Kunaksa
En el norte, la caballería arakosana había empezado a moverse, seis mil jinetes con la niebla gris de la mañana en torno a los vientres de sus monturas. El terreno era rojo y duro debajo de ellos, con el frío de la noche manteniéndolo firme. El ruido de los caballos podía oírse y sentirse a lo largo de varios pasangs a cada lado. Tal vez era un heraldo de lo que vendría, una música oscura que sonaba sobre el despertar del mundo.
El ruido sacó a Gasca de un sueño inquieto, y a muchos otros a su alrededor. Se levantaron de sus entumecidas posiciones, maldijeron los tirones y pinchazos del bronce en las espinillas, y se arrebujaron en las capas, rodeados por la niebla, profunda e insondable como las corrientes del mar.
El viejo Demotes levantó su nariz aguileña para olfatear el aire de la hora anterior al alba e inclinó su cabeza gris.
—Caballería —dijo. Escupió en el suelo y descubrió lo que quedaba de sus dientes mientras estiraba sus extremidades arrugadas y nudosas para desentumecerlas.
A su alrededor, más hombres empezaron a levantarse antes de la diana, a medida que el oscuro murmullo sobre la tierra los sacaba del escaso sueño que habían disfrutado. Casi diez mil lanceros se habían tumbado la noche anterior, con las cabezas apoyadas en los escudos y las corazas mordiéndoles las caderas. Fue casi un alivio levantarse, hacer que la sangre volviera a circular en torno a los huesos y enfrentarse a lo que les había llevado hasta allí.
Gasca comprobó sus armas automáticamente, tocó su lanza plantada en el suelo para tener buena suerte, y trató de moverse para llevar algo de calor a sus piernas. La capa había ayudado, pero la coraza de su padre había quedado endurecida por el frío. Su carne tendría que calentarla hasta volverla flexible de nuevo antes de que dejara de morderle.
Buridan estaba recorriendo la línea; se había hecho cargo de los Cabezas de Perro tras el ascenso de Jason, y llevaba el penacho transversal de un centurión sobre el yelmo.
—Arriba, arriba, a formar, hijos de perra. Tenemos un gran día por delante.
—Espero que hayas dormido bien, centurión.
—Anoche soñé con tu madre, Oso.
—¡Sí, se tiró a medio centón en sus sueños!
Se levantaron, orinaron en el sitio e intercambiaron las maldiciones, empujones e insultos que eran el pan diario de una mañana en el ejército. Los jefes de fila se armaron y se adelantaron uno o dos pasos, protestando e intercambiando comentarios sobre dónde debía estar la línea, y tras ellos los hombres ocuparon su lugar uno tras otro, armándose a toda prisa, empujados, insultados y amenazados por los cerradores de filas, que contaban a los hombres. Cuando un cerrador tenía a seis hombres delante de él, daba un golpe en el hombro del lancero de delante, que hacia lo propio con el que estaba frente a él, hasta que el jefe de fila sentía el golpe en su propio hombro y sabía que, detrás de él, la fila estaba completa. Buridan recorrió entonces la primera línea del centón, y a medida que pasaba junto a cada fila, su jefe levantaba la lanza. A lo largo de todas las hileras macht cubiertas por la niebla, los centuriones estaban haciendo lo mismo. A la media luz del alba, los macht habían reformado su línea de batalla en cuestión de minutos, mientras que a su izquierda las tropas kefren continuaban removiéndose en malhumorado desorden, y sus oficiales trotaban a caballo arriba y abajo, blandiendo las espadas para situar a los hombres en su lugar.
El sol se elevó entre la niebla; la poderosa Araian, que amaba su lecho en el norte, pero que en aquel país parecía impaciente por levantarse y reticente a abandonar el día. La niebla se aclaró. No corría ni un soplo de brisa. Incluso antes de que el sol hubiera superado las Magron, el calor había empezado a elevarse del mismo suelo, y con él las diminutas moscas negras que atormentaban las tierras bajas junto al río. El terreno se ablandó al calentarse, y los lanceros macht se hundieron levemente en él con todo el peso de sus armas y armaduras sobre la carne. Gasca oyó que el cerrador de filas, el gran Gratus, hablaba con los exploradores ligeros que se habían quedado en la retaguardia.
—Que no nos falte el agua durante el día de hoy. Me importa una mierda si tenéis que traerla del mismo rio, pero mantened las cantimploras llenas, muchachos.
—¿Alguna noticia de ahí delante? —preguntó alguien junto a Gasca, que estaba bostezando, con el bronce del yelmo apretándole el cráneo. Había un lugar desgastado en la protección interior; hubiera debido cambiarla antes de aquel día.
—Están en la colina, en el mismo lugar que anoche, excepto que ahora hay más.
—Me pregunto dónde estará Phiron.
—Lamiendo algún trasero kufr. —Y un murmullo de carcajadas agrias recorrió las filas.
Arkamenes se reunió con los diez generales macht frente a su línea de batalla. Phiron y Pasion también estaban allí, cada uno de ellos con el penacho transversal de los oficiales en el yelmo, y cubiertos con la Maldición de Dios. Llevaban escudos colgados al hombro, y lanzas en las manos igual que el más insignificante de los soldados en el campo. Arkamenes les estudió desde su caballo, y cuando los ojos en las ranuras en forma de T de los yelmos cerrados se clavaron en él, sintió una especie de escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Se alegraba profundamente de no encontrarse en la colina de arriba, esperando para enfrentarse a aquellas criaturas.
—Atacaremos —dijo bruscamente—. Mi hermano tiene el terreno más alto; no lo abandonará, de modo que tendremos que ir hasta él. Phiron, tal como sugeriste, tus hombres dirigirán un avance escalonado hacia su derecha, y destrozarán ese flanco. Los juthos tienen órdenes de esperar, y seguiros sólo cuando hayáis entrado en combate. Entonces el resto de la línea se moverá a su vez desde la derecha. De este modo, es menos probable que nos rodeen. Mi guardia personal y yo estaremos en el centro. En cuanto distinga a Ashuman, le atacaremos. Si el rey muere, todo habrá terminado. ¿Alguna pregunta?
—¿Cuándo? —quiso saber Phiron.
—Lo dejo a vuestra discreción. Pero tendrá que ser pronto. El calor apretará fuerte hoy.
—Gracias, señor.
Arkamenes se inclinó en la silla y se apartó ligeramente el komis. Sonrió, y su rostro dorado resultó desconcertante tan cerca de ellos.
—Buena suerte, general. Si todo va bien, cuando llegue la noche seremos los dueños del mundo. —Luego se irguió y pateó a su caballo, dando la vuelta hacia donde le aguardaban las hileras relucientes y llamativas de su guardia personal en el centro del ejército.
Phiron miró a los demás oficiales.
—Nos ha encargado que hagamos el primer destrozo en la línea enemiga. Debemos golpear con toda la fuerza de que seamos capaces, y luego virar a la izquierda, hacia su centro. Allí se decidirá la batalla. Arkamenes tenía razón: si matamos a su rey, se hundirán.
—Había caballería en movimiento antes del alba, Phiron —dijo Pasion—. Podría ser un movimiento por los flancos.
Phiron asintió.
—Estoy seguro de que lo era. Por eso tus Sabuesos estarán a la derecha. Tendrán que cubrimos el trasero. Necesito a todas las lanzas delante si queremos que esos bastardos cedan antes del mediodía. Jason, tu mora estará a la derecha. Los Sabuesos estarán a tus órdenes. Si necesitan ayuda durante la mañana, serás tu quién acudirá en su auxilio. Ponte en marcha cuando estés listo, y los demás te seguiremos.
Jason asintió, con los ojos brillantes en el interior del yelmo. Se había puesto el quitón de gala bajo la armadura, y sus bordados dorados relucían de modo incongruente en aquella sombría reunión.
Los doce hombres permanecieron un momento en silencio, mirándose unos a otros. Algunos sonreían.
—Hermanos —dijo simplemente Phiron—, empecemos la danza.
Empezando por la derecha, la línea macht empezó a moverse. Los hombres mantenían los escudos sobre los hombros izquierdos, para ahorrar fuerzas, y llevaban las lanzas junto a los brazos derechos, muy cerca del cuerpo. El barro se pegaba a sus pies y les obligaba a romper el paso hasta que superaron el terreno donde habían pasado la noche y se encontraron de nuevo sobre pastos y tierra dura. Los jefes de fila y los cerradores ladraban marcando el paso. Los hombres empezaron a marchar el unísono, y el suelo comenzó a vibrar bajo sus pies, un trueno ominoso. La mora de Jason, cerca de mil hombres en ocho hileras, abría la marcha. Tras ella venía la de Mynon, luego la de Orsos, la de Castus y después las morai de Pomero, Argus, Teremon, Durik, Gelipos y Marios.
A su izquierda, la legión jutha permaneció observando mientras la línea macht ascendía por la pendiente hacia el ejército del rey, cerca de dos pasangs de hombres apretados marcando el paso de modo casi perfecto y en un silencio casi total. Por encima de sus cabezas, los estandartes de los centones colgaban pesadamente en el aire matutino. El viento apenas se movía sobre la llanura, pero el calor del sol ya había consumido lo que quedaba de la niebla. Los hombres de las filas tuvieron el sol en los ojos durante los primeros cien pasos, hasta que la sombra de las montañas lo interrumpió.
Las tropas ligeras avanzaban junto a la falange, y en su centro Rictus caminaba con facilidad, con el corazón latiéndole tan fuerte que le pareció que sus golpes le atravesarían la garganta.
—Hoy lucharemos como lanceros, si es necesario —había dicho Agrimos, el comandante general de los exploradores—. Hay caballería a la derecha, y debemos mantenernos firmes contra ella. Nada de retiradas hoy, muchachos, nada de retroceder. Lucharemos en nuestras posiciones.
Por fin, Rictus iba a tomar parte en una verdadera batalla, no en una escaramuza sin honor librada con cuchillos y jabalinas. La de aquel día sería una batalla con lanzas, y se alegraba de ello.
«Mírame hoy, padre. Dame tu coraje. Ayúdame a vivir o a morir bien antes de que se ponga el sol».
Jason, en el centro de su millar de hombres, empezó a entonar el Peán. Toda la mora se le unió casi al instante, y la canción recorrió la línea hasta que los diez mil la estuvieron entonando, el ritmo lento y melancólico de la antigua canción haciendo que sus pies golpearan el suelo al unísono. Como siempre, Jason sintió un escalofrío al oírlo.
El himno a la muerte de los macht. Habían transcurrido milenios desde que un gran rey lo oyera por última vez, y en el corazón del Imperio diez mil voces lo estaban entonando con deleite, mientras sus pies proporcionaban el ritmo. Diez mil voces, resonando en las cimas de las montañas frente a ellos, mientras el suelo se elevaba bajo sus pies al marchar, y las filas del ejército del gran rey les aguardaban en la cima.
Aquello era lo que cantaban los poetas, pensó Jason; aquello era lo que significaba estar realmente vivo. Y mientras marchaba, cantando, las lágrimas le corrían por las mejillas en el interior del yelmo empenachado.
Sentado sobre su tranquila yegua, Vorus observó la línea de lanceros avanzar colina arriba, precedida por la muralla de sonido que era el Peán. Pensó que nunca en su vida había visto algo tan terrible como aquel muro escarlata y bronce, aquella oleada de muerte que se aproximaba. A lo largo de las hileras kefren, hubo una especie de estremecimiento y las tropas se removieron inquietas, como un hombre antes de recibir un golpe.
—Señor —dijo—, déjame ir a la izquierda.
Ashuman sacudió la cabeza. Por el momento, estaba de nuevo en el carro de guerra real, protegido por un parasol y rodeado de guardaespaldas, correos y oficiales del estado mayor.
—Quédate aquí, Vorus. Puede que vengan pronto hacia nosotros.
Las tropas kefren de la izquierda habían empezado a gritar, aullar y golpear las lanzas contra los escudos en un estruendo desafiante y enardecedor. Tras ellos, los arqueros habían colocado las flechas en los arcos. Una bandera ascendió para comunicar que todo estaba listo. Ashuman agitó una mano, en un gesto elegante como un saludo a un amigo, y los arqueros dispararon.
Al instante, el aire se llenó con otro sonido: el rumor de las flechas bloqueando el sol. Se elevaron en una nube, y empezaron a descender hacia la línea macht.
El sonido del impacto alcanzó incluso la posición del gran rey, un martilleo enloquecido de metal sobre metal. En las hileras de los macht empezaron a aparecer aberturas. Los hombres se doblaban sobre sí mismos, caían de golpe o se tambaleaban como golpeados por una galerna. Durante unos segundos, la línea flaqueó, y los kefren vitorearon y emitieron gritos burlones y triunfales. Luego las aberturas se cerraron, la falange se recobró y los macht siguieron adelante.
Alguien gritó una orden que recorrió toda la línea, y las primeras tres filas de los macht bajaron las lanzas. Otra serie de órdenes, y el paso cambió a un trote uniforme. A diez pasos de la línea kefren emitieron un rugido áspero y se arrojaron contra el enemigo.
El golpe de las líneas de batalla al encontrarse, un sonido capaz de hacer estremecerse a quien lo oyera. Llegó claramente hasta el valle, y poco después del terrible impacto se elevó el rugido de la batalla cuerpo a cuerpo. Los diez mil macht chocaron contra cuarenta mil kefren como una fuerza de la naturaleza. En la retaguardia de la izquierda kefren, los arqueros dispararon otra andanada, veinte mil flechas que pasaron de largo para perforar el terreno tras el ejército macht. Ante ellos, las hileras de lanceros fueron empujadas hacia atrás, apretadas unas contra otras. Vorus podía ver los relucientes aichmes de los macht moviéndose adelante y atrás mientras llevaban a cabo su sangrienta tarea a lo largo de la línea, como los dientes de una maquinaria gigantesca, mientras los hombres de las filas de detrás apoyaban los escudos en la espalda del de delante, clavaban los talones en el terreno blando y empujaban. La falange kefren se tambaleó bajo aquella presión, doblándose como el estómago de un hombre al recibir un puñetazo. La línea de batalla se dobló sobre sí misma y fue cortada en pedazos al mismo tiempo. Vorus descubrió que estaba conteniendo la respiración. Había pasado mucho tiempo. Había olvidado el aspecto de su gente en la batalla, y la salvaje eficiencia que aplicaban a la guerra.
La legión jutha a la izquierda de los macht había empezado a ascender la colina, y a su izquierda la retaguardia de toda la línea de batalla del traidor se estaba moviendo, inmovilizando a las tropas del rey con la amenaza de su llegada. Un avance escalonado; brillante. El tal Phiron dominaba bien la táctica. A lo largo de la llanura, ocupando más de seis pasangs, grandes formaciones de tropas estaban en marcha. Por el momento, los ejércitos del traidor tenían la iniciativa, pero ello formaba parte del plan.
Gasca había pasado de la quinta fila a la tercera, y manejaba su lanza mientras el peso aplastante de los hombres de detrás le obligaba a avanzar. En la frenética presión de la falange, sentía periódicamente que sus pies se levantaban del suelo y era arrastrado por la densa multitud. Escondió el yelmo tras el borde del escudo cuando una lanza enemiga se acercó a sus ojos, sintió la sacudida del impacto de la punta contra el yelmo y lanzó una furiosa estocada a ciegas. Bajo sus pies, los cuerpos se retorcían en el barro cada vez más abundante, y los hombres de detrás, con las lanzas aún erguidas, les acuchillaban con los regatones, acabando con los heridos y clavando los talones en los rostros de los kufr. El calor era indescriptible, el sonido ensordecedor, incluso por encima del rumor marino del yelmo de bronce. Aquello era el othismos, las mismas entrañas de la guerra. Era donde los hombres se encontraban o se perdían a si mismos, donde todas sus virtudes desaparecían, dejando sólo el coraje, pues uno no podía resistir el othismos sin él.
La línea se movió hacia adelante cuando las hileras kufr se apartaron del ataque macht. Los jefes de fila profirieron órdenes ásperas, escuchadas sólo a medias, y desde la retaguardia la presión inflexible de los cerradores empujó a la falange hacia delante. Había hombres muertos erguidos en las filas, sostenidos en su lugar por la presión de carne y bronce. Los aichmes de las tres primeras filas acuchillaban sin cesar. Aquella tarea se conocía como «esquilar las ovejas», diezmar las líneas delanteras del enemigo con un hábil trabajo de las lanzas, una valla de metal que se hundía en rostros, hombros, pechos y vientres, en cualquier lugar donde el enemigo hubiera dejado una abertura. La infantería kufr no llevaba armas tan pesadas como la macht, y las puntas de lanza perforaban los escudos de madera, los gorros de cuero y las corazas de sus panoplias. Gasca se encontró avanzando sobre un montón de muertos y moribundos, seres que se retorcían y que eran atravesados por los regatones de las filas traseras.
Un golpe de lanza en el borde de su escudo tensó el metal. Los hombres de delante tenían las cabezas bajas, como si se protegieran de una tormenta. Muchos tenían arañazos y heridas en los brazos a causa de los lanzazos de sus propios camaradas de detrás. Gasca apoyó su lanza en el hombro del jefe de fila, tres hombres por delante; le parecía insoportablemente pesada. La lanza del jefe de fila se rompió en el cuerpo de un maniaco kufr que se arrojó contra la línea de escudos, y el hombre dio la vuelta al asta, desgarrando el muslo del segundo hombre al hacerlo. Con el regatón hacia delante, empezó a acuchillar con la misma energía que antes. En aquella masa de bronce y hierro afilado, la carne de los hombres era algo muy frágil, que podía cortarse o desgarrarse con suma facilidad, sin comentarios ni quejas. Los hombres eran partes prescindibles de la maquinaria, y se conformarían con su papel sin decir nada hasta haber terminado. Aquello formaba parte de la filosofía del othismos.
Diez mil macht, presionando hacia delante con toda la profesionalidad de su oficio. Los lanceros kefren no podían contener aquella masa mortífera. Las formaciones de tropas a la izquierda, muy densas para absorber el asalto macht, se convirtieron en una debilidad más que en una ventaja. Los regimientos de reserva, que avanzaron para ayudar a sus camaradas, se encontraron aprisionados por la situación de los hombres de delante, apretando aún más las hileras de cuerpos contra las puntas de lanza enemigas.
El ejército kufr estaba retrocediendo; no, había empezado a huir, pero la huida estaba tan constreñida que se limitaba a un mero estremecimiento, nada más.
Pero los macht lo notaron. Una disminución de la presión, como quien empuja una puerta con los goznes enmohecidos más allá del punto de equilibrio. La seguridad de que la resistencia estaba rota.
Los que estaban en la primera línea kefren les estaban dando la espalda, empujando y arañando a los hombres de detrás para alejarse de las lanzas. Aquellos a quienes el coraje había abandonado fueron acuchillados y convertidos en carne temblorosa, mientras sus cuerpos se enredaban entre las piernas de la hilera siguiente, y la multitud desordenada que se formó fue masacrada sin piedad. Gasca se encontró hipando con una especie de risa demente mientras acuchillaba por encima de los hombros de los lanceros de delante. La presión de detrás había aflojado ligeramente, y las hileras macht empezaban a abrirse a medida que el enemigo se desintegraba. Gasca sintió la lengua áspera contra sus dientes, y un sabor a sal en los labios: sudor y salpicaduras de sangre. Tenía las piernas escarlatas hasta la rodilla, y el terreno bajo sus pies estaba lleno de charcos de sangre donde no estaba alfombrado de cadáveres enemigos. El ala izquierda del gran rey había saltado en pedazos.
Apareció una abertura entre los kufr que huían y las hileras implacables y ordenadas de los macht. La orden de detenerse recorrió la línea, repetida por hombres cuyas gargantas apenas podían hablar. Y la falange se detuvo, mientras los hombres respiraban con dificultad y muchos se doblaban para vomitar. A través de las filas aparecieron exploradores con armamento ligero, con cantimploras de agua colgadas a los hombros. El agua recorrió la línea. Gasca consiguió dar un par de tragos antes de pasar la cantimplora, y cerró los ojos cuando el líquido tibio y rancio le permitió volver a mover la lengua en la boca.
Los centuriones abandonaron las filas y se acercaron a la primera línea. Jason estaba con ellos, gesticulando, con la armadura negra reluciente de sangre y medio penacho destrozado. El ala izquierda kufr era una multitud desordenada de figuras corriendo colina abajo por millares, la caballería mezclada con la infantería, mientras los oficiales golpeaban a los hombres con la parte plana de las espadas. El suelo que dejaban atrás estaba cubierto de escudos y armas abandonadas, y centenares de heridos avanzaban tambaleándose tras ellos, cojeando, apoyándose en astas de lanzas o gateando, gritando a sus camaradas que no les dejaran atrás. Unos cuantos centones de exploradores macht les persiguieron, arrojando jabalinas contra sus espaldas o acabando con los heridos donde se arrastraban y chillaban en el suelo. Un centurión les llamó, maldiciéndoles por idiotas indisciplinados, y los hombres volvieron a ascender la pendiente al trote, con los rostros avergonzados y los brazos ensangrentados hasta los codos. Unos cuantos llevaban cabezas cortadas colgadas de los cinturones. Gasca se preguntó dónde estaría Rictus, y si habría estado cerca del corazón de la batalla. Tendría una historia que contarle aquella noche, por el velo de Antimone.
Un temblor se apoderó de él, y tuvo que apretar los dientes para contener el sollozo que se acumulaba en su pecho. Un gemido logró salir por su boca, y luego otro. Lo disimuló con un ataque de tos, pero luego sintió un golpe sobre la espalda de su coraza. Era el viejo Demotes, con su barba blanca teñida de rojo bajo la parte inferior del yelmo.
—No pasa nada, muchacho. Es la diosa. Tiene que decir lo suyo. Deja que salga, y te sentirás mejor.
—¡Vuelta a la formación! ¡De vuelta a la formación, cabrones! —gritaba alguien. Era Orsos, que recorría las hileras de hombres relajados con la cabeza descubierta y la lanza apoyada en el hombro. Su cabeza afeitada relucía de sudor bajo el sol, y gotitas de saliva salían volando de su boca—. ¡Jason! ¡Jason! Hay un grupo de caballería acercándose por nuestra derecha, tal vez diez morai. Que tus hombres giren a la derecha. Los demás atacaremos el centro de los kufr. ¿Me has oído, Jason?
La caballería llegó como una ola, altos caballos montados por kufr gritones de ojos luminosos y túnicas anchas y multicolores. Llevaban cimitarras, jabalinas y algunas lanzas. Su línea ocupaba dos pasangs a derecha e izquierda. Si el terreno hubiera sido más firme, habrían avanzado al galope, tal era el frenesí con que los jinetes golpeaban a sus monturas, que resoplaban con los ojos desorbitados. Pero la tierra había quedado convertida en una ciénaga por la batalla de la infantería; la ladera de la colina estaba sembrada de muertos y moribundos de ambos bandos, y erizada de flechas clavadas, como el vello del brazo de un hombre sorprendido por el frío. De modo que avanzaban al trote rápido, y algunos caballos tropezaban y caían a pesar de todo. Había millares de jinetes; hasta entonces, Rictus no había creído que pudieran existir tantos caballos en el mundo. El suelo temblaba bajo sus cascos, y la sangre se removía en los charcos embarrados.
Pasaron por encima de sus propios heridos. A cien pasos, los exploradores lanzaron su primera andanada de jabalinas. Había unas tres morai de tropas ligeras a la derecha de los macht, y por el momento no tenían ningún tipo de apoyo. Las tropas pesadas estaban en la cima de la colina, dando la espalda a la caballería.
Una segunda andanada. Cincuenta pasos. No habría tiempo para una tercera.
—¡Lanzas! —gritó Rictus—. ¡Cargad, cargad!
No habían sido entrenados para aquello, al contrario que sus hermanos de la infantería pesada. No formaron una línea sólida, sino que atacaron en grupos de hombres y muchachos, con las peltas sobre los brazos izquierdos y las lanzas en los derechos. Rictus sintió un momento de terror puro, casi paralizante. Nunca había sufrido una carga de caballería; ninguno de ellos tenía experiencia en aquel tipo de batalla.
Los grandes caballos chocaron contra los hombres. Algunos, confinados por sus compañeros a derecha e izquierda, se abalanzaron directamente sobre las lanzas. La mayoría se esparcieron por los lados de la línea irregular, mientras los jinetes golpeaban las cabezas de los exploradores al pasar. Rictus y sus camaradas eran islas en un mar furioso de carne equina y acero cortante. Acuchillaron los vientres de los animales, y en pocos momentos tuvieron un muro de bestias heridas retorciéndose a su alrededor, con los jinetes inmovilizados bajo sus cuerpos o muertos antes de poder levantarse del barro. Pero iba llegando más y más caballería, que daba la vuelta y volvía a pasar, con los cascos martilleando el suelo y convirtiéndolo en un pantano ensangrentado que dificultaba sus propios movimientos. No había fluidez en el combate; la caballería no lanzaba cargas y contracargas. Se movían por entre las tropas ligeras macht en ataques de pura masa y músculo, arrollando a los defensores por el peso de los números y el tamaño.
El medio centón de Rictus se encontró mirando en todas direcciones, rodeado. En su centro, una docena de caballos muertos y moribundos formaba una especie de baluarte. Al lanzar una estocada contra un jinete que pasaba, Rictus apoyó el pie en el cadáver equino que tenía ante él y sintió el calor y los latidos del animal que yacía moribundo en el barro ensangrentado, sin comprender por qué tenía que soportar la agonía de semejante final. Lo mató de un lanzazo en el cerebro, incapaz de soportar sus gritos y gorgoteos. Cuando los kufr caían, chillaban de un modo igual de lastimero, pero aquello no representaba ningún problema para su conciencia.
El sol continuó su ascenso durante aquella mañana eterna. Alcanzó las colinas sobre las que pugnaban los ejércitos del gran rey e iluminó la batalla, encendiendo un millón de diminutas chispas de luz reflejada en yelmos, puntas de lanza y espadas, en el sudor de los hombres y en la locura de sus ojos. La caballería kufr luchaba en una nube formada por el vapor de sus monturas, y el sol la atrapó y trazó líneas y barrotes de luz en movimiento que atravesaron la carnicería con una especie de belleza terrible. Los jinetes arakosanos habían sido detenidos por los grupos amorfos de exploradores macht, y había unos ocho o nueve mil soldados atrapados en un matadero de sangre, barro y animales moribundos en el ala izquierda kefren. En una superficie de unos dos pasangs cuadrados, el fango torturado y pegajoso que era la tierra resultaba invisible por debajo de la enloquecida presión de hombres y animales contendientes. Cualquier noción de táctica se perdió a medida que continuaba la batalla. Pero pese a que los exploradores eran sistemáticamente diezmados, habían logrado proteger el flanco de la infantería pesada. Los lanceros macht habían virado a la izquierda en la cima de la colina, moviéndose por morai, y avanzaban una vez más, con las filas algo menos nutridas, pero tan ordenadas como al empezar el día. Ante ellos, el centro kefren empezaba a retroceder, amenazado por los diez mil en el sur y por el avance de la legión jutha en el oeste. El ala derecha kefren era empujada hacia delante, mientras un mensajero tras otro pedía a los generales que acudieran a toda prisa en apoyo de la posición del rey a la derecha. Una línea de tropas de cuatro pasangs de longitud empezó a moverse hacia el interior para intentar alcanzar a los regimientos escalonados del ejército de Arkamenes antes de que pudieran cerrar las pinzas de sus formaciones. Más caballería abría el paso, en aquella ocasión lanceros pesados del corazón de Asuria, con su armadura esmaltada en azul y oro. Los jinetes surgieron de entre las líneas kefren con toda la elegancia y brillantez de un Martín pescador, y emprendieron el descenso hacia los contingentes de Tanis e Ishtar, cinco mil hombres frescos y descansados.
—Deberíamos retroceder —dijo Vorus a Ashuman. Se había quietado el yelmo para dictar mejor a los escribas, y su mirada pasaba del avance de los macht a su izquierda al de la legión jutha frente a ellos.
El ala izquierda kefren había sido derrotada tan completamente que era imposible rehacerla; la llanura tras la colina estaba ennegrecida con las figuras de los fugitivos durante más de dos pasangs, miles de soldados arrojando las armas y el honor en un intento de escapar de la maquinaria asesina de los macht. Lo que había sido su centro se había convertido en un flanco. Cuarenta mil hombres, desaparecidos como hojas muertas en otoño. No lo hubiera creído de no haberlo presenciado con sus propios ojos.
—Tal vez deberíamos haber contratado a unos cuantos de esos tipos —dijo Ashuman. Había una sonrisa en su rostro, y aunque el miedo había hecho palidecer el dorado de su piel reluciente, el humor de su tono era genuino—. No importa. Tendremos que ganar con lo que queda.
—Señor, tienes que apartarte de la primera línea —insistió Vorus.
—Mira ahí abajo, general, a la derecha de las tropas juthas. ¿Ves el estandarte con la cola de caballo? Ése es mi hermano. Tengo la intención de ir a su encuentro. Hace mucho tiempo que no nos miramos a los ojos.
Los macht habían empezado a entonar el Peán de nuevo, y su línea se alargaba a medida que mora tras mora ocupaba sus puestos a derecha e izquierda. Su disciplina era increíble. Poco más de un pasang separaba las lanzas de la primera línea macht del carro de guerra del gran rey.
—Traedme mi caballo —dijo Ashuman. No miraba a los macht, sino el estandarte de cola de caballo que se agitaba por encima de la presión de hombres en movimiento sobre la pendiente—. Vorus, quiero que resistas aquí. Retírate si es necesario, pero frena a tus compatriotas. Gáname tiempo.
¿Para qué?, se preguntó Vorus, ya del todo alarmado. El gran rey había bajado del carro y estaba montando en un alto caballo de Niseia. Un ayuda de campo le trajo su lanza de madera de cedro. Caracoleando de impaciencia a su alrededor estaban los grandes caballos de sus guardaespaldas, y en su centro el portaestandarte con el símbolo alado de los reyes asurios sobre un asta de doce pies.
—Voy a saludar a mi hermano —dijo Ashuman. Volvió a sonreír mientras lo decía. La sonrisa de su padre. Las protestas murieron en la garganta de Vorus.
Se inclinó.
—Les detendré, señor, o moriré en el intento.
Ashuman se inclinó en la silla y apretó el hombro de Vorus.
—No mueras. Mis amigos ya son demasiado pocos. —Luego se irguió, levantó la mano, y a su alrededor una gran masa de caballería, compuesta al menos por mil jinetes, emprendió la marcha, la nobleza kefren siguiendo a su rey colina abajo hacia las fauces de la guerra.
Las líneas de batalla habían girado. Tanto la derecha rebelde como la del gran rey estaban avanzando, como si siguieran los pasos ensayados de una danza cataclísmica. El centro de Arkamenes se encontraba casi encima de la línea real en la cresta de la colina. El gran rey condujo hasta allí a los mil jinetes de su guardia personal, y el rugido del encuentro alcanzó incluso a los lanceros macht, a dos pasangs más al sur. El avance rebelde se detuvo ante el impacto de la mejor caballería del Imperio, mientras que, a otros tres pasangs al norte, la caballería asuria entraba también en contacto con la izquierda rebelde. Todo el campo de batalla era una melé de tropas, y donde la lucha era más encarnizada, la tierra bajo los pies de los hombres se había convertido en un pantano profundo hasta la rodilla, donde los heridos eran pisoteados y asfixiados bajo los pies de los que seguían combatiendo.
El joven Morian había caído, casi decapitado por un jinete kufr. Junto a su cadáver, Rictus había recibido el segundo golpe sobre la pelta, y la afilada hoja se la había desgarrado por la mitad mientras levantaba su propia lanza y acuchillaba a su atacante en la axila, por encima de la coraza de cuero. El kufr se inclinó y resbaló por el costado de su caballo, un animal enloquecido de rabia y pánico. Se encabritó y Rictus lo acuchilló en el vientre, abriendo un agujero con el aichme del que brotó una retorcida cuerda de intestinos. Y la pobre bestia trató de alejarse, con los cascos atrapados por sus propias entrañas mientras intentaba huir de aquella agonía, arrastrando a su jinete moribundo por un estribo enredado. Chocó contra otros dos jinetes, cuyas monturas ya estaban hundidas hasta los corvejones en el barro ensangrentado. Rictus abandonó su destrozado escudo, se adelantó y acuchilló con su lanza a los otros dos. Alcanzó a uno en el muslo y al otro en la entrepierna. Emitieron un sonido que no era ni remotamente humano, con los ojos brillantes como gemas excavadas en las montañas. Rictus dejó caer la lanza mientras los caballos se tambaleaban y trataban de salir del barro. Gateó por encima de los cadáveres y a través de la ciénaga ensangrentada para reunirse con lo que quedaba de su centón. Silbido abandonó las maltrechas filas para atraerlo hacia los demás, por encima de una muralla de carne equina. Había lanzas y escudos en abundancia en manos de los muertos, de modo que Rictus se rearmó por tercera vez aquella mañana, y las palmas se le pegaron al asta de la lanza a causa de la sangre de otro hombre. Miró a Silbido: la cabeza calva del veterano era un gorro de sangre, y parte del cuero cabelludo le colgaba sobre una oreja. Pero consiguió dirigirle una sonrisa desdentada de todos modos. No había necesidad de hablar.
Al principio de la mañana, aquello había sido una pendiente suave y desnuda de tierra salpicada de arbustos, ancha y lo bastante abierta para haber celebrado carreras de caballos. Pero la obra de la guerra la había transformado en un pantano en cuyo interior los cadáveres se amontonaban en bancos y montículos de carroña, como rocas blandas y putrefactas. Ya no era un terreno apropiado para la caballería, pero los arakosanos lucharon hasta el final, con sus caballos prácticamente inmovilizados debajo de ellos. Rictus se preguntó qué clase de cabrón llevaba caballos a la guerra, indignado hasta el límite de su mente exhausta, escandalizado por aquel derroche criminal, por el increíble despilfarro del enemigo.
Sin embargo, allí los macht habían sido derrotados. De los tres mil exploradores que habían defendido la pendiente al empezar la mañana, quedaban unos mil con las armas en la mano. Y estaban a punto de seguir el camino de sus camaradas caídos en el barro. Lo sabían, pero seguían luchando porque también sabían que, tras ellos, en la cima de la colina, la línea de infantería pesada les daba la espalda. Si el enemigo conseguía pasar, en la cima habría una matanza que haría que aquélla pareciera trivial en comparación.
De modo que los exploradores, que no habían sido entrenados ni creados para aquella tarea, se mantuvieron firmes. Porque eran macht, y era lo que les habían ordenado hacer.
Para Arkamenes la mañana había sido una maravilla de sensaciones, el espectáculo definitivo. Ni siquiera el más vicioso de los degenerados hubiera dejado de conmoverse ante aquello, el más magnífico de los teatros. «Les doy la orden y la cumplen», pensó. «Mueren por millares, las líneas se mueven, la cosa está hecha. He ordenado que sea así, y así es».
No se había sentido tan feliz en toda su vida.
Había visto a los macht marchar colina arriba, y les había visto aniquilar el ala izquierda del gran rey, un ejército en si misma. La caballería que había emboscado a los macht había sido detenida por los sirvientes de campo. Podía ver que aquel combate aún continuaba, una mancha oscura en la tierra a unos tres pasangs al sur. También podía ver la línea de batalla macht volviendo a formar en la cima. Pronto avanzarían y atacarían el centro del gran rey. Cuando aquello ocurriera, dirigiría a su guardia personal colina arriba para completar la victoria y participar en el golpe final.
Hacía calor con el sol ya alto en el cielo. Podía sentirlo incluso a través del fino lino de su komis, y las corazas enjoyadas de su guardia personal eran demasiado brillantes para mirarlas. Extendió la mano, y un asistente kefren le entregó una copa de agua fresca de manantial.
Nunca llegó a beber el agua. A medio camino de sus labios, la copa se detuvo y permaneció inmóvil en el aire, con los dedos del príncipe repentinamente fríos a su alrededor. Allí estaba, el estandarte del gran rey, el símbolo sagrado de Asuria. Y descendía por la colina hacia él en mitad de una gran nube de caballería que avanzaba a toda prisa.
La copa voló por el aire y el alto caballo de Niseia estuvo a punto de encabritarse bajo Arkamenes, contagiado del sobresalto de su amo. Luchó por aquietar al animal, mirando fijamente hacia delante. No podía ser.
La caballería enemiga se desvió unos cuantos centenares de pasos hacia el norte, para evitar chocar contra las hileras de la legión jutha que ascendía obstinadamente por la pendiente. Viraron como un banco de peces, no en hileras ordenadas, sino como un grupo de jinetes soberbios en pos de su líder, y aquel líder estaba frente a él con una brillante cimitarra levantada para captar el resplandor del sol.
Arkamenes desenvainó su propia espada e hizo la señal de avanzar.
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó a los jinetes kefren en torno a él, buscando en su mente las palabras adecuadas pero sin encontrarlas en el tumulto.
La caballería enemiga colisionó con la suya al galope, un golpe atronador de carne y metal; de repente, la guerra estaba cerca, y podía olerse, sentirse y temerse. Por detrás, las hileras estacionarias de caballería rebelde fueron aplastadas por el impacto, algunas volando por los aires al primer choque, otras derribadas, con los jinetes atrapados en la melé y las patas de los animales enloquecidos rotas entre sus costillas. Desde aquellas plataformas de carne, los jinetes se golpeaban unos a otros con relucientes espadas o se acuchillaban con sus lanzas, con las puntas y hojas chocando entre lluvias de chispas. El acero asurio chocaba contra el acero asurio, los kefren mataban a kefren, y el impulso de la carga enemiga era todavía perceptible a través de la confusión de caballos y hombres, mientras el estandarte del rey se alzaba como un ave rapaz por encima de la matanza.
La guardia personal de Ashuman estaba compuesta por los mejores guerreros de su raza, montados en los caballos de guerra más poderosos que el Imperio era capaz de criar. Y tenían la inercia de su lado. El gran rey se abrió camino hacia delante, y los que murieron bajo su hoja pudieron ver que había cierta alegría inconsciente en su rostro. No esperaba vivir demasiado tiempo, de modo que pretendía vivir bien para que lo que le quedara de vida pudiera medirse por momentos, como meras gotas de una clepsidra casi vacía. Sus seguidores se habían contagiado de aquel estado de ánimo, y estaban con él en aquel momento, totalmente reconciliados. Incluso Arkamenes, observando, pensó que había una especie de belleza en todo aquello. Y, durante una fracción de segundo, se encontró amando al hermano al que había conocido de niño, que había sido su conciencia y su aliado. Aquel rostro familiar, transfigurado casi hasta volver a parecer el de un niño.
La fracción de segundo pasó, y sólo quedó la violencia demente del presente y la tarea que les ocupaba, algo a que aferrarse entre la niebla del terror y la confusión. La guardia personal de Arkamenes se había visto obligada a retroceder en masa por el impacto de la carga del rey, y no quedaba ningún lugar adonde ir. Incluso si un hombre hubiera podido desmontar entre aquella multitud, habría sido aplastado en cuestión de segundos.
Las corrientes que movían la melé se creaban matando, gracias a los brutales combates de uno contra uno. El gran rey se adelantó, derribando caballos a medida que él y sus guardias les acuchillaban en las grandes venas del cuello, o les atravesaban la cabeza entre los ojos. Los guardias de Arkamenes respondieron con el salvajismo de los acorralados, pero aunque eran honai, no eran los honai de Ashur, y empezaron a ceder terreno, muriendo, cayendo y apartando los rostros de sus propias muertes en lugar de tratar de desviar las mortíferas espadas al comprender que se habían convertido en carroña.
Y de ese modo Ashuman y Arkamenes se encontraron en medio de aquella masacre, ambos deseosos de que así fuera, ambos sin ningún miedo, hermanos de nuevo al final.
Sus ojos se cruzaron pero no hablaron, aunque ambos tenían palabras que hubieran deseado decirse. Las hojas chocaron. Por debajo de ellos, las altas monturas de Niseia se empujaron mutuamente y trataron de morder y encabritarse, pero fueron contenidas por sus amos mientras las espadas centelleaban, chocaban y buscaban la vida del otro en una especie de danza, que a su modo poseía una belleza espléndida. Pero Ashuman siempre se había aplicado más en el estudio de las disciplinas militares, y fue su hoja la que primero alcanzó su objetivo. Aunque había golpeado con toda su fuerza, trató de contenerse al ver que daría en el blanco, sin ser del todo consciente del motivo. Pero la afilada hoja no necesitaba demasiado músculo para hacer su trabajo, y el filo alcanzó a Arkamenes debajo de la barbilla, cortándole las grandes arterias y la tráquea antes de retirarse.
El príncipe rebelde soltó la espada y se llevó ambas manos a la garganta abierta. Su boca se movió como la de una rana, y en sus ojos había terror y una especie de remordimiento. Luego cayó del caballo. A su alrededor, sus guardias vieron la muerte de todas sus esperanzas, y emitieron una especie de gemido. Algunos arrojaron sus espadas y levantaron los ojos al cielo como en actitud de plegaria, otros dieron la vuelta a sus monturas y trataron de abrirse paso luchando hacia la retaguardia. El estandarte de cola de caballo que significaba la presencia del pretendiente al trono fue arrojado a un lado, y desapareció entre aquella gran masa de carne ensangrentada.
Y cuando cayó el estandarte, una especie de estremecimiento, más percibido que visto, recorrió las hileras del ejército de Arkamenes.