La nieve fundida
Cruzaron el río Bekai a principios de primavera, y aceptaron la capitulación de Ishtar en la ciudad de Kaik, otra de aquellas altas ciudades fortaleza que el Imperio había construido en todos los vados de los grandes ríos del mundo. El Bekai fluía rápidamente con el agua del deshielo de las montañas, pues el tiempo había cambiado al fin, y en el este la línea verde de las tierras bajas empezaba a ascender por las pendientes de las poderosas montañas de Magron, aunque sus picos seguían envueltos en nieves eternas. Tras aquellas montañas se encontraba Asuria, el corazón del Imperio, y la mismísima capital imperial: la sagrada Ashur de interminables murallas. El ejército había recorrido casi dos mil quinientos pasangs desde el desembarco en Tanis, y llevaba setenta y ocho días de camino. Las tropas kufr marchaban ya casi tan aprisa como los mismos macht, y su número se había engrosado gracias a los contingentes de las provincias que se habían rendido a lo largo del camino. Honuran, gobernador de Ishtar, acompañaba al ejército como uno de los lugartenientes de Arkamenes. Su familia había quedado atrás bajo custodia en Ishtar, por su seguridad y para impedir que el gobernador sintiera algún remordimiento por haber traicionado a su primo.
Rictus dirigió a sus hombres pendiente arriba, y se detuvo en la cima, sudando y respirando con dificultad. El aire parecía pesado, cargado con la humedad del gran río a sus espaldas. Se volvió a mirar hacia el oeste. El Bekai era una larga curva de luz brillante sobre la alfombra del mundo, reluciente como la punta de una lanza donde el sol le rozaba, y pardo y ocre donde el paso de las nubes apartaba la luz del sol de sus orillas. La ciudad fortaleza de Kaik se elevaba sobre su montículo al oeste del río, a un pasang al norte, y de sus millares de chimeneas surgía una fina neblina de humo que nublaba el tranquilo aire. Incluso a aquella distancia era posible oír el murmullo de sus atareadas calles, llenando todo el campo de alrededor. Kaik era una ciudad parda, igual que tantas otras en la Tierra de los Ríos. Construida principalmente de ladrillo cocido, sus murallas contenían cien mil viviendas cuadradas que parecían todas iguales, pero en el tejado plano de cada una había un jardín, y cada jardín era como una joya esmeralda diminuta y distinta. El poderoso Bekai había sido desangrado por canales artificiales bordeados por más ladrillos, y un ejército de esclavos trabajaba incesantemente en las ruedas para continuar bombeando el agua vital para las plantas de la ciudad. Tierra y agua, las sustancias de la propia vida. En aquella parte del mundo se las consideraba sagradas, y los kufr tenían decenas de deidades para los ríos y las cosechas. Tierra y agua: los bloques de construcción del Imperio. El único bien que podía rivalizar con ellas en abundancia era la mano de obra esclava.
El ejército continuaba cruzando el río por los puentes del Bekai, como llevaba haciendo desde la mañana del día anterior. Casi toda la intendencia kufr, salvo una pequeña parte y la retaguardia, se encontraba ya en la orilla este, y los macht habían emprendido la marcha hacia tierras más altas, en busca de campo abierto, más allá de las zanjas hediondas y recluidas de las granjas de las tierras bajas. Los campos húmedos estaban llenos de moscas y toda clase de insectos voladores, pues los campesinos de aquel país fertilizaban la tierra con su propio excremento. Hasta el momento, los macht habían sufrido pocas bajas debidas a las enfermedades, gracias al buen tiempo y a las rígidas regulaciones sobre las letrinas. Phiron no tenía intención de relajar las normas. Les aguardaba la parte más dura de la marcha, que se erguía al borde del mundo con cada amanecer, una barrera de dientes de sierra que se encontraba ya a sólo doscientos pasangs de distancia. Las montañas de Magron.
Un grupo de soldados macht con armas ligeras se unió a Rictus en la cresta del montículo. No era una colina, sino una de las ubicuas elevaciones que marcaban los emplazamientos de las antiguas ciudades por todo el Imperio Medio. Gracias a una labor inimaginable en un pasado distante y legendario, los habitantes de aquellas tierras habían erigido docenas de montículos, cada uno de ellos lo bastante grande para contener con holgura una ciudad macht de buen tamaño. Sobre ellos se encontraban las fortalezas y ciudades kufr más antiguas. Pero muchos estaban desnudos y olvidados. Estudiando la forma de la tierra de abajo, Rictus se dio cuenta de que en el pasado el río Bekai había pasado cerca del pie de aquel montículo, con lo que la ciudad construida sobre él habría controlado el paso. Pero los ríos eran caprichosos, y cambiaban su curso incluso durante la vida de un hombre. A medida que el Bekai se alejaba, la gente se había alejado también, para mantenerse cerca de los vados, y había construido otro montículo para su nueva ciudad donde se encontraba Kaik, resguardada por las empinadas orillas.
Rictus pensó en un río distinto, un simple arroyo que cruzaba un tranquilo claro de bosque en algún lugar del lejano noroeste. La nieve habría desaparecido ya, y habría prímulas y azafranes en torno a los robles del fondo del valle. Tocó el colgante de coral que llevaba al cuello, empapado de sudor, y por un momento se sintió tan perdido y desconcertado como si acabara de salir de la granja de su padre y se encontrara allí, en aquella inmensidad de extrañeza que era el mundo.
—¿Hacia dónde, capitán? —preguntó uno de los demás hombres.
Rictus se recobró. Señaló hacia las distantes montañas.
—Por allí. Hay un puesto imperial todavía defendido a veinte pasangs por la carretera. Hemos de capturarlo, y a todos los que encontremos en él.
—¿Vivos o muertos?
Rictus se encogió de hombros, y los hombres que le rodeaban asintieron y se frotaron las barbillas o comprobaron el filo de sus puntas de jabalina. Eran los Sabuesos de Phiron, los exploradores más rápidos, hábiles y crueles. Por algún motivo, Jason había nombrado a Rictus segundo, comandante de medio centón. Rictus estaba al mando de diez puños en la batalla. Excepto que no eran batallas, al menos no como las entendía Rictus. Eran masacres, saqueos y asesinatos. Mataban a enemigos que huían, capturaban puentes, torres de vigilancia y desfiladeros por delante del grueso del ejército, y hostigaban a cualquier enemigo demasiado fuerte para destruirlo. No formaban filas, ni llevaban armadura, ni se enfrentaban a sus enemigos como iguales. Libraban su guerra sucia de la manera más sucia que podían. Y a Rictus se le daba bien.
Aquellos hombres (o muchachos, la mayoría) habían llegado a conocerle bien, y confiaban en sus decisiones. Tenía facilidad para entender la tierra y la forma en que debía ser usada, el modo en que el terreno podía convertir en ventaja la desventaja, el valor de la sorpresa, de la ferocidad desatada en el momento preciso y desde una dirección inesperada. Era valiente en la batalla, hábil con la jabalina y la lanza larga, y un capitán que no temía acercarse al enemigo, atacando a veces sin preocuparse por si el resto de sus hombres le habían seguido. A causa de quien era, sus hombres habían empezado a llamarse a si mismos los iscanos, y Rictus ni lo aprobaba ni lo desaprobaba. Incluso se habían pintado el signo de iktos en las coberturas de cuero de sus escudos, aunque Rictus llevaba el suyo en blanco. Después de cada una de sus misiones, se reunían con el grueso del ejército (pertenecían a la mora de Jason de Ferai), y Rictus se dirigía al cuartel general para presentar su informe y recibir más órdenes. Buridan el Oso se encargaba de que los hombres comieran y tuvieran un suelo seco sobre el que dormir, pues si Rictus tenía algún defecto como líder era que parecía curiosamente indiferente a tales cosas. No permitía que sus hombres pasaran hambre, pero tampoco hacía esfuerzos especiales para que estuvieran cómodos. Si aquello tenía algún efecto sobre sus soldados, era el de hacer que le respetaran todavía más, pese a ser un cabeza de paja con el acento pausado de las montañas en su forma de hablar.
Empezaron a descender por la pendiente a paso ligero. Sabían que podrían mantener aquel ritmo durante muchos pasangs. Phiron les llamaba su caballería de a pie, y ellos se enorgullecían de aquel título. Las tropas pesadas podían llevarse la gloria de la batalla, pero para aquéllos que preferían mantenerse por delante de la columna, sin el constreñimiento de tantos oficiales, el brazo ligero del ejército era la unidad preferida.
Veinte pasangs, la mitad a la carrera y la otra a paso rápido. Transcurrieron la mañana y la tarde, y llegó el crepúsculo. Llegaron antes de que hubiera oscurecido por completo, como había pretendido Rictus. Con la última luz del atardecer vieron el puesto militar delante de ellos. La tierra de alrededor era plana como el pan que comían los kufr, y luego se elevaba bruscamente, como rocas surgiendo de un mar tranquilo, hacia las montañas coronadas de blanco en el este, a la sazón teñidas de rosa con la última luz de Araian. La carretera imperial se dirigía como una flecha hacia el pie de las Magron, demasiado recta para ser real, y junto a ella había caminos más pequeños de tierra roja que llevaban a pueblos y ciudades de ladrillo cocido, ninguna lo bastante importante para merecer un montículo. En las ciudades, las lámparas empezaban a brillar. No muchas (los pobres se acostaban con el sol), pero si las suficientes para marcar su situación sobre la oscura faz de la tierra.
Rictus levantó la mano, y a su alrededor sus hombres se detuvieron, resoplando y jadeando, con las lanzas erguidas en el puño derecho, y un puñado de jabalinas en la mano izquierda. Rictus dirigió una inclinación de cabeza a un hombre maduro, un explorador veterano calvo y desdentado.
—Silbido, toma cuatro puños y quédate a la izquierda. Seréis la reserva. Mantén un taenón o dos entre nosotros. Si nos encontrarnos con algo grande, nos retiraremos hacia aquí. —El hombre asintió, sonriendo. Su nombre era Hanno, pero se le conocía como Silbido porque cuando respiraba por la boca, como entonces, el aire silbaba a través de la abertura entre sus dientes delanteros.
Un hombre más joven, un muchacho de ojos oscuros como moras y la belleza de una chica, levantó la voz.
—¿Y yo, Rictus?
—Ve a la derecha con dos puños y controla ese flanco, Morian. Sitúate en el aquel terreno elevado. Cuando terminemos, nos concentraremos allí. —Asintieron, impacientes por empezar—. Muy bien. Vamos. Formación de flecha, todos.
La mitad de los hombres se situaron en formación, con Rictus en la punta. Emprendieron la marcha, con los ojos mirando a derecha e izquierda, y siempre al frente. Nadie cantaba el Peán, nadie marcaba el paso. Aquello era guerra a toda velocidad, más parecida a una cacería que a ninguna otra cosa.
El puesto militar era en realidad un complejo de varios edificios junto a un corral que contenía media docena de caballos rápidos que mordisqueaban hierba. Los hombres de Rictus corrieron por entre los edificios y salieron por el otro lado. Un solo esclavo jutho que apareció por una puerta cayó con el cuello atravesado sin un solo ruido. Rictus volvió a levantar la mano.
—Adelante. —Hizo un gesto a Morian; el muchacho asintió y situó a sus escasos hombres en línea a la derecha. Cuando ascendieron por el terreno elevado, sus siluetas se recortaron contra las estrellas.
Rictus se mantuvo inmóvil mientras sus hombres recorrían los edificios. Hubo gritos, y un chillido interrumpido. Permaneció observando en la oscuridad, tomando nota mental de la posición de cada fragmento de su unidad. Amaba aquellos momentos, en los que uno dirigía a los hombres como si fueran los elementos de una danza, viendo la eficiencia de cada uno. La danza de Phobos, la llamaban los mercenarios, burlándose de la guerra como hacían con casi todas las cosas.
Pero Rictus estaba harto de aquel tipo de combates. No consideraba que hubiera valor en masacrar hombres recién salidos de sus camas.
Morian se le acercó corriendo. Los ojos del muchacho estaban tan abiertos que tenían un resplandor propio bajo la luz de las estrellas.
—Hacia el sureste, tal vez a tres pasangs, hay un campamento muy grande. Las hogueras ocupan más terreno que las murallas de Machran. Rictus, es enorme.
Rictus hizo una pausa. Morian era joven, pero tenía la cabeza en su sitio.
—De acuerdo. Reúne a tus hombres. Acabad el trabajo aquí y reuníos con Silbido. Rápido. —Sin poder evitarlo, agarró el brazo del muchacho—. Morian, ¿estás seguro?
—Por las tetas de Antimone, es más grande que el nuestro, Rictus.
—¿Estás seguro de que no es una ciudad?
—Son hogueras de campamento y no lámparas, suficientes para una ciudad. Rictus…
—Basta. En marcha. —Rictus le soltó. El corazón había empezado a martillearle. Cuando abrió la boca, pudo oír el rugido de la sangre en su garganta. Miró a su alrededor, calibrando la situación. No se oían más gritos en las casas; el trabajo allí estaba hecho. Los hombres estaban saqueando el lugar, en busca de comida, bebida y objetos de valor. Si era rápido… Vaciló una fracción de segundo más, y luego echó a correr.
El suelo se elevó bajo sus pies. No era una pendiente empinada, pero bastaba para ocultar lo que había al otro lado. Corrió, con la pelta colgada a su espalda por su cinta de cuero. En una mano sostenía la lanza, y aferraba las jabalinas con la otra. Sus pies apenas notaban la tierra de debajo. Llegó a la cima y encontró fragmentos de ladrillo en las suelas de sus sandalias. Otro montículo, grande como una colina alargada natural, pero tan antiguo que se había reducido a un montecillo bajo. Y al otro lado…
Al otro lado, el mundo había cambiado. La tranquila noche estrellada había sido fracturada.
—¡Phobos! —blasfemó Rictus. El muchacho tenía razón. A dos pasangs de distancia, no tres, cada vez más hogueras iban extendiendo el perímetro minuto a minuto. ¿Cuántos taenones? ¿Cien, doscientos? Era un mar de hogueras que se extendía hasta el pie de las montañas.
Era un ejército.
El gran rey había cruzado las montañas hacia el oeste.
Veinte pasangs de regreso a la carrera, los hombres resoplando y sin aliento, con las cabezas bajas. Cuando Silbido y unos cuantos veteranos más empezaron a rezagarse, Rictus dividió su mando, y se adelantó con los más jóvenes y veloces. Tropezaban en la oscuridad y caían de bruces, se levantaban y echaban a correr de nuevo. Aparecieron las dos lunas, y bajo la luz plateada pudieron moverse mejor. En la oscuridad, les parecía que no avanzaban en absoluto, sino que eran simples hombres tambaleándose siempre en el mismo lugar, mientras a su alrededor el mundo oscuro permanecía inmóvil bajo sus pies. Pero al fin aparecieron las otras hogueras, las luces de su campamento. Entrando a la carrera, mientras se tragaba el vómito, Rictus comprobó por comparación que el ejército acampado a la sombra de las Magron era muchas veces mayor que el suyo. Jadeante, ordenó a sus hombres que se dirigieran a sus propias líneas. Arrojó sus armas a Morian y siguió corriendo, en dirección a las antorchas más altas, que ardían por encima del resto del campamento macht y marcaban la gran tienda de Phiron donde se reunía la Kerusia. Cuando llegó, se dobló y vomitó lo que quedaba de su última comida, mientras frente a la tienda dos de los honai de Arkamenes lo contemplaban disgustados, flanqueando la entrada de la tienda. Del interior le llegaron sonidos de música, una mujer cantando y voces enfrascadas en una solemne conversación.
Rictus se irguió a duras penas, escupiendo el sabor amargo del vómito, con la mente aturdida. La visión de los honai le había desconcertado por completo. ¿Acaso no estaba en el lugar correcto? Se limpió la boca con el brazo y se dirigió al alto kefren.
—Phiron —le dijo—. Trae a Phiron.
Los guardias le miraron fijamente, con sus ojos extraños hundidos en las máscaras de bronce de sus yelmos.
—Phiron —repitió débilmente Rictus, y cayó de rodillas.
Se oyó una voz, más fuerte que la sangre que atronaba en sus oídos. Alguien le tomó del brazo y le sacudió con fuerza. No era Phiron sino Jason, con las hojas de hiedra de una fiesta en la cabeza y vino en el aliento. Llevaba su mejor quitón, todavía escarlata, pero bordado con símbolos dorados en los hombros. En sus ojos pálidos vio un reconocimiento instantáneo.
—¿Qué ha ocurrido? Habla, Rictus.
Rictus volvió a ponerse en pie, tambaleándose. Las manos de Jason le agarraron los hombros, clavándolo en su sitio.
—¿Qué hacen aquí los kufr?
—Arkamenes está dentro, Phiron le ha invitado. Has escogido una buena noche para vomitar a su puerta. Ahora habla.
—Veintidós o veintitrés pasangs al este, hay un ejército acampado. Es enorme; muchas veces mayor que el nuestro.
Aquellos ojos, extraños en un rostro tan oscuro. Pálidos como el pedernal. Jason le estudió largamente, echándole en la cara su aliento de vino. Dios, le hubiera ido bien algo de vino. Pero estaba empezando a recobrarse, y su corazón había adoptado un ritmo menos enloquecido.
—¿Estás seguro, Rictus?
Rictus sonrió.
—Reconozco un ejército cuando lo veo.
—¿A qué distancia te has acercado? ¿Cuántas hogueras? ¿Te han visto? —Las preguntas fueron disparadas como dardos. Rictus las respondió lo mejor que pudo. Cuando Jason se sintió satisfecho, le soltó. Incluso a la luz de las antorchas era posible ver que su rostro había perdido el color—. Parece que han marchado durante todo este tiempo sin que lo supiéramos. No creí que Ashuman fuera capaz de eso.
—Las nieves de las Magron —dijo Rictus—. Deben de haberse fundido pronto.
—Sí. Buen trabajo, muchacho. Los ojos de Antimone estaban puestos sobre ti esta noche, sobre todos nosotros. Ahora es de Phobos de quien debemos preocuparnos. Sígueme.
—¿Adónde? ¿Ahí dentro? —preguntó Rictus, desalentado.
—Ahí dentro. Vas a ponerte firme frente a Phiron, nuestros generales y los kufr, y les repetirás todo esto, sin omitir ni un detalle.
Rictus se frotó el vómito del pecho. Su quitón apestaba a sudor, y sus piernas tenían manchas oscuras a causa del barro que había atravesado a la carrera.
—Me iría bien algo de vino —dijo en voz baja. Jason sonrió.
—Y a mí también. Ahora Sígueme.
Podía haber sido el espectáculo de la sobremesa. La tienda de Phiron había sido decorada con tapices y colgaduras saqueados en media docena de ciudades, y estaba iluminada con grandes lámparas de oro y plata. Los divanes de los poderosos rodeaban un espacio vacío, a través del cual iban y venían los músicos y esclavos. Sucio, maloliente y sudoroso, Rictus fue conducido a aquel espacio, y les contó que el enemigo había cruzado las montañas y se encontraba a medio día de marcha al este. Un enemigo compuesto por varias decenas, tal vez centenares de miles de hombres. Le trajeron vino y lo bebió de pie mientras los generales le interrogaban, muchos de ellos con irritada incredulidad e incluso furiosos, como si Rictus les estuviera gastando una broma. Orsos y Castus le acusaron de ser un espía plantado por sus enemigos; estaban muy borrachos. Phiron y Pasion, uno junto al otro, le interrogaron como harían unos padres con un hijo pródigo. Y Arkamenes permanecía rígido, expectante, observando y escuchando las traducciones de Phiron, con un resplandor totalmente inhumano en los ojos. Tras él había una mujer kufr reclinada en un diván más bajo. Mientras hablaba, Rictus se sintió seguro de que ella entendía algunas de sus palabras, porque reaccionaba antes de que Phiron tradujera. Sus ojos estaban llenos de miedo.
Jason le tomó del brazo. Se había despojado de su corona de hiedra.
—Siéntate antes de que te caigas.
Rictus fue apartado de aquel espacio central, hacia las sombras de la periferia. Alguien le buscó un taburete, y más vino. Una muchacha jutha se lo sirvió, con su cabello negro azulado recogido en una trenza que le tocó la muñeca cuando ella se inclinó. Rictus le sonrió, pero no hubo respuesta en aquellos ojos amarillos. Jason permaneció a su lado, observando cómo los comentarios, discusiones y animosidades apenas refrenadas se movían entre los divanes del banquete. Phiron estaba junto a Arkamenes, hablando rápidamente con el príncipe kefren mientras se golpeaba la palma de la mano con el puño.
—Qué cosa tan maravillosa son las reuniones del alto mando —dijo Jason, meneando la cabeza.
—Jason. Sé lo que he visto. No soy un idiota.
—Ya lo sé, Rictus. Pero todo lo que ellos ven es un jovencito cubierto de mierda que apenas se sostiene en pie.
—Necesitamos llevar más Sabuesos ahí fuera y desplegarlos por todo el terreno, o una parte de la caballería kufr.
—Oh, yo opino lo mismo. Pero la Kerusia debe dejar de discutir antes.
Rictus se reclinó contra la pesada pared de cuero de la tienda. El vino le había calentado las entrañas y nublado la mente. Cabeceaba en su asiento. Se quedó dormido con la copa de arcilla aún apretada en el puño, con el continuo sonido de las voces resonando bajo la luz temblorosa de las lámparas doradas, y los extraños perfumes kufr llenándole la cabeza de sueños.