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El paso de la tormenta

Tal Byrna, una gran ciudad, conquistada con la misma facilidad con que un hombre se agacha a recoger una castaña del suelo para guardarla en el bolsillo.

Y había otras ciudades: Tanis, Geminestra. La parte sureste del Imperio había sido ocupada por Arkamenes, y el cambio de propietario había quedado certificado por la sangre derramada en el cruce del Abekai.

El ejército marcha, hay una matanza, y se inventan palabras para hacer que el mundo cambie. Pero el mundo no cambia; el agua sigue fluyendo, las semillas brotando, y los que trabajan la tierra continúan haciéndolo, algo más pobres, más flacos y tristes que antes. La tormenta sigue adelante, y tras su paso el mundo vuelve a ocuparse de sus asuntos. Así es la guerra, un paso de la tormenta sobre la tierra. Un hedor en el aire, una nube de polvo que bordea el cielo. Unas criaturas que avanzan por millares, cambiándolo todo y sin cambiar nada con su paso. Así es la guerra.

De aquel modo pensaba Tiryn mientras apartaba las cortinas de su litera en movimiento para observar el paso de las colinas verdes de Jutha, con las bases ocultas por el reluciente dibujo de los canales de irrigación que enriquecían aquella tierra y la protegían del abrazo del desierto al oeste. Nada en su vida la había repugnado tanto como la visión de los restos del ejército kefren, desparramados durante pasangs entre el río Abekai y las murallas de Tal Byrna. Los cadáveres habían sido desnudados, y algunos eran kefren nobles, todos de casta alta, los dueños del mundo. Como masas de carne desnuda, habían sido amontonados por los campesinos juthos, que les habían prendido fuego en grandes piras hediondas coronadas por columnas de humo grasiento que podían verse a varios pasangs de distancia. De aquel modo morían los poderosos del mundo: se convertían en cenizas, que serían esparcidas sobre la tierra para nutrir las semillas de la cosecha del año siguiente.

Miró el pesado pergamino de su regazo. Por un lado, había palabras en su propio idioma, el asurio, la lengua de las masas. Por el otro, en la misma escritura, sonidos extraños y sin sentido, palabras que sin embargo le resultaban algo familiares. Se había criado en las montañas de Magron, y allí las tribus tenían sus propios dialectos, palabras que en las tierras bajas no se conocían o que podían identificarse a duras penas. Algunas de aquellas palabras sin sentido sonaban como el idioma de su niñez, el habla tosca que habían usado los cabreros de su padre.

Era el idioma macht, transcrito fonéticamente en buena escritura asuria. Amasis le había dado aquel pergamino, tal vez para mantenerla ocupada. Una copia inversa había sido entregada al general macht cierto tiempo atrás. Tiryn llevaba muchas semanas aprendiendo macht, desde el desembarco en Tanis, y cuanto más aprendía, más se convencía de que era (o había sido) el mismo idioma que se hablaba en las zonas nevadas y montañosas del Imperio. Fueran lo que fueran los macht, en algún momento de su distante pasado habían vivido en las tierras altas del Imperio, y habían hablado en un idioma parecido al asurio. Tiryn se guardó para si aquel descubrimiento. ¿A quién hubiera podido contárselo? Arkamenes apenas le había dirigido la palabra en varias semanas. Tiryn era una herramienta, que había tenido su utilidad en los palacios, pero que se había convertido en simple equipaje entre un ejército en marcha.

Una línea de hombres pasó corriendo junto a la litera, macht sin armadura. Iban vestidos con las sempiternas túnicas, y llevaban escudos de mimbre cubiertos de cuero, jabalinas y lanzas cortas. Arkamenes y su séquito estaban por una vez en la vanguardia de la columna, pues se habían cansado de comer el polvo de los macht, de modo que aquellos hombres corrían hacia la parte delantera del ejército. Tiryn los vio pasar con cierta curiosidad mientras cruzaban a toda prisa su campo de visión, con las sandalias golpeando los bordes embarrados del camino. Había docenas de ellos y corrían con la facilidad de lobos.

Hubo un sonido distinto en el aire: el atronar ahogado de cascos de caballos. Un grupo de jinetes se acercó al medio galope por detrás de los macht, y el propio Arkamenes iba en cabeza, con su coraza enjoyada resplandeciendo al sol. Llevaba un komis, el tocado de lino de la nobleza kefren, y junto a su muslo había un cesto de jabalinas. Luego desapareció, y la columna continuó su camino mientras la litera se balanceaba sobre los hombros de los porteadores juthos. Las doncellas de Tiryn permanecían agazapadas frente a ella en el perfumado compartimento. Una vez más, el eterno golpear de pies sobre la tierra, el latido del corazón del ejército. Tiryn volvió a reclinarse en sus cojines, y el pergamino cayó de su mano, olvidado. «Ni siquiera ha mirado hacia aquí», pensó. «Ya no le soy útil, ni tan sólo como yegua de cría». Las lágrimas brotaron del resplandor cálido de sus ojos y gotearon sobre su velo.

Arkamenes detuvo su caballo purasangre de Niseia, que caracoleó debajo de él con las fosas nasales abiertas. El más alto de los macht no le llegaba al hombro, y se sintió superior a todos ellos. Aquello mejoró aún más su buen humor. Se apoyó una mano en la cadera y se inclinó en la silla como un jinete nato.

—Y bien, Phiron, ¿cuál es ese plan que has pensado para mí?

Phiron se apartó de la columna en marcha. Llevaba su coraza y una lanza. Como todos los macht, había dejado el escudo y el yelmo en las carretas mientras marchaba. Se estaba dejando crecer la barba; Arkamenes opinaba que no le sentaba bien, pero por otra parte ningún kefren tenía pelo en el rostro. «Qué raza tan fea», pensó. «Testarudos y obstinados, pequeños de mente, insignificantes. Podrían ser hermanos de los juthos, a no ser por su color». Y sin embargo, aquellas criaturas velludas y feas eran las protagonistas de las leyendas asurias. En su interior, Arkamenes sabía perfectamente que ningún ejército kefren, ni siquiera los honai del gran rey, hubiera podido salir de aquel río y romper la línea enemiga como habían hecho aquellos hombres. Había una implacabilidad en ellos que había que ver para creer. Su dinero había sido bien empleado.

—Voy a enviar una columna volante para explorar la región ante nosotros —dijo Phiron. Sus ojos recorrían las filas de hombres en marcha, registrando cada detalle.

Los macht le guiñaban un ojo o le saludaban con una inclinación de cabeza al pasar, sin rastro de deferencia. A Arkamenes lo ignoraron por completo, y el príncipe se tragó la ira que le atenazaba.

—Deseo enviar a esos exploradores bien lejos. Irán a pie, pues no somos una raza de jinetes, pero podrán moverse muy rápido si van sin armadura. Y, mi señor, me gustaría que les acompañara un miembro de tu personal, alguien capaz de hablar macht y servir de intérprete a sus oficiales.

—¿Qué hay que explorar? Hemos destruido las únicas fuerzas imperiales de Jutha —dijo Arkamenes. El sol se reflejó en el esmalte de sus uñas mientras levantaba la palma de la mano en actitud razonable.

—Un ejército de caballería que se moviera aprisa podría cubrir mucho terreno. Reclutados en Pleninash, los jinetes podrían estar en el río Jurid dentro de una semana. Tengo intención de capturar el próximo puente intacto, mi señor. No quiero que mis hombres tengan que abrirse camino combatiendo para cruzar otro río.

Arkamenes se sintió irritado por la insinuación. De nuevo tuvo que dominar la ira que aquellas criaturas parecían provocarle. Simuló indiferencia.

—Muy bien. Pero hoy no estás de suerte, general. Ningún miembro de mi personal habla tu bárbaro idioma. Ésa es la razón de que Amasis ordenara que os escribieran el nuestro en Tanis, lo que representó una tarea ingente de varios estudiosos, podría añadir. Tus hombres tendrán que arreglárselas solos.

Phiron contempló el rostro dorado de Arkamenes. Parecía pensativo y casi desconcertado al mismo tiempo. «Incluso en silencio, me hace reproches», pensó Arkamenes. Pateó las costillas de su caballo, y el animal se levantó sobre las patas traseras.

—Ahora estás en mi Imperio, general. Tus hombres tendrán que aprender mi idioma. —El caballo se puso en marcha debajo de él. Se alejó al galope, levantando una mano en un gesto burlón de despedida, seguido por un séquito de asistentes ricamente vestidos que azotaban a las monturas para mantenerse a su altura.

El ejército combinado avanzaba a través de las fértiles llanuras del sur de Jutha, una ciudad móvil de unas cuarenta mil almas. Los campesinos juthos que trabajaban la tierra se incorporaban para observar el paso de aquel fenómeno. Por la mañana era un murmullo en el aire, una nube de polvo en el horizonte. Al llegar el mediodía, el fenómeno llenaba su mundo, un impresionante ejército de ejércitos que pisoteaba la cosecha invernal de cebada, y se llevaba todo el grano y los rebaños que encontraba a su paso. El ejército macht en la vanguardia mantenía las filas y marchaba en compañías disciplinadas. Tras ellos, las tropas kufr avanzaban dispersas en grupos por el campo, saqueando a su paso, y no sólo comida sino también todo lo que podían cargar a la espalda. Registraban las ramas rojas de los tejados en los pueblos juthos, abrían agujeros en las paredes de arcilla, pateaban las puertas de los ahumaderos y se marchaban con los jamones.

Al llegar el ocaso, la tormenta había pasado. El ejército volvía a ser un simple borrón en el horizonte, dirigiéndose hacia la oscuridad del este. En el cielo, Phobos y Haukos contemplaban su rastro, y los juthos empezaban a reparar sus hogares y a rescatar lo que podían de sus granjas destripadas, reconstruyendo los diques arruinados de los canales de irrigación y consolando el llanto de sus esposas e hijas. Y al terminar, los hombres juthos se reunían en grupos silenciosos en las plazas de los pueblos, con sus hachas y podaderas en mano, y conversaban entre sí hasta bien entrada la noche.

—Está entrando en Ishtar, siguiendo la Gran Carretera hacia el este. Es la mejor ruta, la más rápida y a través de las regiones más ricas. No se desviará. Sabiendo eso, podemos calcular su marcha con cierta precisión.

Vorus contemplaba la pared oeste de la estancia, brillantemente iluminada. Allí, en piezas de mosaico más pequeñas que el ala de una polilla, había un mapa del mundo, o al menos de la porción del mundo que importaba. El mapa era tan preciso como habían podido dibujarlo los cartógrafos imperiales, y los artesanos habían trabajado en él durante quince años, o así lo afirmaban las leyendas de la corte. La estancia era circular, con ventanas altas sobre su cabeza. El mapa se curvaba en tomo a la mitad de la circunferencia de la habitación, y señalados en piedra y mosaico sobre él estaban no sólo las montañas, ríos y ciudades del Imperio, sino también las carreteras, los puestos de postas, los graneros imperiales y las fortalezas que mantenían unida aquella inmensa extensión de territorio. Vorus había visto aquel mapa por última vez con Anurman y Proxis, mientras planeaban la campaña de Carchanis veinte años atrás. Se volvió hacia Ashuman, el gran rey, la única persona sentada entre una multitud que permanecía en pie y silenciosa en la habitación, y empleó su puntero de marfil para señalar los diversos puntos del mapa.

—Pensamos en detenerlo en el río Jurid capturando los puentes con la caballería antes de que llegara su fuerza principal, pero envió un grupo de infantería ligera y frustró nuestros planes. Esis se ha rendido a él, y era la última gran fortaleza antes del río Bekai. Todas las ciudades juthas se han declarado ya a favor del traidor: Anaphesh, Halys, Dadikai…

—Conozco las ciudades de Jutha, general —dijo Ashuman en voz baja—. ¿Qué hay de Honuran, el gobernador de lshtar? ¿Alguna noticia?

Hubo un silencio. En algún lugar, una voz de mujer cantaba con exquisita dulzura. Aquella habitación estaba cerca del harén; Hadarman el Grande la había construido allí para poder ser informado de los asuntos del Imperio sin alejarse demasiado de sus esposas. Tenía la ventaja añadida de estar lejos de las salas de audiencia de la corte, y era fácil de proteger de ojos y oídos curiosos. Los honai apostados en la puerta eran parientes del propio rey. Uno debía confiar en los de su propia sangre, incluso cuando recelaba de ellos. Honuran, gobernador de Ishtar, era primo de Ashuman. Habían jugado juntos en aquel palacio de niños.

—No hay noticias suyas, mi señor —dijo el viejo Xarnes. Se aclaró levemente la garganta, apoyándose en su bastón de oficio como si fuera un objeto de uso práctico y no meramente ceremonial—. Los mensajeros que enviamos a Ishtar aún no han regresado.

—Está ganando tiempo, esperando. Eso significa que Ishtar ya está perdida —dijo Vorus con franqueza. En el grupo de gente que rodeaba al rey, el rostro ancho y gris de Proxis le miró fijamente, con los ojos amarillos inyectados en sangre. Proxis meneó ligeramente la cabeza, de un viejo camarada a otro—. Por lo menos, señor, creo que es probable que…

—Mi primo me ha traicionado a favor de mi hermano. Lo sé, general. No necesitas tener cuidado con tus palabras. —Ashuman se levantó, y se acercó a la pared para pasar la mano por el mosaico del mapa, como si pensara que podía conseguir información a través del tacto—. Por lo menos, no hoy. Hoy debo oír la verdad en toda su amargura. —Se apartó bruscamente de la pared—. Berosh, ¿cómo están los pasos de las Magron?

Un kefren de casta alta con los ojos violeta de la familia real se inclinó profundamente antes de responder.

—Mi señor, la nieve aún está más alta que las ruedas de los carromatos. Las Puertas de Asuria están cerradas para todos, excepto los mensajeros más valientes. No hay paso posible para el ejército. La primavera aún no ha llegado a los pasos.

—De modo que estamos atrapados aquí, mientras mi hermano saquea medio Imperio protegido por las montañas —gruñó Ashuman—. General, ¿cómo va el reclutamiento?

Proxis se adelantó y se inclinó tan profundamente como había hecho Berosh, aunque sin elegancia, y entregó un pergamino a Vorus.

El general macht lo abrió y estudió las listas que cubrían el pergamino, trazadas en la escritura exquisita de los escribas de palacio. Incluso cuando escribían listas de números, sus obras eran objetos bellísimos.

—Mi señor, las levas de Arakosia y Medis están en marcha. Con las tropas asurias y tus hombres, tenemos unos cien mil soldados de infantería y doce mil jinetes. Los mariscales han actuado bien.

—Y ahora tendremos que alimentarlos durante lo que queda de este invierno —dijo Ashuman, frotándose los ojos.

—Mi señor, esto representa una ventaja para nosotros. Arkamenes tendrá que cruzar las Puertas de Asuria poco después del deshielo de primavera. Sus hombres habrán acabado de atravesar las montañas; estarán fatigados y con las líneas de aprovisionamiento muy castigadas. Le recibiremos aquí, en las llanuras frente a la propia Ashur, donde nuestra caballería le hará pedazos y nuestra diferencia numérica jugará a nuestro favor. Nuestros hombres estarán descansados y bien alimentados, y superaremos en número a la fuerza enemiga en tres o cuatro a uno. Mi señor, el traidor morirá ante las murallas de la ciudad imperial, te lo prometo.

Ashuman sonrió. Cruzó la estancia en tres zancadas y apoyó una mano en el hombro de Vorus. Los kefren presentes se movieron, sorprendidos. El gran rey se inclinó, y besó a Vorus en la mejilla, el saludo de un amigo íntimo o un pariente. Vorus sintió que su rostro se sofocaba. Los presentes intercambiaron murmullos.

—Tú dirigirás ese ejército —dijo Ashuman. Se volvió y miró a los oficiales superiores y a los cortesanos del Imperio, que permanecían muy rígidos ante él, con los ojos bajos y las cabezas inclinadas—. ¿A quién podría escoger que supiera mejor cómo acabar con un ejército de macht?

Era un mal sitio para una mujer, tan al interior de las líneas de vivac del ejército. A la luz de la hoguera, llevaba un komis que le cubría la cara, pero era imposible no fijarse en las curvas que llenaban su túnica de seda, o el destello de su mano pálida cuando tiró del velo junto a su nariz. Era tan alta como el típico cabeza de paja de las montañas, y era una kufr, que paseaba por un campamento macht durante la noche. Una de las prostitutas del otro ejército, supuso Jason, aunque iba bien vestida, y parecía más modesta que la mayoría. Los macht no copulaban con las kufr; nunca lo habían hecho y nunca lo harían. Eso era lo que todos decían. Pero por la noche, cuando los campamentos macht y kufr se acercaban el uno al otro en busca de protección, había cierto trasiego de figuras moviéndose de un lado a otro que no tenía nada que ver con el comercio diurno. Era difícil saberlo. Ni siquiera Jason podía decirlo con certeza, y solía percibir las cosas antes que la mayoría. Incluso él, la rata de biblioteca, empezaba a notar la falta de compañía femenina. Había transcurrido mucho tiempo desde que embarcaran, y las kufr ya no parecían tan extrañas como antes.

Fue Orsos quien se cruzó en el camino de la mujer. Estaba algo ebrio, tan afable como podía mostrarse un cerdo como él. Sonrió a la mujer, con su cabello afeitado y erizado, y la agarró de un delgado brazo cuando trató de pasar.

—¡Ja! Cariño, has escogido el lugar equivocado para abrirte de piernas. Aquí somos hombres, no como esos becerros sin pelotas a los que atiendes normalmente. —La acercó a su rostro grande y abultado, e hizo una alegre mueca lasciva—. Vamos a echarle un vistazo, y veremos a qué llaman los kufr un buen polvo. Aparta ese trapo de tu cabeza. —Con un movimiento de muñeca, Orsos arrancó el komis del rostro de la kufr. La muchacha gritó algo en su idioma, y se retorció tratando de liberarse. Pese a lo alta que era, su muñeca se había perdido en el puño carnoso del hombre—. Has venido hasta aquí, de modo que quieres probar…

—¿Qué es eso que has encontrado, hermano? —preguntó Jason en tono ligero, acercándose. A su alrededor, otros lanceros macht se estaban levantando de sus lugares junto a las hogueras con los ojos relucientes de expectación. Si Orsos iba a empezar algo, habría un buen espectáculo antes de que terminara. Jason les espetó—: ¡Volved a vuestros lugares, y ocupaos de lo que os importa! —Y él mismo no hubiera podido explicar la furia que asomó por entre su voz.

—Carne de centurión —dijo alguien, encogiéndose de hombros.

Hubo unos cuantos gritos burlones junto a las hogueras más lejanas, de hombres demasiado alejados para poder identificarles, pero en general los centones volvieron a tranquilizarse. Orsos se disponía a violar a alguien; aquello no era precisamente una noticia.

La muchacha kufr tenía los ojos y la piel más oscuros que los kefren de clase alta que Jason había visto en Tanis y en torno a las tiendas de Arkamenes. También era más baja, aunque de todos modos les sacaba una cabeza a los dos.

—Casi podría ser de los nuestros —dijo a Orsos, sorprendido a su pesar.

Orsos le estaba volviendo la cara de un lado a otro, como si estudiara un melón en un mercado. La muchacha se dejaba agarrar en silencio, claramente aterrada.

—¿Qué opinas, Jason? ¿Será el resto de su cuerpo tan hermoso como su cara?

Una parte de Jason deseó desesperadamente averiguarlo, pero entonces la chica le miró a los ojos. Había algo más que miedo en ellos, una especie de resignación lastimera. Y luego, en un macht claro y perfecto, la muchacha dijo:

—Por favor.

Orsos le apartó las manos de la cara como si se hubiera quemado.

—¡Phobos! ¿Has oído eso, Jason? Sabe hablar nuestro idioma. Kufr, ¡di algo más!

Su rostro estaba tranquilo, aunque las lágrimas habían dejado rastros sobre él, esparciendo el kohl que rodeaba sus ojos.

—Por favor —volvió a decir—. Soy la… mujer de Arkamenes.

Jason y Orsos se miraron.

—Va muy bien vestida —dijo Jason. Se inclinó y recogió el komis de la muchacha—. Tal vez sea una esclava de palacio.

—Y tal vez sea una embustera —dijo Orsos, pero el humor le había abandonado—. Llévatela de aquí, Jason. Es mejor prevenir. A ese cabrón kufr no le gusta que nadie mire siquiera a sus mujeres. —Orsos se alejó a grandes zancadas—. Me voy a buscar alguna cabra que follar. —Y soltó una carcajada, abriéndose paso entre las hogueras e insultando a voz en grito a los hombres en sus sacos de dormir.

Jason estudió a la chica mientras ella volvía a enrollar el komis en torno a su hermoso rostro. Parecía muy humana. Entonces, en el asurio aprendido en sus estudios, le dijo:

—Lo siento.

La chica le miró como un ciervo asustado, y luego soltó un chorro de asurio demasiado rápido para los limitados conocimientos de Jason, que levantó las manos, sonriendo.

—Despacio, despacio.

—¿Hablas nuestro idioma?

—¿Y tú hablas el nuestro?

Ella vaciló.

—Lo he estado aprendiendo. Tengo un pergamino.

—Yo también tengo uno. Me llamo Jason.

—Yo soy Tiryn.

Jason señaló a las hileras de hombres reclinados en torno a las hogueras, con las llamas reflejadas en los ojos mientras observaban el breve intercambio. Se hizo el silencio a su alrededor mientras los macht miraban y escuchaban.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó. Ella sacudió la cabeza, y pareció a punto de llorar de nuevo.

—No lo sé.

Jason sintió que le dolía la cabeza al tratar de recordar las apretadas frases del precioso pergamino. Con los ojos cerrados y en tono vacilante, dijo:

—Yo llevar a casa.

—A casa —dijo ella, extrañada.

—Arkamenes.

—Ah. Sí. Llévame con él.

—¿Eres su mujer?

—Su mujer, sí.

Jason le tendió el brazo, pero ella retrocedió como si la hubiera amenazado con un puño. Maldiciendo su ignorancia, le abrió camino y oyó el suave siseo de la seda en torno a sus muslos mientras la muchacha le seguía. A través del campamento macht, centenares de ojos estudiaban cada uno de sus movimientos mientras caminaban sin apresurarse entre las hogueras. Por donde pasaban, las conversaciones se detenían, y los macht les observaban extrañados y pensativos: el atractivo general macht, seguido por la mujer kufr de ojos oscuros, alta y velada.