16

Los hombres de la colina

Muchos de los heridos murieron durante el día, y los supervivientes se vieron reducidos a llenar los yelmos en alguna de las charcas menos sucias que salpicaban la ladera, tragando barro y sangre además de agua. Volvían a vomitarlo todo al instante, hasta que Phiron prohibió la práctica.

El ejército del gran rey continuó con sus propias evoluciones, con regimientos marchando de un lado a otro en el asfixiante calor, y caravanas de mulas transportando provisiones desde el campamento de intendencia hacia el este. Desde la cresta del risco y a través de la neblina, era posible distinguir el destello brillante del río Bekai a doce pasangs de distancia, pero más allá de cierta sombra sobre la tierra en torno al montículo de Kaik era imposible decir lo que había ocurrido allí. El ejército de Arkamenes parecía haber desaparecido de la faz de la tierra, dejando atrás sólo cadáveres, un diluvio de carroña esparcida por toda la región hasta donde alcanzaba la vista. Los soldados juthos estaban limpiando la llanura metódicamente, desnudando y saqueando a los muertos y apilando los cadáveres en piras. El trabajo continuó durante todo el día, hasta que la luz empezó a disminuir y el calor abrasador aflojó ligeramente. Sobre el risco de Kunaksa, los macht permanecieron en obstinada formación, con los escudos en las rodillas, los yelmos en los cintos y las gargantas resecas como pan quemado. Habían amontonado a los muertos propios que pudieron alcanzar, aunque no había nada con que quemarlos. Habían recogido todas las puntas de lanza y hebillas que pudieron recuperar del campo de batalla. Los cadáveres yacían apilados, casi tres mil de ellos en varios montones alargados. Los cuervos y buitres ya se habían posado sobre aquellos montículos de carne putrefacta, sin hacer caso a los gritos de indignación ni a la ocasional piedra que les arrojaban. Y la «sopa» se fue espesando alrededor de las colinas mientras caía la tarde, mientras la sangre se coagulaba en torno a las piedras semienterradas en el suelo.

El estandarte del gran rey estaba clavado en la llanura, a un pasang y medio de las líneas macht, y a su alrededor centenares de kufr habían erigido un complejo de tiendas, trabajando bajo el calor del día hasta que pareció que en cuestión de pocas horas había aparecido un auténtico pueblo. Al caer la luz, tres jinetes kefren ascendieron hasta las líneas macht bajo una rama verde, con la que señalaron hacia las tiendas de abajo. Phiron les gritó su asentimiento en su propio idioma, y los kefren se alejaron al galope, con el komis cerca de sus narices.

—Bien, ahí está la invitación —dijo—. ¿La aceptamos?

—O la aceptamos, o atacamos sus líneas —replicó Castus. Su rostro anciano y arrugado parecía haberse marchitado en el espacio de un día, como una manzana en el horno, pero sus ojos eran tan fieros y claros como siempre—. ¿Podemos confiar en esos cabrones?

—Debemos confiar en ellos o luchar contra ellos —dijo simplemente Phiron.

—En marcha, antes de que oscurezca demasiado para ver por dónde andamos —rezongó Orsos.

Trece hombres se separaron de la falange macht. Habían dejado atrás sus armas y armaduras, y avanzaban cubiertos sólo con los ligeros quitones empapados de sudor y con espadas cortas en los cintos. Muchos de ellos presentaban heridas toscamente vendadas.

Todos iban manchados de sangre seca y fragmentos de carne y huesos, y tenían las piernas llenas de suciedad hasta las rodillas. Parecían más un grupo de esclavos derrotados que los generales de un ejército. Hubo un murmullo de inquietud entre las filas cuando se abrieron paso por la castigada ladera de la colina hacia las tiendas de abajo. El ejército kufr había retrocedido un poco para pasar la noche y había encendido hogueras, rompiendo las líneas y plantando retenes cada cien pasos. A medida que caía la luz y las estrellas empezaban a aparecer sobre las negras cimas de las Magron, las hogueras dibujaron un arco de unos ocho pasangs de longitud. En el centro del arco el ejército macht permanecía en formación, en la oscuridad y sin hogueras, con sus heridos tiritando conforme se evaporaba el calor del día y el frío empezaba a descender de las montañas al este.

Había caballos atados junto a la tienda designada para la reunión, pero aparte de ellos la llanura parecía totalmente desierta, pues los juthos habían abandonado la recolección de cuerpos hasta el día siguiente. Los trece oficiales macht se detuvieron frente a las oscuras siluetas de las tiendas hasta que alguien levantó una lona para dejar ver la luz del interior. Entraron en fila india. Rictus iba en último lugar, con la mano apoyada en la empuñadura de su sencilla espada.

—En la cima de la colina, los heridos mueren por falta de un vaso de agua, ¿y ese cabrón retorcido nos ha preparado un banquete? —susurró Teremon, con la voz áspera y llena de veneno.

—Pórtate bien esta noche y puede que los heridos beban antes de que amanezca —le dijo Phiron—. Ahora tratamos con el mismísimo gran rey, no con un usurpador con aires de grandeza. Hermanos, debemos ser humildes, ¿me oís? Estamos en tierra extraña, y no somos un ejército invasor sino un grupo de intrusos.

—Intrusos, mi trasero —dijo Orsos.

La tienda en la que se encontraban era tan alta como un árbol grande, y le habían instalado un suelo de tablones de cedro. Había lámparas colgadas por todas partes, y todas ellas quemaban aceite dulce. Sobre una mesa baja a un lado había una gran selección de panes, carnes, fruta, conservas y vinos, además de un gran cuenco de cerámica lleno de agua clara, grande como un centos. Los generales lo observaron con algo de ira, lamiéndose los labios agrietados, pero nadie hizo un movimiento hacia él. Formaron en dos filas detrás de Phiron.

Frente a ellos había algunos hufsan de casta baja, sirvientes reales vestidos con la librea del rey, y en los rincones más oscuros de la tienda vieron a tres enormes honai, desarmados a excepción de sus espadas cortas, la única clase de armamento permitida en una negociación, más un símbolo ceremonial que una herramienta útil para luchar.

—¿Y dónde está el renegado? —preguntó el viejo Argus.

—¿Y el rey? —añadió Mynon.

Jason tenía la cabeza inclinada como era típico en él, escuchando. Estaba a punto de hablar cuando alguien levantó una lona en el otro extremo de la tienda y apareció Vorus. Llevaba su armadura negra y el yelmo bajo el brazo.

—Hay más detrás de él —susurró Jason, y empezó a desenvainar la espada.

—Tranquilos, hermanos —dijo Vorus, levantando una mano. Pero todos los generales macht habían desenvainado ya las espadas, a excepción de Phiron, que se adelantó con ambas manos alzadas y vacías y las palmas hacia fuera.

—Escuchadle —dijo en voz alta—. Envainad las espadas, maldita sea. Pensad en los hombres de la colina, por el amor de Phobos. Tranquilos.

Los hombres de detrás se detuvieron, y una tras otra las doce espadas regresaron a sus vainas. Vorus asintió. Dio un paso al frente.

—Phiron de Idrios —dijo—. Has dirigido bien a tus hombres, y ellos han luchado con honor. Te saludo de hombre a hombre, de general a general. —Extendió la mano libre y, tras un momento de vacilación, Phiron la tomó en un apretón de guerrero. La tensión en la tienda disminuyó velozmente. Pasion, justo detrás de Phiron, sacudió la cabeza y empezó a sonreír.

Vorus levantó el yelmo, un enorme cuenco de hierro, y lo estrelló contra el rostro de Phiron, rompiéndole el hueso. Phiron se tambaleó, y Vorus volvió a golpearle, todavía agarrando la mano del otro hombre con los nudillos pálidos. Mientras Phiron caía, Vorus gritó algo en idioma kufr. En todas las paredes de la tienda se alzaron unas lonas invisibles hasta el momento, y el espacio en torno a los macht se llenó de honai armados de la guardia personal del rey.

Vorus soltó la mano de Phiron, y el general macht cayó al suelo de madera, con el rostro convertido en una masa ensangrentada. Vorus retrocedió, poniéndose el manchado yelmo, y volvió a gritar algo en kufr. Los honai avanzaron.

Pasion se había adelantado, espada en mano. Saltó sobre el cadáver de Phiron con un gran rugido y acuchilló a Vorus. La hoja tropezó con la coraza negra del renegado y se deslizó inofensivamente hacia un lado. La espada de Vorus ascendió desde su cintura y se hundió hasta la empuñadura en las costillas de Pasion.

Rictus no vio gran cosa más. Él y Jason estaban detrás de los macht. Cuando Rictus empezaba a avanzar instintivamente, Jason le empujó hacia atrás, contra la pared de la tienda.

—¡Córtala! —Y se volvió para desviar la lanza de un guardia honai.

Rictus atravesó el cuero de la tienda con su hoja, dejando entrar una corriente de frío aire nocturno. Se volvió una sola vez, para contemplar la desigual melé en pleno apogeo dentro de la tienda. Los macht se habían concentrado en un apretado grupo de espadas y estaban desviando las lanzas de los honai. Vorus había desaparecido. Phiron y Pasion yacían muertos y, mientras Rictus observaba, Teremon los siguió, pues su único ojo no había podido ver a tiempo la lanza que le atacó por su lado ciego. El rugido de toro de Orsos llenó el aire cuando el calvo general saltó hacia delante, apuñalando al honai bajo la coraza y abriéndole las tripas. La caída de aquel kufr enredó las piernas de otros dos, y las espadas macht intervinieron al instante, abriendo gargantas y vientres. El aire estaba lleno de sangre; los altos honai, con sus ojos furiosos, parecían autómatas construidos por herreros que hubieran cobrado una especie de vida mecánica, acuchillando con sus lanzas y golpeando a los macht con los escudos.

Rictus atravesó la abertura que había practicado. La noche era increíblemente oscura a su alrededor, llena de pies que corrían y chapoteaban en el barro, voces kufr que se llamaban unas a otras, y gritos surgidos de la tienda. Se quedó quieto un momento; luego se volvió, y estaba a punto de regresar al interior cuando Jason apareció en la abertura, arrastrando consigo a Mynon.

—Cógele el otro brazo. Ahora, colina arriba. ¡Muévete!

Mynon había recibido un golpe en la cabeza. Aguantaba su propio peso con la habilidad de un borracho. Lo alejaron a rastras de las tiendas, con la respiración rechinando en los pulmones y los cerebros aturdidos por la enormidad de lo ocurrido. Rictus se sentía como si tuviera la mente encerrada en una caja, y su cuerpo realizara por si solo las labores necesarias.

—Al suelo —dijo Jason. Y los tres se tumbaron en el barro.

Había kufr con antorchas recorriendo la llanura y concentrados en torno a las tiendas como luciérnagas. Los tres macht no estaban ni a treinta pasos de los más cercanos, pero iban tan cubiertos de barro que sólo resaltaban sus ojos, y los cerraron cuando las antorchas kufr se dirigieron hacia ellos.

—¿Eso es todo? —preguntó ásperamente Jason—. Ese renegado hijo de puta. Le mataré antes de que esto termine. —Apoyó la cabeza en el pegajoso suelo, y su cuerpo se sacudió en espasmos silenciosos durante unos segundos. Cuando volvió a levantar la cabeza, sus rasgos eran una máscara de barro y odio.

Los párpados de Mynon temblaron. Emitió un fuerte gruñido, y Rictus le cubrió la boca con una mano. El hombre le miró furioso, y luego se recobró. Apartó suavemente la palma de Rictus de su rostro.

—¿Quién eres? ¿Rictus? Y Jason.

—Silencio —susurró Jason.

Un carro de guerra apareció traqueteando, y a su alrededor se concentró una unidad de caballería kufr, kefren bien armados de la guardia personal. En el carro viajaban un conductor hufsan y un kufr alto con el rostro cubierto con un komis inmaculado. Los guerreros juthos se alinearon, creando una avenida de antorchas que conducía al carro. Por aquella avenida apareció una fila de honai, algunos ensangrentados y cojeando. Cada uno de ellos llevaba algo colgando de una mano. Vorus iba detrás, con su armadura negra resplandeciente.

Los honai levantaron sus cargas. Primero los juthos y luego los guardias montados emitieron un gran grito y golpearon sus lanzas contra los escudos y corazas. Diez cabezas cortadas, todavía goteando a la luz de las antorchas para manchar los brazos de sus portadores. Los líderes de los diez mil, con los rasgos congelados por la muerte, y los ojos vidriosos e inexpresivos.

—He visto suficiente —dijo Jason—. Nos iremos ahora, mientras lo celebran. Colina arriba.

Los tres empezaron a arrastrarse por la pendiente embarrada en la oscuridad, mientras tras ellos los kufr gritaban y vitoreaban a su rey y las cabezas de los diez generales se clavaban sobre postes como trofeos.

—¿Es todo? —preguntó Ashuman—. ¿Hemos acabado con todos, Vorus?

El rostro del general macht parecía una máscara gris esculpida en piedra.

—Creo que han escapado uno o dos. Pero hemos matado a Phiron y Pasion, y a todos los oficiales superiores con experiencia. Los macht se han quedado sin líderes. Debemos atacar al amanecer, un asalto a gran escala.

El gran rey contempló las cabezas clavadas en postes que le miraban furiosas a la luz de las antorchas. Pese a estar habituados a la guerra, los caballos del carro pateaban y resoplaban inquietos bajo la mirada de aquellos ojos muertos.

—Ya sabes qué hacer con ellas —dijo bruscamente—. Yo regresaré al campamento. Atácales por la mañana, Vorus, y acaba con ellos. Si queda alguno con vida mañana por la noche, los quiero encadenados.

—Sí, señor.

Ashuman estudió a su general con más detenimiento, apartándose el komis de la boca.

—¿Preferirías que algún otro oficial se encargara de esta misión? Lo comprendería. Son tu gente, después de todo.

Vorus se irguió, con chispas de rabia en los ojos.

—Estoy al servicio del gran rey. Obedezco sus órdenes, sean cuales sean. He servido al gran rey durante veinte años, y nunca he tratado de librarme de una misión ni desobedecido una orden. Continuaré sirviendo al gran rey hasta el día de mi muerte.

—No lo dudo, amigo mío —dijo Ashuman, con una sonrisa—. Mantenme informado de lo que ocurra. Midarnes, quiero que pongas a la guardia de palacio bajo el mando de Vorus, y que obedezcas sus órdenes como si fueran las mías. Ahora me voy, general, a ver lo que queda del tren de intendencia de mi hermano y de las riquezas que trajo de Tanis. Si me necesitas, estaré allí. —Levantó una mano, y el conductor del carro golpeó los lomos de los caballos con las riendas. El vehículo se alejó, y con él una gran nube de caballería honai, cuyos cascos marcaban un ritmo triunfante sobre el suelo. Vorus contempló cómo se alejaban durante largo rato, rodeado por los guardias juthos y kefren a la luz de las antorchas, mientras los ojos muertos de los macht lo observaban todo.

—Proxis —dijo.

—Sí. —El anciano jutho dio un paso al frente. Estaba algo borracho, pero firme como un roble, y sus ojos amarillos eran tan astutos como los de cualquier hombre sobrio.

—¿Sabes qué hay que hacer con ellas?

—Lo sé —respondió pesadamente Proxis.

—Encárgate de ello, entonces. Voy a la cima de la colina a reunirme con nuestros oficiales. —Vorus se alejó del circulo de luz de antorchas, en dirección a la apestosa oscuridad de las cimas de Kunaksa, donde el ejército kufr esperaba en tomo a las hogueras la tarea sangrienta que se avecinaba.

Las cabezas serían transportadas a Kaik, justo al otro lado de la llanura, donde las embalsamarían, y luego una poderosa escolta las llevaría a través de las provincias rebeldes de Ishtar, Jutha y Artaka bajo una rama verde, para demostrar que Arkamenes había muerto y que los invencibles macht habían sido destruidos. Ya se estaba construyendo una carreta especial para exhibirlas del mejor modo posible durante el trayecto. Vorus comprendía el propósito de todo aquello, y lo aprobaba. Pero, a pesar de todo, tenía el estómago revuelto.

El ejército estaba inquieto en torno a las hogueras, los honai sentados sobre los escudos, con la luz del fuego reflejada en los ojos como cristales pulidos en lámparas de bronce. En las líneas de hufsan, los montañeses entonaban su oscuro cántico de lamentación por los muertos, celebrando y recordando a los parientes caídos durante el día. Los juthos permanecían sentados en silenciosos círculos, con las alabardas en las rodillas, conversando en su sonoro idioma. Más allá, en el terreno menos pisoteado del sur, se encontraba la caballería. Eran los hombres que habían llevado la peor parte en la batalla de aquel día, y a lo largo de las vallas de los caballos, los arakosanos y asurios atendían a sus animales. Llevaban a sus monturas a beber al río en grupos de mil, y muchos arakosanos no regresaban de aquellos viajes. Vorus sospechaba que estaban desertando en grandes números, pues su asalto al flanco macht les había desmoralizado, y muchos se habían quedado sin caballos que montar. Se habían encontrado en el centro de la carnicería de aquel día, y parecían muy afectados por ello. El resto de las tropas que quedaban en las colinas no se habían enfrentado aún a los macht, y los arakosanos contaban historias siniestras de matanzas a los visitantes de otras zonas del campamento que venían para averiguar exactamente cómo hacían la guerra aquellas criaturas. Todo el ejército había visto cómo el ala izquierda se desintegraba bajo el asalto macht, y habían escuchado el esplendor magnífico y siniestro del Pean. Aquella parte de la batalla se estaba convirtiendo ya en una especie de leyenda.

«Por la mañana crearemos otra», se prometió a si mismo Vorus.

—Atacarán al amanecer —dijo Jason, mientras el barro le caía del rostro al secarse. Se armó con la Maldición de Dios sin mirar lo que hacía, contemplando las hogueras de kufr que ardían en un arco insomne al otro lado de las colinas—. Mynon, necesitaremos nuevos comandantes para las morai. Busca al centurión más veterano de cada una y tráelo aquí. Buridan servirá para la mía. Sé que Mochran y Phinero también lo harán bien. Tráelos aprisa; no hay tiempo que perder.

Mynon pareció a punto de decir algo; sus ojos penetrantes estaban casi enterrados en el ceño fruncido de sus pobladas cejas. Luego asintió y se alejó al trote.

—Tú, Rictus, coge una de éstas —dijo Jason, señalando las pulcras hileras de armaduras negras que yacían en el suelo.

Rictus se quedó mirando aquellas reliquias de valor incalculable que se habían quedado sin dueño.

—Hubiéramos debido llevarlas puestas —dijo.

—Y ahora estarían en manos de los kufr. Ha sido una buena decisión. Toma una, en nombre de Antimone. En nombre de los que las llevaron antes que tú. No muerden.

Alrededor de los dos hombres, los macht se habían acercado para observar y escuchar. Las malas noticias eran facilísimas de transmitir en un ejército. Circulaban a toda velocidad. Antimone se encargaba de ello; era parte de su maldición. La noticia había recorrido los centones como un fuego estival. Sus líderes habían muerto, algunos de los hombres más competentes y populares del ejército. No había cundido el pánico, pero las filas se habían roto de todos modos. El ejército había empezado a regresar a sus partes constituyentes; los centones se habían agrupado, la línea se había abandonado y los hombres conversaban entre ellos en grupos silenciosos. Ni siquiera tenían los centoi comunes para sentarse a su alrededor, ni ningún combustible que quemar. Permanecían quietos en la oscuridad, como entidades separadas cuyas lealtades tenían pocos motivos para obedecer a ningún mando general. Estaban al borde de la desintegración, y Jason lo sabía.

—Toma una, Rictus —repitió, en tono más suave. El enorme novato cubierto de sangre continuó mirando las corazas de los generales muertos como si fueran la esposa desnuda de un amigo.

—No tengo derecho —dijo Rictus. Las lágrimas le habían trazado surcos blancos en el rostro y, a la luz de las dos lunas, parecía un salvaje pintado de las montañas interiores.

—Tienes todo el derecho. Tengo intención de marcar con ellas a los nuevos comandantes de las morai. Les dará autoridad a los ojos de los hombres. Ahora toma una y póntela ya, joder. —La voz de Jason restalló con las últimas palabras.

Finalmente, Gasca levantó la voz.

—Tómala, Rictus. Eres tan bueno como cualquiera de los que las han llevado hasta ahora.

Y hubo un murmullo de asentimiento entre los Cabezas de Perro que le rodeaban. Silbido levantó una lanza.

—Tómala, muchacho. Te la has ganado, regresando con vida de tu encuentro con esos cabrones asesinos.

De modo que Rictus se inclinó y agarró la coraza más cercana. No sabía de quién era; el Don de Antimone era igual para todos los propietarios, y no podía modificarse ni personalizarse de ningún modo. Fuera cual fuera el material de que estaba construida, era inmune a la violencia, el paso del tiempo y las herramientas de los hombres. Se mantenía eternamente inviolado y anónimo.

Y la armadura era ligera, tan ligera que Rictus se sobresaltó. Se irguió más rápidamente de lo que había pretendido cuando se la encontró entre las manos, apenas más pesada que una capa invernal. Las dos placas se ataban bajo el brazo izquierdo con unos extraños cierres negros, y luego las coberturas de los hombros, llamadas alas, ocupaban su lugar y encajaban con cierres similares sobre el pecho. Rictus tiró del cuello de la armadura donde esta le rozaba la carne del cuello, y Jason le apartó la mano.

—Espera un momento.

Mientras la coraza iba contagiándose del calor de su cuerpo, la armadura pareció adaptarse mejor a sus huesos. Rictus levantó la cabeza, estupefacto, y Jason sonrió.

—Se adaptan a la forma que encuentran en su interior. Algo en ellas se mueve, se funde y vuelve a endurecerse. Dale algo de tiempo, y apenas notarás que la llevas.

«Llevo una armadura maldita», pensó Rictus. «Es posible que sólo pueda llevarla durante unas horas, pero moriré con el Don de Antimone sobre la espalda, luchando contra un gran número de enemigos, y en compañía de mis hermanos. Padre, no podías haber deseado nada mejor para mi».

—No olvides el yelmo —añadió Jason, señalando con un gesto hacia la hilera de yelmos de penacho transversal que los generales habían dejado atrás—. Todos debemos resultar convincentes si hemos de representar nuestro papel hasta el final.

Los centuriones que Jason y Mynon habían seleccionado para ser los nuevos generales del ejército fueron entrando, con aspecto severo y derrotado. A medida que lo hacían, Jason entregaba a cada uno una coraza negra, y todos vacilaron como había hecho Rictus antes de ponérselas.

—Reformad las líneas —les dijo Jason—. Atacaremos ahora, protegidos por la oscuridad. Romperemos ese ejército suyo y nos abriremos paso hasta el río.

—Hay doce pasangs, Jason —dijo Mynon en voz baja.

—Capturaremos los puentes del Bekai y los defenderemos, e instalaremos nuestra base en Kaik. Allí nos reaprovisionaremos. Una cosa más: recuperaremos el tren de intendencia al pasar. Quiero nuestras malditas calderas.

—Nos harán pedazos con su caballería en la llanura —dijo Buridan, con un murmullo entre sus barbas.

—Su caballería ha tenido que luchar mucho en el día de hoy, incluso la del propio gran rey. Y nadie lleva caballos a la batalla en la oscuridad. Tenemos dos o tres horas antes de que amanezca; hemos de emplear bien ese tiempo.

—¿Los heridos? —preguntó uno de los nuevos generales. Era Phinero, cuyo hermano Pomero había muerto en la tienda del gran rey no hacía ni dos horas.

—Cinco morai delante, una en cada flanco y cuatro en la retaguardia. Los heridos en el centro. Los que no puedan andar tendrán que encontrar a alguien que pueda cargar con ellos, o quitarse la vida.

Hubo una pausa. Nadie discutió. Todos estaban medio enloquecidos de sed y agotamiento, y no esperaban vivir mucho tiempo más.

—Así es cómo nos desplegaremos —empezó Jason.