7

Al otro lado del mar

La tormenta había amainado al fin, y de horizonte a horizonte el mar era una llanura parda y abrupta, llena de dientes blancos, sobre la que los barcos se agitaban bajo un puñado de vela. Durante unos veinte pasangs, la flota desperdigada se encontró reducida a jirones de vela, madera pesadamente cargada y cordaje suelto. En las bodegas de los castigados navíos, miles de hombres permanecían sentados hombro con hombro mientras la fétida agua de la sentina chapoteaba a su alrededor, y en las entrañas de los grandes transportes se podía oír a las mulas chillando de pánico e ira y pateando la madera de sus establos.

—Nos ha ido mejor de lo que pensaba —dijo Myrtaios con un grado de satisfacción que a Pasion le resultó casi inhumana. Se inclinó sobre la barandilla del barco, sólo para verse sujetado por el capitán—. No; en el lado de sotavento, por el amor de Phobos. ¿Por qué los soldados no aprendéis nunca a no vomitar contra el viento?

Pasion soltó un eructo líquido, con el rostro casi del mismo color que el agua que les rodeaba.

—Porque ya no nos importa. De haber dependido de mí, creo que hubiera deseado que nos ahogáramos hace dos días.

—Bueno, estuviste a punto de obtener tu deseo. Ha sido una tormenta de las peores que he visto a este lado de Gygonis.

—¿Y el resto de la flota? ¿Qué ves? —Pasion se limpió la boca y se enderezó. Se había quitado la coraza, y su quitón rojo estaba manchado de toda clase de suciedad. Abajo el hedor era casi insoportable, pero a los hombres también había dejado de importarles.

—Tengo vigías arriba contando, pero no es tarea fácil con este oleaje. No habrá un recuento completo hasta que los veamos llegar a los muelles de la misma Tanis. Sin embargo, amigo mío, tienes que estar preparado: algunos barcos se habrán perdido, recuerda lo que te digo. No se capea una tormenta de cuatro días como la que hemos tenido sin que para algunas almas desdichadas sea la última. —El capitán sacudió la cabeza con aire melancólico, y se pasó los dedos por la maraña gris de su barba.

—Lo recordaré. ¿Cuánto falta ahora para que podamos bajar de estos malditos artefactos y volvamos a poner los pies en la tierra?

El capitán se dirigió al lado de barlovento de la cubierta, haciendo una señal a Pasion de que lo siguiera. El portador de la armadura maldita se abrió paso entre una maraña de cordaje roto, y avanzó en dirección al grupo de trabajo que se dedicaba a reforzar la madera astillada de uno de los grandes remos. El agua de mar se movía sobre los tablones de la cubierta, y llegaba a tener un palmo de profundidad. Desde las apestosas tinieblas de las escotillas abiertas, otros miembros de la tripulación izaban grandes odres de agua por medio de aparejos fijados a la verga mayor, ayudados por los mercenarios a quienes el mareo no había incapacitado. Los odres se vaciaban por la borda, y luego eran bajados de nuevo por las escotillas para ser llenados. El proceso parecía interminable.

—Allí —dijo Myrtaios, señalando con un grueso índice—. ¿Ves esa línea en el horizonte del oeste?

—Eso es tierra, ¿verdad?

—Eso es la costa sureste de Gygonis, y si estuvieras en el mastelero podrías ver la nieve en las montañas de Andrumenos. Doy gracias a la misericordia de Antimone de que el viento no virara antes, o estaríamos todos flotando sobre trozos de madera, estrellados contra esa maldita costa de rocas negras. No, pese a lo dura que ha sido la tormenta, era perfectamente esperable en esta época del año. Cuando uno se hace a la mar en invierno, se está burlando de Phobos, que agitará las aguas contra él. De no haber sido por la paga, me hubiera reído en vuestra cara cuando me contratasteis.

—Y bien —dijo Pasion con paciencia—, si damos por sentado que Phobos ha apartado su rostro, ¿cuánta distancia nos queda por cubrir?

Myrtaios sonrió, exhalando un hedor a ajos rancios. Se hurgó con la uña en los pocos dientes que le quedaban.

—Bueno, hemos pasado Gygonis, de modo que lo peor ha quedado atrás, y ahora tenemos viento favorable, justo en la aleta. Si hay más de cuatrocientos pasangs hasta la costa de Artaka, besaré el trasero del timonel. Y podemos recorrerlos en tres días, si no hay tormentas ni naufragios, y si conseguimos que no entre más agua en este cascarón.

—Gracias, capitán —dijo Pasion—. Te estoy agradecido, a ti y a tu tripulación.

Myrtaios se echó a reír.

—Guárdate las gracias, mercenario, y asegúrate de que mi paga continúa en el bodega, que es su sitio. Es un tipo de lastre que me encantaría llevar más a menudo. —Levantó las manos como si estuviera acariciando los pechos de una mujer—. Todas esas preciosas bolsitas tintineando juntas, como si el oro hablara a través del cuero. ¡Si vivís lo suficiente para necesitar un viaje de retorno, soy vuestro hombre!

Se alejó por la cubierta, mientras reía con la cabeza echada hacia atrás. Pasion eructó, se cubrió la boca con la mano, y se tambaleó en dirección a la barandilla de barlovento.

Durante el día el viento amainó una octava, y los jirones de nube que quedaban en el cielo se marcharon con él, directamente hacia el oeste. La flota avanzaba de modo casi solemne y, a medida que los barcos empezaban a portarse de nuevo más como un medio de transporte sensato y menos como aparatos de tortura, los hombres de abajo empezaron a salir a cubierta. Rictus y Gasca treparon por las escalas y se dirigieron tambaleándose hacia la proa. Allí la espuma del mar era refrescante como la lluvia, y el sol tenía una calidez que parecía nueva y extraña. Casi les pareció que podían oler algo nuevo en el aire, como si sus sentidos hubieran cambiado junto con la geografía del mundo.

—Vamos hacia el sur —dijo Rictus—. ¿Ves el sol, poniéndose a nuestra derecha? Las Harukush están detrás de nuestras cabezas, y delante de nosotros…

—Sí; me pregunto qué será eso que hay delante de nosotros —dijo Gasca. Había una luz en su mirada que no había estado allí desde que partieron de Machran, y Rictus se alegró de verla.

—El mar —le dijo Rictus—. Estamos flotando sobre el Taneo. En las leyendas, se dice que fue creado por las lágrimas de Antimone, cuando lloraba por haber sido exiliada del cielo. Y entonces el dios herrero Gaenion, por lástima, levantó la tierra de Artaka en las costas lejanas, y la llenó de especias, fragancias y flores para consolarla.

—Y parece que allí es adonde vamos —dijo Gasca. Esbozó una sonrisa torcida—. Esta tierra de especias y flores de la que hablas…

Si es tan hermosa, ¿por qué permitió Dios que los kufr se quedaran con ella y a nosotros nos dejó las montañas negras de las Kush?

—Creo que Dios tiene otros planes para los macht —dijo Rictus.

—Yo creo que Dios nos la tiene jurada —le dijo Gasca—. Nos dio el culo del mundo para que nos peleáramos, según dice todo el mundo, y reservó los mejores lugares para los malditos kufr. Tal vez nuestras leyendas se equivocan, y somos la verruga en el trasero del mundo, atrapados en las rocas cubiertas de nieve, mientras el resto del mundo lo tiene todo fácil, con flores, especias y cosas así. ¿Lo habías pensado alguna vez, filósofo?

Rictus sonrió, pero no dijo nada. Se apoyó en la amura de madera de la proa y contempló el subir y bajar del bauprés, como un caballo dócil al medio galope. Observó las olas, que acudían a estrellarse junto a la popa, y saboreó la visión, el olor, la limpia agua salada sobre la piel. Tenía cierto presentimiento, la intuición de que debía recordar aquel momento sobre las anchas aguas del mundo. Un don de la diosa, tal vez. Sus dones siempre tenían doble filo. En aquel momento, sintió un intenso deleite por el movimiento vivo del barco y el grandioso girar de las aguas debajo de él. Sabía que debía convertir aquello en un recuerdo, porque cuando pasara no volvería a verlo.

Se llevó la mano a la garganta para tocar el colgante de coral que había tomado del cadáver de Zori. Procedia de allí, de las profundidades del mar. En Machran le hubiera servido para pagarse putas durante toda una semana, o comprarse un buen cuchillo, pero lo había conservado. Era lo único que le quedaba de aquel tranquilo claro del bosque donde su padre le había enseñado a ser un hombre.

El viento continuó favorable en dirección sur, y la flota avanzaba delante de él como un caballo al trote. A bordo de todos los barcos, los marineros reparaban los daños causados por la tormenta con la flema de hombres habituados a los caprichos del mar, y los mercenarios aprovecharon para lavar sus sucios quitones escarlatas con agua salada, lo que les causó irritaciones en muslos, cuellos y bíceps.

Al anochecer, y por primera vez, los capitanes permitieron encender fuegos en las zonas llenas de arena de las crujías. Las diseminadas compañías de macht colocaron sobre ellos los centoi de las mesas comunes, manchados de óxido, y arrojaron en su interior todo lo que pudieron rapiñar en las bodegas de los barcos. Los centones se reunieron en torno a cada caldero mientras la oscuridad cubría el rostro de las aguas, y los marineros les observaban desde sus puestos en la proa y en tomo al timón. Habían tomado mucho antes sus raciones de galleta y cerdo salado frío, y observaban con interés cómo sus pasajeros vestidos de rojo celebraban su ritual de comida nocturna como si estuvieran sanos y salvos en tierra firme. Myrtaios había expresado cierta preocupación por el número de hombres en cubierta, afirmando que la parte superior del barco pesaría demasiado, pero Pasion le había ignorado. Aquello era un consuelo para unos hombres que veían el mar como un lugar hostil y peligroso, y además, los soldados estaban demacrados como mendigos tras haberse pasado casi una semana vomitando sin cesar.

Había dos centones en el barco de Pasion: los Cabezas de Perro de Jason de Ferai, y los Mirlos de Mynon. La plataforma elevada en la parte trasera del barco (los marineros la llamaban toldilla; al parecer, todos los objetos de a bordo tenían su nombre en un lenguaje distinto) era un buen lugar para apoyarse y contemplar a los doscientos hombres de abajo, que abarrotaban la crujía en torno a los centoi, una oscuridad hirviente y humeante lamida por el fuego.

Los cocineros habían acabado de repartir el inevitable estofado hervido, y los hombres habían consumido al menos la mitad. Mynon y Jason se reunieron con Pasion en la toldilla y estudiaron el atiborrado espacio de abajo.

—Delgados y hambrientos —dijo Mynon.

—Mejor que gordos y aburridos —replicó Pasion.

Jason sonrió. Era un intercambio antiguo, casi un ritual.

—Dime una cosa —dijo—. ¿A cuántos hemos perdido, Pasion?

El de la armadura maldita frunció el ceño.

—Realmente, es difícil decirlo, Jason. Ni siquiera los marineros pueden estar seguros.

—Pasion…

—De acuerdo. Por ahora, parece que al menos una docena de barcos se hundieron en la tormenta.

—Diosa —blasfemó Mynon, realmente impresionado—. ¿Hombres o mulas?

—Los transportes grandes, en su mayor parte; según Myrtaios, las escotillas laterales pueden romperse y abrirse en caso de temporal.

Pero creemos que al menos tres transportes de tropas.

—Seis centones —dijo Jason—. Casi seiscientos hombres. Joder.

—¿Por qué este viaje? —quiso saber Mynon—. Podríamos haber cruzado por Sinon sin apenas tener tiempo de vomitar por la borda. En lugar de ello, aquí estamos, recorriendo las rutas marítimas del mundo, y hemos perdido cientos de hombres a causa de ello.

—Tanis es el único puerto donde podemos desembarcar con todas nuestras fuerzas sin tener que librar una guerra para conseguirlo. Ya has visto asaltos en barco, Mynon; hombres tratando de llegar a la orilla, ahogándose en sus armaduras, muertos en los bajíos. Créeme, Phiron sabe lo que hace. Además… —Allí Pasion hizo una pausa, como si hubiera estado a punto de decir demasiado. Finalmente continuó—. Si desembarcamos en Artaka, nuestro viaje se habrá reducido un poco, y evitaremos cruzar las montañas de Korash, un verdadero infierno según dice todo el mundo.

—¿Las montañas de Korash? ¿Adónde diablos va a llevarnos Phiron? —preguntó Mynon, y su única ceja adquirió un aspecto amenazador sobre sus ojos negros—. Creí que estaba en otro barco. ¿Está con la flota?

—Se adelantó —dijo Pasion ásperamente—. Hubo problemas en Sinon. Estaba preocupado por nuestra logística, de modo que se adelantó en una galera rápida. Nos estará esperando en Tanis.

Jason sacudió la cabeza.

—Pasion, nos tienes a oscuras. Basta de secretos. Estamos en el mar, sin ningún lugar adonde desertar, de modo que sé claro de una vez. Esto ya no es un grupo de centones. Cuando bajemos de estos malditos barcos, estaremos en esto todos juntos, y tendremos que entendemos con los kufr. Somos nosotros. Es todo lo que tenemos.

Pasion inclinó la cabeza. Abajo, en el combés del barco, los hombres habían empezado a cantar. Una antigua canción de las montañas. Su lengua tanteó las muelas podridas y doloridas que le habían mantenido despierto por las noches más veces de las que quería recordar. Pensaba en ellas como en su conciencia, o al menos como en una broma de Antimone, puestas en su boca para impedirle dormir tranquilo con tantas cosas en la cabeza.

—Sólo recibí un despacho de Phiron —dijo al fin. ¿Cómo se llamaba aquella canción? Incluso él, nacido en las tierras bajas, conocía la melodía—. Por fin pudo reunirse con nuestro patrón. Le pareció que los arreglos para nuestra recepción en Tanis no eran del todo adecuados, de ahí que zarpara a toda prisa de Sinon. Es todo lo que sé, hermanos.

—No —dijo Jason—. Hay algo más. Lucharemos en el Imperio, eso ha quedado claro; pero ¿quién es nuestro patrón? ¿Cuál es la misión, Pasion? Hemos llegado lo bastante lejos para saberlo.

Pasion se lo dijo.

Avistaron tierra tres días después. O eso dijeron los marineros desde los masteleros. Para los hombres en cubierta, no había más que una leve insinuación de línea oscura al borde del cielo y, con ella, cierta intensificación de los olores en el aire. Los hombres ignoraban que la tierra pudiera olerse como si fuera una comida en preparación o una ventosidad soltada en un rincón. Olieron la tierra, y abarrotaron las cubiertas de la flota como si su presencia allí pudiera hacerles acercarse más rápidamente. Cuando se aproximaron, vieron una costa color mostaza agarrada al borde del mundo, con el aspecto de una línea de arena. Para hombres acostumbrados a las montañas, resultaba extraño y poco apropiado que todo un mundo nuevo pudiera abrirse en el horizonte ante ellos, y parecer plano como la palma de una mano hasta donde alcanzaba la vista. Plano y pardo, sin señales de especias o flores que pudieran adornarlo.

El Gran Continente. Con tal nombre había sido conocido desde tiempo inmemorial. Los macht nunca habían olvidado su intento de conquistarlo, como tampoco los kufr. Cuando la flota macht se acercó a la orilla, con rizos en las velas y remos en los barcos más pequeños, también pudieron ver que el color del agua debajo de ellos había cambiado, volviéndose parda como la orina de un anciano. Los pájaros empezaron a volar en círculos en torno ala flota y a posarse en las vergas más altas, cagando gotas blancas sobre los hombres de abajo. Los mercenarios macht buscaron sus armaduras y armas, y les limpiaron el óxido y la sal, decididos a presentar un aspecto temible y reluciente al desembarcar. Y Myrtaios hizo subir a bordo a un piloto kufr para que condujera a los barcos de la flota a través de los bancos de arena y los canales del poderoso río Arto sobre cuyo delta se levantaba Tanis, una de las ciudades más grandes y antiguas del mundo. El kufr permaneció en la toldilla entre los dos remos timoneles, ladrando sus órdenes en buen macht a izquierda y derecha, mientras detrás de él casi cien barcos lo seguían dócilmente, temerosos de embarrancar entre la arena pálida y las rocas amarillas de Artaka. Incluso Jason, en pie en el extremo de la toldilla cubierto con su armadura negra y con el yelmo de hierro colgado como un bote de su cadera, pudo sentir la historia tras lo prosaico del momento. Había visto kufr antes, unos pocos, pero se le consideraba un hombre educado. Para casi todos los soldados, la silueta que se erguía increíblemente alta en la popa era como una imagen surgida de un mito, reluciente y en vivos colores. Lo observaron fijamente: la piel dorada, los extraños ojos, el rostro de rasgos humanos que no eran en absoluto humanos. Y la criatura ni siquiera parecía sudar bajo su escrutinio.

—Tal vez no sudan —dijo Mynon, observando con la misma falta de discreción que el recluta más novato de su centón.

—Ah, no me digas que nunca habías visto ninguno.

—De veras, Jason, nunca había visto ninguno. No todos somos tan cultos ni hemos viajado tanto como tú.

De modo que Tanis se abrió ante ellos. El piloto les condujo a través de un amplio estuario donde el mar se volvía pardo, y a cada lado los bancos de arena iban acercándose al agua, estrechándose pasang a pasang. Delante, un alto destello blanco apareció en el borde del mundo, y mientras avanzaba el día (un día largo y agotador para los que se habían vestido con la panoplia completa), el objeto blanco creció y se alargó, pareciendo flotar en algunos lugares, hasta que los hombres de los barcos vieron algo para lo que no estaban preparados. Habían visto Machran, por lo que creían que sabían cuál era el aspecto de una gran ciudad, pero lo que crecía en el horizonte momento a momento era algo distinto. Era como comparar las construcciones de barro de un niño con el proyecto de un ingeniero.

Tanis. Allí se construía con piedra caliza, una roca blanca que el tiempo marcaba y oscurecía. Pero de todos modos, el paso de los años no podía oscurecer la ilusión. Era una ciudad blanca, una joya centelleante, que se levantaba entre el delta pardo que la rodeaba. En su centro había dos docenas de torres, y cincuenta torres dentro de torres, y murallas interconectadas, todo ello tan enorme en su concepción que resultaba irreal de contemplar, recortado contra el cielo azul, el sueño de un arquitecto. Una maravilla. Cuanto más avanzaba la flota por el delta del río, más altos se volvían los edificios. Los hombres de los barcos inclinaban el cuello, tratando de ver las cimas de torres que se encontraban aún a varios pasangs de distancia.

—Dios de nuestra madre —dijo Mynon. Su pequeño rostro de rata era poco apropiado para expresar asombro, pero lo conseguía a la perfección en aquel momento. De pronto arrugó la cara, y la admiración se convirtió en resentimiento y desconcierto. Miró las torres blancas de Tanis como un hombre traicionado por su esposa—. Pasion, yo… yo…

—Lo sé —dijo Pasion.

—Menuda misión —dijo Jason. Incluso él, el hombre refinado y culto, tenía problemas para mantener la boca cerrada—. Pasion…

—Lo sé —dijo Pasion. Su rostro estaba impasible, como una estatura esculpida en piedra—. Preparad a vuestros centones para el desembarco. No dejéis nada atrás. Nos reuniremos en los muelles con el equipamiento completo. Si tenemos que luchar para bajar de los barcos, que así sea. Hermanos, id con vuestros hombres.

Por las burdas del barco de delante ascendieron estandartes de lino pintado. Los barcos de detrás modificaron sus rumbos, recogiendo velas y avanzando por el canal, hilera tras hilera. En todas las cubiertas, los macht permanecían en formación con las armas en la mano. Y la orilla seguía acercándose, y las inmensas torres de Tanis se alzaban sobre ellos.

El mensajero se arrojó al suelo al borde del estrado. Postrado, balbuceó:

—Gran señor, han llegado. Los barcos están entrando ahora en el puerto, en hileras interminables como el mar. Cientos de barcos, gran señor, y en todas las cubiertas hay miles de guerreros macht con su armadura, con las lanzas brillantes como estrellas. Es una visión gloriosa y terrible, como una imagen de leyenda…

—Sí, sí —dijo Arkamenes—. Márchate. Tengo ojos en la cara.

Se levantó, balanceándose ligeramente bajo el peso de las túnicas ceremoniales. Amasis se le acercó un paso y levantó el espacio donde debería haber habido una ceja.

—¿Quieres que…?

—Dios, no. Gracias, Amasis. Al parecer, un rey debe tener las piernas fuertes.

—Esas túnicas podrían pagar un segundo ejército por si solas —murmuró Amasis. Volviéndose a mirar la cámara de audiencias, dijo—: ¿Crees que ofrecemos un espectáculo lo bastante impresionante?

Había más de dos mil personas en el salón, y el calor era asfixiante pese a los esfuerzos de los esclavos con abanicos situados en hileras a lo largo de las galerías superiores.

—¿Dónde está Gushrun?

—Ha salido. Al parecer, incluso el gobernador de Artaka tiene que mear de vez en cuando.

Arkamenes sonrió. Cuando se levantó del trono, los ocupantes del salón se habían inclinado delante de él, y todas las conversaciones habían cesado. Había un camino claro a través del centro de aquella enorme estancia llena de ecos, y apostados a ambos lados de él, formando una barrera de carne, había doscientos kefren de la casta más alta, miembros de la guardia real, los honai. Cubiertos con corazas de escamas de hierro, habían sido seleccionados por su estatura, fuerza y ferocidad. Los yelmos altos y coronados por plumas que llevaban hacían que su cabeza y hombros se levantaran por encima de los de los demás miembros de la multitud… de cualquier multitud.

Arkamenes se dirigió a la ventana detrás de su trono. Media dos lanzas de altura, y toda su longitud había sido cubierta de verdadero cristal. A través del borroso resplandor, podía mirar abajo y ver el triple puerto de Tanis. Podía ver la llegada de la flota, y contemplar las multitudes congregadas en los muelles, retenidas por sus propios lanceros, para que los temibles macht pudieran pisar de nuevo la tierra del Gran Continente.

—Que los oficiales se presenten ante mí al instante —dijo a Amasis—. Que vengan a pie, armados o desarmados, según prefieran. Pero date prisa. Toda esta gente empezará a desmayarse de un momento a otro. Y, Amasis…

—¿Sí, mi señor?

—Averigua dónde está Phiron.

El calor de aquella tierra era algo que no habían esperado, y menos en invierno. Mientras seguían a los hombres de delante en una fila interminable para descender por la pasarela, Rictus y Gasca fruncieron los labios y se miraron con silenciosa sorpresa. ¿Aquello era el invierno? Les parecía haber llegado a un lugar ajeno al curso natural de las estaciones. Y cuando Gasca estuvo en el muelle con la armadura puesta, el yelmo cerrado sobre los huesos de la cara y la lanza volviéndose resbaladiza en su puño, se preguntó si no habría algo de verdad en las historias de Rictus. Porque aquel calor no podía ser natural en aquella época del año. Tal vez si que habría flores allí, y también especias, fueran lo que fueran.

Los centuriones llevaban la cabeza desnuda, para gritar mejor y ser reconocidos por los hombres a quienes gritaban. A medida que llegaban los barcos, y cada vez más hombres desembarcaban de ellos para formar rígidas hileras en los muelles, las multitudes que se habían congregado a observarles se volvían más densas y ruidosas. Varias filas de lanceros kufr las mantenían alejadas de los macht, pero bajo sus altos yelmos sus ojos estaban tan abiertos como los de las inquietas hordas de detrás.

Jason recorrió la primera fila de su centón con su armadura completa; el yelmo de hierro, con su penacho transversal, le golpeaba la cadera.

—Estaos quietos, cabrones —dijo, en un gruñido bajo—. Demostradles quiénes somos. Buridan, pon en su sitio a esos malditos exploradores.

Los primeros en abandonar los muelles fueron los Delfines de Orsos, un grupo de pésima reputación incluso entre los mercenarios. En algún momento de desenfreno, habían cubierto sus armaduras con pintura negra hallada en la bodega de su barco, por lo que pareció que todo un centón de armaduras malditas conducía al ejército hacia la abarrotada inmensidad de la ciudad que les aguardaba.

Pasion estaba en la vanguardia, conversando discretamente con un par de guías kufr, cada uno de ellos elegantemente inclinado para oír sus palabras entre el estruendo de la multitud. Incluso a aquella distancia, era posible ver que luchaba por no retroceder cuando aquellos rostros dorados y fragantes se acercaban al suyo, con los ojos violeta relucientes como una piedra preciosa encontrada en el desierto.

Rictus se quedó en los barcos junto con los demás exploradores.

El desembarco del equipo y las bestias de los macht duraría algún tiempo. Hubo algunos gritos, y se llegaron a blandir las armas cuando un enorme grupo de trabajadores del muelle juthos trataron de subir por las pasarelas, empujando poleas sobre ruedas como si fueran máquinas de asedio llevadas a las murallas de una fortaleza hostil. Los exploradores cerraron filas y llenaron de insultos a los juthos de piel gris, que permanecieron impasibles, mientras sus ojos amarillos parpadeaban melancólicamente. Sólo cuando un centurión se acercó a grandes zancadas por la orilla, maldiciéndoles y llamándoles imbéciles, los exploradores se calmaron y permitieron que los oscuros juthos subieran a sus barcos y empezaran la tarea asfixiante y pesada de trasladar a tierra las provisiones del ejército.

—Huelen distinto —dijo uno de los camaradas de Rictus, levantando el labio inferior por encima de sus dientes—. ¿No lo notáis? Como una playa en verano, cuando la marea ha dejado algas sobre la arena.

—Lo que hueles es el puerto —le dijo Rictus. Pero no estaba del todo seguro de que el otro hombre se equivocara. Harto de ser empujado en la atiborrada cubierta, trepó a los obenques del palo mayor hasta encontrarse a cincuenta pies por encima del muelle. Desde allí, la presión, el estruendo y el calor de la multitud no parecían menos agobiantes. Los grandes puertos de Tanis estaban llenos de barcos, no sólo la flota macht, sino medio millar de otros navíos, todos acercándose a los muelles para cargar o descargar. Y las calles que desembocaban en la orilla eran un verdadero caos de peatones, carros, carretillas, carretas y animales de carga. Sólo la avenida por donde marchaba ya el ejército macht parecía descongestionada, mientras los habitantes de la ciudad abrían paso al rio bronce y escarlata que serpenteaba hacia el interior, donde centelleaban las torres blancas. De repente, el mundo se había convertido en un lugar mucho más inmenso que las imaginaciones de Rictus, y un ejército que había parecido enorme y temible en las Harukush fue engullido por Tanis como haría un sapo con un mosquito.

Sudando como un caballo, Pasion sintió que el alivio le invadía al reconocer a Phiron en la parte alta de la calle, aguardando a que el centelleante rio de hombres llegara a su altura. Phiron sonreía, con su hermoso rostro bronceado y los ojos grises relucientes. Se situó junto a Pasion, y un murmullo recorrió la columna. Los hombres levantaron un poco la cabeza, con los ojos centelleando en las aberturas en forma de T de sus yelmos, mientras los penachos se agitaban y los pies pateaban al unísono. Empezaron a marchar a la vez, y la cadencia creció cuando los clavos de sus sandalias empezaron a castigar los adoquines.

Pasion siempre había envidiado un poco a Phiron por su atractivo personal, sus modales aristocráticos y su comprensión rápida de las cosas complejas, pero se alegró de verle. Los dos hombres se oprimieron los antebrazos sin romper el paso.

—¿Adónde nos llevan? —preguntó Pasion, señalando con la cabeza al par de kefren que abrían la marcha.

—A la Muralla del Desierto, la Kerkh-Gadush según la llaman aquí. Es una buena caminata, y tú y yo no podemos ir con ellos durante todo el camino. Nos esperan en la Aadan, la Ciudad Alta. Nuestro patrón nos aguarda allí, sin duda cada vez más impaciente. Quiero diez centuriones, para ofrecer algo de espectáculo. Asegúrate de que uno de ellos sea Jason de Ferai; necesito que haya un hombre educado.

Pasion sonrió sin humor.

—Está a diez pasos detrás de ti, con su estandarte del perro y todo. ¿Qué tal Orsos?

—No, por el amor de Dios. Quiero hombres inteligentes que sepan mantener la boca cerrada. Mynon vendrá con nosotros. Escoge al resto, Pasion. No hay tiempo que perder.

Phiron y Pasion se hicieron a un lado y dejaron que los hombres marcharan junto a ellos. Llamaron a Jason y Mynon y los apartaron de las interminables filas. Marios de Karinth, un asesino endurecido que a pesar de todo poseía el rostro inocente de un panadero. Durik de Neslar, con la barba negra y la nariz rota, un veterano que amaba la música. Pomero de Arienus, pelirrojo y con la cara pecosa medio pelada bajo el calor del sol extranjero. Otros cinco; los más jóvenes y atractivos, los más presentables de entre los centuriones del ejército. Phiron los sacó a todos de las filas, les pidió que se arreglaran con una brusquedad que no había poseído seis meses atrás, y los guio mientras ascendían por el terraplén artificial sobre el que se alzaba la parte alta de Tanis.

Todos los centuriones elegidos iban cubiertos con la Maldición de Dios, negra y sin luz.