8

Los gobernantes del mundo

Doce hombres recorrieron toda la longitud del gran espacio, bajo el enorme peso de mármol, pan de oro y piedra caliza esculpidos en forma de balcones extraños e improbables, galerías que llegaban al techo, y columnas abovedadas labradas en curvas inquietantes y sinuosas que no parecían propias del arte de los albañiles. No levantaron la vista, sino que mantuvieron los ojos fijos delante de ellos en el interior de sus yelmos cerrados y temibles. Llevaban espadas, pero habían dejado atrás sus verdaderas armas. Avanzaban cubiertos con la legendaria armadura negra de los macht, forjada por un dios, con las capas escarlatas envueltas en el antebrazo izquierdo, y los penachos transversales rojos ondulando sobre sus hombros. Se detuvieron con un fuerte golpe de hierro sobre piedra, y permanecieron como seres inmutables y ultraterrenos entre aquella multitud perfumada y variopinta que abarrotaba las paredes del salón, silenciada por la curiosidad y algo de miedo.

Tiryn observaba desde un lado del estrado. Había visto antes a Phiron, y le observó inclinarse y descubrirse ante Arkamenes, Gushrun y Amasis, todos majestuosos como estatuas en el pequeño guión que habían practicado con antelación, con Arkamenes sentado en el trono, Gushrun en pie a su derecha con el bastón de gobernador en una cuidada mano, y Amasis a la izquierda, una visión de lino blanco. Por todo el salón, las dos hileras de lanceros kefren permanecían altas y temibles con sus armaduras relucientes. Era uno de los mejores espectáculos que había visto; ni siquiera en Ashur el propio gran rey hubiera podido hacer algo mucho mejor, al menos no para un asunto tan cotidiano como recibir a sus comandantes. ¿Qué era distinto, pues?

Tiryn se bajó un poco el velo para poder oler. Captó de inmediato el hedor de los macht. Tenía cierta intensidad agria. Aquellos seres sudaban como animales y olían como animales. Ni siquiera el incienso de los quemadores del techo podía disimularlo. En su niñez, Tiryn había pasado muchas horas sentada en los establos mientras los esclavos cepillaban a los caballos que acababan de regresar del circuito. El olor era parecido.

Pero había algo más. Imposible de definir, podía estar relacionado con la forma en que aquellos seres se mantenían erguidos, en actitud de atención frente al estrado, ignorando a la multitud, los grandes hombres que tenían delante y la opulencia y grandiosidad aplastante de cuanto les rodeaba. Parecían más sólidos que ninguna otra cosa en el salón. Tal vez se debía a la legendaria armadura que llevaban, que no reflejaba la luz. Ni siquiera el más alto de ellos alcanzaba el hombro del guardia kefren más bajo, y sin embargo…

Había algo inquietante en aquellos mercenarios, algo que iba más allá del mito y los rumores que rodeaban a su raza. Allí en pie, con una mano apartando ligeramente el velo de su rostro, Tiryn sintió que estaba en presencia de algo extraordinario, algo que no pertenecía al mundo que conocía.

Hubo otro movimiento en el abarrotado salón cuando Phiron empezó a hablar en buen kefren, el lenguaje de los reyes. Había trabajado mucho en su acento, y sonaba extranjero, pero no ignorante. Era curioso oír a aquel ser hablando en la lengua culta de la nobleza, la que se hablaba en el salón del trono de la mismísima Ashur.

—Mi señor, te traigo a la flor de nuestro pueblo, los mejores guerreros que poseemos. Te traigo a cien centones de lanceros macht que engrosarán las filas de tus ejércitos, para ayudarte en los tiempos que vendrán. Mi señor, somos tuyos, aquí y ahora. No abandonaremos tu servicio hasta que seas el señor supremo del Imperio, y te hayan coronado como gran rey en los salones sagrados de Ashur. Así lo hemos jurado. —Phiron se inclinó profundamente, y tras una pausa breve e incómoda, los demás macht le imitaron, con los rostros ilegibles tras los yelmos.

Arkamenes se levantó, sonriente.

—Mis queridos amigos —empezó, extendiendo los brazos en el gesto que solía hacer al empezar sus discursos.

Tiryn se retiró discretamente. Tras ella, algunas de las concubinas de casta alta se hicieron a un lado para abrirle paso, como se haría con una mendiga maloliente. Era la favorita, pero cuando llegara el momento, Arkamenes tendría hijos con ellas. El verdadero heredero no podía tener sangre de casta baja. Tiryn levantó la cabeza y dio gracias a Dios por el kohl y el antimonio que se había aplicado en torno a los ojos aquella mañana. Le sirvieron de armadura mientras se abría paso entre la multitud. Las demás concubinas se habrían inclinado ante ella si los ojos de Arkamenes las hubieran estado mirando. Pero apenas le dejaron espacio para pasar junto a ellas. Cuanto más poder consiguiera el príncipe, menos atención tendría para su puta de casta baja, la hufsa de las montañas Magron. ¿La echaría de menos? Probablemente no. Hablaba con ella por las noches porque no importaba lo que uno dijera a una hufsa. Era como confiar secretos a una piedra.

«Y sin embargo», pensó, «me paseo por aquí vestida de seda y lino con oro en la frente, las muñecas y los tobillos, un guardaespaldas a cinco pasos por detrás de mí y una doncella detrás de él. Madre, no me ha ido mal».

Recordó las montañas blancas y el cielo azul de detrás. Desde allí, una podía mirar hacia abajo, a las llanuras pardas y verdes salpicadas por los destellos de los ríos, y pensar en ellos como en otro mundo, un lugar que proporcionaba un paisaje de fondo a la existencia real, hecha de nieve y piedra. Y sin embargo, aquellas llanuras fluviales que se extendían interminablemente en el horizonte con sus suelos negros y sus triples cosechas anuales eran la sede del poder en el mundo, y exigían tributo a los que vivían en sus fronteras. De modo que sus padres habían enviado a Tiryn en lugar de un hijo para el ejército. Uno servía al Imperio de la manera que podía.

Había transcurrido tanto tiempo que las montañas eran simples imágenes distantes en su cabeza. «Me he vuelto blanda», pensó. «Demasiado tiempo viviendo en palacios. Nací en un lugar donde la gente adora a Dios en el exterior, en pie frente a rocas caídas en las cimas de las montañas, levantando la vista y hablando directamente con él. Aquí el culto es cosa de ceremonias y santuarios, luces de velas y oro. Una habla con Dios en susurros desde las sombras. Y una empieza a dudar de si realmente está allí para escuchar».

Durante un instante, se odió a sí misma. Aquella criatura blanda y bien vestida, con los ojos pintados y las uñas afiladas, que dudaba de las cosas buenas que sus padres habían luchado por inculcarle. ¿Por qué? Porque había visto algo de mundo y había empezado a considerarse lista.

Su madre se había cortado la yema de un dedo el día que los recaudadores de impuestos se llevaron a Tiryn. Sin una palabra, pálida y sin quejarse, se la había cercenado con su mejor cuchillo de cocina, convirtiendo la partida de Tiryn en una tragedia. Tiryn lo había entendido, y no había llorado al marcharse, tan impresionada estaba al comprender que aquello era real y para siempre, no un exilio temporal. Pero había llorado hasta dormirse más tarde aquella noche, después de que los recaudadores de impuestos se turnaran para violarla.

Abandonó el salón, acobardando con la mirada a un par de centinelas para que la dejaran salir por una de las desconcertantes puertas laterales, y se encontró andando colina abajo porque era la dirección más fácil. El calor del día empezaba a decaer un poco, y hacía algo más de fresco. Muchos de los habitantes de la ciudad iban envueltos en albornoces, lo que hizo que Tiryn sonriera sin querer, recordando su niñez entre la nieve y los corderos congelados puestos sobre las cenizas del fuego para que recuperaran algo de vida. Aquel invierno, como le llamaban en la ciudad, era cálido como la primavera en las tierras altas. Artaka afirmaba ser el lugar más antiguo del mundo, y Tanis la ciudad más antigua. Tiryn podía creerlo, pero seguía sintiendo el leve desprecio que el habitante de las montañas alberga por el de las tierras bajas. Cuanto más alta la tierra, más baja la casta, según rezaba el dicho. Aquello también era cierto. Los kefren altos y de piel dorada procedentes de las llanuras fluviales húmedas y fértiles habían sido los gobernantes del mundo desde tiempo inmemorial. Utilizaban a las otras razas y castas como un carpintero su caja de herramientas. Siempre había sido así, y la mayoría pensaba que así continuarían las cosas. Pero Tiryn, que había podido contemplar al pequeño grupo de soldados de armadura negra en el gran salón de Tanis, había sentido un escalofrío de emoción extraña que no acaba de explicarse. Aquellas criaturas, aquellos hombres. Nunca habían tenido nada que ver con la caja de herramientas. No mostraban deferencia, y no les importaban las castas. Eran ignorantes, y Tiryn percibía que en su ignorancia estarían llenos de odio. Pero de todos modos, de todos modos, era bueno ver a los poderosos kefren inseguros por una vez, e incluso algo asustados de la temible criatura a la que habían invitado a cruzar su umbral.

A Rictus siempre le había gustado trepar, ya fuera a árboles o a colinas, de modo que se encontraba como en su casa en la arboladura del barco. Estaba sentado en la cofa del palo mayor, una estrecha plataforma de madera pesada y manchada de sal de unos seis pies de anchura, y escuchaba con una sonrisa a un miembro de la tripulación que contaba una historia sobre la casa de cierta dama de Kupr, una isla boscosa y rica en manantiales al norte del Taneo, que la armada macht había saqueado desde tiempo inmemorial por la excelencia de su madera, pues la de su suelo natal era demasiado nudosa y dura para convertirla en auténticos mástiles y vergas. La dama había recibido a dos capitanes en la misma noche, y los había tenido entretenidos por turno, pasando de habitación en habitación en su espaciosa residencia hasta que uno de ellos la había seguido para encontrarla en brazos de su hermano. No se habían alterado demasiado (ambos estaban borrachos), y los dos se habían casado con ella, después de lo cual los tres vivieron en paz y armonía durante el resto de sus vidas. Cuando un hermano estaba en el mar, el otro estaba en tierra, de modo que la dama se mantenía siempre ocupada y los hermanos tenían una casa a donde regresar. Pero así era la gente de Kupr, según acabó diciendo el marinero con un guiño y una sonrisa.

Debajo de él, el barco parecía un ciervo destripado. Todas las escotillas estaban abiertas de par en par, y en algunos lugares los tablones de cubierta habían sido retirados para que las provisiones de la bodega pudieran descargarse más rápidamente. Rictus se tumbó sobre la madera de la cofa y contempló la ávida actividad de abajo. Tenía hambre y sed, igual que casi todos los hombres que habían tenido que quedarse en los barcos, pero el calor del día empezaba a amainar al fin, y a lo largo de las callejuelas de edificios y almacenes inclinados hacia el mar que formaban aquella parte del puerto empezaban a encenderse las lámparas, tanto en la orilla como en los barcos anclados cerca y a lo largo de los muelles. Nunca en su vida había visto nada parecido a aquel espectáculo, aquella tormenta de luces omnipresentes. Permaneció tumbado, contemplando las luces y pensando en aquel Gran Continente, aquella enorme bestia cuyo pellejo podía entrever en la oscuridad creciente de un anochecer extranjero.

—¿Quién es ése que duerme en la cofa? —espetó una voz abajo.

—Es el iscano, Rictus.

—Que baje de una vez, joder. Aquí hay trabajo y le necesitamos.

Mientras Phobos se elevaba en el cielo y Haukos le perseguía, Rictus trabajó en los muelles rodeado por sus compatriotas y un reducido grupo de juthos. Casi todos los esclavos se habían marchado al llegar el ocaso, por lo que los macht tenían que sudar para trasladar a tierra sus propias provisiones. Ambas razas trabajaban juntas sin más comunicación que gruñidos, movimientos de cabeza y gestos de los brazos, pero consiguieron acabar la tarea sin más problemas de los habituales.

Los montones de cajas eran demasiado altos. Uno de ellos empezó a vacilar, a punto de caer sobre la figura inclinada de un jutho debajo de él. Siempre rápido, Rictus corrió hacia la criatura con un grito y la apartó de un empujón. Levantó la mano para frenar la caja que caja, y la madera le golpeó con fuerza en las costillas. En aquel momento, supo que era demasiado pesada para él.

El jutho al que había derribado se volvió hacia él, con la mirada furiosa y los puños apretados. Entonces vio lo que Rictus estaba haciendo. El jutho pasó por debajo del brazo del iscano y empezó a hacer funcionar su propia fuerza. Entre los dos, desviaron la caja a un lado. Se estrelló junto a ellos, chocando contra los adoquines con un fuerte golpe, y se abrió para revelar que contenía una gran cantidad de aichmes, puntas de lanza de hierro y bronce envueltas en paja.

Rictus se irguió, mirando al jutho y frotándose las magulladas costillas. Sonrió.

Los ojos amarillos le estudiaron cuidadosamente. La criatura se encogió de hombros y volvió al trabajo. Pero después de aquello, cada vez que tenía que mover una carga pesada, Rictus encontraba a menudo al jutho a su lado, y trabajaban juntos.

Varias horas de observación parecieron saciar la curiosidad de las multitudes del puerto. Bien entrada la noche, mientras el trabajo en los muelles continuaba en toda su intensidad, los espectadores se dispersaron, y los lanceros kefren que habían estado apostados allí para controlarlos se relajaron, apoyando los escudos en el suelo y quitándose los yelmos para revelar los rostros extraños y de huesos largos propios de su raza. Tiryn atravesó sus líneas seguida por sus asistentes a diez pasos de distancia, el guardaespaldas muy atento y con los ojos brillantes, y la doncella velada y con el aire de impasibilidad que sólo podían tener los juthos. Había incontables pasangs de muelles y embarcaderos en la orilla, y casi todos ellos habían sido cedidos a los barcos macht y a los miles de soldados y marineros que no habían subido por la colina hacia la Aadan. Tiryn se preguntó cuántos hombres habrían llegado.

Se acercó al barco más cercano y al montón de barriles, cajas y sacos amontonados en el muelle junto a él. Los juthos estaban allí, por supuesto, como en cualquier lugar del Imperio donde fuera necesario hacer un trabajo pesado. Cada grupo de trabajo canturreaba entre dientes mientras manejaba las grúas del puerto. Era extraño y desconcertante verlos trabajar codo con codo con aquellos extranjeros. Los macht que colaboraban en la descarga no llevaban armadura, por supuesto. Los había de todos los tamaños y edades. Hombres de barba gris, piel bronceada y antebrazos nudosos trabajaban junto a jovencitos de hombros esbeltos. ¿Sería cierto que los macht no tenían castas, como le había dicho Amasis?

Allí. Uno de los macht más jóvenes, alto para su raza y con la piel pálida, estaba bebiendo de una cantimplora de agua. Cuando terminó, la ofreció a la figura corpulenta del jutho que tenía a su lado. Y el jutho la aceptó, derramando el líquido en la abertura roja de sus fauces. Tiryn se adelantó, fascinada. Su guardaespaldas, un guerrero kefren que había dejado atrás su juventud muchos años atrás, apareció a su lado.

—Señora, ¿es esto apropiado? —murmuró.

—Déjame en paz, Hurth. —Se adelantó, arrastrando la falda larga, ya manchada a causa de su paso por las calles. Los macht y los juthos se detuvieron a contemplarla.

—¿Cómo puedes compartir el agua con esta criatura? —preguntó al jutho en el asurio corriente de las calles—. Es un animal. ¿Es que no lo hueles?

El jutho se inclinó, tras observar las joyas que llevaba y el guardaespaldas que permanecía tras ella con la mano en la espada.

—Señora, tenía sed.

Tiryn se encontró mirando a los ojos del macht, que estudiaba el intercambio con cautela y curiosidad. A la luz de las lámparas del muelle, era posible ver lo demacrado que estaba, cubierto con poca cosa más que harapos y con la boca rodeada de cicatrices. Un esclavo, entonces. Pero sus ojos eran firmes. Había humor en ellos. La criatura dijo algo, y luego tuvo el descaro de tenderle la cantimplora de agua.

Hurth se adelantó y, con un gruñido, tiró de un golpe la cantimplora de la mano del macht. A su alrededor, el trabajo en el muelle se interrumpió. Macht y juthos se detuvieron para observar el pequeño incidente. Se acercaron más guerreros macht, algunos con cuchillos.

Otros empezaban a descolgar las hondas de sus cinturones, con los ojos cálidos y brillantes. Unos cuantos gritos en su idioma, y en mitad de todo aquello, el jutho mantenía su inmovilidad pétrea, como si estuviera esperando.

—Ya basta, Hurth. Déjalo. Creo… creo que no tenía mala intención.

Hurth desenvainó la espada y retrocedió.

—Insolencia —dijo—. Pero son demasiados. Deberíamos irnos, señora.

Se retiraron del muelle, seguidos por un coro de silbidos y burlas. Medio adoquín cruzó el aire para estrellarse a sus pies. Tiryn pegó un salto, y los macht de los barcos se echaron a reír. Excepto el de la cantimplora, que se inclinó para recogerla mientras observaba su apresurada partida con ojos pensativos.

Había doce hombres sobre la cima desnuda de una colina, todos ellos cubiertos con armadura negra y un quitón rojo. Por encima de ellos, el cielo era de un azul cegador, y a su alrededor una hueste incontable de hombres hacia su trabajo, cubriendo la tierra como una plaga legendaria. Al oeste podía distinguirse el resplandor de un gran río. Allí la tierra era verde y se veían árboles dignos de tal nombre, pero donde ellos se encontraban el polvo se revolvía en nubes ocres delante del viento, y entre la tierra agrietada sólo asomaban arbustos de espinos, palo de grasa y creosota.

—Desde Tanis a Geminestra hay más o menos cuatrocientos pasangs —dijo Phiron. Estaba arrodillado junto al mapa, estudiando la piel de becerro como un hombre podría observar un horizonte extraño. En la mano tenía un trozo de bastón que le servía de puntero—. Es un desierto, una tierra de matorrales, muy parecida a las llanuras en torno a Gast.

—Sólo que hace un poco más de calor —dijo Jason, y hubo una oleada de risas alrededor del mapa. Phiron ahuyentó las moscas de su rostro. De la nariz le colgaba una gota de sudor, y había más reluciendo en sus pómulos.

—Maldito calor —dijo alguien con rencor.

—Desde luego. Marcharemos por la noche. Ya lo he hablado con nuestro patrón. Descansaremos de día. Por lo que dicen, el desierto de Gadinai no es para tomarlo a broma.

—Cuatrocientos pasangs —dijo Orsos, el Toro—. Diez días de marcha, si todo va bien. —Se había afeitado la cabeza, y tenía el cráneo rosado por el sol. Su rostro brillaba como si estuviera engrasado.

—Quince —le corrigió Phiron. Cuando el centurión le miró fijamente, levantó las dos manos con las palmas hacia fuera, como un mercader aceptando un mal negocio—. Al parecer, los kufr no pueden marchar tan rápido como nosotros.

—Cuando marchas más despacio, comes y bebes más —dijo Jason—. Ésta es su tierra; ¿por qué se mueven tan mal sobre ella?

—No son como nosotros —dijo Phiron simplemente. Levantó la vista del mapa, entrecerrando los ojos por el resplandor del sol. Se acarició la zona donde la coraza le irritaba la clavícula—. Saldremos esta noche. Pasion, ya tienes el manifiesto. Estaremos en mitad de la columna…

—Tragándonos el polvo de su alteza real —gruñó Orsos.

—Desde luego. Pero la mayor parte de fuerzas kufr estarán detrás de nosotros. Mantendremos nuestro equipamiento con nosotros, y lo rodearemos. Hennanos, tanto si formamos parte de esta hueste kufr como si no, tengo intención de proceder como si estuviéramos solos. Exploradores en los flancos, infantería pesada en formación de cuadrado. Los animales de carga en el centro.

—Necesitamos sudar —dijo Mynon, con sus ojos de mirlo recorriendo el mapa—. Los hombres han perdido la forma después del viaje, y necesitan limpiarse las tripas del vino de nuestro patrón.

—Cierto —dijo Phiron—. ¿Pasion? Estás muy callado esta mañana.

—En boca cerrada no entran moscas —replicó Pasion. Se restregó el lado de la mandíbula, como si tuviera dolor de muelas—. Sólo estaba pensando. De modo que hemos dividido el ejército en diez batallones, o morai, con diez generales para comandarlos, pero sólo tenemos lanceros para nueve. Tal vez deberíamos pensar en aumentar esos números con los exploradores.

—¿Qué? ¿Equipar con panoplias a viejos y niños? Prefiero que falten hombres —resopló Orsos.

—Probablemente hay suficientes muchachos entre ellos —dijo Pasion, dirigiendo una mirada furiosa al Toro—. Tenemos el equipo suficiente; ahora mismo sólo sirve para ocupar espacio en las carretas. Las armaduras estarán mejor cubriendo la espalda de un hombre que en una carreta.

—Lo tendré en cuenta —dijo rápidamente Phiron, ahogando la disputa antes de que naciera—. Hermanos, a vuestras morai. Informad a los centuriones y preparadlo todo. Pasion inspeccionará el equipaje de cada centón esta noche. Que los hombres duerman por la tarde. ¿Alguna pregunta?

Había muchas. Phiron podía sentirlas flotando sobre él en el aire, danzando en la calina de la pequeña cumbre donde se encontraban. Finalmente, y de modo inevitable, fue Orsos quien tomó la palabra. A pesar de sus años, la masa de carne que formaba su rostro le hacía parecer un niño enorme y embrutecido.

—Tú conseguiste este contrato, Phiron, y te damos todo el mérito. —Allí hubo un murmullo colectivo de asentimiento, pero ofrecido de mala gana. Phiron levantó una ceja, y movió los pies como un hombre a punto de recibir un golpe—. Pero no debes olvidar que ahora esto es una Kerusia, un consejo del ejército. Los hombres eligieron a diez de nosotros entre cien centuriones, pero nadie te eligió a ti… ni tampoco a Pasion, si lo mirarnos bien. Sabemos que eres el único de nosotros que habla kufr, de modo que nadie piensa en quitarte de en medio; pero cuando se trate de tomar decisiones para el ejército, las tomaremos juntos.

—No eres ningún rey, hermano. —Era el canoso Castus. Pese a su edad, tenía el corazón más negro de todos. La cicatriz que se perdía en su barba convertía su sonrisa en una mueca lasciva—. Conoces a estos extranjeros, es cierto, pero yo mismo, o Argus, o Teremon hemos estado en muchas más campañas que tú.

—Y en la batalla, Castus, ¿habrá que votar cada vez que quiera que un centón levante los escudos? —preguntó Phiron en tono ligero, pero había acero en su voz.

—No seas ridículo. Cuando llegue el momento, trabajaremos con esos kufr, de modo que tiene sentido que tú des las órdenes. Ese aspirante a rey te enviará docenas de mensajeros cuando las cosas se pongan feas. Pero para las demás cuestiones, como el modo de marchar y los lugares donde nos detendremos, tendrás que acudir a nosotros, a esta Kerusia, y votaremos. Es lo justo.

—De acuerdo. —Phiron inclinó un poco la cabeza. Castus, Orsos, Argus y Teremon. Los centuriones más experimentados del ejército, un verdadero cuarteto de asesinos. Los generales más jóvenes (Pomero, Durik, Marios y Jason) formaban un grupo distinto. Incluso se mantenían algo apartados del resto. Y luego estaban los demagogos, los oradores: Mynon y Gelipos. Observarían la dirección del viento, y harían que sus votos fueran los decisivos—. ¿Algo más? —Los generales se miraron unos a otros, asintieron o se encogieron de hombros. Pomero chasqueó los nudillos mostrando indiferencia. Argus escupió en el polvo y convirtió el líquido en una pequeña pasta con el pie—. Muy bien, hermanos. Vamos a lo nuestro. —Y cuando el grupo de hombres se deshizo, Phiron añadió—: Jason, quédate un momento.

Se quedaron tres hombres. Phiron, Pasion y Jason. El montículo sobre el que se encontraban no medía más de tres lanzas de altura, y parecía artificial; entre el polvo bajo sus pies asomaban antiguos ladrillos de arcilla. Era un buen punto de observación para controlar el campamento del ejército. No habían plantado tiendas, pero cada centón había demarcado su zona con montones de piedras. Los soldados habían tendido los sacos de dormir sobre el polvo de la llanura en pulcras hileras, con dos pasos para cada hombre y la carreta de la compañía en el centro. En total, el campamento macht medía dos pasangs de longitud y algo más de anchura. Ni siquiera Phiron había formado parte nunca de un ejército tan grande, ni había visto un despliegue de hombres como el que se encontraba sobre la árida llanura que bordeaba el desierto de Gadinai.

Pero aquello no era todo. Las líneas macht estaban instaladas a unos seis pasangs de las murallas orientales de Tanis, pero entre ellas y las murallas había un campamento todavía mayor. Estaba menos ordenado; era como una ciudad abarrotada y caótica de tiendas de campaña, con decenas de miles de habitantes. Sobre ella flotaba una neblina de polvo, junto con el humo de mil fuegos de cocina, y en su extremo occidental grandes rebaños de animales oscurecían la tierra. Eran las bestias y los soldados del propio Arkamenes, sus hombres y las tropas que le había cedido Gushrun de Artaka. Tal vez había treinta mil hombres en total, sin contar a los asistentes. Su campamento estaba más cerca del río, donde aún había algo de hierba. En primavera, todo aquello sería una fértil llanura, y habría lechos de juncos junto al Arto, pues el río se desbordaba dos veces al año, hinchado por alguna fuente desconocida perdida entre la jungla del interior. Por el momento, los macht bebían de una serie de antiguos pozos de la llanura, mientras se habituaban a la sensación de la arena entre los dientes.

—Si ese ejército está listo para moverse al caer la noche, yo soy la doncella de una dama —rezongó Pasion, todavía frotándose la mandíbula—. ¿Qué sucede, Phiron? Hay muchas cosas que hacer.

—Los veteranos de la Kerusia tenían razón en lo que han dicho sobre las conversaciones con los kufr, Pasion. A mí también se me había ocurrido. Y he traído algo. —Phiron se inclinó y enrolló su mapa de piel de becerro. Era un regalo de Arkamenes, y representaba todas las tierras desde Tanis a las montañas de Magron. A veces deseaba no haberlo visto nunca. Cuatrocientos pasangs en aquella piel de becerro no ocupaban más de un palmo. Lo guardó en la bolsa de cuero que había llevado a su espalda durante veinte años, y extrajo un nuevo objeto—. Para ti, Jason. Pasion, tú también puedes usarlo si quieres.

Un pergamino cubierto de escritura. Jason lo abrió con las manos, separando los ejes.

—¿Qué es esto? Veo palabras en escritura macht, y algo incomprensible al otro lado.

—Es una recopilación de palabras, un diccionario. El visir de Arkamenes, Amasis, hizo que un escriba de Tanis lo elaborara para mí. Dice las palabras macht en asurio, la lengua común del Imperio, escritas en nuestro alfabeto tal como suenan. —Phiron sonrió, pues el rostro de Jason se había iluminado como el de un niño—. Necesitamos a alguien capaz de entender lo que dicen esos cabrones, además de mi mismo. No podemos confiar siempre en intérpretes, o en la caridad de nuestros aliados.

—La caridad de nuestros aliados… —Pasion meditó sobre la frase un momento antes de continuar—. Necesitaremos toneladas de esa caridad antes de que esto termine, Phiron. Podemos llevar encima toda la comida necesaria para cruzar ese desierto, y dices que allí también hay pozos. Pero cuando lleguemos a Geminestra, la bolsa estará vacía. Espero que tu principesco patrón tenga ciertas habilidades logísticas, o estaremos comiendo mulas antes de un mes.

—Todo está arreglado, Pasion —dijo Phiron, algo irritado.

—Soy el intendente. Me gusta arreglar esas cosas por mí mismo.

Phiron golpeó con un dedo el pergamino que sostenía Jason.

—Entonces lee esto. Aprende estas cosas. Si no puedes hablar con los kufr, ¿cómo les dirás lo que quieres?

Pasion apretó la mandíbula y sonrió un poco.

—Como tú digas. Jason, que disfrutes con tus estudios. Yo voy a contar sacos de grano, y espero que se hayan multiplicado en mi ausencia. —Se volvió y descendió por la colina, protegiéndose los ojos del resplandor del sol.

—Es un profesional, y no le gusta trabajar con aficionados —dijo Phiron, mirando cómo se alejaba—. No puedo culparle. Marchamos a las órdenes de un kufr, y a partir de ahora comeremos y beberemos según él decida.

—Si falta comida, siempre hay otras formas de conseguirla —dijo Jason. Enrolló el pergamino y lo cerró—. Gracias por esto, Phiron. Lo emplearé bien.

—¿Qué? No, no. Ya se a qué te refieres, Jason. Pero no podemos saquear unas tierras que esperamos que luchen a nuestro lado. Arkamenes cuidará de nosotros; después de todo, también le interesa. No temo que nos traicione o nos maltrate. Por lo menos, mientras no tenga la corona.

Los dos hombres se miraron, comprendiéndose perfectamente. Jason suspiró.

—Me sentía más feliz cuando era un ignorante… y también mantendré a mis centuriones en la ignorancia. Nunca pensé que ser general significaría hablar tanto.

—Así son las cosas. Nos ha ofrecido ayuda con el equipaje, ¿sabes?

—¿Ayuda?

—Ochocientos juthos de anchas espaldas. Dicen que son resistentes como mulas.

—Yo los mantendría alejados de nuestras líneas por el momento, Phiron. Nuestros hombres aún no están acostumbrados a estar tan cerca de los kufr.

—Como quieras. Pero puede que dentro de poco nos alegremos de utilizarlos. Marchamos esta noche, Jason, hagan lo que hagan los kufr.

—¿Y si se retrasan?

—Si se retrasan, tendrán que tragarse nuestro polvo.

Desde Tanis, el desierto de Gadinai se extendía como una llanura reseca hasta el río Otosh en el norte, interrumpida por barrancos y hondonadas excavados por las inundaciones de las lluvias primaverales. Al sur, las colinas de Gadea se extendían en hilera tras hilera de piedras pálidas y rotas. Sus acantilados blancos las hacían visibles desde lejos, y allí se encontraban las canteras desgastadas por el tiempo de donde procedían los enormes bloques que habían servido para construir las poderosas murallas y torres de Tanis. Los pastores kefren recorrían las colinas, cuidando de sus cabras como habían hecho desde tiempo inmemorial. Más al sur, las tribus de bandidos tenían sus guaridas en la laberíntica confusión de desfiladeros y cañones.

Incrédulos, los bandidos observaron desde las cimas de las quebradizas escarpaduras cómo un gran sarpullido se extendía sobre el desierto, un río de hombres, oscuro bajo el sol excepto donde la luz tocaba las puntas de sus lanzas. Levantaban una auténtica nube de polvo tras ellos y a su alrededor, un gigante pardo y amenazador, una tormenta amarilla decidida a cubrir el cielo del oeste. Parecía una nación en marcha, todo un pueblo en busca de un lugar mejor. Los escasos habitantes del Gadinai se reunieron, olvidando las antiguas rencillas, y observaron desconcertados mientras la gran columna seguía avanzando, tan imparable como el curso del sol. Era grandioso como el anuncio del fin del mundo, un espectáculo que incluso los dioses debían contemplar desde sus moradas entre las estrellas. De modo que aquello era el paso de un ejército.