El otro lado de la montaña
—Se ha dado prisa —dijo Vorus, leyendo el final del despacho—. Pensé que podríamos alcanzarle en la orilla oeste del Bekai, pero ha cruzado con toda la intendencia.
—Las tropas de Arkamenes han aprendido a marchar —admitió Proxis de mala gana—. Pero no importa. Tenemos la ventaja numérica, y el terreno es adecuado.
—El terreno —murmuró Proxis—, es malo para la caballería; demasiadas zanjas. Y es muy húmedo. A los macht les gustará ese terreno, Proxis. Les dará un lugar donde clavar los talones. —Cerró el pergamino de golpe—. Según tengo entendido, hay diez mil macht. Ni diez mil macht podrán vencer a la fuerza que hemos traído al oeste.
Los dos hombres se volvieron y miraron al este al mismo tiempo, en dirección a los muros amenazadores de las montañas de Magron. Recuerdos. La lucha por arrastrar las carretas de doble eje entre la nieve, compañías enteras de hombres atados entre sí, tirando de ellas con todas sus fuerzas. Kefren encogidos formado paravientos de carne mientras la nieve se arremolinaba a su alrededor. Los cadáveres de los que habían quedado atrás, oscuros sobre la nieve, como señales de carroña sobre el camino.
—No pensé que fuera capaz —admitió Vorus.
—Si. Es hijo de su padre después de todo. Podemos dar las gracias por eso, al menos.
Regresaron al calor, al mundo iluminado por el sol de las tierras bajas y los ríos del oeste. Amplio y verde, parecía atravesado por cicatrices pardas de barro removido por donde habían pasado las columnas del ejército. Demasiado numerosa para mantener una sola formación, la leva del gran rey se había dividido en cuatro entidades separadas, cada una de varios pasangs de longitud, cada una con sus propias vanguardias, retaguardias y flancos. El tren de intendencia estaba en la retaguardia, en un campamento fortificado de cinco pasangs de longitud, rodeado por una empalizada mayor que muchas ciudades, al servicio de varios miles de carretas y del pequeño ejército que las custodiaba. Aquella era una campaña como no se había visto nunca antes. Era lo mismo que una catástrofe para los habitantes de toda la región, pues los buscadores de comida la saqueaban sistemáticamente. En Pleninash se podían recolectar tres cosechas al año, tal era la abundancia del suelo y la generosidad del clima; pero para recolectar había que sembrar, y para sembrar había que tener semillas. Cuando la guerra hubiera terminado y la batalla se hubiera ganado, habría hambruna aquel invierno, en el granero del Imperio Medio. Aquél era el precio pagado para frustrar la ambición de un solo hombre.
Echaron a andar juntos, el endurecido y atlético general macht y el rechoncho jutho de ojos inyectados en sangre. Aguardándoles en la base de la pendiente había un grupo de jinetes kefren, de la caballería honai de la guardia real. Tras ellos una legión jutha esperaba pacientemente en el barro, cinco mil criaturas de piel gris con los escudos redondos y las pesadas alabardas de su raza. Muchos estaban agazapados, conversando en voz baja. Se levantaron cuando Vorus y Proxis se acercaron, una masa silenciosa de carne y bronce, con los estandartes fláccidos sobre sus cabezas. En torno a sus rostros, las moscas del rio revoloteaban en enjambres, despertadas por el calor de la primavera.
Los mozos de establo juthos permanecían junto a los magníficos caballos honai, sosteniendo las riendas de dos monturas menos majestuosas. Vorus sabía montar a caballo, pero para él el animal era un medio de locomoción, nada más. Tenía caballos de Niseia en sus fincas de Ashur, pero prefería montar algo más cerca del suelo. Proxis montaba habitualmente en una mula de pelaje gris, del mismo tono que su propia piel. Los magníficos honai parecían algo ofendidos por el contacto con una carne equina tan pobre, pero Vorus pensó que, bien mirado, parecían algo ofendidos por casi todo.
Había grupos de caballería ligera operando en todos los frentes del ejército, reuniendo toda la información posible y enviándola de vuelta al alto mando en una corriente incesante de correos cubiertos de barro. Mirando al sur, Vorus podía ver a algunos, una columna de mensajeros con sus estandartes, vestidos con tanto colorido como si fueran a una feria. A todos los kefren les encantaba vestir con elegancia, y la guerra hacía salir al dandy que había en ellos de un modo ni siquiera igualado por el ceremonial de la corte. Incluso las legiones juthas lucían con las ostentosas libreas de los diversos señores kefren, y los poderosos qaf se habían pintado los rostros con todo el bárbaro entusiasmo de niños pequeños. Además, las diversas facciones provinciales llamadas a la leva vestían con versiones de sus trajes nacionales. Los medisaí decoraban sus arneses con plumas de las aves del valle del Panjir, y los arakosanos preferían la piel blanca de los leopardos de montaña. Los asurios de la capital no tenían complejos, y habían hecho decorar sus armas con oro y lapislázuli excavados en el lecho del Oskus. Si uno de aquellos nobles caía en el barro, un auténtico tesoro en oro y joyas caería con él. Vorus no lo aprobaba. En tiempos de Anurman, tales extravagancias se reservaban para la corte. En las cacerías, o en las guerras, sus soldados habían llevado armaduras sin adornos.
«Eran nuestras acciones las que nos identificaban en aquellos días», pensó Vorus, «no broches, túnicas o coronas». Pero era posible que incluso Anurman se hubiera vestido con sus mejores galas de haber ido a enfrentarse a un ejército macht en la batalla. Tales acontecimientos parecían más parte del mito que de la realidad histórica.
Otro correo se acercó al galope, mientras el barro volaba a los pies de su caballo como una bandada de aves sobresaltadas, y las filas de juthos se abrían para dejarle paso. Levantó un brazo en señal de saludo. Era un hufsan de las montañas, con los ojos oscuros de su casta. Sonreía, con la cara iluminada por la alegría de su posición, los ejércitos concentrados en la llanura, y el buen caballo que tenía debajo. Los kefren hufsan eran un pueblo simple, y los guerreros más implacables del ejército, a excepción de los honai.
—¡General! ¡Te he encontrado! Traigo un mensaje del arconte Midarnes. —El hufsan extrajo una funda de cuero, manchada de barro por el trayecto. Vorus la tomó con un movimiento de cabeza, y rompió el sello. Midarnes estaba a unos cinco pasangs por delante, tanteando el terreno con los pies de sus soldados y ocupando espacio por si el ejército necesitaba formar en línea de batalla. Los manuales que Vorus había leído en su juventud llamaban a aquello «dominar el terreno». Pues la tierra sobre la que lucharían tendría mucho que decir sobre las vidas y muertes de los hombres, tanto como cualquier táctica del enemigo.
Vorus se detuvo durante un segundo al darse cuenta de que le temblaban las manos. Apretó los dientes, dominando los músculos de su rostro, y leyó el pergamino.
A Vorus de los macht, oficial al mando de los ejércitos de su excelente majestad Ashuman, rey de reyes, gran rey, señor de…
Se saltó los títulos. Midarnes era el comandante de la guardia de palacio, y en ocasiones permitía que el protocolo interfiriera en las prisas, aunque era un tipo competente.
La vanguardia del ejército del traidor ha sido vista a diez pasangs al este del río Bekai. Estoy en un terreno alto a dos pasangs de su vanguardia, y he desplegado todas mis fuerzas en línea de batalla. Hay espacio suficiente para que el resto del ejército se despliegue a mi derecha e izquierda. Los macht están a la derecha del enemigo, el traidor y su guardia personal en el centro. También ellos se están desplegando en línea. Mantendré esta posición hasta nueva orden.
Vorus blasfemó entre dientes, aunque mantuvo el rostro inexpresivo, consciente de que los guardias honai le observaban y de que Proxis no le quitaba la vista de encima. Pasó el pergamino al jutho.
—Las cosas se mueven aprisa, amigo mío. —Miró al cielo, entrecerrando los ojos en dirección al sol y calculando cuánto faltaba para que alcanzara la llanura fluvial del horizonte al oeste.
Proxis también emitió unas cuantas blasfemias en su propio idioma ininteligible.
—Esto es obra del rey. Si no nos movemos aprisa, se encontrará allí solo. Tiene el coraje de su padre, pero en cuanto a juicio…
—Monta. Debemos reunirnos con Midarnes.
—Es demasiado tarde para una batalla.
—Phiron de Idrios está al mando de los macht, un cabrón astuto si alguna vez existió uno. Debemos reunir al ejército de inmediato, y concentrarnos en tomo a Midarnes. ¡Correo! ¡Correo, aquí! Proxis, ¿tienes tinta y pluma?
Ashuman había dejado atrás sus ropas de gala, sobre el cuerpo de otro alto kefre que podía haber sido su gemelo. Aquel oficial, afortunado o desdichado según opiniones, estaba en pie sobre el carro de guerra real, con la cabeza cubierta por el parasol y el estandarte del gran rey ondeando suavemente con sus largas plumas por encima de su cabeza. El propio Ashuman se había llevado a dos compañeros para hacer una inspección a caballo de su ejército. Los hombres estaban formando por millares, y el rey galopaba a lo largo de su vanguardia sobre su caballo gris, ataviado con la túnica brillante de un simple oficial, y la cara cubierta por un resplandeciente komis blanco, que pronto se volvió negro a causa de las diminutas moscas surgidas del barro. También tenía barro en los brazos y piernas, levantado por el exuberante paso de su caballo. Sonreía como un niño bajo el komis, satisfecho de ser un rey joven, bien montado, y al frente de un poderoso ejército que se detendría o marcharía a la batalla según su voluntad. Levantó los ojos al cielo mientras su caballo corría sobre la tierra del Imperio Medio (su Imperio) y dio gracias al Creador por todo aquello, por el aliento de Kuf que les había dado vida a todos, por su capacidad de ser feliz en aquel momento, de poder valorar los asuntos trascendentales y las batallas sangrientas del mundo. Pues si un hombre no podía saborear aquel plato, no era un hombre en absoluto.
Las tropas de palacio, los honai, sumaban diez mil hombres y, desplegadas en ocho hileras, ocupaban un frente de unos mil trescientos pasos. Al contrario que los demás contingentes kefren, no confiaban en los caballos ni en los arcos, sino en las lanzas. Como los macht, mataban cuerpo a cuerpo, y estaban entrenados para vencer en el tipo de combate más exigente conocido.
Eran magníficos. Ashuman nunca los había visto a todos juntos, y le pareció que no podía existir en el mundo una fuerza capaz de oponérseles. Durante la travesía de las montañas, habían llevado las armas cubiertas por fundas de cuero que ya habían retirado, y el efecto hizo que Ashuman detuviera a su caballo y se los quedara mirando, pese a ser el gran rey. Sus armas y armaduras estaban recubiertas de oro y tenían incrustaciones de todos los metales preciosos y gemas conocidos; el sol se reflejaba en ellas y convertía la línea de batalla en un borrón de luz multicolor. No parecían seres hechos de carne y hueso.
Y más tropas iban llegando minuto a minuto, miles de hombres. Kefren de Asuria, hufsan de las montañas, qaf del norte, legiones juthas marchando en sombrías hileras, y varias filas de jinetes del valle de Oskus, vestidos con brillantes colores. Parecía todo un mundo en armas; un ejército tan imposible de resistir como el paso de las lunas.
Ashuman dio la vuelta a su caballo y contempló la larga pendiente que descendía hacia el valle del Bekai. A lo lejos podía distinguir la alta colina de Kaík, un montículo ensombrecido al borde de la llanura y, más allá, el sol poniente que había empezado a alargar las sombras. Más cerca estaba el enemigo, una línea de tropas armadas delante del sol, venidas para matarlo y robarle el trono.
«Arkamenes está allí», pensó. «Mi hermano está montado en su caballo en algún lugar de aquella línea, observando y preguntándose dónde estoy».
En el harén había habido muchas esposas, y muchos hijos, todos del gran Anurman. A los chicos se los llevaban poco después de nacer, para que la corte no envenenara su educación. Se les criaba como a hijos de padres comunes, por lo que aprendían las cosas que los kefren aún consideraban esenciales para una vida recta: manejar el arco, montar a caballo, decir la verdad. Tales cosas eran su patrimonio, y por muy depravado e indolente que se volviera el gobernador del Imperio, siempre tendría el conocimiento de aquellos valores grabado en el alma, para reprochárselo si no estaba a la altura. Cosas simples.
Decir la verdad.
A los trece años, Ashuman había sido llevado de vuelta a Ashur, donde unos prácticos tutores contratados por su poderoso padre para completar su educación le habían revelado su verdadera ascendencia. Analfabeto como la pareja de hufsan que le había criado, se había visto arrojado a un mundo de protocolo palaciego, conspiraciones crueles, rencillas eternas y veneno, el alma preferida por las esposas, concubinas, eunucos y cortesanos. Allí no había arcos ni caballos, y muy poca verdad. Así era el palacio.
El gran rey estaba por encima de todo aquello, o al menos Anurman lo había estado, y junto a él tenía a dos criaturas en las que confiaba. El macht, Vorus, y el jutho, Proxis. Eran dos hombres fieles como perros, y la nobleza kefren los trataba como a tales, resentida por la confianza que el gran rey depositaba en ellos. Ashuman sabía todo aquello, lo había visto y oído en persona mientras se convertía en un hombre en los confines del zigurat. Su padre había sido una figura severa y distante, apenas conectado con él, pero Vorus se había interesado por él de vez en cuando, Ashuman suponía que para informar a su padre. Había detestado a Vorus, sabiendo que Anurman, su propio padre, amaba a aquel macht extranjero como si fuera su hijo. Los veía juntos en las ocasiones solemnes, Vorus ascendido a comandante de la mismísima guarnición de Ashur, ocupando una posición más alta que los kefren de casta alta y sangre real. Había odiado a Vorus por su paciencia, por su honestidad, por su lealtad. Las mismas cualidades que un rey necesitaba en un amigo.
«Arkamenes, hermano mío». Ashuman detuvo al caballo y permaneció montado a cien pasos por delante de la línea de la guardia de palacio, el hombre más adelantado del ejército. Ahuyentó con un gesto a sus compañeros que se acercaban, sin duda para recordarle las medidas de seguridad. Continuó allí, observando cómo crecían las filas enemigas, una valla de lanzas y escudos, una masa de gente que empujaba y se apartaba mutuamente, tratando de encontrar un trozo de tierra sobre el que reunir su valor. Había kefren delante de él. Vio los estandartes de Tanis y de Artaka y, frunciendo los labios, distinguió los símbolos de Ishtar y de su primo Honuran.
«¿Por cuánto te han comprado?», se preguntó, pues había amado a Honuran y le había considerado un verdadero amigo. Se habían mantenido unidos en medio de las tribulaciones de palacio, Ashuman el serio, Arkamenes el orgulloso, Honuran el bromista. Un pequeño triunvirato de resistencia, dedicado a frustrar a los tutores y a crearse algo de espacio para sí mismos fuera del palacio. Todos habían perdido la virginidad con la misma prostituta; lo habían planeado de aquel modo para evitar a las astutas y mortíferas concubinas del palacio. Habían bebido juntos en las tabernas de la ciudad baja, con sus guardaespaldas inquietos y nerviosos en todas las puertas. Habían cazado juntos, navegado juntos por el Oskus, domado caballos en equipo, recibido los azotes de sus tutores con los traseros al aire al mismo tiempo. Niñez y amistad. Uno pensaba que aquello debía significar algo. Tal vez era cierto. «Tal vez fui demasiado serio, el heredero del gran rey. ¿Te ofendí alguna vez, Arkamenes? No fue debido a la mala fe, sino a la torpeza».
«Amistad yo no la tengo. Mi padre fue un hombre afortunado. Tendré que tomar lo que él dejó, sea lo que sea, y sacar lo que pueda. Pero parece que nunca se me dio bien hacer amigos».
La sensación de gloria le había abandonado. Ashuman continuó sobre su caballo y contempló la línea de batalla enemiga con ojos fríos como el cristal, observando la profundidad de las filas, las armaduras, las maniobras. «Hermano», pensó. «Te nombré gobernador de un tercio de este imperio, de hecho si no de nombre, y no fue suficiente. Lo hice por amor, por nuestra amistad infantil. Estaba equivocado. Ahora te mataré, y no derramaré una sola lágrima cuando contemple tu cadáver».
Pateó salvajemente las costillas de su montura, y cuando el animal se encabritó, sorprendido y asustado, lo calmó con palabras amables, avergonzado de sí mismo.
El arco, el caballo, la verdad. Muy bien. Aunque sólo fuera para complacer la memoria de un padre muerto, tendrían que bastar.
Volvió a mirar hacia abajo, donde podría estar su hermano, y estudió la línea enemiga, buscando la leyenda, los famosos y míticos macht. Las familiares hileras de kefren a medio formar le habían proporcionado una especie de consuelo; uno veía a aquel tipo de soldados por todo el Imperio, y eran casi ridículos en comparación con las severas filas de los honai. Tenía media sonrisa en el rostro mientras contemplaba la línea enemiga, y la ira y la traición de su corazón alimentaban una especie de arrogancia, el escudo que pocos podían atravesar, y que significaba que nunca tendría unos amigos como los de su padre.
Los macht.
Eran difíciles de distinguir porque no se movían. Estaban en filas pacientes a la derecha del enemigo, ocho hileras de infantería pesada con los escudos en el suelo y apoyados en la rodilla derecha. Su bronce era distinto. Ashuman no comprendió por qué hasta que se dio cuenta de que era un metal antiguo, bruñido y oscurecido. Aquellos hombres habían llevado sus armas durante mucho tiempo. No era una cuestión de pulimiento, sino de años. Y no había decoración en ellas. No les preocupaba su aspecto. Llevaban sus panoplias con todo el orgullo y elegancia de trabajadores preparados para un día duro. La boca de Ashuman empezó a hacer una mueca burlona bajo el komis mientras los estudiaba, y luego sus labios se tensaron. Su formación era perfecta, como si alguien hubiera recorrido la línea delantera con una plomada. Estaban en posición de descanso, casi inmóviles. Observaban a los ejércitos que ocupaban su lugar delante de ellos, pero no se veía ni rastro de la inquietud de los kefren entre sus filas. Parecían casi aburridos.
Ashuman dio la vuelta a su caballo y galopó de regresó a sus propias líneas, con toda clase de fantasmas en la mente. Matar a su hermano; aquél era el objetivo evidente de la campaña. Pero una nueva idea empezó a filtrarse entre sus pensamientos. Aquellos macht no podían permanecer dentro de los límites del Imperio. Debían ser totalmente destruidos. Aquella leyenda debía ser derrotada allí, entre el barro del Imperio Medio.
La leva del gran rey, empujada por un grupo de cortesanos frenéticos, se concentró en la pendiente al este de la ciudad de Kaik. Allí, la tierra se elevaba desde la llanura fluvial del río Bekai, y formaba una serie de colinas bajas que podían haber sido una vez los cimientos de antiguas ciudades desaparecidas por completo, y convertidas en simples elevaciones sin forma. Las colinas tenían un nombre, sin embargo: localmente se las conocía como las Kunaksa, las Colinas de la Cabra, y en realidad las cabras habían pastado allí en tiempos más felices. En aquel momento proporcionaban el terreno para la línea de batalla del gran rey, y un punto privilegiado desde donde se podía observar toda la extensión de la llanura hasta el mismo rio. Más abajo, en el suelo empapado de las granjas, el ejército del traidor había terminado de desplegarse y ocupaba un frente sólido de unos seis pasangs. Los macht de la derecha formaban una línea de escudos de poco más de un pasang y medio, y en torno a su flanco abierto había un grupo amorfo de infantería ligera, exploradores con lanzas y jabalinas y sin armadura digna de mención. El traidor Arkamenes había situado una legión de renegados juthos a la izquierda de los macht. Estaban sus tropas personales, sus honai, y tras ellos una guardia personal formada por unos mil jinetes de caballería pesada. Más a la izquierda estaban los reclutas de Artaka, la guarnición de Tanis y más tropas juthas. Entre cuarenta y cincuenta mil hombres en total. Sobre la amplia llanura, sus formaciones eran tan perfectas como pudiera imaginarse. No tenía abundancia de caballería o arqueros, pero poseía un muro sólido de infantería pesada con que luchar. Si mantenían la moral, sería difícil detener aquella línea.
Así pensaba Vorus, contemplando al enemigo. Una y otra vez, sus ojos regresaban a la inflexible e implacable línea de bronce sin decorar que eran los macht. Algo le dolía cerca del corazón, una especie de orgullo. Los lanceros pesados macht habían conservado sus capas. Sabían que era posible que la batalla no se entablara aquel día y que probablemente tendrían que dormir en la formación, de modo que se habían cubierto con el símbolo escarlata de su profesión. Morirían al día siguiente con las capas rojas sobre los hombros. Por un solo instante de locura, Vorus deseó con todo su corazón encontrarse allí abajo con ellos, formando parte de aquel sombrío espectáculo.
Sólo por un instante.