose del río Bekai y adentrándose en el corazón de las tierras bajas de Pleninash.

—Les veo como una línea oscura en el horizonte, nada más —dijo Proxis, el jutho, frunciendo el ceño—. Se mueven como si tuvieran un propósito.

—Claro que lo tienen —le dijo Vorus—. Vuelven a casa.

—Acabamos con su alto mando, y sin embargo…

—Los macht votan para tomar decisiones —dijo Vorus. Sonrió ligeramente—. Votan, y crean cosas nuevas a partir de esa voluntad colectiva. No es un buen modo de dirigir un ejército y, sin embargo, aquí estamos nosotros y allá van ellos, marchando como si nada hubiera ocurrido. Tienen algún otro líder, Proxis, alguien a quien respetaban antes de que matáramos a sus generales. Debe de ser bueno para haber logrado tales maravillas en Kunaksa. Me pregunto si le conozco.

Los dos generales estaban a un pasang por delante del cuerpo principal, sentados sobre sus torturadas monturas. Tras ellos, Kaik se elevaba por encima del río Bekai sobre su antiguo montículo, con las puertas de la ciudad abiertas de par en par e hileras de tropas kefren pasando junto a ellas, cruzando el río por los dos puentes desguarnecidos.

—Se lo han llevado todo en Kaik —dijo Proxis, con un destello de resentimiento en la mirada—. Comida, agua, vino, caballos, bueyes, y centenares de hombres de mi raza para que les sirvan como esclavos, bestias de carga. Pero eso es lo que siempre hemos sido.

Vorus miró a su compañero y asintió.

—Sí, es cierto. Pero he oído decir que en Jutha el pueblo se está armando, y no para luchar contra los macht.

Proxis se permitió esbozar una sonrisa breve y sin humor.

—Yo también lo he oído.

—Esos tipos a los que perseguimos dejarán tras ellos un Imperio destrozado si se lo permitimos.

—Tal vez hayan llegado los últimos días del Imperio —dijo Proxis, y apartó la vista, incapaz de mirar a Vorus a los ojos.

—Si es así, también han llegado los nuestros —dijo Vorus, furioso, y pateó a su caballo.

El gran rey tomó posesión del palacio del gobernador de Kaik. Su inmensa intendencia se había trasladado a la orilla este del rio, y durante un día entero los desdichados habitantes de la ciudad observaron cómo la interminable hilera de carros, carreta y mulas de carga cruzaba sus puertas. Iban a gozar del honor y la bendición de la presencia del rey entre ellos durante una buena temporada, pues el monarca había decidido instalar en Kaik su cuartel general. Lo poco que habían dejado los macht fue expropiado por los mayordomos de la casa real. A través de las fértiles llanuras de Pleninash, los grupos de abastecimiento avanzaban en columnas de miles de hombres. Había más tropas dedicadas a recoger provisiones que marchando con Vorus en persecución del enemigo. Aquélla era la realidad de la guerra. Incluso la menguada hueste que el gran rey todavía tenía bajo sus estandartes representaba unas tres o cuatro ciudades de bocas hambrientas soltadas en mitad de la región. Y cada semana llegaban más tropas; levas que se incorporaban con retraso a la campaña, convocadas en todos los lugares del Imperio capaces de producir guerreros.

—Quiero recibir informes diarios de Vorus —dijo Ashuman. Los abanicos enviaban perfume hacia su rostro. Durante los últimos tiempos, el salón en el que se encontraban había sido usado como lugar de reunión de los generales macht. Los esclavos juthos lo habían fregado y aclarado con agua del pozo, pero el gran rey no podía apartar de su mente la imagen de aquellas criaturas sentadas en torno a la larga mesa delante de él. Ordenó que retiraran y quemaran la mesa—. Han convertido Kaik en una cloaca —dijo para sí. Y cuando el anciano Xarnes se inclinó para oír mejor sus palabras, agitó una mano—. No importa. General Berosh, ¿podemos estar seguros de que los mensajeros salieron antes de que los macht tomaran posesión de la ciudad?

Berosh, el nuevo comandante de la guardia de su majestad, se inclinó en señal de asentimiento.

—Ellos y sus escoltas estaban en camino antes de que acabara la batalla en las colinas, mi señor. Ya estarán muy lejos.

—Tanto mejor. —Diez cabezas, diez rostros de hombres muertos conservados en jarras, para ser mostradas por todo el Imperio como señales de advertencia. Aquello, al menos, había salido según el plan.

—Lástima no haber podido ser tan rápidos con el oro —dijo, y Berosh se inclinó de nuevo—. Cuando la caballería asuria se haya reaprovisionado y descansado, deberá reunirse con Vorus. Necesitamos caballería para seguir el paso de esos animales. Hemos de adelantarlos e inmovilizarlos. —Ashuman golpeó el brazo de su trono con el puño—. Debemos rodearlos y destruirlos hasta el último hombre.

—Se han tomado todas las medidas posibles, mi señor —dijo Berosh, inclinando la cabeza.

—Se han tomado, sí, ahora. Ahora que el enemigo ha huido. —Se levantó, y todos los presentes en la estancia, cortesanos, esclavos, soldados y asistentes se inclinaron. Durante toda su vida, aquél había sido el protocolo, el modo de hacer las cosas, pero en aquel momento le resultó sofocante.

El rostro de su hermano cuando la hoja le atravesó la barbilla.

—Salid de esta habitación —dijo—. Todos menos Xarnes y Berosh. Ahora.

Salieron en silencio, incluso los que manejaban los abanicos. Ashuman se quitó la pesada túnica de los hombros. Vestido sólo con el largo jubón de lino que llevaba debajo, se dirigió a una de las ventanas, alta y sin acristalar. Soplaba una leve brisa, que refrescó el empapado tejido de su ropa interior. Se quitó el komis real y sintió el aire en el rostro. Respiró profundamente. Incluso allí, podía oler el repugnante hedor de la ciudad baja.

—Gran rey —empezó Xarnes en tono dubitativo.

—Tenía demasiado calor, Xarnes, nada más. Déjame. No hay nada que temer. Nada en absoluto. —Habló por encima del hombro en dirección a Berosh—. Envía correos a las provincias del noroeste, a todos los gobernadores. Si descubro que una ciudad abre sus puertas a los macht, la arrasaré. ¿Me has oído, Berosh?

—Sí, mi señor.

—No toleraré más ciudades kefren profanadas como ésta, con las calles llenas de sangre y excrementos. Quiero que limpien las calles. Expulsad a toda la población si es necesario, pero quiero que este lugar vuelva a estar limpio.

Se volvió a mirarlos y cerró los ojos, dejando que la brisa le enfriara la espalda y alisara las arrugas del empapado lino.

—Debemos eliminarlos de nuestro mundo, Berosh. Éste no es su sitio. Creo que nunca lo ha sido.

Cuando se detenían para pasar la noche, los macht cavaban una zanja poco profunda en tomo al campamento. No era tanto una defensa como una demarcación. Las diez morai extendían los sacos de dormir en un gran cuadrado hueco, en cuyo centro situaban los vehículos de intendencia y los animales de tiro, los cofres llenos de oro de Tanis y los esclavos juthos que se habían llevado de Kaik, encadenados y cargados de sacos, barriles y jarras en equilibrio sobre las cabezas, tal y como los kufr habían transportado sus cargas desde la creación del mundo.

Los hombres dormían en el suelo, envueltos en las mantas y colgaduras que habían podido saquear en Kaik. La mayoría habían conseguido retener también sus capas escarlatas, de modo que por las noches su apariencia presentaba cierta uniformidad. Los grupos recolectores normalmente regresaban al campamento hacia el anochecer, cada uno de ellos formado por dos o tres centones y, si habían tenido suerte, con el aspecto de un circo ambulante a causa de la procesión de animales que bramaban, balaban o cloqueaban entre sus filas. A su regreso, los grupos encargados de recoger leña y traer agua habían llegado también al campamento. Las hogueras se encendían bajo los grandes centoi mientras el agua burbujeaba en su interior. En total, tal vez una tercera parte del ejército se desperdigaba por el campo cada día al caer la tarde, rapiñando cualquier cosa que los macht pudieran aprovechar. Cuando el ejército llevaba una semana fuera de Kaik, aquella actividad se había convertido en una rutina, y pese a los exploradores kufr que los observaban desde los montículos más altos, no habían visto señales de la persecución del gran rey.

Tiryn estaba sentada junto a una de las hogueras centrales en la zona de intendencia, mientras su esclava jutha calentaba algo en una cacerola de cobre sobre las llamas. Jason cuidaba de ellas, se aseguraba de que tuvieran comida al finalizar cada día, y los soldados sabían que no les convenía molestar a la kufr del general. Cuando podía, Jason se reunía con ellas junto a la hoguera ya bien entrada la noche, y él y Tiryn intercambiaban palabras cada uno en el idioma del otro; ella enseñaba asurio y aprendía macht mientras él hacia lo contrario. Era una pequeña rutina que proporcionaba a Tiryn cierta sensación de realidad en un mundo desconcertante, y la muchacha había llegado a aguardar con ansia aquellos ratos tranquilos junto a la hoguera, mientras los animales dormían en sus corrales de cuerda y ellos conversaban en voz baja, dedicando la mente a asuntos que no tenían que ver con la supervivencia diaria.

Jason tenía el ceño fruncido cuando llegó aquella noche. Se envolvió las rodillas con la capa mientras ocupaba su lugar habitual junto a la hoguera, como si quisiera aislarse no sólo del frio aire nocturno sino también de los recuerdos del día. Pasó la vista en torno a los carros y carretas estacionados en hileras, los caballos y mulas atados, los cabeceos de los bueyes y las hileras de juthos encadenados, sentados en silencio y exhaustos tras el esfuerzo del día.

—Esta gente es casi tan útil como las mulas —dijo a Tiryn, señalando con la cabeza a su esclava personal. La muchacha jutha estaba sentada con los ojos bajos al otro lado de la hoguera, con un collar de cáñamo de esclava en torno a su ancho cuello. En sus manos, la cacerola de cobre permanecía olvidada.

—Se llama Ushdun —dijo Tiryn—. Nació en Junnan, al norte de Jutha, y fue entregada a un recaudador de impuestos imperial como parte del pago de las deudas de su padre.

Jason consideró aquella información con expresión de disgusto.

—¿Esta gente entrega a sus hijos para pagar impuestos?

Los ojos de Tiryn relampaguearon.

—Así es cómo funciona el Imperio. Arkamenes me dijo que el sistema servía para facilitar la movilidad de la población, y que evitaba tener que arruinar a los pequeños propietarios. Muchos tienen demasiadas bocas que alimentar, de todos modos. —«Como mi padre», pensó la muchacha, pero no pudo decirlo; nunca lo diría.

—Entonces se merecen este Imperio —dijo Jason con desprecio.

—¿No tenéis esclavos en tu país?

—Si, pero son prisioneros de guerra, no hijos entregados libremente por sus padres. —Jason pensó un poco más, y luego se encogió de hombros—. Bueno, puede que las tribus de cabreros… Pero son poco más que animales.

—¿Así que nosotros también somos poco más que animales?

Jason la miró, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—Tu dominio del macht es ya muy bueno. ¿Qué tal si intentamos que mi asurio se ponga al mismo nivel?

—La palabra para esclavo es durun. Animal se dice qaf ¿Has oído hablar de los qaf?

Jason sonrió.

—Parece que voy a recibir varios tipos de educación esta noche. He oído hablar de ellos, sí.

—Son más altos que el kefre más alto, y más anchos de hombros que los juthos. Viven muy al norte de aquí, en las nieves de las montañas de Korash. No les gusta el calor de las tierras bajas, pero vi algunos en Ashur.

—Desde luego, parecen criaturas temibles.

—La palabra para ira es irghe. Esta noche estás furioso.

—¿Te ha traído Gasca la jarra de vino? Tomaré un poco, si queda algo.

Tiryn ordenó a la jutha que fuera a buscarla a la carreta. Jason apartó la tapa de arcilla y bebió directamente de la jarra. Se limpió la boca, asintiendo.

—Así es como debe ser. Estaba harto de vino de palma. Es un alivio saber que hay alguien aquí capaz de fabricar bebida a partir de las uvas. —Reparó en los ojos de Tiryn, aún clavados en él—. Si, estoy enfadado.

—¿Por qué?

—No he venido para comentar mi día.

—Lo sé. Has venido para que un animal te dé clases de idioma. ¿Por qué estás enfadado?

Jason se echó a reír.

—¿Es por eso por lo que Arkamenes te mantenía a su lado? ¿Para ahuyentar el malhumor?

—Es posible. Te gusta hablar conmigo, Jason. Tú diriges este ejército. No creo que puedas hablar con los demás.

—Ya conoces a Rictus. ¿No? Hablo con él. Hablo con mi amigo Buridan. Y hablo contigo, no sé por qué. No sé por qué confío en ti, pero resulta que así es.

Jason hablaba totalmente en serio; la hilaridad había desaparecido. Contempló fijamente el fuego, y acercó a las llamas con el pie un trozo de tronco errante.

—No somos un ejército, sino dos —dijo al fin—. Por ahora, continuamos juntos, porque si nos separamos no hay duda de que moriremos aquí. Pero si el gran rey renuncia a la persecución, habrá facciones en nuestras filas. Eso acabará con nosotros.

—Mata a los líderes de las otras facciones —dijo ella. Tomó la cacerola olvidada de manos de la muchacha jutha y empezó a servir el estofado de lentejas en tres platos de cerámica.

—Los macht no resuelven sus asuntos de ese modo —dijo Jason.

Parecía irritado.

—¿Tienes hambre?

—Comeré.

Comió con los dedos, igual que la jutha. Tiryn tomó su alimento con una cuchara de cuerno. El sabor la retrotrajo a la cocina de la casa de su padre en las montañas. El fuego en el centro de la habitación redonda, el sabor a humo presente en cada bocado. Clavó la vista en su plato mientras un desfile de imágenes de su niñez pasaba por su mente, privándola del apetito.

Jason dejó su plato vacío. Se tumbó en el suelo, arrebujado en su capa, y contempló las estrellas.

—Veo la Marca de Gaenion —dijo—. Muestra el camino hacia el norte. He hecho muchas marchas nocturnas siguiendo su guía. Por algún motivo, resulta extraño que nuestras estrellas estén aquí, en esta tierra.

—¿Vuestras estrellas? —preguntó Tiryn.

—Gaenion el Herrero fabricó las estrellas con las lágrimas de Antimone. Cuando ella se echó a llorar, Gaenion se sintió hechizado por el modo con que la luz de su esposa se reflejaba en ellas. Su esposa es el sol, Araian. De modo que tomó algunas lágrimas de Antimone y las fijó en los cielos, trazando los dibujos y cadenas ordenados por el mismo Dios. Y allí siguen.

—Las estrellas son las gemas de Bel, lanzadas al cielo cuando el dios celebró la muerte del gran Toro, la bestia de la oscuridad de Mot —dijo Tiryn—. También fijó en el cielo los ojos del Toro, aunque uno de ellos estaba lleno de sangre tras la agonía de la bestia. Son nuestras lunas, Firghe y Anande, Ira y Paciencia.

Jason sonrió.

—A cada cual sus dioses, supongo. No sé nada de vuestro Bel, ni de ningún Toro, pero he sentido el batir de las alas de Antimone sobre el campo de batalla, como un temblor oscuro en el centro de mi corazón. Y además, tenemos esto. —Dejó la capa a un lado, se incorporó y golpeó la coraza negra de su armadura, la Maldición de Dios—. No sé cómo se fabricaron estas cosas si no son obra de algún dios, porque estoy seguro de que no hay ningún herrero en la tierra capaz de comprender cómo se forjaron.

Tiryn enarcó una ceja.

—Quizá lo hubo alguna vez.

—¿Cómo se dice testaruda?

—Kura. Mula se dice kuru. Creo que también sería una buena palabra para decir macht.

Jason se puso en pie y se inclinó.

—Gracias por el vino, la comida y la lección de humildad, señora.

Ella se apartó el komis del rostro, mirándolo fijamente. No quería que se fuera.

—¿Es posible que te vea durante la marcha de mañana?

—Es posible. —Jason le tendió la mano, y durante un segundo de irreflexión ella hizo lo mismo, con sus dedos más largos que los de él, pálidos a la luz de la luna. No se tocaron. Tiryn se apartó, sobresaltada por la temeridad de su propio impulso.

—Mañana —dijo él— quiero aprender las palabras para decir hogar, casa y felicidad, por si algún día las necesito. —Y se volvió para marcharse.

—Espero que algún día las necesites —dijo Tiryn, viendo cómo su silueta envuelta en la capa desaparecía entre la luz de las hogueras y las sombras del campamento dormido. No creía que la hubiera oído.

Al día siguiente, un alto montículo surgió de entre las nieblas matutinas ante los exploradores de Rictus. A su alrededor, las llanuras del Imperio Medio gemían y zumbaban mientras el sol empezaba a calentar el aire. Un granjero kufr solitario, que conducía su buey hacia las tareas de aquella mañana, vio aparecer a los macht entre la niebla y huyó, dejando atrás al desconcertado animal. Rictus palmeó la grupa del animal al pasar junto a él, y Silbido sonrió.

—Rictus, ¿lo cojo?

—Déjalo. Los grupos de recolección se lo llevaran. Cormos, lleva a tu centón a la derecha, pero permanece a la vista.

—Mira —dijo Silbido, pasándose la pelta de la espalda al brazo izquierdo.

Una ciudad se elevaba ante ellos, a flote en un mar de niebla blanca. Erguida como una lanza, era una enorme sombra negra al borde del mundo, que empezaba a cobrar vida con el destello de cien, doscientas, mil lámparas mientras los soldados observaban. Sus habitantes se levantaban con el sol.

—Ab Mirza —dijo Rictus—. Eso dice Jason. Todos los centones a la carrera; pasad la orden por las filas. Abrirán las puertas al salir el sol; debemos asegurarlas.

Avanzaron a la carrera por entre la niebla, con las jabalinas en el puño del escudo y las lanzas cortas en el otro. Casi todos iban descalzos, porque las sandalias no podían competir con el barro de las tierras de cultivo que habían atravesado. Más de novecientos hombres, con los ojos relucientes y ansiosos como los de un lobo persiguiendo a su presa, sin ninguna formación; una oscuridad que se movía rápidamente entre la niebla.

Otro granjero estupefacto. Alguien lo atravesó con una lanza, y el hombre cayó al suelo con un fuerte grito. Rictus enseñó los dientes. No tenía sentido abroncar al grupo que le seguía. Cuando uno estaba al mando de aquellos hombres, había que aceptar lo malo igual que lo bueno.

Pasaron junto a grupos de cabañas, con las paredes de barro y el tejado de hierba. Una hilera de palmeras plantadas junto a un canal de irrigación. Murallas de barro que les llegaban a la rodilla, o al pecho. Las superaron sin apenas detenerse, mientras la arcilla se desmenuzaba bajo sus pies, codos y dedos.

Y finalmente, el intenso olor de la propia ciudad, percibido por la nariz y sentido como una sombra por encima de la niebla que les rodeaba. Estaban junto a las murallas de ladrillo cocido, resbaladizas y cubiertas de hiedra.

—Seguid las murallas. Por aquí. Seguidme, hermanos —jadeó Rictus. Oyó el golpeteo de los pies de los hombres detrás de él, un sonido parecido al que hacían las mujeres al lavar la ropa sobre las piedras de un río.

Y allí estaba la puerta, una alta barricada de madera, reforzada con bronce verde. Se estaba cerrando ante sus rostros. Rictus gritó algo, no supo qué, y echó a correr. Sus hombres emitieron un aullido de ira y corrieron tras él. Chocaron contra la puerta a toda velocidad, y las cabezas se estrellaron contra la madera con una serie de chasquidos.

—¡Empujad, cabrones! —vociferó Rictus, y todos arrimaron el hombro.

Rictus se apartó de las filas de sus hombres en dirección a la abertura, oscura y cada vez más pequeña, y se deslizó a través de ella. Al otro lado le aguardaba una multitud de kufr, siluetas altas y angulosas que gruñían y gritaban. Empleó la lanza corta contra sus cuerpos, sin molestarse apenas en dirigirla. Tras él, sus hombres empezaban a cruzar la abertura. Silbido estaba junto a él, usando la jabalina como una lanza. Una punta afilada rebotó en la armadura de Rictus, que apenas sintió el golpe. Luego otra. Alguien estaba disparando flechas contra el tumulto, sin importarle a quién acertara.

Las puertas empezaron a abrirse y, al otro lado, los macht eran una gran masa de hombres vociferantes, con los escudos levantados por encima de las cabezas y las lanzas apuntando bajo, hacia los vientres y entrepiernas de los kufr. Entraron en la ciudad empujados por la inercia, tras abrir completamente las puertas con un torrente de músculos que las hizo arañar el suelo. Los kufr retrocedieron. La luz de las antorchas competía con el resplandor del sol naciente envuelto entre la niebla. La mañana empezaba a cobrar vida. Los hombres de Rictus habían cruzado la puerta y estaban en las calles. Los edificios se elevaban a su alrededor como acantilados rojos, con kufr corriendo en todas direcciones, lluvias de flechas siseando en el aire, hombres cayendo atravesados por las lanzas. Los kufr estaban en los tejados; arqueros inclinados para disparar junto a ciudadanos que arrojaban ladrillos, piedras y toda clase de escombros. Una docena de macht habían caído, y los adoquines de la calle se encharcaron con su sangre. El resto de la mora, que todavía luchaba junto a las puertas, emitió un gran grito al ver a sus camaradas caídos y saltó hacia delante. El nudo en torno a la puerta se deshizo. Los macht saltaron sobre sus propios muertos y heridos y se dispersaron por todas las calles, derribando a cuantos se oponían a su paso, pateando puertas y sacando a rastras a las mujeres kufr, cortándoles el cuello o acuchillándolas en el corazón y los ojos. Subieron por las escaleras interiores hasta alcanzar los tejados, y mataron sin piedad a sus atacantes sobre la tierra batida, arrojándolos después a la calle. Rictus vio cómo dos de sus hombres atrapaban a una mujer kufr, le sujetaban los brazos y la violaban con una jabalina, mientras reían con un odio fiero y demente.

Gritó órdenes, pero nadie le escuchó. Los hombres estaban escapando a su autoridad, perdiéndose entre el laberinto de calles, en persecución de cualquier kufr que se atreviera a mostrar el rostro. Y en los tejados más lejanos, los habitantes de la ciudad seguían asomando para lanzar flechas, lanzas y piedras, mientras arrastraban carros por las calles para cerrar el paso a los invasores. No parecía haber soldados resistiendo a los macht; era sólo población civil. La mora de Rictus estaba siendo absorbida por la ciudad. Desaparecía ante sus ojos entre un caos de muerte.

Agarró a un joven macht por el cuello y apartó el cuchillo que ascendió hacia su cara.

—Sal de aquí y vuelve con el ejército. Busca a Jason y dile que envíe algunas morai. Dile que estamos luchando en las calles, y que podemos quedar aislados si no se da prisa. ¿Me has entendido? Repítelo. —El muchacho le obedeció en tono agrio y resentido—. ¿Cómo te llamas?

—Lomnos.

—Lomnos, si Jason no recibe este mensaje, vendré a buscarte. ¿Me entiendes?

El muchacho asintió con un gruñido y echó a correr por donde había venido.

—Silbido, ¿eres tú? No me digas que te han vuelto a herir en la cabeza. —Había una nueva herida en la calva del hombre, que levantó una mano para tocar la sangre.

—Ni me he dado cuenta. Ya no siento nada en esa zona. Es una suerte, ¿eh? Rictus, hay que frenar a estos estúpidos antes de que prendan fuego a la ciudad.

—Lo sé. La disciplina se ha ido al diablo. Haz lo que puedas. Yo intentaré llegar a la vanguardia. —Rictus echó a correr por la empinada calle, agarrando hombres aquí y allá, reparando en cualquier rostro conocido, cualquier nombre que pudiera gritar. Los hombres llamados de aquel modo recordaban su deber y le seguían colina arriba, pero cientos de exploradores se habían desperdigado por la ciudad, matando y saqueando a su paso, fuera del alcance de sus centuriones. Los cadáveres empezaron a amontonarse en las calles.

Lomnos transmitió su mensaje con los labios cubiertos de espuma. Jason le apoyó una mano en el hombro. Miró a su alrededor, vio a Aristos en el centro de la columna y le llamó.

—Llévate a tu mora a la ciudad, a la carrera. Rictus puede necesitar ayuda. —Aristos sonrió, con el rostro sonrojado de placer. Se volvió para irse.

—Y, Aristos… ¡controla a tus hombres!

La mora de delante echó a correr, mientras los hombres se ponían los yelmos y se pasaban los escudos de las espaldas a los hombros con ayuda de la correa. Jason volvió a mirar a su alrededor y vio a Buridan a doscientos pasos de distancia. Señaló la ciudad y movió el puño arriba y abajo. Buridan asintió y gritó algo a sus hombres. Inmediatamente, la segunda mora empezó a acelerar el paso. Dos mil hombres, sudando y jadeando en sus armaduras, avanzando a la carrera hacia las puertas abiertas de Ab Mirza.

—¡Escudos! —gritó Jason. Los centuriones que le rodeaban repitieron el grito, y las cinco morai centrales de la columna rompieron filas de inmediato y se dirigieron al tren de intendencia, donde los escudos estaban amontonados en las carretas. Las morai se turnaban para defender la vanguardia y la retaguardia, pues para los hombres era agotador marchar todo el día cargados con el escudo. Por ello, pasaría algún tiempo antes de que Jason pudiera mandar más morai armadas a la ciudad. Por el momento, lo que allí ocurriera dependía sólo de Rictus, Aristos y Buridan.

Un ayuda de cámara despertó a Vorus, un joven hufsan de rostro inexpresivo.

—General, me han ordenado que te despertara. Aquí fuera hay algo que tienes que ver.

Desconcertado, Vorus se echó una manta sobre los hombros y salió descalzo de la tienda. Estaba a punto de amanecer, y el gran campamento que le rodeaba empezaba a moverse, entre los olores a humo de leña y estiércol de caballo mezclados en el aire.

—El general Proxis está en el montículo, señor —dijo el hufsan.

Vorus ascendió la pendiente de la pequeña colina, todo lo que quedaba de alguna ciudad indescriptiblemente antigua. Había un vigía en la cumbre, pues aquél era el punto más alto en varios pasangs a la redonda. Proxis también estaba allí, junto a otros tres juthos de la legión.

—Proxis.

—Mira al oeste, general. ¿Qué ves?

Un resplandor al borde del cielo, rojo entre el mar de niebla blanca que cubría la llanura. El rostro de Vorus se endureció.

—Están quemando una ciudad —dijo—. ¿Cuál?

—Ab Mirza. Está a sesenta pasangs de aquí, dos días de marcha.

—Lo sé. El mensajero del rey consiguió llegar, entonces; los habitantes habrán resistido.

—O eso, o los macht simplemente quieren dar ejemplo.

—No creo que hicieran algo así —dijo Vorus en voz baja—. ¿De qué les serviría? No; ha habido una batalla en la ciudad, Proxis.

—Y la ciudad ha perdido. El gobernador de Ab Mirza se ha buscado la ruina. Y la de su pueblo.

—¿Acaso sugieres que ordenemos a todos los gobernadores que abran las puertas de sus ciudades a esos ladrones? —preguntó Vorus, furioso—. El rey tenía razón. Debemos obligarles a luchar a cada paso.

—Entonces cada paso de su camino quedará sembrado de cadáveres kufr —replicó Proxis. Vorus dio la espalda al silencioso espectáculo en el horizonte. La cima del montículo se levantaba por encima de la niebla, y podían oír pero no ver al ejército de abajo. Como si fuera un fantasma.

—Proxis —dijo en voz baja—. Amigo mío, ¿cuál es el problema?

—Sabía que se trataba de algo más que la revelación de aquella mañana. Los tres juthos detrás de Proxis miraban fijamente al oeste, pero había algo entre los cuatro, algo de lo que Vorus se sintió excluido.

—¿Proxis?

—No ocurre nada. No me gusta ver arder una ciudad, eso es todo. —Proxis estaba totalmente sobrio, sin rastro de vino en su aliento, lo que significaba que tampoco había bebido la noche anterior. Vorus conocía al jutho desde hacía dos décadas, y no podía recordar la última vez que Proxis se había acostado sin tomar al menos una copa de algo, si era posible encontrarla.

—Ven a mi tienda. Tomaremos algo de vino y entraremos en calor.

—Tengo cosas que hacer —dijo Proxis, meneando la cabeza.

—No es propio de ti rechazar una copa, Proxis.

El jutho le miró fijamente. Su cabeza llegaba a la altura de la barbilla de Vorus, pero sus hombros eran el doble de anchos. Sus ojos amarillos estaban atravesados por venas de sangre, y a la luz del amanecer su piel parecía oscura como el carbón.

—Puede que deje el vino. Cuando era esclavo, me tragaba todo lo que era capaz de meterme en la boca —dijo—. Bebí lo suficiente para dos vidas.

—Ya no eres esclavo —dijo Vorus con vehemencia.

—Todos somos esclavos, Vorus. Incluso tú.

Se volvió para abandonar la cima del montículo, y los otros tres juthos le siguieron, silenciosos y sombríos como todos los hombres de su raza. Pero faltaba algo, cierta actitud de respeto hacia el general junto al que pasaron al descender la colina. Una deferencia en la que Vorus apenas había reparado hasta entonces, y de la que sólo fue consciente cuando desapareció.

—Maldito sea —susurró Vorus—. Se ha vuelto orgulloso con veinte años de retraso. Maldito sea.

Se volvió hacia el fantasma de Ab Mirza, que ardía entre la niebla del lejano horizonte. «Ciertamente, a partir de ahora nuestro camino estará sembrado de cadáveres», pensó.