9

Sirviente de reyes

La noticia llegó a Vorus en forma de suave llamada a la puerta de sus aposentos. Gruñó algo en respuesta, con los sueños de la noche aún nublándole la mente, y entró la doncella de mañana, con la cabeza inclinada y un pergamino sellado temblando como un pájaro sobre la bandeja de plata que le tendía.

Se incorporó en la cama. Las sábanas de seda resbalaron sobre su torso para revelar las formas amplias de un atleta (siempre había estado orgulloso de su físico) cuando tomó el mensaje de la bandeja.

—Comeré en el jardín, Bisa.

—Sí, señor. —La muchacha, una hufsa de casta baja, se inclinó y salió con el suave sonido de sus pies desnudos sobre el suelo de mosaico. Desde fuera, Vorus podía oír a los pájaros parloteando en la fuente, y el rumor del agua le hizo pensar en otras cosas. Tomó la bacinilla de plata de debajo de la cama, y orinó en su interior mientras rompía el sello de la carta. Astiarnes de Tanis, un buen hombre.

Recordaba que…

—¡Phobos! —Creó un charco en el suelo antes de recobrar la compostura, y el pergamino aleteó en sus dedos—. ¡Kyrosh!

Un kefren alto con la piel del color de la corteza del abedul apareció en la puerta. Se inclinó profundamente, con los ojos azules centelleantes. Llevaba en la mano una vara de marfil.

—Señor.

—Mi mejor túnica, y la coraza macht. Una litera cerrada, y los porteadores más rápidos que tengamos. No, espera; hay que dar cierto espectáculo. Tengo que ir a palacio, Kyrosh.

—Lo arreglaré, señor. Enviaré al vestidor. ¿Puedo recomendar la seda de Arakosia?

—No. —Vorus pensaba ya con más claridad. Su rostro había recuperado la calma—. Mi quitón, el escarlata. Y la Maldición de Dios. Mi antigua panoplia, Kyrosh.

El kefren parpadeó, y se lamió los delgados labios. Dio un paso al frente.

—Señor, ¿para el palacio?

—Haz lo que te digo. Y prepara esa litera.

Kyrosh se inclinó y salió, con el rostro impasible. Una vez al otro lado de la puerta, su voz pudo oírse como el chasquido de un látigo. Otras puertas se abrieron de golpe, y la casa cobró vida, entre cierto pánico bien ordenado. Vorus raramente se levantaba tan temprano.

Arkamenes está en marcha desde Tanis con veinticinco mil soldados de infantería y cinco mil jinetes. Artaka se ha declarado a su favor, y Gushrun es su criatura. Pero hay más. Ha traído un ejército del otro lado del mar, diez mil lanceros pesados macht, mercenarios al mando de un general llamado Phiron. Arkamenes pretende conseguir que Jutha se alce contra el Imperio, y llevar la batalla hasta la Tierra de los Ríos. Su objetivo es nada menos que el mismo trono.

La carta había estado tres semanas de camino. Debían de haber matado a una docena de caballos para hacerla llegar hasta allí tan rápidamente. Del viejo Astiarnes, un espía entre cientos, o miles, plantados a lo largo de los años en todos los callejones y carreteras del Imperio. Pero Astiames no pertenecía al Cuerpo de Espías Reales. Estaba retirado. En su juventud, Vorus solía presumir de que el gran rey tenía una mano en cada bolsillo. Pero aquello se les había escapado de algún modo. Un ejército macht. Por la misericordia de Dios. Apareció el vestidor, junto con la atareada doncella que llevaba pan con miel y un huevo cocido. Vorus sonrió al ver su desconcierto.

—Déjalo aquí, Bisa. Esta mañana, comeré por el camino.

Aquella era la mejor época del año para estar en Ashur. La capital imperial se alzaba en las dos orillas del rio Oskus, y la corriente bajaba alta, un destello de azul y plata en lugar del pardo del verano. Ashur había sido diseñada en forma de parrilla, tal vez cuatro mil años atrás. Vorus lo había estudiado, y creía que la ciudad tenía el doble de años, pero siempre había sido construida sobre la misma estructura. La imperial Ashur. Sus murallas medían ciento cincuenta pies de altura, y sesenta pasangs de longitud. A su sombra vivían unos dos millones de personas. Kefren de todas las castas, decenas de miles de juthos, asurios comunes, arakosanos, yue, irgun y kerkhai. Todos estaban allí.

Dominando el cielo había lo que a primera vista podía parecer un par de colinas de laderas empinadas en el centro de la ciudad. Eran montículos de construcción kefren, montones de ladrillos y piedras que habían crecido siglo tras siglo hasta llegar a alzarse como montañas sobre la llanura ribereña de abajo. Sobre aquellos zigurats se encontraban el palacio de los reyes y el alto templo de Bel, como los kufr llamaban a su dios. Cada uno por si solo era una ciudad dentro de una ciudad, y había sacerdotes y esclavos que nacían y vivían en ellos sin abandonarlos nunca. Los ladrillos que soportaban aquellas maravillas estaban esmaltados de azul oscuro y adornados con cenefas de oro, y sus paredes estaban coronadas por murallas cubiertas de plata. En la cumbre del zigurat del templo, la fachada del edificio estaba cubierta de placas de oro sólido, para reflejar la puesta de Araian, el sol. Sus rayos eran capturados al anochecer por los dientes de las montañas de Magron en el oeste, pero su última luz siempre era captada por las paredes del templo, como un faro encendido por la despedida del sol, y una promesa de su retorno. Tal era la razón de ser del zigurat, que se había diseñado con aquel propósito, con un margen de error de pocos dedos.

El templo era anterior al palacio, pero los que residían en este último edificio habían recuperado el tiempo perdido durante los últimos milenios. La parte superior del zigurat medía unos quince taenones, y diez de ellos estaban cubiertos por las estructuras del propio palacio. El resto era un parque de murallas verdes, un jardín del tamaño de cinco granjas donde se habían plantado grandes cipreses de Ochir, además de álamos de Khulm, plátanos de la costa del Taneo y palmeras datileras del golfo de Videha. Había manantiales que se convertían en claros riachuelos que serpenteaban en torno a las raíces de los antiguos arboles. No eran naturales, sino torrentes de agua bombeada, de la que se ocupaba un ejército de esclavos juthos que residían en las entrañas del zigurat. Miles de ellos trabajaban en la oscuridad para que pudieran beber los árboles de los grandes reyes. Miles de personas que no veían jamás la luz del sol, sino que nacían, trabajaban, criaban a sus sustitutos y morían allí, mientras por encima de sus cabezas los serenos parques y jardines prosperaban y florecían bajo el sol.

En la ciudad baja, la verdadera ciudad, como Vorus la llamaba a menudo en su mente, la bulliciosa población se dedicaba a sus negocios sin pensar en los que vivían en los zigurats. Respetaban las decisiones de los sacerdotes y se sentían debidamente impresionados cada vez que el gran rey decidía marchar en procesión por el ancho espacio de la Haruma, el Camino Sagrado, pero en general se preocupaban más por comprar y vender, por comer, beber y procrear, igual que cualquier otra criatura con cerebro que caminara sobre la tierra. Y Vorus les amaba por ello. Amaba las estrechas calles de la ciudad baja, la sombra de los toldos en los puestos del mercado, las oscuras alcobas de los artesanos donde uno podía entrar mientras le llovían chispas encima, los mercaderes de especias, los bazares de alfombras, los puestos de los herreros. Amaba los mercados de esclavos, donde se exhibían criaturas temblorosas de todas las razas, tipos y colores. Amaba el ajetreo, la vida, la arrogancia, la insistencia de aquel lugar. Era su ciudad; se sentía allí más en su casa que en cualquier otro lugar de la superficie de Kuf. No importaba que hubiera nacido entre las nieves de un pueblecito de montaña en las Harukush; aquél era su hogar, lo había sido durante casi veinticinco años. Ya no era un macht. Era el sirviente de un gran rey que gobernaba un imperio enraizado en la historia, una historia grandiosa, sangrienta y duradera. Y sabía que lucharía hasta la muerte por mantener aquel estado de cosas.

Cuando uno bajaba de la litera, tenía que superar los Escalones. Se habían construido de tal modo que los caballos pudieran ascender por ellos en pasos veloces y dignos, pero para los que andaban sobre dos pies eran una experiencia agotadora. Además, a medida que progresaba en su ascenso, uno podía ver a su izquierda, grabado en la pared y decorado con brillantes colores, el espectáculo de doscientos reyes kefren sucesivos de la línea de Asur, subyugando a sus enemigos en una serie interminable de asedios y batallas. Alguien había contado los Escalones, y había más de dos mil. Nadie, a excepción del gran rey, podía subirlos en ningún otro vehículo que no fueran sus propios pies. De aquel modo, los poderosos que acudían a rendir homenaje al gobernante del Imperio llegaban sin aliento. Pero para Vorus no eran más que una necesidad irritante, que sólo sirvió para hacer brotar el sudor en su espalda. Adelantó a suplicantes más lentos de camino al salón de audiencias, ascendiendo mientras recordaba las montañas (las verdaderas montañas) al sentir la tensión en los muslos. Por supuesto, había vías más rápidas para llegar al gran rey, pero él, como extranjero contratado, ya no tenía derecho a usarlas, sin que importara el hecho de que hubiera servido en la corte durante años. Y sangrado por ello, por el padre de aquel kufr con el que iba a reunirse.

—El general Vorus, de los macht —le anunciaron. Siempre de los macht. Fue aquel epíteto el que hizo que las cabezas se volvieran en la corte, el que silenció las estúpidas conversaciones que trataban de abrirse camino delicadamente hasta las orejas reales. Vorus conocía a aquel gran rey, pero había conocido mejor a su padre. Anurman había sido un soldado, un cazador, un jardinero. Había amado a todas las criaturas de la naturaleza, plantado bulbos con sus propias manos, y matado también con sus manos a varios asesinos que albergaron la esperanza de acabar con su dinastía. Un kufr sencillo, valiente, honesto y con sentido del humor. Vorus había aprendido a ser un general a su lado. Al principio había representado una novedad en la corte, el renegado macht, pero había progresado hasta llegar a mensajero real, y luego a líder guerrero. Pero antes, y por encima de todo, Anurman había sido un amigo.

Aquella era la lástima, que los herederos de Anurman fueran harina de otro costal. Pero Vorus servía al hijo por amor al padre muerto. Por eso se encontraba allí, sudando bajo aquel aire agitado por medio millar de abanicos. Porque se lo debía al hombre que había conocido.

—Puedes avanzar —dijo el chambelán del exterior con la gran solemnidad y condescendencia propias de su casta—. Mantén los ojos bajos, y siempre…

—Conozco este baile —dijo Vorus, y se adelantó, con la capa escarlata envuelta en el brazo izquierdo y la coraza negra absorbiendo la luz del salón.

Las multitudes de siempre, una larga hilera de inútiles vestidos con los adornos que diez mil pueblos trabajaban todos los años para producir. El gran rey tenía ciudades enteras dedicadas a la fabricación de sus zapatillas. Uno podía burlarse o mostrarse incrédulo, hasta que lo veía. Medio mundo dedicado a los lujos de unos cuantos miles; era algo monstruoso, hasta que uno se daba cuenta de que la gente estaba bien pagada y vivía en paz. Eso era bueno, ¿no? Vivir en paz, aunque aquella paz significara servidumbre y encontrarse a merced del primer kefren de casta superior que uno se cruzara.

A cada lado del trono había una falange de funcionarios de la corte, y dos honai con armadura completa aunque sin escudos. Vorus se detuvo y se arrodilló. Se inclinó más, hasta que su frente besó el frío mármol del suelo, y luego se puso en pie con una rapidez que desmentía su edad. La postración era obligatoria para los que no estaban emparentados con el rey, o no gozaban de su favor. En los viejos tiempos, Vorus había realizado una inclinación de cabeza, nada más, y Anurman se adelantaba, le tomaba del brazo y le miraba a los ojos.

—Gran rey, aquí está el general Vorus de los macht, comandante de la guarnición de la ciudad, que sirvió bajo tu bendito padre y consiguió gran renombre en las batallas de Carchanis y Qafdir. —El alto chambelán pronunció las palabras con cierta deliberación sonora, de modo que pudieran oírlas todos los presentes en el salón. Miró a Vorus a los ojos mientras hablaba, y ambos compartieron una inclinación de cabeza imperceptible. El viejo Xarnes también había sido el alto chambelán de Anurman, y tenía un buen sentido de la lealtad—. Solicita audiencia.

—Sé quién es. Puede hablar, Xarnes.

Vorus levantó la cabeza.

—Mi señor, he recibido un mensaje del oeste. Tal vez sería mejor si su contenido se divulgara en un entorno algo más privado.

—Aquí estamos entre parientes y amigos, general. Puedes hablar libremente. —Ashuman apoyó un codo en el trono y se inclinó hacia delante con una sonrisa en el rostro. Más alto y pálido que su padre, tenía la piel dorada de las castas más altas y los ojos violeta de la nobleza. Y la sonrisa y los modales agradables de su padre. Vorus se adelantó un paso y bajó la voz.

—Tu hermano Arkamenes ha levantado el estandarte de la rebelión contra ti. Ha sobornado al gobernador Gushrun de Artaka, ha reunido un ejército macht, y lo está trayendo hasta aquí. Salió de Tanis hace casi un mes; estará ya en Jutha. Si nadie lo detiene, llegará a las murallas de esta ciudad dentro de seis semanas. Quiere apoderarse del trono.

Ashuman parpadeó, y la sonrisa se congeló en su rostro.

—¿Cómo es que lo sabes antes que yo?

—Tu padre me ordenó instalar hombres de confianza en casi todas las provincias importantes. Me informaban sólo a mi, y algunos todavía lo hacen.

Ashuman se recobró con admirable velocidad, pero no antes de que fuera visible un destello de ira.

—¿Y nuestros espías reales en Artaka? No han dicho una palabra sobre esto.

—Mi señor, o están muertos o han sido comprados por tu hermano. Ha sido pura casualidad que hayamos recibido esta información tan oportunamente. Debemos empezar a llamar a la leva real de inmediato si queremos presentar batalla al traidor.

El gran rey se echó atrás en su trono, con el rostro inexpresivo. Sólo se movían sus dedos, aferrando los brazos de la enorme y ornamentada silla hasta que la sangre se mostró azul en torno a sus nudillos.

—¿Estás totalmente seguro de eso, general? ¿Estás dispuesto a jugarte la vida basándote en la palabra de esa fuente tuya?

La voz de Vorus sonó áspera como la de un viejo cuervo.

—Totalmente dispuesto, mi señor. —Levantó la cabeza, desafiando el protocolo, y miró al rey a los ojos—. Serví a tu padre durante toda mi vida. Ahora sirvo a su hijo con la misma devoción. Si estoy equivocado, puedes quedarte con mi vida, libremente ofrecida.

Ashuman le miró a los ojos, como un hombre a otro, dejando a un lado el protocolo; estaba calibrando a Vorus con sus propias balanzas, preguntándose si el hijo podía realmente heredar una lealtad que había sido libremente entregada al padre. Vorus lo sabía, y permaneció muy quieto, con el rostro inexpresivo.

—La lealtad debe ganarse, para que tenga algún valor —dijo el rey a Vorus. Era como si todas las demás personas hubieran desaparecido del salón y sólo quedaran ellos dos, como iguales, cada uno explorando las intenciones y los recuerdos del otro y preguntándose cómo afectarían a los futuros acontecimientos de sus vidas.

—La confianza también tiene valor, mi señor —dijo ásperamente Vorus—. Tu padre también me lo enseñó.

El momento pasó. Ashuman se levantó. A lo largo de la suntuosa longitud del salón, las conversaciones cesaron, y las brillantes criaturas de la corte se inclinaron profundamente.

—Xarnes, convoca a mis generales y a algunos escribas, que sean buenos y escriban rápido y claro. General Vorus, nos retiraremos a la antesala. Tu segundo en la guarnición es Proxis, ¿no es así?

—Sí, señor. —Un antiguo amigo, y el único general jutho del Imperio, Proxis estaría ya borracho a media mañana.

—Cédele el mando. Tengo otras tareas para ti en este momento. ¡Xarnes! Quiero mensajeros y los correos más rápidos de la ciudad. Reúnelos a todos. Tenemos que aprovechar el tiempo.

Con la túnica siseando en el suelo, Ashuman giró sobre sus talones, llamando a sus seguidores con el mismo gesto brusco e impaciente de la mano que había empleado su padre. Vorus se encontró sonriendo y preguntándose si el hijo no habría heredado algo del carácter del padre, después de todo.

Antes del mediodía, los jinetes empezaron a salir por las puertas de la ciudad con estandartes de correo aleteando en sus espaldas. Aquellas banderas de seda abrían los caminos reales y enviaban al resto del tráfico a las cunetas mientras los correos avanzaban a un galope frenético por las carreteras bien pavimentadas de Asuria, el corazón del Imperio. Iban al este, a Arakosia, al sur, a Medis y Kandasar, al norte, a las fortalezas de las montañas de Adranos, y al oeste; el mayor número de jinetes se dirigía al oeste. Los jinetes galoparon hacia Hamadan, la capital de verano del rey en las cumbres de las montañas de Magron, y más allá, cruzando las Puertas de Asur, la estrecha serie de desfiladeros que conducían a las enormes llanuras de Pleninash, y la Tierra de los Ríos con sus múltiples ciudades, sus fértiles tierras, y sus millones de súbditos y gobernadores provinciales, cada uno de ellos poderoso como un rey por derecho propio. Todos los correos llevaban el mismo mensaje. «Reunid a los ejércitos y acumulad provisiones. El gran rey os llama a todos a la guerra».