La Tierra de los Ríos
Tiryn abrió los ojos para contemplar un techo pardo y de pesadas vigas. Un pequeño lagarto lo recorría, moviendo la cabeza de un lado a otro cada vez que se detenía. En el aire había un débil rugido, como el rumor de muchas voces, pero en la distancia. Todo parecía tranquilo. Estaba tumbada en una cama decente, con sábanas y edredón de lino, y la luz entraba por un balcón que daba al oeste, con las cortinas retiradas y los postigos abiertos de par en par. Las motas de polvo flotaban en el aire y danzaban en los rayos de sol. El calor de las tierras bajas llenaba la habitación, y Tiryn sintió una sed terrible, por encima de las demás sensaciones.
Hizo ademán de levantarse, pero los agudos dolores en hombros y brazos la obligaron a tumbarse de nuevo. De inmediato captó un movimiento en el otro extremo de la habitación. Una muchacha jutha se adelantó, con sus ojos amarillos relucientes al pasar de la sombra a la luz. Sumergió un cuenco en un recipiente de arcilla que colgaba en un rincón, y dijo, mientras sujetaba la cabeza de Tiryn:
—Bebe. Pero despacio. —Hablaba asurio con el acento gutural de los juthos, pero sus manos eran gentiles. Tiryn sorbió lentamente el agua, disfrutando de cada gota, y recuperando de repente el movimiento de su boca.
—¿Dónde estoy?
—Estas en la ciudad de Kaik —dijo una voz extraña con un acento aún más extraño, pronunciando las palabras de modo torpe y defectuoso. Un hombre se aproximó al lecho, un macht. Tenía la piel oscura y los ojos castaños, y llevaba la túnica de fieltro de un campesino hufsan.
—No tengas miedo. Te había visto antes.
Antes. ¿Antes de qué? Recordó vagamente haber sido llevada o arrastrada entre una enorme multitud. Antes de aquello, la rueda de la carreta; y, todavía antes, el conocimiento de la derrota.
—Aquí estarás a salvo —dijo él. Una expresión indefinible le recorrió el rostro—. Estarás a salvo —repitió.
—Arkamenes ha muerto —dijo ella. Habló en el idioma macht, que había estudiado durante meses durante el largo camino hacia el este—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué va a ocurrir?
El macht sonrió. Tenía un rostro agradable, aunque las privaciones y la preocupación lo habían desgastado.
—No lo sé —dijo en su idioma.
—¿Por qué estoy aquí?
—¿Preferirías que te hubiéramos dejado donde te encontramos?
Tiryn sintió calor en la piel, y su rostro empezó a sofocarse. Estaba desnuda bajo las sábanas, con el cuerpo limpio pero amoratado y dolorido. Había vendas atadas con nudos pulcros y pequeños en torno a sus muñecas, donde las ataduras se las habían desollado. De repente lo recordó todo, aquella larga noche, aquella negra obscenidad. Cerró los ojos, que se le llenaron de lágrimas.
—Mejor que me hubierais dejado —dijo.
Él se acercó más. Tiryn sintió sus manos en el cabello, un contacto ligero, en el que sólo había compasión. Apartó la cabeza.
—Esta mujer jutha cuidará de ti —dijo él, con la voz áspera y de nuevo llena de ira. Pero no iba dirigida contra ella—. Necesitas descansar. No te preocupes por nada. No pienses ni recuerdes. Bebe agua, come y disfruta del sol.
Ella volvió a mirarle, desconcertada por la compasión en su voz. Él le sonrió, con los ojos relucientes. En tiempos mejores, hubiera habido humor en él, pero en aquel momento su ánimo era sombrío.
—¿Quién eres? —preguntó ella, realmente desconcertada.
—Jason de Ferai, antiguo centurión del centon de los Cabezas de Perro, y ahora general de los macht que quedan. Y tú eres…
—Tiryn.
—Ése era el nombre. Me lo habías dicho una vez.
—Hace mucho tiempo.
—No tanto. A veces parece que haga más. Me parece que han transcurrido muchos días desde la semana pasada. —Volvió a sonreír.
Había indicios de carne púrpura bajo sus ojos. Parecía un hombre que hubiera olvidado cómo dormir.
—¿Por qué me ayudasteis? Soy kufr, y vosotros macht.
De nuevo la ira. La fatiga hizo que el hombre se inflamara, y Tiryn pudo sentir su intensidad y calor. Le gustó.
—No hubiera dejado ni a un perro de aquel modo. —El corazón de Tiryn dio un vuelco. Jason se frotó el rostro con una mano de grandes nudillos, y soltó una risita melancólica—. Ni tampoco a una hermosa kufr. —Tomó asiento a un lado de la cama. Su repentina cercanía la sobresaltó, con aquel olor típico de los macht. No se parecía al de los kufr; era más terrenal, al mismo tiempo repulsivo y curiosamente interesante. No era un olor animal, pese a lo que había opinado en el pasado.
—Necesito que me enseñes tu idioma —dijo simplemente Jason—. Ahora estamos perdidos en tu mundo, y debemos aprenderlo para desenvolvernos en él.
Cierta extraña esperanza pareció marchitarse en el interior de Tiryn. Pero asintió levemente. Deseaba que él se apartara; estaba demasiado cerca. Los recuerdos la aguardaban a la vuelta de la esquina. Pronto habrían regresado con toda su fuerza.
Él lo percibió de algún modo y se levantó rápidamente, retrocediendo un paso.
—Estás viva —dijo en voz baja—. Miles de personas murieron en aquellas colinas, pero tú sigues aquí. Da las gracias a Antimone por eso, al menos.
—¿A quién? —preguntó ella con voz pastosa, la garganta agarrotada y los ojos ardiendo.
—Nuestra diosa, la guardiana de los macht. Es la diosa de la misericordia. Sus lágrimas salan los campos de batalla. Contempla todos los crímenes.
—¿Una diosa? Creí que adorabais a un monstruo de alas negras.
Jason asintió.
—También lo es. Ahora duerme, Tiryn. Hay diez mil macht vigilando tu cama. —Jason se volvió, pisando suavemente con sus pies descalzos sobre la cálida piedra del suelo.
Curiosamente, aquella última idea fue un verdadero consuelo para Tiryn. Podría dormir. Que la protegieran aquellos diez mil hombres que para ella habían sido poco más que animales. Había perdido toda la lealtad hacia su raza.
La Kerusia se reunió en la casa del gobernador, cerca de la cima de la colina de Kaik. Era una estructura de ladrillo cocido y techos altos, con enormes vigas negras de cedro y palmera de río sosteniendo el tejado, y altas ventanas que permitían cierto movimiento del aire húmedo sobre sus cabezas. Los hombres se congregaron en tomo a la larga mesa donde el gobernador kufr había ofrecido sus banquetes, y frente a cada hombre había una jarra de cerámica llena de agua tibia, de la que bebían casi continuamente, sin pensar, y que la carne reseca de sus cuerpos absorbía sin pausa ni distracción.
Jason estaba demasiado cansado para mantenerse en pie, casi demasiado cansado para recordar los nombres de los presentes. Conocía sus rostros, firmemente grabados en su mente.
Rictus, tal vez el mejor de todos ellos, aunque Jason nunca se lo hubiera confesado al cabeza de paja iscano. Jason había visto grandeza otras veces, aunque a pequeña escala, y sabía reconocerla. Aquel muchacho grandullón la poseía. Pero ya no era ningún muchacho. Kunaksa había quemado la poca inocencia que le quedaba.
El anciano Buridan, canoso entre la barba roja, un amigo que parecía proceder de una vida anterior. Mynon, extremadamente competente, el mejor intrigante del grupo, tal vez el más listo de todos, y completamente indigno de confianza en cualquier parte que no fuera el campo de batalla, pese a todas sus sonrisas.
Un grupo de rostros menos familiares. Phinero, muy parecido a su difunto hermano, un perro con buenos dientes y poco cerebro. Mochran, un veterano endurecido, uno de los pocos que quedaban de los antiguos centuriones, y que había ocupado su puesto desde tiempo inmemorial. Su cabeza peluda carecía de imaginación, pero cumpliría las órdenes al pie de la letra hasta desangrarse.
Aristos, un joven cachorro muy complacido con su ascenso. Su tío, Argus, le había mimado demasiado y le había nombrado segundo pese a su arrogancia e incompetencia. Se le había ordenado defender los puentes, pero había dejado que sus hombres lo hicieran solos mientras él permanecía allí sentado, dispuesto a impresionar a la nueva Kerusia. Un verdadero fastidio, pensó Jason con un suspiro interior.
Otros cuatro hombres: Dinon, Hephr, Grast y Gominos. Meros nombres que correspondían a rostros jóvenes y fatigados. Jason no sabía nada sobre ellos. En aquel momento, su cuerpo necesitaba dormir, y sus pensamientos continuaban concentrados en el rostro de la mujer kufr que acababa de visitar.
Estaban hablando, casi todos a la vez, sobre todo los más jóvenes. Buridan, Mynon y Mochran los observaban con una especie de cautela distante. Rictus miraba por la ventana en dirección al implacable azul del cielo. Hacia calor, tanto que despertaba instantáneamente las iras de los hombres; era un clima propio para pelearse y hacer el amor.
De nuevo, el rostro pálido de la muchacha kufr y sus ojos oscuros.
Jason golpeó la larga mesa, no con mucha fuerza, pero si lo bastante para sacudir las jarras, con el objetivo de hacerlos callar. Se apretó los ojos con fuerza, como si quisiera hacer brotar agua; le escocían como zumo de limón bajo los dedos.
—Mynon —dijo, en la repentina quietud—. Habla. Y juro por el coño de Antimone que si alguno le interrumpe, le echaré a patadas de la habitación.
Mynon sonrió ligeramente. Su única ceja trepó por su frente, con la piel roja medio pelada encima de ella y los ojos negros hundidos entre líneas de cansancio. De todos modos, conservó su característica ironía burlona. Extrajo una pizarra y un trozo de tiza y recorrió la mesa con la vista.
—Tenemos los cofres del dinero; los kufr escaparon demasiado aprisa para llevárselos. Pero no podemos comer oro. Y, por la misma razón, no podemos quedarnos aquí.
Hubo un intento de discusión. Mynon y Jason se miraron.
—Habremos consumido los recursos de esta ciudad en cuestión de días, y los del campo que la rodea en menos de un mes. Si nos quedarnos aquí, moriremos de hambre, y también los kufr de los alrededores. ¿Está claro, hermanos?
—Me gustaría que fueras el intendente, Mynon. Tienes un don para ello, y se te dan bien los números y esas cosas. ¿Aceptas?
Mynon lo pensó, con la cabeza inclinada como un pájaro, en un gesto también característico. Se encogió levemente de hombros.
—De acuerdo.
—Conservarás el mando de tu mora. También necesitaremos tu experiencia en la línea de batalla.
—¿Quién eres tú, Jason, para empezar a hacer ascensos y nombramientos sin escuchar siquiera la opinión de los demás? —Era Aristos, con su rostro pecoso quemado por el sol y el cabello claro reluciente. Otro cabeza de paja. Algunos de los hombres más jóvenes golpearon la mesa con un nudillo en señal de asentimiento.
«¿Quién soy, en realidad?», se preguntó Jason. Durante un frío momento, se vio a sí mismo cargando un caballo y emprendiendo un viaje en solitario a través del Imperio, dirigiéndose a toda velocidad hacia el oeste y la orilla del mar. Pero aquello significaría dejar allí a sus Cabezas de Perro, y a Buridan. Dejaría atrás la mejor parte de lo que había conseguido para si en toda su vida. Un nombre, y respeto para aquel nombre. Si lo dejaba todo atrás, no tendría ningún valor. ¿Regresar para volver a servir como soldado en las Harukush? ¿Para qué? La aventura de su vida estaba allí y entonces.
—Aristos tiene razón —dijo en tono ligero—. ¿Queréis votar, pues?
Me presento para ocupar el puesto de Phiron. ¿Quién está a favor?
Su propia mano fue la primera en ascender, seguida por las de Buridan y Rictus en el mismo instante; luego les imitaron el viejo Mochran y Mynon. Hubo una pausa. Finalmente, Phinero se les unió.
—No veo aquí a nadie más a quien estuviera dispuesto a obedecer —dijo, encogiéndose de hombros.
Aristos no hizo ninguna señal de aceptación o enfado. Golpeó la mesa con una mano.
—Tienes mayoría, Jason. Eres nuestro líder. —Su sonrisa era aún más desagradable que la de Mynon—. Hay que conservar las formas; de lo contrario, ¿dónde estaríamos?
—Estamos hasta el cuello de mierda, de modo que será mejor empezar a quitarla —gruño Buridan—. ¿Cuál es el plan, Jason?
Jason se levantó de la mesa y se dirigió a una de las grandes aberturas en la pared. Desde allí uno podía contemplar los jardines en los tejados de Kaik, cuadrados verdes que descendían por la empinada pendiente entre un mar de ladrillo oscuro, vibrando en el calor. Un continuo desfile de refugiados estaba abandonando la ciudad, dirigiéndose a las carreteras del oeste. Huían ante la tormenta. Sus hombres habían destrozado la ciudad simplemente entrando en ella y tomando lo que necesitaban, sin cebarse en el oro y las mujeres, sino sólo agua, comida y un lugar donde descansar las cabezas. Aquel ejército destrozaría muchas otras ciudades antes de llegar a su destino, pensó. Y tenían que regresar a casa. En el Imperio no había nada para ellos.
Quizá por primera vez, comprendió las verdaderas habilidades de Phiron y Pasion. Habían reunido a aquellos centones, les habían proporcionado comida, agua y equipamiento, y los habían mantenido juntos hasta el final. Hasta que la muerte de un kufr había acabado con todas sus seguridades.
—Volver a casa —dijo simplemente Jason—. Es todo lo que podemos hacer. Hemos comprobado que no se puede negociar ni confiar en el gran rey, de modo que no lo intentaremos. —Se volvió para mirar a los demás, y el sol detrás de él convirtió su silueta en una sombra negra y sin rostro—. Debemos marchar hacia el mar.
Había una plaza bajo el palacio del gobernador, construida por un lado como una enorme terraza que nivelaba la pendiente de la colina. A su alrededor, los edificios de ladrillo cocido típicos de la ciudad se elevaban hasta alcanzar tres o cuatro pisos de altura, y en sus tejados podían verse palmeras datileras, enebros, y viñas, una horticultura fresca y verde a tres o cuatro lanzas por encima de los adoquines de la propia plaza, con hiedra y helechos que extendían sus tentáculos sobre las fachadas de las casas. En el centro de la plaza había un oasis de cedros y álamos, un bosquecillo de buen tamaño rodeado por el aplastante calor de la piedra desnuda de alrededor. Allí había estado el mercado de la ciudad, y aún podían verse los restos de cien o doscientos puestos esparcidos por todas partes, con melones por el suelo, granadas abiertas como restos ensangrentados de una batalla, pistachos diseminados como guijarros en una playa. Un gran número de macht exhaustos había instalado allí una especie de campamento, quemando los puestos del mercado en sus hogueras y asando cualquier criatura de cuatro patas que pudieran encontrar. Había pozos públicos en las cuatro esquinas de la plaza, y junto a cada uno de ellos se veían continuas hileras de hombres sedientos con cubos, recipientes y cantimploras que llenar para sus centones. Reinaba cierta sensación de orden, aunque a los aterrados habitantes de la zona les debía parecer que una enorme bestia apocalíptica había invadido su mundo para derrumbarse en el suelo con un gemido de fatiga. Unos seis mil hombres estaban acostados sobre los adoquines, con las cabezas apoyadas en sus maltrechas capas enrolladas. Habían recuperado sus centoi, y se congregaban en torno a los negros calderos como acólitos aturdidos por un oráculo. No se cocinaba en los grandes recipientes, sino que los habían llenado de agua potable. Los callejones y calles que conducían a la plaza habían empezado a apestar con los efluvios del ejército, y había reuniones de centuriones aquí y allá, discutiendo dónde tenía que orinar cada centón. Los exhaustos soldados estaban casi tan dispuestos a luchar entre si como lo habían estado a luchar contra los kufr; la incertidumbre de su situación empezaba a asomar a través de la fina niebla de la sed y el agotamiento.
Gasca había ido a ver al carnifex para que le suturara una herida, pero el hedor a matadero que surgía de las construcciones destinadas a los heridos le ahuyentó. Había grupos de kufr que recogían los cadáveres entre náuseas y los transportaban fuera de la ciudad en carretas planas, para quemarlos junto al río. Los heridos capaces de andar regresaban a sus centones en cuanto podían; con aquel calor, cualquier herida recibida entre la suciedad de las Kunaksa se infectaba muy rápido, y las moscas que invadían el aire en las enfermerías eran demasiado gruesas, azules e insistentes para mantenerlas apartadas de las heridas. Había hombres tumbados con gusanos arrastrándose sobre su carne, con los ojos hundidos en cuencas ennegrecidas por el dolor. Sus camaradas permanecían con ellos mientras podían soportarlo, pero su destino estaba escrito en sus ojos; ya podían ver las tierras de detrás del velo.
Los macht más jóvenes, atléticos y aventureros se habían dispersado por la ciudad, en teoría para recoger todas las provisiones que encontraran. En realidad, había cierto saqueo llevado a cabo con discreción. Pero, por lo que Gasca había podido ver, los hombres no buscaban oro ni joyas, sino calzado, ropa y armas. Cualquier cosa que pudiera ayudarles en su peregrinaje a través del Imperio. Una mora defendía las puertas de la ciudad, pero algunos macht habían cruzado las murallas, abandonando Kaik, sus centones y sus camaradas para abrirse paso solos a través de las grandes extensiones del Imperio, creyendo, en la inconsciencia de sus mentes, que podrían recorrer los interminables pasangs que les separaban de las Harukush. Nadie trató de detener a aquellos estúpidos, y casi todos los que se quedaron los reconocieron como tales. Pero, de todos modos, el ejército empezaba a desgastarse y descomponerse. Había algunos aspirantes a oradores en la plaza mayor, argumentando que su contrato había perdido todo valor y que no tenían que obedecer a nadie más que a sí mismos. Seguirían en sus centones por el momento, pero algunos empezaban a pensar en términos de sus propias ciudades. Empezaban a abrirse divisiones, incluso entre los portadores de las armaduras negras.
Gasca encontró a los Cabezas de Perro cerca de la sombra de los árboles en el centro de la plaza, y alguien le pasó una cantimplora sin decirle una palabra. Acampados a su alrededor están los Delfines y los Mirlos; los tres centones habían trabajado al unísono desde el cruce del Abekai, y continuaban juntos.
Astianos levantó una mano para protegerse los ojos.
—¿Te han curado?
—Había demasiada gente. De todos modos, no es más que un rasguño.
—Te la coseré más tarde, si quieres.
—Y puedes besarme el culo.
Astianos sonrió. Era lo contrario de Gasca, con la piel oscura donde el cabeza de paja la tenía clara, y le quedaban pocos dientes para llenar la sonrisa.
—Inclínate, cariño, y veré qué puedo hacer.
—Incluso un trasero kufr parecería apetecible ahora mismo —dijo el gran Gratus con vehemencia. Era el jefe de filas de Gasca, y estaba tumbado con las manos cruzadas sobre el estómago.
—Elige el que quieras; están por todas partes —dijo otro.
—Pero déjanos mirar, Gratus —rio el viejo Demotes—. Quiero ver qué opina un kufr de esa polla de perro que tienes.
Los insultos siguieron invadiendo el aire de modo rápido e inconsciente. Aquellos hombres acababan de librar dos grandes batallas, y se encontraban separados de su hogar por dos mil quinientos pasangs, pero después de beber un poco de agua y dormir unas cuantas horas, volvían a insultarse por pura diversión. Sus hombros se habían mantenido junto a los de Gasca durante el cruce del Abekai y en las colinas de Kunaksa. Sus aichmes le habían mantenido con vida, y él había recibido en su escudo golpes destinados a ellos. Habían compartido agua con él cuando sus propias bocas estaban agrietadas y resecas de sed. Sentado sobre su capa, Gasca pensó que los hombres que le rodeaban eran sus hermanos, más que aquéllos junto a los que había crecido. Ocurriera lo que ocurriera, se alegraba de haber llegado hasta allí y vivido todo aquello. Dio las gracias a Antimone en silencio, mientras reía de las obscenidades que volaban a su alrededor, arrojadas como balones para que unos chiquillos los atraparan y volvieran a lanzar. Tal vez estaba hecho para aquello después de todo, pensó.
Rictus le encontró cuando la tarde empezaba a hundirse en el rápido crepúsculo de las tierras bajas. Pasó sobre unos cuantos cuerpos durmientes y se abrió paso a través de una alfombra de castigada humanidad, hasta encontrarse frente a Gasca. Le tendió una pequeña cantimplora.
—Vino de palma —dijo—. ¿Podrás resistirlo, o tu grupo aún sigue bebiendo agua?
—Hazme un poco de sitio —dijo Astianos, empujando al hombre que dormía junto a él—. He bebido suficiente agua para que me floten los dientes. Tomaré un trago, centurión, si eres tan amable. —Rictus le arrojó la cantimplora y se sentó frente a Gasca con las piernas cruzadas. Llevaba la Maldición de Dios sobre un quitón kufr, e iba descalzo.
—Jason me ha dicho que habías sobrevivido —dijo.
—La suerte del novato —replicó Gasca. Se miraron, sin saber muy bien qué decir. Finalmente habló Rictus.
—Estamos muy lejos de la carretera de Machran.
—Nunca pensé que echaría de menos la nieve —admitió Gasca.
—¿Esta vez también te has meado encima?
—Yo y todos los demás cabrones de mi grupo —bromeó Gasca.
Intercambiaron una sonrisa que duró muy poco.
—Sólo quería ser lancero, igual que tú —dijo Rictus al fin—. Eso es todo.
Gasca señaló con un gesto la coraza negra que se amoldaba al torso de Rictus como una segunda piel.
—Has nacido para eso, y para lo que estás haciendo ahora. Lo tengo muy claro. No me molesta en absoluto.
Rictus le miró fijamente. Parecía necesitar algo, alguna palabra, tal vez una especie de perdón.
—Van a volver a destinarme a mi propia mora de infantería ligera. Supongo que no querrás venir y…
Gasca meneó la cabeza.
—Mi lugar está aquí, con todos éstos. Éste es mi sitio, Rictus, empuñando una lanza y siguiendo al hombre de delante. Es todo lo que quiero.
Rictus asintió. Parecía muy joven a la débil luz, aunque a medida que el crepúsculo crecía y se encendían las hogueras en la oscuridad, era posible ver las arrugas y huesos esculpidos en su rostro.
—Bebe un poco, centurión. Por las tetas de Antimone, ¿qué tenemos aquí? ¿Una historia de amor? Lleváosla a otra parte. —Astianos sonrió y golpeó el hombro de Rictus con la cantimplora.
—¿Qué va a ocurrir? —le preguntó Gasca—. ¿Qué ha decidido la Kerusia?
Rictus se limpió la boca. A su alrededor, incluso en la oscuridad, se dio cuenta de que los hombres abandonaban sus conversaciones e inclinaban la cabeza para escuchar.
—Tenemos que seguir juntos —dijo. Levantó la voz y, como una piedra soltada en un estanque, sintió que sus palabras llegaban cada vez más lejos a través de la plaza mientras los hombres escuchaban.
«Tendría que levantarme y gritar», pensó. «Pero entonces sería un discurso, y dejarían de escucharme».
—Si nos separamos, nos harán pedazos. Juntos somos un ejército, un ejército macht. En las Kunaksa derrotamos a los mejores de sus hombres, nosotros solos. Si seguimos juntos y nos mantenemos fieles a nuestra mora, podemos volver a hacerlo. Y será necesario, si queremos regresar. Iremos hasta el mar por la ruta más corta, a través de Pleninash, Kerkh y Hafdaran, cruzando las montañas de Korash, Askanon y Gansakr, hasta estar de nuevo en la playa de Sinon. Eso es lo que haremos. Y marcharemos como un maldito ejército durante todo el camino. Todos juntos.