La despedida del rey
Phiron se dirigió al frente de la falange y levantó la lanza. La orden recorrió las interminables líneas de infantería pesada: «Alto».
Pasión se reunió con él, y a medida que transcurrían los minutos también lo hicieron algunos centuriones, observando como espectadores curiosos en una pelea callejera.
—¿Es ése el…? —empezó a preguntar Durik.
—Parece que el gran rey ha demostrado que es un hombre —dijo Phiron. Se despojó de su apestoso casco, revelando un cabello negro húmedo y aplastado como el lomo de una foca—. Están luchando cuerpo a cuerpo, con las guardias personales y todo.
—¿Y qué ocurre con esos cabrones? —preguntó Pasion, señalando las hileras enemigas ni a medio pasang de distancia sobre la cima, unos lanceros kufr tan indecisos y fascinados como sus oficiales por el encarnizado combate de caballería del valle de abajo, y por los dos estandartes que ondeaban en su centro, a meras yardas de distancia.
—Si acaban luchando entre sí, allí se ganará o perderá toda la batalla en un momento —dijo Orsos. Se reunió con ellos, respirando pesadamente—. Jason cubrirá nuestra retaguardia, Phiron. Ha ahuyentado a la caballería arakosana. Hay un auténtico matadero ahí abajo. —Incluso él parecía impresionado por la carnicería de aquel día.
A lo largo de la cresta del risco, miles de hombres permanecían quietos, observando el progreso del enfrentamiento, que resonaba como un rugido apagado en las laderas de las colinas. La legión jutha se había detenido en mitad de la pendiente, y se había convertido en miles de hombres sin ningún orden, todos ellos con el rostro vuelto hacia el lugar de, donde habían venido en lugar de hacia el centro enemigo, por encima de ellos.
—¡Estamos aquí como vírgenes en una jodida cámara nupcial! —Era el joven Pomero, que se les había acercado con el rostro lleno de furia y desconcierto—. ¿Quién ha detenido las filas? Deberíamos atacar ahora, y los juthos tendrían que golpear desde el flanco. ¡Tenemos la batalla ganada, aquí y ahora!
Phiron no se volvió. Cerró los ojos durante un segundo.
—La batalla está perdida. ¿No lo oyes?
Observaron en silencio. La maraña de caballería que formaba la batalla de abajo se estaba abriendo. Para los macht, todos los kefren se parecían, pero podían ver que el estandarte de cola de caballo de su patrón había dejado de ondear sobre las filas. El emblema alado del gran rey estaba avanzando, mientras que ante él nubes de caballería se alejaban a toda prisa. Por todo el campo de batalla, las tropas kufr de Arkamenes emitieron un extraño sonido colectivo, medio gruñido y medio sollozo, que recorrió pasangs a lo largo del suelo llano del valle.
—Ese hijo de perra ha conseguido que lo maten —gruñó Orsos.
Fue notable cómo la información pareció diseminarse por el campo de batalla más aprisa de lo que un hombre podía correr. La legión jutha se desintegró en primer lugar, justo cuando los primeros grupos de caballería en retirada empezaron a pasar junto a ellos al galope, los jinetes azotando a sus caballos más allá de toda razón, desprendiéndose de corazas de valor incalculable para aligerar su peso. Hacia el río Bekai en la distancia, lo que había sido un ejército estaba en pleno proceso de descomposición. Aquí y allá había formaciones ordenadas que se mantenían juntas; podían distinguir las tropas de Artaka al mando de Gushrun, que habían marchado con ellos todo el camino desde las costas del Taneo. Pero en su mayor parte, las fuerzas de Arkamenes se convirtieron en multitudes informes que corrían para salvar sus vidas, con la esperanza de llegar a los puentes del Bekai antes de que la caballería del gran rey les cortara el paso. Las soberbias filas de asurios habían emprendido ya la persecución, miles de jinetes ricamente vestidos chillando como maniacos e iniciando la terrible diversión de la cacería. Los centuriones macht sobre la colina observaban con horror y algo parecido a la admiración. Phiron fue el primero en recobrarse.
—Puede que estemos jodidos, hermanos, pero eso no significa que vayamos a abandonar el mundo como corderitos. Orsos, que tu mora dé la vuelta y se reúna con Jason. Dile que suba a la colina con lo que quede de los exploradores. Hermanos, adoptaremos una posición de defensa y veremos qué ocurre. No huiremos, ni nos retiraremos. Los puentes del Bekai van a formar un tapón, y el gran rey destruirá el resto del ejército frente a ellos. Debemos hacer algo distinto. —Volvió a ponerse el yelmo. Se miraron unos a otros, todos pensando lo mismo. La batalla estaba ganada; media hora más de combate y el Imperio hubiera caído en sus manos. Lo habían perdido todo a causa de la estupidez de un kufr, y también sus vidas.
—Somos macht —dijo Orsos, escupiendo la palabra como una maldición—. No huiremos de los kufr. La mañana ha transcurrido, hermanos; ahora llega la noche. Nos hundiremos juntos en la oscuridad.
En el centro kefren, Vorus contempló la muerte del ejército de Arkamenes con una especie de estupor. Junto a él, el viejo Proxis se apoyó una mano en el corazón y rezó durante un instante al dios herrero de los juthos, en cuya forja se había creado el mundo.
—Sabía que era el hijo de su padre, pero ni siquiera Anurman lo hubiera arriesgado todo a una sola carta, Proxis. Es un genio, o un estúpido.
—Lo ha hecho bien; ha cortado la cabeza de la serpiente. Ha salvado su Imperio.
Vorus llamó a un escriba y un mensajero. Garabateó rápidamente sobre el escritorio portátil que el escriba hufsan llevaba al cuello.
—Aún no hemos terminado —dijo a Proxis, todavía escribiendo—. En esta colina hay hombres que no huyen.
—¿Los macht? Están acabados. Han luchado bien, pero les han cortado las piernas.
—Debemos contenerles de inmediato. —Y al mensajero—: Lleva esto a todos los comandantes de las legiones. Diles que no deben vacilar ni romper filas; repíteles esas palabras además de entregarles el despacho.
El correo asintió y partió a la carrera.
—Les rodearemos y les destruiremos. —Dijo Vorus y, pese al tono resuelto de sus palabras, parecía tener el estómago revuelto.
En el extremo sur del campo de batalla, la mora de Jason estaba en posición de descanso, con los escudos en las rodillas y las cabezas descubiertas. A su alrededor, los exploradores que seguían en pie recorrían los montones de cadáveres en busca de heridos, botín o kufr cuyos cuellos pudieran aún cortarse. El mensajero encontró a Jason compartiendo una cantimplora de agua con Rictus y Gasca. Ninguno de los tres hablaba; se limitaban a beber por turnos de la cantimplora, con la expresión aturdida propia de los hombres que han visto demasiado. El mensajero les informó de los acontecimientos en el resto del campo. Era un cabeza de paja que se había desprendido de la panoplia para llevar el mensaje. Su explicación sonó torturada a causa de los esfuerzos por respirar. Jason le escuchó sin hacer comentarios.
—Rictus, ¿cuántos hombres supones que te quedan?
El rostro de Rictus era una máscara irreconocible de sangre seca y coágulos negros; los únicos espacios limpios estaban en torno a sus labios y donde se había secado los ojos. Miró la destrozada ladera que le rodeaba, con su siniestra alfombra de cadáveres.
—Creo que unos ochocientos hombres capaces de luchar, otros doscientos o trescientos heridos leves, y el mismo número de hombres que no verán el día de mañana si no son atendidos ahora mismo.
Jason se frotó la frente.
—Hemos de volver a la cima y reunirnos enseguida con las demás morai. No tenemos tiempo… —Se volvió y miró hacia el extremo norte del valle. A seis pasangs de distancia, el grueso del ejército de Arkamenes cubría el terreno como una urticaria de la que surgían destellos de luz blanca de metal reflejado. Tras ellos, la cresta de la colina estaba desnuda, pues el grueso de los centones macht se había trasladado al otro lado. Visto desde allí, parecía imposible que la batalla no hubiera terminado.
Jason ahuyentó de su rostro las negras moscas, haciendo una mueca. Sus ojos grises estaban fríos como una punta de lanza, pero los cerró mientras hablaba, como un hombre fatigado hasta la médula.
—Matad a los que estén muy graves. Traed al resto. Cubriremos vuestra retirada. Traed el equipamiento que podáis recobrar de los muertos, y tomad armas pesadas, si podéis. Ahora necesitamos lanzas, no jabalinas.
Rictus intercambió una mirada con Gasca.
—¿Matarles?
Los ojos de Jason se abrieron, inyectados en sangre.
—Ya me has oído. No podemos llevarlos con nosotros, y los kufr les torturarán. Es por compasión. Además, probablemente nos reuniremos con ellos muy pronto.
Rictus parpadeó rápidamente.
—¿Quién soy yo para dar tales órdenes?
—Eres el que está al mando. Agrimos y todos los demás que te precedían están heridos o mutilados. Ponte al frente de estos hombres, Rictus, y contrólalos. ¿Me has oído? Ahora, en marcha. —Jason se alejó a grandes zancadas. Le había temblado la voz. Rictus le observó alejarse, sobrecogido.
—Un ascenso. ¿No es fantástico? —resopló Gasca, y volvió a beber de la cantimplora. Se secó la boca, y añadió con media sonrisa—: Esta noche serás centurión en el infierno.
El gran rey permanecía sentado en su caballo, contemplando la ruina que había sido su hermano. Arkamenes había sido un hombre atractivo en vida, pero su rostro parecía poco más que un montón de carne, pues los caballos lo habían pisoteado. Bajo lo que había sido la barbilla había un corte oscuro como una baya, una boca negra que sonreía al cielo, llena de moscas.
—Tapadlo —dijo Ashuman con voz temblorosa—. Lleváoslo del campo de batalla. Sus huesos serán enterrados en Ashur, como corresponde.
Los honai se inclinaron y cubrieron con una capa los maltrechos restos del hermano de Ashuman. El gran rey dio la vuelta a su caballo y se cubrió el rostro con el komis.
—¡Midarnes!
—¿Si, señor? —El comandante de la guardia de palacio se acercó, inclinándose en su silla.
—Dejad la persecución a la caballería. Di a Berosh que se lleve al río también a nuestros juthos, y que se asegure de capturar y controlar los puentes. La guardia de palacio y los honai deben situarse frente a las líneas macht, pero sin entrar en combate. ¿Entendido, Midarnes?
—Sí, señor.
Ashuman miró al cielo. Era más de mediodía. La mañana había terminado al fin, y el día empezaba a declinar, pero quedaba luz suficiente para lo que era necesario hacer.
—Necesito escribas y mensajeros, los mejores que tengamos. Enviaremos noticias a Ishtar, a Jutha, a Artaka. El pretendiente ha muerto. Esas provincias deben presentarme su rendición sin demora. Si lo hacen, no habrá represalias. Sino, caeré sobre ellas a sangre y fuego.
—Hanuran ha muerto en la batalla —dijo Midarnes—. Pero Gushrun de Tanis no ha sido aún capturado.
—Encuéntralo. Tráelo aquí. Servirá de ejemplo. Empalaré su cuerpo sobre las mismas puertas de Tanis.
Midarnes volvió a inclinarse.
—Y también a Amasis, el chambelán. Estará con el tren de intendencia. Hemos de capturar su tren de intendencia, Midarnes; sin él, los macht no tendrán agua, ni comida, ni siquiera una punta de lanza de reserva.
—Así se hará, señor. Enviaré aviso a la caballería. Se rumorea que Arkamenes viajaba con una fortuna en oro, la mitad del tesoro de Tanis para pagar a esos mercenarios.
—Captúralo. El día aún no ha terminado.
El gran rey ascendió a paso tranquilo por la ladera que había bajado a la carga hacia tan poco rato, rodeado por cientos de jinetes de caballería pesada, kefren que le habían jurado lealtad y habían derramado su sangre por él. Se sintió cerca de ellos como nunca antes, pues le habían seguido en aquella apuesta sin saber si daría resultado. Estaba algo aturdido, aturdido por la victoria, por los efectos de la violencia que aún cantaba en sus oídos y temblaba en sus músculos.
«Hoy he demostrado que soy el hijo de mi padre», pensó. «Me he ganado el trono al fin». Y en mitad de aquella carnicería, dio gracias a Dios por el modo en que había transcurrido la mañana.
—Hay doce pasangs hasta el río, y cinco hasta el tren de intendencia —dijo Phiron.
—La intendencia está perdida —gruñó Pasion—. No hace falta que nos preocupemos por ella. Todo lo que nos queda en el mundo son las lanzas en nuestras manos y el bronce que llevamos encima.
—Entonces aún somos ricos —dijo el viejo Castus—. Prefiero morir cubierto con una armadura que mirando el trasero de un buey. ¿Cuál es el plan, Phiron? ¿Nos quedamos aquí y dejamos que vengan a nosotros, o les atacamos y tratamos de conseguir un final digno de una historia?
Trece hombres, todos cubiertos con la Maldición de Dios, excepto los más jóvenes. Rictus había tomado una maltrecha coraza de bronce de un cadáver, y llevaba una panoplia completa por primera vez desde sus días de guerrero en las filas de la falange iscana. Jason había insistido en que fuera admitido en la Kerusia, ya que sus exploradores se habían rearmado de modo similar, y se habían convertido en una mora macht. Rictus no se había convertido en centurión; era una especie de general en funciones al mando de varios cientos de hombres. Pese a todo ello, fue ignorado completamente por los auténticos veteranos de los diez mil, que le despreciaban como a un cabeza de paja advenedizo, fuera iscano o no. Se mantuvo en silencio mientras los hombres más maduros debatían.
Los macht habían vuelto a reunirse en la cresta del risco de Kunaksa, con los centones desplegados en todas direcciones. En el centro hueco de la formación, varios centenares de heridos leves se estaban vendando lo mejor posible, ayudados por los exploradores que eran demasiado jóvenes o demasiado viejos para soportar el peso de la panoplia completa. A pocos pasos de distancia, las líneas kufr se extendían a este y oeste, una media luna de tropas que crecía momento a momento. En la llanura de abajo la gran persecución continuaba. Los jinetes kefren derribaban y mataban a los restos del ejército de Arkamenes antes de que pudieran llegar a los puentes del Bekai. Había tantas figuras en movimiento que la llanura parecía bullir con vida propia durante varios pasangs hacia el oeste, como si alguien hubiera derribado un termitero, permitiendo que sus ocupantes se desperdigaran en multitudes atareadas y frenéticas.
Phiron se limpió el sudor del rostro. Lo que quedaba del agua se había guardado para los heridos, y la lengua le rascaba los dientes como un objeto extraño en la boca.
—Vamos hacia ellos —dijo en tono tenso—. De otro modo, dejarán que la sed haga el trabajo por ellos.
—¿Hacia dónde? —preguntó Pomero.
—No hacia el río; es lo que estarán esperando. Les atacaremos aquí, con toda la fuerza que podamos, y les expulsaremos del terreno alto. Su caballería todavía está ocupada en la llanura, de modo que nos mantendremos en el terreno alto. Iremos hacia el norte, en paralelo al río. Hay varias ciudades grandes en las orillas. Una, llamada Carchanis, está a unos ocho o diez días de marcha desde aquí. Llegamos, capturamos la ciudad y la defendemos, nos reagrupamos y reaprovisionamos. Después…
—¿Después? —preguntó Orsos.
—Después decidiremos qué hacer a continuación.
—Tendremos suerte si podemos decidir cómo morir durante las próximas dos horas —espetó Mynon, con los ojos negros relampagueantes—. ¿Diez días de marcha? ¿Y qué comeremos y beberemos durante el camino? ¿Y no tendrá el gran rey nada que decir respecto a que empecemos a pasearnos por su Imperio?
—Mynon tiene razón —dijo Pasion en voz baja, frotándose la mandíbula—. Luchamos y morimos aquí y ahora, o tratamos de parlamentar. Ashuman sabe que nos llevaremos por delante a diez veces más hombres que nosotros cuando caigamos; tal vez esté dispuesto a llegar a algún tipo de compromiso. De otro modo, su ejército podría quedar destrozado por nuestra resistencia final.
—¿Y crees que le importa? —intervino Teremon. Era un veterano, buen amigo de Castus y Orsos, que había recibido una herida de flecha en el rostro durante la batalla, y que llevaba un trapo ensangrentado en el hueco donde había estado su ojo izquierdo—. Puede llamar a un millón de lanceros contra nosotros si lo desea; estamos rodeados por todo el Imperio. ¿Qué le importa perder a otros diez mil hombres, o cincuenta mil, mientras acabe con nosotros?
—Llamar a más soldados lleva tiempo —dijo Pasion con paciencia—. Por ahora, el único ejército del Imperio en que el gran rey puede confiar se encuentra frente a nosotros, en estas colinas. No olvidéis que Jutha, Ishtar y Artaka continúan en rebeldía. Tendrá que enviarles tropas para hacerlas volver al redil. No, Teremon, no puede permitirse ver a su ejército destrozado en estas colinas. Propongo que le enviemos un emisario bajo la rama verde, y tratemos de llegar a algún acuerdo. ¿Quién sabe? Tal vez necesite lanzas macht igual que su hermano. Luchamos por dinero, no por una causa. Debe saberlo, y aprisa. Si la batalla se entabla de nuevo, la oportunidad se habrá perdido. Dejaremos aquí nuestros huesos, y los kufr recogerán el Don de Antimone de nuestros cuerpos.
Hubo un murmullo de ira al oír aquello. La idea de que las armaduras negras cayeran en manos kufr era algo inconcebible, impío; había docenas de ellas en las filas del ejército.
—De acuerdo entonces —dijo Phiron. Parecía encogido, como si el giro de los acontecimientos hubiera alterado algo en su interior—. Enviaremos a un embajador. Alguien que sepa hablar su maldito idioma. —Hubo una pausa—. Ése…
—Soy yo, cabrones —dijo Jason—. Si, lo sé. Lo haré. Y me llevaré conmigo a este cabeza de paja.
El calor de la tarde era un horno exasperante contra el que había que luchar físicamente. Los cadáveres habían empezado a hacer su aportación a la atmósfera, y sus camaradas más afortunados tenían que orinar y defecar en algún lugar. De modo que, en varios pasangs a la redonda, el hedor en el aire inmóvil pesaba con fuerza sobre los estómagos. Era como si el derramamiento de sangre hubiera corrompido algún equilibrio esencial en la misma tierra, y toda la faz de Kuf se sintiera asqueada por ello. Los macht tenían un nombre para aquel miasma, como lo tenían para casi todas las cosas relacionadas con la guerra: lo llamaban «la sopa». Al darle un nombre y tomarlo a broma, lo convertían en algo más soportable. Para las aves carroñeras que lo rodeaban y las moscas negras que ponían sus huevos en los ojos de los muertos, aquello era un paraíso, y sus incursiones convertirían pronto aquel lugar en un nido de plagas.
Jason y Rictus avanzaban desarmados bajo el palo marchito que era lo más parecido a una rama verde que habían podido encontrar en el campo. Recorrieron la humeante y apestosa ciénaga de barro y carroña que ocupaba el espacio entre los ejércitos, y se plantaron allí mientras el sudor les escocía en los ojos y el hedor del lugar parecía a punto de asfixiarles.
—¿Por qué yo? —preguntó Rictus mientras observaban las líneas kufr y veían las siluetas correr entre ellas de un lado a otro.
—Yo podría preguntar lo mismo —dijo Jason en tono tranquilo—. Phiron habla asurio mejor que yo, y también kefren. Supongo que es tan indispensable para la supervivencia del ejército que ha decidido mantenerse al margen de jugadas como ésta. En cuanto a ti, te he elegido como compañero por varios motivos. No eres estúpido, sabes escuchar, y eres un cabrón grande capaz de mirar a los ojos a esos hijoputas larguiruchos. Ahora cállate y demuéstrame que tengo razón en todo.
Su presencia en el campo entre los ejércitos había hecho que varios jinetes partieran al galope tras la falange kufr. El número de jinetes había aumentado; eran hombres elegantes, ataviados con las mejores galas que el Imperio podía proporcionar. Jason los miró fijamente y dijo:
—Creo que el rey está aquí. No veo el estandarte ni su carro de guerra, pero ésa es su guardia personal, o yo estoy ciego.
—¿Qué ocurrirá si esto es un engaño? —preguntó Rictus—. ¿Y si han decidido acabar con todo esto hoy?
Jason le miró, con la cabeza inclinada hacia un lado.
—Moriremos luchando.
Extrañamente, Rictus sonrió.
Las hileras kufr se abrieron, y alguien apareció caminando por el barro para recibirles. Llevaba armadura negra y, cuando se acercó, pudieron ver que era un macht, vestido con la Maldición de Dios.
Jason abrió la boca, estupefacto.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó el macht desconocido. Era un hombre de mediana edad, de complexión atlética, delgado y con barba. No llevaba armas, y les observaba con una curiosidad apenas contenida. Jason y Rictus le devolvieron la mirada con una expresión parecida en los rostros.
—Jason de Ferai y Rictus de Isca —dijo Jason, reponiéndose.
El hombre sonrió.
—Mi nombre es Vorus. Soy el general del ejército que veis detrás de mí.
Se hizo el silencio. Jason y Rictus estaban demasiado atónitos para replicar. Vorus les miró de arriba abajo, no sin amabilidad.
—Supongo que deseáis negociar en nombre de Phiron. Bien, yo también tengo autorización del mismo gran rey. Podéis hablar libremente conmigo.
—Phobos —dijo Jason entre dientes—. Deseamos discutir los términos que nos permitan abandonar el Imperio en paz. —Todavía con los ojos muy abiertos, añadió—: Nuestro patrón ha muerto, y ahora sólo queremos volver a casa. Has dicho Vorus… ¿Vorus de dónde?
—Hijo, abandoné las Harukush mucho antes de que levantaras tu primera espada —dijo Vorus. Y más formalmente—: Mi rey ha adivinado vuestras intenciones. No queremos más derramamiento de sangre; los asuntos que nos enfrentaban ya han sido decididos. Ahora sólo falta ver cómo lo hacemos para que este ejército vuestro pueda ser repatriado de la forma más rápida y fácil posible. A tal objeto, deseamos invitar a toda la Kerusia de vuestros generales a una reunión esta noche, en la llanura, donde discutiremos los términos para vuestra partida del Imperio. ¿Creéis que vuestro comandante lo encontrará aceptable?
—Creo que sí —dijo Jason, y no pudo evitar la sonrisa que apareció en su rostro—. Supongo que todos los presentes irán desarmados, y que el espacio donde tenga lugar el encuentro estará equidistante de las líneas de ambos ejércitos.
—Por supuesto. Prepararemos un lugar apropiado de inmediato. Asistirá el gran rey, además de yo mismo y dos o tres hombres más. También habrá esclavos, por supuesto. Podéis traer sólo a vuestros oficiales superiores; no hay necesidad de reunir a un grupo muy numeroso en un encuentro como éste. Los malentendidos son demasiado fáciles. ¿Qué me decís?
—Creo que puedo decir en nombre de Phiron que asistiremos, tal como sugieres. Entre tanto, ¿puedo pedir, como gesto de buena fe, que tu… tu gente nos traiga algo de agua? Hay heridos en nuestras filas que bendecirían el nombre de tu gran rey a cambio de un solo trago.
El rostro de Vorus se nubló.
—Me temo que eso está fuera de discusión. Seguimos siendo enemigos, al menos en nombre, hasta que vuestros generales alcancen un acuerdo esta noche. —Movió la mandíbula, y apartó la vista un instante—. Lo lamento.
Jason se tensó, pero su tono siguió siendo perfectamente correcto.
—Lo comprendo. Ahora volveremos con nuestros camaradas.
Se volvió, con una mezcla de exasperación y alivio en el rostro. Rictus se detuvo un instante. Miró a Vorus a los ojos, permitiendo que la arrogancia iscana volviera a asomar una vez más. Vorus le sostuvo la mirada durante un largo momento, y luego se apartó con una extraña sacudida, regresando a sus propias líneas. Se movía con el aire pesado y oneroso de alguien avergonzado de sus actos.