17

El segundo día

A altas horas de la noche, los agotados guardias kefren apostados a lo largo de las colinas de Kunaksa levantaron la vista hacia el cielo salpicado de estrellas. Las nubes habían descendido de las montañas al este y empezaban a bloquear la bóveda celeste. Una tras otra, las lunas desaparecieron: primero la rosada Haukos con sus bendiciones de esperanza y compasión, y luego la burlona, blanca y fría Phobos, la luna del miedo. La noche se cerró y empezó a caer una llovizna persistente que no apagó las hogueras del ejército, pero que hizo que las decenas de miles de hombres que yacían junto a ellas en el barro se acercaran un poco más a las llamas. Las lluvias de primavera llegaban pronto aquel año. Eran un don de Bel, el Renovador.

Mot, dios de la muerte y del sol reseco del verano había abandonado el mundo en manos de su rival por una noche, y la fría lluvia caía de modo implacable para hacer más profundo el barro de la llanura atormentada por la guerra.

La lluvia despertó a Tiryn, cayendo en su boca abierta y resonando con un ritmo gélido sobre su piel. Olvidando dónde estaba, trató por un momento de secarse los ojos, pero entonces recordó y despertó por completo.

Luces de antorchas y sombras que se movían ante ellas, adelante y atrás, como en sus pesadillas. Se estremeció convulsivamente durante unos momentos bajo los besos fríos e íntimos de la lluvia y parpadeó para aclarar su visión. El eje de la carreta le había producido un moratón en la espalda, y sus manos atadas a la rueda estaban azules y entumecidas. Estaba desnuda. Ya no sabía ni le importaba cuántas veces la habían violado.

El campamento estaba en movimiento, no con la rutina nocturna de los centinelas, sino con una actividad intensa, caótica y llena de gritos. Había ocurrido algo nuevo, un capítulo reciente en el salvajismo de la tierra. Tiryn volvió a cerrar los ojos, simple carne atada a una rueda de carreta, y su mente se apartó del mundo, concentrada en sí misma, incapaz de ignorar las obscenidades que había visto.

El campamento estaba a cinco pasangs de las líneas de batalla, y la neblina provocada por el calor del día anterior ni siquiera le había dado la oportunidad de hacer de espectadora. Tiryn había salido de la frágil empalizada acompañada sólo por su doncella, y había contemplado la gran oscuridad de los ejércitos moviéndose sobre la superficie de la tierra. En el tranquilo aire, le había llegado débilmente el tremendo sonido provocado por el encuentro. Oyó que los macht iban ganando, y observó cómo el ejército de Arkamenes avanzaba colina arriba. Y pensó que todo había terminado, que la cosa estaba hecha y la batalla había quedado atrás. «Mi príncipe es ahora un rey», pensó.

La desintegración de aquellas seguridades fue increíblemente rápida. Primero llegaron los rezagados, los cobardes, los asustados, los heridos que podían caminar. Y luego había llegado la gran masa de infantería, la legión jutha, los kefren de la línea principal. Habían pasado junto al campamento sin apenas dirigir una mirada a los que estaban dentro, demasiado asustados incluso para tratar de meter las manos en los cofres del dinero. Porque detrás de ellos los enemigos les pisaban los talones, como vorine persiguiendo ovejas.

La caballería asuria había sido la primera en entrar en el campamento, kefren de casta alta sobre sus magníficos caballos, estatuas de oro, hierro y lapislázuli de ojos brillantes y espadas ensangrentadas. Los porteadores juthos se habían enfrentado a ellos con látigos, bastones, cucharones y cualquier objeto que tuvieran a mano. Cuando no tenían ninguno, saltaban sobre los jinetes y usaban los dientes. Habían luchado hasta el final, y Tiryn, incluso en medio de su terror, se había maravillado ante su feroz coraje.

Su guardaespaldas, Hurth, nunca había tenido una gran opinión de ella, Tiryn lo sabía. Era de casta alta, y consideraba una humillación tener que vigilar a una putita hufsa. Pero había tratado de sacarla del campamento, y cuando les alcanzaron, había dado su propia vida para que Tiryn tuviera la oportunidad de escapar. Le había sorprendido que hiciera algo semejante. Ella y la doncella que le quedaba se habían ocultado después de aquello, demasiado asustadas para volverlo a intentar. Se habían sentido como conejos temblorosos, conscientes de la cercanía de su propio final e incapaces de hacer nada al respecto.

El final había llegado, los asurios habían vencido y habían iniciado el saqueo del campamento de intendencia. Arkamenes había muerto, lo que quedó muy claro gracias a las tropas enemigas triunfantes que saqueaban las tiendas y carretas del ejército, en busca sobre todo de los cofres que contenían el oro de Tanis para pagar a los mercenarios. Una vez lo encontraron, tuvieron tiempo de dedicarse a asuntos más ligeros, y uno de ellos fue descubierto en la tienda de Arkamenes, con un cuchillo curvo de montaña en el puño. Tiryn sólo había infligido una herida, que le sirvió simplemente para ganarse unos azotes. Al principio la habían dejado a un lado mientras proseguía el saqueo y aparecían todas las concubinas de casta alta del harén. Pero en cuanto las tuvieron a todas, regresaron a por ella, mataron a la doncella jutha que se arrojó contra ellos, y empezaron la diversión de la tarde.

Tal vez los de su propia casta hubieran sido más amables; tal vez no. En cualquier caso, Tiryn había terminado aquel larguísimo día atada a una rueda de carreta y utilizada por cualquier soldado que pasara y al que no le importaran la sangre, la suciedad, los golpes y los restos relucientes y resbaladizos de otros kufr que le manchaban la piel.

Arkamenes había muerto, pensó. ¿Por qué no podía acabar todo? Y rezó a Mot, el dios oscuro, pidiendo la bendición de su propia muerte.

A cien pasos de distancia, en la tienda que había pertenecido a su hermano, el gran rey fue despertado por el anciano Xarnes. Sin ceremonias; los honai estaban encendiendo las lámparas sin ningún permiso, y Xarnes había llegado al extremo de tocar el hombro real para traer a Ashuman al mundo de los vivos. El rey se incorporó de inmediato, aún totalmente vestido, aunque con las zapatillas de seda de su hermano.

—¿Qué ha ocurrido? —El temor al acontecimiento había borrado el temor que les inspiraba el rey; tenía que ser algo malo.

—Los macht han atacado, señor, por todas las colinas.

Ashuman parpadeó. Un honai le tendió una copa de vino y él la rehusó, frunciendo el ceño.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Tres horas de reloj, mi señor.

—¿Alguna noticia de Vorus?

—Nada hasta el momento.

—Entonces, ¿cómo lo sabemos?

Xarnes vaciló. Parecía muy anciano a la luz de las lámparas, un hombre viejo privado de su lecho.

—Algunas tropas que estaban en la cima ya han llegado hasta aquí en su huida.

Allí estaba, como agua fría en la espina dorsal. Ashuman salió de la cama y se incorporó con la rápida elegancia de un bailarín.

—Llamad a la guardia —dijo—. Mensajeros a Vorus. ¿Dónde está Proxis?

—En el campamento, mi señor, pero todavía no le hemos localizado. Estaba supervisando el transporte de los cofres a través del río hasta media noche.

—Encuéntralo, Xarnes.

—Sí, señor. —El anciano chambelán se inclinó y se retiró.

Los honai le observaban. «Teníamos la victoria», pensó Ashuman. «Teníamos la gloria, lo teníamos todo en las manos. ¿Qué diablos me han hecho ahora esos animales? ¿No pueden quedarse quietos y morir?»

Ciertamente, estaban muriendo. Morían por centenares, pero estaban en pie y seguían avanzando sobre sus propios muertos. En la oscuridad lluviosa de la noche sin estrellas, cantaban el Peán de su raza, y nunca había parecido tan apropiado que el himno de batalla de los macht fuera también la canción entonada en la hora de la muerte.

Avanzaban en un frente de unos setecientos pasos, una masa compacta de centones y morai. La línea presentaba irregularidades cuando los hombres tropezaban en la oscuridad o esquivaban obstáculos apenas entrevistos hasta que una roca les golpeaba las espinillas, pero siempre volvía a reunirse, y el sonido del bronce en la negrura guiaba a los que se habían perdido. El barro trataba de absorber las sandalias de sus pies, y la lluvia (la bendita lluvia) caía sobre sus cuerpos, de tal modo que morai enteras levantaban los cabezas como un solo hombre y abrían las bocas para dejar que la vida del agua moteara sus lenguas. Antimone había agitado su velo, según decían los hombres. Lloraba sobre ellos, de modo que tenían sus lágrimas para humedecerse las bocas allí, a la sombra de unas montañas extrañas. La lluvia les dio nuevas fuerzas, nuevo coraje. No les convenció de que sobrevivirían, pero si de que podrían encontrar un buen final.

Los retenes kufr habían sido arrollados en los primeros instantes, y los macht se habían abierto paso hasta el interior de las esparcidas filas del ejército real, atrapando a centenares o miles de soldados antes de que hubieran podido entrar en formación. Los lanceros pesados macht acuchillaban en la oscuridad a masas de cuerpos apenas entrevistos y seguían avanzando. No eran las víctimas lo que importaba, sino el hecho de su avance, aquella marea implacable de carne y bronce que surgía de la noche con la potencia del Peán y los pies de la infantería marcando el paso. Los kufr ya contaban historias sobre aquel ejército. A medida que las morai avanzaban, las fuerzas del gran rey retrocedían ante su línea de batalla. El pánico cundió a lo largo de varios pasangs sobre las laderas de las colinas. Aquello (un asalto de aquella magnitud) no podía estar ocurriendo en la oscuridad de una noche sin lunas. Era imposible. De modo que los kufr atribuyeron propiedades míticas a la línea de batalla apenas distinguida de lanceros macht, y a la canción que acompañaba su avance implacable.

Sólo los honai de la guardia personal del gran rey se mantuvieron firmes. Díez mil soldados de infantería pesada, soberbiamente armados, que formaron con una disciplina que asombró a los demás soldados y se mantuvieron en sus posiciones como rocas en torno a las cuales se agitaban las aguas de sus compañeros más débiles. Midarnes, su general, permanecía en la retaguardia, y allí le encontró Vorus, impasible como una antigua estatua de piedra.

—Deténlos —dijo Vorus—. Debemos contenerlos aquí. No falta mucho para que amanezca. Cuando salga el sol, las cosas se verán de modo distinto.

Midarnes era un noble de la vieja escuela, de una casta tan alta como era posible serlo en aquel Imperio sin llegar a ser rey. En la oscuridad, sus ojos relucían pálidos, muy por encima de los de Vorus. Bajó la vista hacia el renegado macht sin ningún rencor, incluso con una sombra de respeto.

—Tu pueblo —dijo— está a la altura de las historias. —Luego se irguió—. Será mejor que te encargues de los flancos. Yo los contendré en el centro.

En las canciones e historias, las líneas chocaban en medio de un gran estruendo. A veces eso era cierto. Pero en la oscuridad de aquella noche lluviosa en las colinas de Kunaksa, los macht y los honai del gran rey se fundieron en un terrible muro de puntas de lanza iluminado por las chispas de las hogueras moribundas, un cataclismo que llegaba marcando el paso, ciego, salvaje y más sangriento que ninguna leyenda.

Rictus estaba en la primera fila. El contacto inicial fue un destello de oro pálido, y luego el tremendo impacto del escudo de una gran criatura sobre el suyo. Sintió el aliento del ser sobre sus ojos cuando ambos quedaron inmovilizados, pecho contra pecho, a causa de la presión de las filas que ambos tenían detrás. Le acuchilló con su lanza, igual que su oponente, pero ninguno de los dos podía alcanzar al otro. Estaban atrapados allí, en un cepo de carne y sangre, aquella criatura un pie más alta que él, cuyos muslos se movían contra los suyos en una pugna extrañamente íntima a través del barro de sus pies. Golpeó al ser en la tráquea con su yelmo, y su peso cedió un poco. Inmediatamente, la presión de los hombres de detrás le empujó hacia delante. Su oponente se deslizó hacia abajo. Hubo un olor a sangre, el sonido del bronce, y de repente la criatura estuvo a la altura de su cintura, de sus rodillas y luego bajo sus pies. La pateó con el talón desnudo; el primer golpe encontró la dureza del bronce, el segundo reventó algo carnoso. Luego fue empujado de nuevo hacia delante, y supo que los regatones de los de detrás se encargarían de su enemigo. Otro rostro, otra forma, imposiblemente alta, con los mismos ojos. El mismo pánico que vencer, hasta que se dio cuenta de que los aichmes de los de detrás estaban cumpliendo su misión. Uno de los grandes ojos se oscureció y, de nuevo, la criatura se deslizó hacia abajo y cayó al suelo para ser pateada y acuchillada en el barro. El cuerpo fue privado del espíritu y el avance continuó. Los de las filas traseras seguían entonando el Peán, un rugido áspero, seco y desafiante. Rictus utilizó su escudo para recuperar su lugar en la línea, consciente de la ligereza e indomabilidad de la coraza que llevaba, del peso diferente del yelmo empenachado. «Estoy al mando de estos hombres», pensó con calma. «Buscan su inspiración en mi, en esta armadura negra, en este penacho. Tengo que hacerlo mejor».

De modo que utilizó su fuerza para golpear la línea enemiga, hundiendo profundamente los pies en el barro, mientras el cieno de aquella tierra extraña le manchaba los dedos de los pies. Se abrió camino por entre las líneas honai sin habilidad ni coraje, sólo con la simple determinación de acabar con todo aquello. Y delante de él, los honai eran obligados a retroceder, bajando los escudos al perder el equilibrio, y en aquellas aberturas penetraban los aichmes macht, pálidos y oscuros, plateados y sangrientos, y las aberturas se ensancharon, y la muralla de escudos de los honai se rompió.

Vorus sintió que el equilibrio de la batalla cambiaba, incluso en la oscuridad, incluso en el epicentro de aquel enorme caldero de violencia. Las líneas de lanceros kefren delante de él parecieron estremecerse, como un caballo sacudiéndose una mosca. Y entonces empezó un retroceso sordo y agónico. Apenas parecía posible que los altos kefren de los honai pudieran ser físicamente empujados hacia atrás por los macht, pero estaba ocurriendo. No se retiraban; estaban siendo masacrados en la primera línea más rápidamente de lo que podían ser reemplazados, y obligados a retroceder de modo inexorable.

Vorus comprendió que la línea iba a ceder. El hecho no le sorprendió por completo, pero sí le sobresaltó un poco. Tras tantos años en el este, había llegado a pensar que los honai del gran rey eran invencibles. Había olvidado demasiadas cosas de su propia herencia.

La línea se rompió. No fue la huida caótica del día anterior, sino una retirada amarga y silenciosa. Fue como contemplar una bandada de estorninos, en un momento negra, densa y capaz de llenar el cielo, y al siguiente convertida en una nube en movimiento a punto de adoptar una forma distinta. Los honai no volvieron la espalda al enemigo, sino que retrocedieron paso a paso, y mientras se retiraban su formación se iba perdiendo. Ya no era una línea de batalla, y se convertía rápidamente en una simple multitud de individuos.

Vorus levantó una mano y agarró a Midarnes del brazo.

—Retirada. Que tus compañías se retiren y se reagrupen.

Midarnes bajó la mirada hacia él, y luego sonrió.

—Nunca. —Levantó la voz y gritó en el idioma kefren de la corte—:

¡A mí! ¡A mí!

Levantó la lanza y golpeó con ella la superficie de su escudo. A su alrededor, los honai empezaron a congregarse en una multitud informe. Más lejos, los macht seguían empujándolos, y varias cuñas de sus tropas se habían abierto paso entre las filas y avanzaban sobre los muertos. Y todo ello en una oscuridad iluminada solamente por el resplandor infernal de unas cuantas hogueras abandonadas, y la lluvia plateada que siseaba al caer sobre las chispas ascendentes, como si el fuego y el agua también estuvieran en guerra.

Jason abandonó la primera fila. Había una abertura ante sus hombres, un espacio. Mantuvo su lanza en posición horizontal por encima de su cabeza, y gritó hasta que le pareció que las venas de la garganta iban a reventarle.

—¡Alto! ¡Alto ahí!

Recorrió la línea al trote. Los kefren retrocedían, derrotados por el momento, y las primeras filas de macht avanzaban sobre grandes montones de muertos.

Un penacho transversal. Agarró el hombro del soldado. ¿Quién era? No importaba.

—Girad a la izquierda; pasa la orden. Todas las morai han de girar a la izquierda, empezando por Mynon, en el extremo derecho. ¡Que la orden corra por la línea!

Transcurrieron los minutos. Levantó la vista hacia el cielo, pero sólo vio una negrura sin rasgos. Sintió la lluvia en los ojos y se lamió los labios, pues tenía la boca y la garganta completamente secas. Estaba más que exhausto. Tenía que mantenerse en pie, seguir moviéndose. Si se detenía o simplemente dejaba su escudo en el suelo, nunca podría levantarlo de nuevo.

Finalmente empezó el movimiento, y el Peán se oyó a la derecha, sostenido por mil voces torturadas. Gracias a la diosa, la línea era corta, de cinco morai de longitud, seiscientos pasos. Y detrás de ella venían los heridos que quedaban y las compañías de la retaguardia. Los macht formaban un cuadrado inmenso, irregular, incompleto, pero compacto. «La cohesión es lo más importante», pensó Jason. «Mynon mantendrá unidas las líneas de la derecha. ¡Phobos, somos demasiado lentos!»

La línea macht viró hacia el oeste, pivotando sobre la mora de Buridan. La maniobra fue irregular, vacilante, realizada por hombres exhaustos en la oscuridad, pero que se mantuvieron hombro con hombro. Las formaciones se unieron y ganaron cohesión gracias al contacto humano de los camaradas a los lados, los de delante, los de detrás. Los hombres de las primeras filas tenían la tarea más difícil. Jason pudo observarlos gracias a la débil iluminación de unas cuantas hogueras vacilantes. Parecían fantasmas andando junto a las llamas, hombres ya muertos y en el infierno de las almas perdidas. Los macht no tenían un dios de la guerra; en lugar de ello, Antimone velaba por ellos. Pues aunque amaban el combate, sabían el precio que exigía. Un verdadero hombre no necesitaba ayuda de los dioses para matar, sino que llevaba consigo aquella capacidad desde el nacimiento. Necesitaba ayuda para enfrentarse a lo que venía después. Necesitaba la misericordia y compasión de la diosa velada. Y ella estaba allí aquella noche, Jason estaba seguro. Si cerraba los ojos, le parecía que podría oír incluso el batir de sus alas negras.

Más a la derecha, las morai macht chocaron contra los honai que luchaban por volver a formar en torno a Midarnes. Hubo un combate encarnizado y las primeras filas de la mora de Mochran llegaron a romperse, pero entonces los centones de derecha e izquierda se amontonaron sobre los flancos honai, dejando que la línea empujara hacia delante. Los honai cedieron, aunque un pequeño núcleo luchó hasta el final en torno a su estandarte. Los demás habían sido hostigados más allá de su capacidad de resistir, y se encontraban en peligro de quedar aislados. Arrojaron sus escudos y emprendieron la huida colina abajo. Midarnes desapareció bajo un montón de cadáveres y, en las Kunaksa, los macht volvieron a formar sus líneas y continuaron su avance. Ninguno cantaba ya. Tenían las lenguas hinchadas en las bocas. Eran seres de músculos y huesos, apenas capaces de imaginar el final de la noche o la posibilidad del descanso.

Pero había una novedad en sus esfuerzos: por primera vez desde el principio de la batalla, marchaban colina abajo, en dirección al río. Darse cuenta de ello les dio algo de moral. Se pusieron en marcha, con los centuriones por delante de la línea principal. La cima del risco era suya, y pudieron contemplar la llanura moteada de hogueras que llevaba hasta el río Bekai, ya a unos diez pasangs de distancia. Fijaron sus mentes en aquel pensamiento, en la posibilidad de agua, de algo parecido a un refugio, y continuaron su avance.

Había muchos miles de soldados kefren y juthos huyendo a través de la llanura del Bekai, pero la mayor parte se había dirigido hacia el este, en dirección a las montañas de Magron y sus propios campamentos, a varios pasangs por detrás de las colinas de Kunaksa. Vorus había tomado también aquella dirección, tratando en vano de reformar a las unidades kefren de la segunda línea. En la oscuridad, era una tarea imposible. Huirían hasta que creyeran que la persecución había cesado, hasta que sus propias tiendas les obligaran a detenerse. El ejército macht había destrozado por completo el grueso de las fuerzas del gran rey, y había aniquilado prácticamente a toda la guardia de palacio, los mejores hombres que tenían. No quedaba nada más que aguardar a que el pánico cediera y empezar a recoger los pedazos. Mientras Vorus ponía al trote a su fatigado caballo, se envolvió la cabeza con un trozo de su capa, como si fuera un komis escarlata. En mitad de aquella gran multitud enloquecida y frenética de kufr armados, no era nada recomendable tener un rostro macht.

Pero ¿dónde estaba Ashuman? La pregunta le provocó un sudor en la espina dorsal. El gran rey había decidido descansar durante unas horas en el campamento de intendencia capturado al enemigo, que se encontraba directamente en el camino del avance macht. Vorus detuvo a su caballo. Era inútil; no podía enviar a nadie capaz de atravesar las líneas y regresar con vida.

Dio la vuelta a su caballo y emprendió la marcha por donde había venido. «Alguien tiene que llegar hasta allí», pensó. «¿Y quién mejor que uno de los macht?»

Tras él, el pálido cielo del este se abrió en tonos rosados y sangrientos con el amanecer del día, mientras las montañas de Magron montaban guardia como titanes negros al borde del mundo. Se levantó un viento del oeste, que empezó a ahuyentar las pesadas nubes de la noche. Bajo la creciente luz, el ejército macht descendió por las ensangrentadas laderas cubiertas de barro de las Kunaksa, y empezó a chapotear con paso fatigado por las húmedas tierras bajas. Ante ellos, los rezagados del ejército kefren se dispersaron como codornices delante de un zorro, sin formar ya un todo coherente, sino una multitud derrotada. Algunos huyeron hacia los puentes del Bekai, otros se desperdigaron al norte y al sur, en paralelo a la línea del río. Desde las tiendas del campamento macht, parecían surgir como cucarachas de debajo de una piedra, abandonando botín, mujeres y armas. En la distancia, la formación macht parecía tan disciplinada e indomable como el día anterior al ascender la colina. Descendía de las alturas en silencio, ya sin voz para entonar el Pean. Era imposible distinguir desde lejos el agotamiento de los lanceros, las astas rotas de sus armas mantenidas en posición vertical por falta de algo mejor, las hordas de heridos arrastrados entre las morai, con trapos en la boca para sofocar sus gritos. Unos trece mil quinientos hombres habían subido a la colina la mañana anterior, y sólo diez mil pudieron bajarla. Muchos de ellos no verían un nuevo amanecer.

Ashuman observaba su llegada, sentado en su fatigado caballo al sur del campamento. A su alrededor, se había congregado una variopinta multitud de asistentes, guardaespaldas y oficiales, todos montados, todos desalentados por la visión del avance de la falange y la desaparición de su poderoso ejército. No parecía real. La media luz del amanecer convertía todo aquello en una pesadilla de la que debían intentar despertar.

Ashuman se inclinó en la silla y agarró el brazo del anciano Xarnes. El anciano chambelán había empezado a deslizarse del lomo de su caballo.

—Mi señor, no deberías…

—¿Y dejarte caer? Creo que no, Xarnes. —Ashuman sonrió, pero su rostro estaba vacío como el de un pez en una pecera. Se miró los pies, calzados con las zapatillas embarradas de su hermano, y levantó de nuevo la vista hacia el ejército que se acercaba—. Por todos los dioses del cielo, qué criaturas tan increíbles —dijo, sacudiendo la cabeza con auténtica admiración.

—Mi rey —dijo uno de los guardaespaldas—. Deberíamos…

—Lo sé, Merach. Yo también los veo. ¡Mirad cómo marchan! Nuestras leyendas no mentían, ¿verdad? —Su rostro se endureció—. Veo que llega alguien más a reunirse con nosotros, algún alma perdida.

Era Vorus, montado en un caballo agotado y sin aliento. Se descubrió el rostro tapado con la capa y levantó una mano.

—Mi señor…

—¿Ha muerto Midarnes?

Vorus sólo pudo asentir.

—Sabía que Midarnes no huiría. También fue amigo de mi padre. —De repente el gran rey apartó la vista, se cubrió los ojos con el komis y ahogó un sollozo. Permanecieron montados, sobrecogidos, asustados y comprensivos mientras Ashuman sofocaba su dolor, apretando los nudillos en torno a las riendas, y ante ellos los macht continuaban su avance, ya a menos de medio pasang de distancia.

El rey se recobró, con el rostro lleno de lágrimas y los ojos violeta aún centelleantes.

—General Vorus, me alegro de verte con vida. ¿Qué sugieres?

El fatigado caballo de Vorus se removía inquieto por debajo de él, pues había captado la vibración bajo sus cascos, los pasos del ejército que se acercaba.

—Huir, mi señor —dijo Vorus—. Huiremos, y elegiremos otro momento y otro lugar para acabar lo que empezamos aquí.

—Tu hermano ha muerto, mi rey —añadió el anciano Xarnes—. El Imperio continuará. Los macht son un problema para otro día, como dice el general. Pero tú no debes correr riesgos. Tu lugar ya no está aquí.

Ashuman frunció los labios. Miró hacia los lanceros macht. Pudo distinguir la fatiga de sus movimientos, la sangre que los cubría, las lanzas rotas y los escudos abollados. Los soldados que tenía delante no eran una leyenda, sino hombres al límite de sus fuerzas. No eran invencibles.

—Vámonos —dijo—. Merach, ve delante. Llévanos de regreso al campamento. Dejaremos este campo para los macht.

La muchacha estaba desnuda y atada a una rueda de carreta. Al principio la creyó muerta, pero cuando la cogió por el cabello y le levantó la cabeza, vio que sus párpados se agitaban. Era kufr, de la raza menos alta. ¿Cómo se llamaban?

Gasca tomó su cuchillo. En una ocasión, el mejor perro de caza de su padre había sido destripado por un ciervo. Al verlo con las tripas al descubierto, Gasca había hecho lo mismo que se disponía a hacer en aquel momento, no por ira ni venganza, sino por compasión. Apoyó el cuchillo en la garganta de la muchacha kufr, pensando que era una lástima, pues no parecía inhumana en absoluto. Suspiró pesadamente. El cuchillo estaba romo.

—¡Alto! —Era Jason de Ferai, que se había quitado el yelmo y avanzaba a grandes zancadas—. Baja el cuchillo, muchacho. Levántale de nuevo la cara.

Aturdido, Gasca hizo lo que le ordenaban, maldiciendo el hecho de haberse detenido. Las mora habían reconquistado el campamento y abandonado la formación mientras buscaban sus tiendas y carretas.

Querían agua, más que ninguna otra cosa, pero no había. Los centuriones les habían ordenado cargar las carretas con los centoi, y como no quedaban animales de tiro con vida en el campamento, parecía que tendrían que arrastrarlas ellos mismos hasta el otro lado del río con los yugos sobre sus espaldas. De no haber sido por la reverencia casi religiosa que los mercenarios sentían por aquellas grandes calderas, podía haber habido problemas. Aquello podía haber sido la gota de agua que colmara el vaso de su disciplina; pero, en general, la conservaron. El campamento era una verdadera ruina, y no había nada más que pudiera facilitar su viaje, pero incluso los macht más sanguinarios se alegraron de recuperar las calderas.

Y aquella chica… Gasca miró a Jason con curiosidad.

—Creo que la conozco —dijo Jason. Se arrodilló frente a la chica y movió su rostro de un lado a otro, como si estudiara una escultura—. Phobos, ¿qué le han hecho? —susurró, al ver su maltratada silueta. Sus ojos se llenaron de ira. Desenrolló su capa y la arrojó al suelo—. ¿Quién eres? ¿Gasca? Desátala, envuélvela en mi capa y llévala con nosotros. Mantenla con vida, Gasca.

Gasca apretó los dientes.

—General…

—Ni discutas conmigo, cabeza de paja. Y tampoco intentes tirártela. —Al ver la expresión del rostro de Gasca, Jason se echó a reír, y golpeó el hombro de la coraza del joven—. Muy bien, entonces. Limítate a obedecerme, y llévala con nosotros. Tal vez nos sea útil. ¿Dónde está tu amigo Rictus?

Gasca estaba cortando metódicamente las cuerdas que ataban a la kufr al borde de la rueda.

—No le he visto desde que se puso esa armadura negra. Podría estar muerto, por lo que sé.

—¿Ése? Nunca. Llegará a viejo. ¿Y sabes por qué? Porque no le importa vivir o morir. ¡Cuídala bien, Gasca! —Jason se incorporó, recogió su escudo con un gemido audible, y se alejó abroncando a un grupo de lanceros que habían soltado sus armas para registrar unos sacos.

Rictus estaba junto al puente del Bekai con el escudo apoyado en las rodillas y la frente descansando contra el asta de su lanza. Pensaba que si su arma resbalaba, no habría nada en el mundo que le mantuviera en pie. Rodaría por la empinada orilla, entre las nubes de mosquitos, y caería al agua parda. Y se la bebería, sin importarle que todos los kufr del mundo hubieran meado en ella, y moriría hinchado y feliz.

Levantó la cabeza con una sacudida, y una aguja de dolor le atravesó el cráneo cuando el yelmo se levantó también. Había pertenecido a otro hombre, y no se adaptaba bien a los huesos de su rostro. El dolor le despertó de su ensoñación. Golpeó el suelo con los pies y contempló la interminable columna de hombres que cruzaban el río por delante él y también a medio pasang de distancia, en el otro puente. Regresaban por donde habían venido hacia solamente… ¿cuánto? ¿Tres días? Parecía un mes.

Jason le encontró allí, cabeceando y luchando por no dormirse.

—Los muy cabrones se han llevado mi pergamino y todas mis cosas —dijo—. Veo que sigues en este lado del velo.

—Sigo en este lado —dijo Rictus con voz pastosa, con la lengua raspándole los dientes como carne rebozada en arena.

—Llevaremos a los hombres a Kaik, y sacaremos lo que podamos de la ciudad. Pero no podremos quedarnos mucho tiempo. El Imperio no ha desaparecido durante la noche. Rictus, volveré a necesitarte en la infantería ligera.

Rictus le miró fijamente, con los ojos doloridos e inyectados en sangre tras la ranura del yelmo.

—¿Por qué?

—Necesitaremos tropas ligeras, ahora más que nunca, y a ti se te da muy bien dirigirlas.

Rictus no dijo nada. Hablar era demasiado doloroso. Sólo podía pensar en el agua.

—Reúnete con tu mora y entrad en la ciudad. Yo me quedaré con la retaguardia.

Pero Rictus no se movió.

—¿Qué haremos ahora, Jason? —preguntó—. ¿Buscar algún patrón, establecemos en alguna ciudad?

—Hablaremos más tarde —dijo Jason. Sus ojos de un castaño verdoso reflejaron la luz cuando volvió la vista en dirección este, hacia las oscuras cimas de las Kunaksa. ¿Cuántos cadáveres habían quedado allí? En cuestión de pocos días, aquél sería un lugar fétido. Luego miró al oeste, hacia las eternas llanuras y tierras de labor de Pleninash. Parecían no tener fin, llanas y fértiles, con sus montículos erigidos por los hombres asomando entre la calina, cada uno de ellos coronado por una ciudad. Era un mundo próspero y ajeno, y sus hombres medio muertos estaban perdidos en él.

—Hemos derrotado a esos cabrones. Les hemos derrotado por completo —dijo Rictus, y fue como si el joven hubiera captado la dirección de los pensamientos de Jason—. Si les hemos derrotado una vez, podemos volver a hacerlo.