El cruce del abekai
Por la mañana, la línea de infantería estaba en su lugar como si la hubieran plantado allí. De tres pasangs de longitud, había formado en la oscuridad anterior al alba, y a la sazón los hombres tenían los escudos en las rodillas y se estaban poniendo los yelmos. Los aguadores recorrían la línea, dando a cada guerrero un trago de las hinchadas cantimploras. Detrás de la línea, la caballería se movía en una formación relajada, y en la retaguardia el tren de intendencia parecía un bulto sobre la llanura, formado por varios centenares de carretillas y carretas llenas de equipamiento y raciones y conducidas por una sorprendente cantidad de hombres no combatientes.
Frente a la línea, el río Abekai espumeaba entre sus orillas, hinchado por el deshielo primaveral. Allí había un vado, o lo había habido. Más tarde había habido un puente, pero los ingenieros asurios estaban muy atareados derribando en el agua los últimos ladrillos. De modo que volvía a ser un vado, y el único lugar posible para cruzar el río en cuatrocientos pasangs. La línea de infantería kufr se conformaba de buena gana con permanecer junto a las ruinas del puente y esperar. Se decía que había refuerzos de camino, tal vez el propio gran rey. Entre tanto, esperaban a que a los temibles lanceros macht les brotaran aletas, o que se atrevieran a arriesgarse a cruzar el rocoso lecho del río con la corriente hasta el pecho. En cualquier caso, los soldados del gran rey estaban dispuestos a recibirlos, si eran tan insensatos como para intentar el cruce.
El correo había llegado cuatro días atrás, con el dramatismo casual de una obra de teatro ensayada. El gobernador del sur de Jutha disponía de una buena cantidad de kefren con la que jugar, y en cuanto el pergamino imperial hubo caído de sus manos inertes, llamó inmediatamente a sus hombres y los puso en camino, lo que no era una hazaña nada despreciable en el poco tiempo con el que había contado. Aquellos veinte mil lanceros se encontraban formados en ocho hileras junto a las ruinas del puente del Abekai, y habían llegado apenas dos días antes de la aparición de la vanguardia de Askamenes.
Los invasores habían surgido del desierto, con sus filas resplandecientes convertidas en enormes borrones escarlatas que relucían entre la calina del Gadinai. Había sido un espectáculo digno de verse, algo que sólo se contemplaba una vez en la vida. La gente de Tal Byrna había acudido a verlo, y luego se había marchado precipitadamente. En la vanguardia de la hueste enemiga habían podido ver la máquina bronce y escarlata de los macht, y tras haberlos observado entrar en su campamento en formación perfecta, cantando mientras marchaban, por algún motivo los hijos de los terratenientes apostados en la orilla oriental les resultaban menos tranquilizadores.
Durante la primera noche, la orilla opuesta había parecido oscura y amenazadora, pues no había leña para quemar al borde del Gadinai. Los lanceros kefren habían permanecido junto a la orilla, contemplando la oscuridad del otro lado y tratando, como siempre han hecho los hombres, de escudriñar el corazón de sus enemigos. A cien pasos de distancia, las criaturas de la orilla oeste habían hecho lo propio, macht y kefren y juthos por igual, deslizándose hasta la orilla a altas horas de la noche, para tratar de atisbar algo en la noche y tal vez reunir algo de coraje. Pero a ambos lados del río nadie creía realmente que sus adversarios estuvieran haciendo lo mismo. Regresaron a sus campamentos sin hogueras con los corazones tan llenos de ignorancia, odio y miedo como antes.
—Los exploradores en masa por la noche —estaba diciendo Phiron. Junto a él, Pasion y Jason escuchaban sin decir nada—. Los haremos cruzar por morai, y cuando lleguen a la orilla este, enviaremos a los lanceros. Necesitamos espacio para que la falange pueda recobrarse y volver a formar, señor, de lo contrario su impacto se perderá.
Llevaba casi una hora repitiendo el mismo discurso, o variaciones sobre él, casi dos vueltas del reloj. Y viendo el rostro dorado de Arkamenes, supo que todo era inútil.
—Mi señor, tal vez sobrestimas las capacidades de nuestra raza.
—Nada de eso —dijo Arkamenes con buen humor, hablando por primera vez en demasiado rato. Iba envuelto en un manto escarlata rematado con piel de liebre, y la gran tienda en la que conversaban estaba caldeada por una serie de braseros, todos quemando las piedras negras que servían de combustible en aquel lugar. No olían tan bien como la madera quemada, pero cumplían su función, y eran mejores que el estiércol de camello que habían tenido que emplear durante la travesía del Gadinai.
—En realidad, general, todo lo que quiero es poner de manifiesto la superioridad en la batalla de vuestra raza. Podría añadir que eso es algo que estoy impaciente por comprobar en persona. Si tus soldados son todo lo que dicen los rumores, haréis esto por mí, e incluso podéis considerarlo una demostración de buena fe. Os he estado pagando los salarios durante bastante tiempo. Deseo ver esta máquina vuestra a pleno funcionamiento, por decirlo así. No quiero ver un grupo de chicos maltrechos vadeando el río para arrojar piedras contra el enemigo. ¿Comprendes lo que quiero decir? ¿O no hablo bastante claro?
Phiron se inclinó. Lo que decía el kufr era casi justo. La travesía del desierto les había crispado los nervios a todos, especialmente dado que los macht habían estado siempre en la vanguardia, a causa de su ritmo de marcha más rápido. La hueste kufr llevaba semanas comiendo su polvo, cosa que no había mejorado la cooperación entre las razas.
«Podríamos haber llegado hace dos semanas de no haber sido por ti y ese ridículo tren de intendencia», pensó Phiron, pero su rostro continuó inexpresivo. Allí sus hombres empezarían a pagar con sus vidas por aquel contrato. Igual que siempre; simplemente, en aquella ocasión el hecho quedaba algo más marcado, y a mayor escala.
«¿Qué cabrón testarudo lo habrá engendrado?», se preguntó mientras se inclinaba ante Arkamenes y le prometía un asalto pesado por la mañana. Y se prometió a sí mismo que, en caso de desastre, encontraría el camino de regreso a aquella cálida tienda, y vería si podía hacer que Antimone llorara un poco.
Se alejaron de la tienda del rey bajo la gélida noche del desierto, y Jason explicó lo ocurrido con sorprendente precisión a Pasion, que permaneció moviendo la boca sin decir nada hasta que Jason hubo terminado. Phiron se detuvo y contempló las estrellas, cerrando los ojos un momento en dirección a Phobos como debían hacer todos los hombres, y dirigiendo una inclinación de cabeza a Haukos en busca de esperanza. Cuando Pasion empezó a hablar, le interrumpió.
—Lo haremos. Él es quien nos paga, y así es como quiere que se haga.
—No ha dirigido ni un grupo de baile en su vida —dijo Pasion—. Ignórale. Hagámoslo correctamente.
—No. Nos está poniendo a prueba. Esta vez, lo haremos como él dice. Cruzaremos ese rio con toda la panoplia y derrotaremos a esos kufr de la otra orilla. Después de eso, haremos las cosas a nuestro modo, os lo prometo.
—¿Quién dirige? —preguntó Jason. Él también miraba las estrellas. «Le encanta todo esto», comprendió Phiron. «Es un gran aprendizaje para él, un enriquecimiento de su experiencia». Sintió un pinchazo de envidia, un recuerdo de sus energías juveniles.
—Tú mismo —respondió.
De modo que atacaron al amanecer, como habían hecho tantos antecesores suyos. Pero lo primero que tuvieron que asaltar fue el propio río.
Gasca estaba en la quinta hilera, tan inexperto como era posible serlo. Apenas pudo creerlo cuando vio que avanzaban hacia el río, pero una vez se encontró entre aquellas filas de hombres malolientes y pesadamente armados, no hubiera vuelto atrás por nada del mundo.
—Mantén el jodido regatón lejos de mi entrepierna, ¿me oyes? —le dijo el hombre de detrás—. Y mantén el aichme hacia arriba donde no moleste. Empuja cuando te lo digan, y adelántate si ves una abertura, ¿de acuerdo, cabeza de paja?
Gasca no dijo nada. Por muy novato que fuera, ya sabía que había hombres que necesitaban hablar al ir hacia la batalla. Era un fenómeno, como tener que mear o secarse la boca a cada momento. Rictus se lo había explicado. ¿Y dónde diablos estaba Rictus? Encontraría el modo de meterse en lo más encarnizado de la batalla, Gasca estaba seguro de ello. Aquel cabrón flacucho no cejaría hasta estar en primera línea.
El agua. Empezaban a entrar en el río. «Phobos y todas sus tetas, está fría. Antimone, mira hacia mí y… Flechas… ¡Nos están disparando! Dios del infierno, el agua está fría… Ah, Phobos… La siento en las pelotas». Levantó el escudo, con aire descuidado y frenético al mismo tiempo. Un dardo cargado con plomo rebotó en el borde. Se sintió más dominado por la curiosidad que por el miedo. «¿Qué demonios era eso? ¿Los fabrican en…?»
El hombre que estaba a su lado cayó sin una sola palabra. El agua les llegaba a la cintura, y Gasca sólo pudo ver una débil oscuridad de sangre en el agua. Se preguntó dónde le habrían herido para que hubiera caído inmediatamente de aquel modo.
A medida que el río ganaba profundidad, la corriente se volvía más fuerte. La columna de hombres se desvió ligeramente corriente abajo cuando el enorme volumen de agua empezó a presionar la parte hueca de los escudos. El hombre a la izquierda de Gasca chocaba contra él, igual que el propio Gasca empujaba al hombre que había cubierto el hueco a su derecha. Algo se enredó entre las piernas de Gasca, que estuvo a punto de caer. Era un cadáver, anclado al fondo del río por el peso de su armadura. El agua le llegaba ya al pecho, y bajo sus pies Gasca podía sentir las piedras y guijarros del rio, y más cuerpos, sobre los que avanzaba como si subiera escaleras. En una ocasión, su sandalia resbaló sobre la suave convexidad de un escudo. Jadeaba para respirar; el yelmo parecía estar asfixiándole. Cualquiera que tropezara en aquella aglomeración, entre la fuerza del agua, se ahogaría en cuestión de momentos, arrastrado por su armadura y pisoteado por sus compañeros. Era una locura, aquello no era la guerra; ¿de qué servía allí el coraje? Gasca quiso gritar, pero ningún otro hombre emitía sonido alguno, aparte de jadeos ásperos e irregulares y maldiciones venenosas siseadas entre las barbas.
Entonces empezó a oírse una voz en la primera línea. Gasca se dio cuenta de que era Jason. El centurión había empezado a cantar, al principio en fragmentos tan rotos como su respiración, y luego más alto, como si la misma acción de cantar ayudara de algún modo al esfuerzo de sus pulmones. Era el Peán, el himno de batalla.
Más hombres se le unieron, escupiendo las antiguas palabras como maldiciones, con los dientes al descubierto contra el asalto del río y la lluvia de proyectiles que les estaba cayendo encima. La canción recorrió la columna hasta que de repente hubo miles de hombres cantando. El ritmo lento y sonoro del himno creció en su sangre, haciéndoles casi marchar al unísono. Levantaron las cabezas para contemplar la otra orilla y la hilera de kufr que les aguardaba. Algunos hombres empezaron a sonreír como locos. El Peán siguió atronando, implacable, como una temible batería de sonido. Los hombres encontraron el equilibrio y apoyaron los hombros en el hueco de sus escudos, empujando hacia delante como si asaltaran una línea enemiga. Atacaron el río.
Entre un temible estampido de puntas de proyectil sobre metal, el nivel del agua empezó a descender. Bajo sus pies había restos de ladrillo, las ruinas del puente. Más hombres cayeron, encontrando las muertes en tumbas de bronce. Las flechas y dardos caían en una tormenta negra, encontrando las aberturas de los ojos en los yelmos, el principio de los cuellos, la musculatura carnosa en el espacio entre el escudo y la coraza. Pero la columna seguía intacta. El agua les llegaba al muslo, luego a la rodilla… y de repente la terrible presión del río desapareció, y sólo hubo el peso de la armadura y el escudo tirando de nuevo hacia abajo, los hombres exhaustos, empapados, sudorosos y ensangrentados antes de haber empezado a enfrentarse al enemigo. Los lanceros empezaban a recibir impactos de flechas en las rodillas y piernas (nadie se había puesto las grebas para cruzar el río), y había espacios vacíos por todas partes. Jason, delante con su yelmo transversal, empezó a ladrar órdenes. La cabeza de la columna se detuvo, y los centones empezaron a desplegarse a derecha e izquierda de los Cabezas de Perro, ensanchando la línea. Los Delfines estaban a la izquierda (Gasca reconoció su estandarte), y los Mirlos de Mynon a la derecha. Phiron había situado a sus mejores hombres en la vanguardia del ataque.
Los hombres caían, perforados por los proyectiles, y otros se adelantaban desde detrás. Los espacios vacíos fueron cubiertos, y la línea continuó intacta. Delante, los lanceros enemigos habían levantado los escudos y les aguardaban con las lanzas bajas.
—¡Adelante! —gritó Jason, y los centuriones repitieron la orden por toda la línea. Delante y detrás, los jefes de fila y los cerradores experimentados abrían el camino o empujaban las espaldas de los de delante. La línea se puso en marcha. El Peán, que había cesado, empezó a sonar de nuevo. Una de las sandalias de Gasca fue absorbida por el barro pisoteado de la orilla, pero él no se detuvo, avanzando con el escudo del hombre de detrás golpeándole ocasionalmente en la espalda, pisando los talones del hombre de delante, tratando de mantener la lanza erguida en la presión y de impedir que la afilada punta del regatón le cortara la parte baja de las piernas. Tan ocupado estaba con aquellas tareas, y tan agotado por el esfuerzo del río, que no tuvo un solo momento para sentir miedo. El simple avance requería de todas sus energías, mentales y físicas. A su alrededor, el mar de hombres y metal avanzaba con la implacable eficiencia de una gran máquina, pero para los lanceros individuales sólo existía el barro traicionero bajo sus pies, los empujones de sus vecinos y el sudor cegador que goteaba bajo los confines del yelmo de bronce. Cuando la línea de batalla macht chocó finalmente contra los defensores kufr, Gasca no se dio cuenta de nada, salvo del hecho de que se habían detenido al fin. El hombre de detrás le apoyó el escudo en la espalda y le dijo: «Empuja». De modo que lo hizo. Delante, en las primeras filas, podía ver las lanzas en ristre entrando y saliendo de las hileras kefren. Los macht eran más bajos que sus enemigos, pero de constitución más pesada. Abrieron la línea enemiga a base de fuerza bruta y, a medida que iban apareciendo huecos, los afilados aichmes los lamían. Gasca comprendió que no había extravagancia ni gloria en aquel combate. Eran hombres ejerciendo su profesión. Estaban trabajando. No lanzaban gritos de guerra, ni maldiciones. Empujaban con sus camaradas, buscaban aberturas, y lanzaban estocadas con una energía rápida y económica, como garzas buscando peces. Los kefren gritaban, gruñían y trataban de derribar los escudos macht, pero su impetuosidad sólo conseguía fragmentar su propia línea. Uno de sus campeones podía destrozar físicamente el escudo de un guerrero macht, pero cada vez que el kufr levantaba la lanza para golpear, era perforado por tres aichmes macht.
Los kefren no podían rivalizar con aquella implacable eficiencia. Al principio en grupos, y luego en masas, empezaron a dar la espalda a la línea macht y a soltar los escudos, presa del pánico. Las lanzas macht mataron a los de las primeras líneas que lo hicieron, pero los de detrás estaban escapando. Y un gran gruñido animal pareció crecer en la falange al empezar a cambiar la marea de la batalla. La línea se adelantó, pero los hombres se mantuvieron a la sombra de los escudos de sus vecinos, mientras se oía gritar a los centuriones: «¡Conservad las líneas!». Alguien volvió a entonar el Peán, y el himno les tranquilizó. Empezaron a avanzar, cubriendo los huecos y marcando el paso casi sin esfuerzo consciente. Pasaron sobre un número incalculable de cadáveres. En las primeras líneas, los mejores guerreros del ejército continuaban trabajando, derribando a los enemigos más retrasados mientras huían.
«Todo ha terminado», pensó Gasca. «Hemos ganado. He estado en mi primera batalla, estoy vivo, y no me he portado como un cobarde».
Le asaltó una oleada de alivio. Se sentía ligero, y también débil como un cachorro medio ahogado. En su lanza no había sangre, pero no importaba. Había estado en el othismos, el corazón de la batalla, con el resto de los veteranos, y había salido ileso y con el escudo aún en su brazo.
El ejército kefren abandonó la intendencia y se convirtió en una masa de individuos perseguidos, sin conservar ninguna apariencia de orden cuando la línea se hizo añicos y los kufr empezaron a preocuparse por sus propias vidas, arrojando todo lo que podía estorbarles en su huida. La infantería pesada macht se detuvo y separó las filas. Entre las aberturas aparecieron los exploradores, las tropas ligeras veloces como ciervos que completarían la destrucción del ejército enemigo. Gasca vio a Rictus al frente de aquellos diablos salvajes y ruidosos, pero para su amigo él no era más que otro lancero anónimo, cubierto con el yelmo, y su saludo triunfal se perdió entre la cacofonía general. Los exploradores persiguieron a los kefren en retirada como una jauría de perros, y empezaron a acuchillar a los fatigados guerreros por la espalda cuando los alcanzaban. Normalmente trabajaban en grupos de cuatro llamados puños. Mientras el miembro más rápido del puño detenía a su presa, los demás saltaban sobre ella y la convertían en una masa de carne temblorosa. Luego seguían adelante. Los mercenarios no saqueaban a los muertos mientras el enemigo seguía en el campo de batalla, y en general no perseguían a los enemigos hasta la muerte; era estúpido, peligroso y poco eficiente. Pero en aquella ocasión no luchaban en una escaramuza entre ciudades de las Harukush, y Phiron quería dar ejemplo. De modo que había soltado a sus Sabuesos con órdenes de masacrar a todos los kufr de la orilla este que cayeran en sus manos. Y la sangrienta tarea se extendió por toda la llanura al este del río Abekai, llegando a las mismas afueras de Tal Byrna. Las puertas de la ciudad se cerraron a toda prisa, dejando fuera a una gran cantidad de soldados kefren que habían salido de allí el día anterior. Los últimos hombres del ejército fueron degollados ante las murallas de la ciudad.
Aquella noche los macht acamparon frente a las murallas de Tal Byrna, la ciudad fortaleza del sur de Jutha, enriquecida por la ruta de caravanas que la atravesaba de camino a la Tierra de los Ríos. Había sido una fortaleza jutha, en los días lejanos y nebulosos en que los juthos eran un pueblo libre gobernado por sus propios reyes; más tarde se había convertido en una fortaleza kefren, cuya guarnición tenía la misión de conservar el sur de Jutha para el Imperio. A la sazón, hablando en términos militares, era un cascarón, una hermosa concha rodeada de torres con medio millón de kufr temblorosos en su interior y apenas un soldado capaz de patrullar por sus murallas. Había incontables aldeas de ladrillo en la región que la rodeaba, y las tierras eran las más ricas fuera de Pleninash, cultivos regados por los afluentes del Abekai y los sistemas de irrigación de los ingenieros imperiales. Mientras los macht recogían a sus muertos y apilaban las masas de armas enemigas en el campo de batalla, los elementos kufr de la hueste cruzaron el río y enviaron una docena de grupos de hombres a recoger comida para el ejército. Aquellos hombres cayeron sobre el sur de Jutha como langostas hambrientas, absorbiendo los recursos de toda la región para alimentar a las masas que formaban las huestes de Arkamenes.
—Los despojos para el vencedor —dijo Phiron—. ¿Cuántas bajas hemos tenido, Pasion?
—Más de las debidas —dijo Pasion con vehemencia—. Casi doscientos muertos o heridos demasiado graves para volver a sostener una lanza. Y el doble de heridos, aunque casi todos ellos volverán a luchar, con el tiempo.
La hoguera crepitaba entre ellos en la oscuridad, y por detrás toda una compañía de sirvientes kufr estaban montando la tienda de Arkamenes, una tarea laboriosa que les llevaría la mitad de la noche.
Por la mañana, Arkamenes recibiría la rendición de la ciudad en su interior, y quería que todo estuviera perfecto.
—Era necesario —dijo Phiron, con suavidad desacostumbrada—. Arkamenes tenía razón. Y ahora les hemos metido el miedo en el cuerpo. Esta batalla puede habernos ahorrado una docena más.
—Lo comprendo; no soy un cabeza de paja recién llegado de la montaña. También es bueno tomar la medida del enemigo.
—No saques demasiadas conclusiones de lo que han hecho hoy. Eran soldados de leva, nada más. Las tropas imperiales serán algo totalmente distinto. Y éstos no tenían caballería. En las llanuras nos enfrentaremos a miles de jinetes, y nuestros exploradores no podrán correr libremente.
—Complementa a los centones, entonces. Hay armas muy buenas apiladas junto al campamento. Las corazas son demasiado grandes, pero los escudos, lanzas y yelmos nos servirán bien. Y recluta a un millar de Sabuesos para reforzar la línea de batalla.
—Lo haré —dijo Phiron. Luego apoyó una mano en el hombro de Pasion—. Ha sido un buen principio, hermano.
—Sólo es el principio —dijo Pasion con una sonrisa tensa.
Los Cabezas de Perro eran menos aquella noche, y la multitud congregada en torno al humeante centos parecía menos densa mientras los cocineros repartían el estofado. Dos docenas de hombres habían caído en el río o frente a los kufr por la mañana, y muchos de los restantes estaban heridos, casi todos en la parte superior del cuerpo o con un ojo menos. Jason había recorrido las tiendas de la enfermería, y él y Buridan se mantenían al margen mientras el centon devoraba la comida caliente y nutritiva, lo mejor que se había podido conseguir en las granjas y almacenes del sur de Jutha. El desierto había quedado atrás, habían conseguido una victoria, y los intendentes del ejército estaban muy ocupados contando cada punta de lanza capturada. Además, se había repartido una ración de vino de palma, el brebaje dulce, espeso y embriagador del Imperio Medio. Mientras los hombres se instalaban en torno a sus platos y jarras, empezaron a recordar el combate, olvidando su miedo, y las heridas infligidas y recibidas se convirtieron en parte de una historia que todos participaron en contar. Todo ello mientras el hedor de los cadáveres del ejército kefren empezaba a elevarse desde los canales y campos irrigados que les rodeaban. Habían pisoteado media cosecha y plantado las tiendas sobre la otra mitad, pero los graneros del campo que les rodeaba parecían inagotables. Construidos en forma de colmena, eran montículos redondos de ladrillo cocido, erigidos sobre columnas de piedra para impedir el acceso a las alimañas, y contenían suficiente mijo y cebada para alimentar a una docena de ejércitos. Los exploradores ensangrentados habían capturado rebaños enteros de cerdos, vacas y cabras. Muchos de aquellos animales habían sido ensartados y daban vueltas sobre las anchas hogueras, alimentadas a su vez por los restos de las innumerables palmeras que bordeaban los canales de irrigación. «Tal vez estamos liberando este país», pensó Jason con un pinchazo de dolor, «pero también lo estamos arruinando. Los juthos han cambiado un amo por otro. Así son las cosas. La auténtica libertad no existe en este continente».
El joven iscano, Rictus, estaba comiendo estofado y escuchando la narración de su amigo novato. Había ganado algo de músculo, y vestía una túnica kufr roja cortada a su medida. Levantó la vista cuando Jason se aproximó y saludó con la cabeza, rezumando la típica arrogancia iscana. Incluso a la luz de la hoguera, Jason podía ver la sangre seca que todavía le ensuciaba las manos.
—¿Una buena caza? —preguntó en tono descuidado.
—Una buena caza —dijo Rictus. Algo le hizo torcer la boca. Bajó la mirada hacia el estofado—. Pero no ha sido una gran batalla, en cuanto hemos roto su línea.
—Para mí, cruzar ese maldito río sin ahogarme ya ha sido batalla suficiente —dijo su amigo, levantándose; Gasca, ése era su nombre. Era un tipo corpulento, con el rostro reluciente de grasa. Y también estaba borracho, pero casi todos lo estaban. Ebrios de haber sobrevivido. Era algo que les ocurría incluso a los veteranos después de una batalla, y Jason no pensó mal de él. Pero Rictus le interesaba.
—¿Crees que deberíamos haberles dejado escapar? —le preguntó.
—Creo que la matanza ha sido excesiva. Si estamos aquí para ganar un imperio para nuestro patrón, no veo cómo podemos conseguirlo si matamos a cada hijo de vecino que trata de resistirse.
—Cada hijo de vecino… Escuchadle —se burló uno de los veteranos—. Son kufr, muchacho. Ni siquiera son humanos. ¿Qué nos importa cuántos de ellos mueran bajo nuestras lanzas? Cuantos más, mejor, es lo que yo digo. —Y hubo un coro de asentimiento en torno al gran centos, negro y humeante.
—Hay que romper huevos para hacer tortillas —dijo alguien, escupiendo cartílagos en el fuego.
Rictus se encogió de hombros. Jason pensó que era un tipo reservado.
—No he conocido a muchos mercenarios iscanos —dijo.
Rictus removió el estofado en su plato.
—Isca ya no existe. Apenas es un recuerdo. Aquí, todos somos iguales. —Levantó la cabeza y miró a su alrededor, al grupo de hombres ruidosos y ebrios que llenaban la noche, y había una especie de ansiedad en su mirada. «Todavía busca un grupo al que pertenecer», pensó Jason. «Bien, eso es bueno. Tal vez pueda aprovecharlo».
Rictus volvió a hablar. Parecía algo incómodo, y algo de su madurez había desaparecido.
—He encontrado un buen escudo con cobertura de bronce. Es más pequeño que los nuestros, pero servirá. Y tengo una lanza y un yelmo. Podría ocupar un sitio en la línea de batalla. Me he ejercitado y sé cómo funciona. —Miró a Jason a los ojos y desvió la vista.
—Lo pensaré —dijo Jason, aunque no tenía intención de hacerlo. Pensaba que había otras cosas que obtener de aquel joven, cosas que se le darían bien gracias a aquella ansiedad presente en su mirada.