6

Kufr

El puerto de Sinon era una reliquia. Para los que tenían cierta educación y poseían nociones de historia, era la prueba fehaciente de que en algunas leyendas había granos de verdad. La ciudad era tan antigua como cualquier otra polis de las Harukush, pero estaba al otro lado del mar, frente a las tierras macht. Había sido fundada en la costa de aquel continente enorme y eterno donde vivían las enormes masas e incontables razas de los kufr. Los hombres llamaban a aquellos lugares El Otro Lado Del Mar, pero mientras que al sur el mar de Sinon se abría en el enorme Taneo, el estrecho que separaba la masa de tierras de las Harukush de la del Gran Continente sólo medía treinta pasangs de anchura. Antiguamente, los macht habían cruzado aquel estrecho en dirección este, en sus flotas de galeras, y habían llevado la guerra y la conquista a las tierras de los kufr en la orilla oriental. Gansakr y Askanon habían caído en su poder, tierras anchas y llenas de colinas, con pastos fértiles y ricos huertos que dejaban en ridículo a su suelo natal. Se decía que las huestes macht habían llegado hasta las montañas Korash, a más de setecientos pasangs al sureste. Allí se habían enfrentado a ejércitos tan vastos que no había esperanza de victoria contra ellos. Habían sido derrotados, y se habían retirado de nuevo a la costa del mar Sinonio, como una marea provocada por las dos lunas de Kuf. La ciudad de Sinon era una fortaleza por entonces, construida para ganar una cabeza de puente en la costa del Gran Continente. Exhaustos tras años de sangre y matanzas, macht y kufr habían firmado un tratado. Los macht habían jurado no volver a cruzar el estrecho en son de guerra, y los kufr les habían cedido el puerto fortaleza de Sinon, como puerta de entrada para embajadas, mercaderes y comerciantes. El líder guerrero kufr que había firmado el tratado se llamaba Asur. Había fundado una dinastía de reyes y había construido un imperio. Sus descendientes gobernaban el mundo a la sazón, y se llamaban a sí mismos gran rey, o rey de reyes. Y el Imperio asurio había resistido el paso de los siglos, hasta convertirse en parte del tejido del mismo Kuf, con una grandeza ordenada por Dios y destinada a durar para siempre. Así rezaban las leyendas kufr.

«Ciento diecisiete barcos», pensó Phiron. «Y cortando justo. Tal vez demasiado justo. Tal vez debería haber pedido más. Tiene todo el tesoro de Tanis a su disposición, si Artaka realmente se ha declarado a su favor. Podría tener en el bolsillo a la mitad de los macht si quisiera».

Phiron abandonó su contemplación del puerto, donde estaban anclados sus ciento diecisiete barcos. Como un bosque, sus mástiles estaban tan juntos que desde los muelles ocultaban el amanecer. No había espacio para todos a lo largo de los embarcaderos, de modo que había docenas anclados en la protección ofrecida por los rompeolas del puerto, atados por proa y popa a boyas fabricadas con vejigas. Eran los más ligeros, los que llevarían a las tropas. Atados a la piedra de los muelles estaban los pesados transportes, anchos de eslora, con escotillas en los costados para poder embarcar a los animales de dos en dos.

Aquellos barcos representaban el poder naval de varias naciones. Una flota semejante nunca se había concentrado antes en un solo puerto. Ni siquiera la armada de guerra del gran rey poseía más de doscientos barcos, y estaban esparcidos por las bases de aguas profundas a lo largo de la costa del Taneo, las mayores de las cuales se encontraban en los astilleros navales de Ochos y Antikauros.

«Tiene que ser ahora», pensó Phiron, recorriendo la estancia de mármol. «Las cosas han ido demasiado lejos para que se eche atrás; ya ha cometido un acto de traición. O se apodera del trono, o muere en el intento. Y nosotros con él».

La habitación estaba caldeada por las lámparas y un ancho brasero lleno de carbón. Phiron había estado recorriéndola durante una clepsidra, y los clavos de sus sandalias no beneficiaban precisamente al mosaico del suelo. Periódicamente interrumpía sus paseos para volver a mirar por el balcón, con sus puños de grandes nudillos apoyados en la balaustrada. En aquellos lugares se construía con una piedra pálida, de color miel, que daba a Sinon el aire de un lugar cálido bajo los fugaces destellos de sol invernal que aparecían y desaparecían. Supuso que sería piedra arenisca, el color de la playa de Hal Goshen en verano. Phiron no había visto una ciudad macht construida con el granito oscuro de las Harukush en más de cinco años.

Su hogar había sido Sinon y el mar. Había aprendido el idioma kefren, hablado en la corte del gran rey, y en los burdeles del puerto maldecía y fanfarroneaba en asurio común, la lengua que permitía a un hombre viajar por todo el mundo civilizado. Sus amigos eran capitanes de barco, mercaderes, propietarios de prostíbulos y soldados perdidos como él mismo. Había sido un hombre importante, un centurión respetado por sus iguales. Había dirigido diez centones a través de las tierras interiores de Machran, sin que nadie les hubiera contratado. Su intención había sido capturar una ciudad para sí mismo, nada menos, y convertirse en uno de los hombres importantes del mundo. Aquello había terminado en derrota y exilio.

De modo que allí estaba, haciendo de enlace entre dos mundos. Por una vez en su vida, pensó, se había encontrado en el lugar correcto en el momento correcto. Y los meses de intriga, reuniones furtivas e intermediaciones habían quedado atrás.

Las altas puertas dobles de la habitación se abrieron sobre sus goznes de bronce engrasado. Aparecieron dos esclavos vestidos con túnicas negras y amarillas, con las cabezas inclinadas de modo que sus coletas caían hacia delante. Eran juthos, igual que tantos esclavos personales de los kefren. De piel gris, con los ojos amarillos y el cabello negro azulado, todos eran más corpulentos que el más voluminoso de los guerreros macht, pero tres palmos más bajos. Phiron conocía las historias de las rebeliones juthas. Pese a lo sumisos que parecían aquellos dos, sus compatriotas estaban entre los guerreros más feroces de los kufr, y se habían alzado contra el Imperio una y otra vez. Tras el fracaso del último levantamiento, la mitad de su población había sido exiliada al lejano oriente, a Yue o Irgun, donde trabajaba en las minas de las montañas de Adranos. Desde entonces había transcurrido una generación. Se preguntó si los juthos tendrían ánimos para participar en aquella nueva aventura.

Todo aquello pasó por su mente en un segundo. Phiron era un hombre alto, cuyo padre procedía del interior de las montañas de Harukush. Había heredado los ojos pálidos de su padre, pero la tez oscura de su madre. Llevaba la capa escarlata de los mercenarios como un noble, envuelta en el brazo izquierdo. Debajo de ella, la sombra negra del Don de Antimone protegía su torso, sin reflejar en absoluto la luz procedente de las lámparas y el brasero.

Dos nuevas figuras entraron en la habitación, y los sirvientes juthos cerraron las puertas dobles con un sonido suave. Phiron se inclinó profundamente, hablando en el kefren más correcto que pudo.

—Mi señor —dijo—. Es un honor. Señora, espero que os encontréis bien. —Se irguió, con el corazón latiéndole más aprisa a pesar de si mismo. Cara a cara al fin.

La primera figura era más alta que Phiron, al que superaba en dos palmos. Tenía un rostro largo y equino con rasgos humanos, pero su forma, tamaño y color no se parecían a nada que ningún humano hubiera poseído. Los ojos tenían forma de hoja, con largas pestañas de color ámbar. El iris era de un violeta pálido, sin pupila distinguible. La nariz era larga, estrecha y aguileña, y la boca pequeña, curvada hacia abajo en los extremos. Toda la cara parecía alargada, con una frente inmensamente alta, donde el cabello rojizo había sido recogido en trenzas terminadas en cuentas de oro. La piel de la figura era de un tono dorado pálido, acentuado por la luz de las lámparas, y algo oscurecida en torno a las cuencas de los ojos y fosas nasales, mientras que en el hueco de las sienes se convertía en un azul pálido.

—Phiron —dijo el ser, y tenía una voz que hubiera envidiado cualquier actor, profunda como el tañido de una campana de bronce—. Al fin nos conocemos.

Era Arkamenes, gran príncipe del Imperio asurio, hermano del mismísimo gran rey. Era un kefre, miembro de la raza más poderosa de Kuf. Era uno de los gobernantes del mundo.

Detrás de Arkamenes había una forma más pequeña, con curvas femeninas enfatizadas por una túnica ceñida de lapislázuli. Esbelta como un sauce, la criatura iba velada, mostrando sólo los ojos, que eran de un marrón cálido, como el vino de montaña. Las pestañas que los rodeaban eran negras, y habían sido resaltadas con algún cosmético.

Arkamenes observó la mirada rápida e interrogante de Phiron, y sonrió.

—Tiryn es como una esposa para mí. Podemos hablar sin temor.

Phiron volvió a inclinarse. Se le consideraba un hombre atractivo, con buen cuerpo y no exento de elegancia, pero en compañía de aquellas dos criaturas parecía un objeto construido toscamente con cuero y hierro, achaparrado y sólido, como un grajo rodeado de cisnes. Estaba a punto de hablar, pero Arkamenes dio una palmada con sus largas manos de piel dorada y uñas pintadas de lila. Las puertas volvieron a abrirse y los dos juthos se inclinaron.

—Algo para fortalecernos. Y rápido.

Con gran velocidad pero sin prisa aparente, los esclavos prepararon las pequeñas mesas, cargándolas con bandejas de dulces y botellas de plata y cristal. Uno de los juthos depositó una vasija de cristal con agua caliente y toallas de lino en un soporte lateral. Los esclavos volvieron a salir, las puertas se cerraron, y el olor de la comida provocó que a Phiron se le hiciera la boca agua. Su desayuno había consistido en pan del ejército al romper el alba, y una jarra de vino tinto.

Arkamenes abrió los brazos en un gesto de inclusión.

—Debes perdonar nuestra frugalidad, pero estos apartamentos eran los mejores que podía ofrecer esta ciudad. Y estamos siendo discretos, creo. Incluso ahora, la discreción es necesaria. Tiryn, sirve algo de vino al general. Nos instalaremos junto a la ventana y contemplaremos nuestros barcos.

Hubo un sobresalto momentáneo, como un estremecimiento vital, cuando la mano de la mujer tocó la suya y puso entre sus dedos una copa cálida y humeante. La miró a los ojos durante un instante; también era más alta que él. Sus ojos estaban llenos de vida, pero parecían reservados. Como una puerta cerrada tras la cual se escucharan prácticas amorosas.

Phiron sorbió el vino caliente, saboreó su calor y lo paseó por su lengua.

—De modo que la flota está reunida —dijo Arkamenes, sin tocar su propia copa—. ¿Serán suficientes? ¿Podrá hacerse en un solo viaje?

—Sí, aunque por poco. Algunos de los animales de carga tendrán que quedarse atrás, pero podemos compensar tales pérdidas en Tanis.

—¿Y los números? Dime, general, ¿cómo crece mi ejército?

—Los contingentes se están reuniendo en Hal Goshen. El reclutamiento estará completo dentro de seis días. Cien centones de infantería pesada macht completamente armados. Con la dotación completa, eso significaría unos diez mil hombres, pero casi todas las compañías están algo por debajo de su dotación habitual. Les acompañan unos cuantos miles de soldados ligeros, sirvientes de campo, artesanos y similares…

—¿Esclavos? Los tenemos en abundancia a este lado del mar.

—No, señor. Hombres libres, al menos en su mayor parte. Muchos son buenos guerreros, pero les falta el equipamiento. Tradicionalmente, sirven para ayudar a proteger los flancos de la falange, y se les usa para explorar o lanzar ataques en terreno abrupto.

Arkamenes miró fijamente a su general.

—Todo eso está muy bien. Pero escúchame bien, Phiron, no estoy pagando una gran flota para que transporte putas a través del Taneo. Confío en que no habrá hordas de familias de soldados marchando detrás de la hueste. Los hombres deben moverse rápido y viajar con poco equipaje.

—Nada de mujeres, señor; ése era el acuerdo, y Pasion se encargará de que se cumpla.

—Bien, bien. Entonces sólo nos falta embarcarnos y emprender el viaje en la vanguardia de nuestra pequeña expedición. Tengo una galera rápida en el muelle. Podemos estar en marcha dentro de una hora si es necesario.

—He oído rumores, señor. —Phiron sorbió el vino caliente. Estaba muy especiado, demasiado dulce para su gusto.

—Sobre Artaka, supongo. Sí, la provincia se ha declarado a mi favor. Uno de mis capitanes la gobierna. Tengo a Tanis en la palma de mi mano, general. Cuando tus hombres desembarquen, no tendrán que temer un recibimiento hostil. Todo está controlado.

—Sí, lo había oído. Pero me preguntaba… ¿Y tu hermano?

Las fosas nasales de Arkamenes se abrieron de golpe, como las de un caballo sin aliento.

—¿Qué sucede con él? —preguntó suavemente.

—Sabe lo de tu huida…

—Por supuesto. Envió a media docena de asesinos a perseguirnos. De no haber sido por mis guardias y el viejo Amasis me hubieran matado tres veces.

—Pero ¿ordenará una movilización general, o saldrá al campo sólo con las tropas de la milicia? Mi señor, ¿sabe lo que estamos haciendo aquí?

Arkamenes se volvió. Tomó un sorbo de vino, con tanta delicadeza como si fuera un sacramento.

—Eso importa poco. Cuando tus soldados desembarquen en Tanis, la noticia correrá por el Imperio más rápido que una plaga. Casi hay tres meses de marcha desde Tanis a Ashur, tiempo más que suficiente para que reúna lo que le parezca necesario. Haremos que las provincias por las que marchamos se levanten contra él. Ya he tenido reuniones con los ancianos juthos. Están con nosotros.

—¿Y en cuanto a las tropas, señor? ¿Qué podemos esperar?

Arkamenes sonrió, recuperando el sentido del humor.

—Miles de hombres, general. Haré que miles de soldados marchen a tu lado, pero será tu gente la que forme el núcleo de mi ejército, un corazón de hierro. ¡Imagina! Diez mil macht de leyenda, venidos desde el otro lado del mar para hacer la guerra después de tanto tiempo. Esa noticia valdrá por una docena de ejércitos.

Phiron inclinó ligeramente la cabeza, insatisfecho con la respuesta pero sabiendo que no recibiría otra.

—Dime, general: ¿qué distancia hay de ese puerto vuestro hasta Tanis? ¿Cuánto durará el viaje del que hablamos?

Phiron parpadeó. Había repasado aquellos detalles una docena de veces con los intermediarios.

—Mil doscientos pasangs, señor. El capitán de la flota, Myrtaios, me ha asegurado que si el viento se mantiene, el viaje durará unos diez días.

—Diez días. —Arkamenes se alejó de la ventana, casi crepitando de energía. Dejó a un lado su exquisita copa, que tintineó sobre una mesa—. ¡Diez días! Yo estaré allí antes que vosotros, general. Estaré en el muelle de Tanis, observando el horizonte del norte, esperando la llegada de mi flota. —Su boca se ensanchó en una enorme sonrisa, y pareció que detrás de sus labios había demasiados dientes—. Atravesaremos el desierto de Gadinai en invierno, de modo que no habrá dificultades, y cuando llegue la primavera y las nieves de los pasos de las Magron se hayan fundido, allí estaremos, en la Tierra de los Ríos, las tierras más ricas del mundo. Mi hermano nos recibirá allí, lo sé. No recorrerá medio Imperio para presentar batalla, sino que esperará a que lleguemos hasta él. —Su rostro se oscureció—. Haré que lo empalen, como al parricida que es.

La idea pareció animar a Arkamenes al instante.

—Esta noche tú y yo cenaremos juntos, Phiron. ¿Te gusta nuestra comida? ¿Has visto alguna vez bailar a una mujer kefre? Ordenaré que te hagan una túnica, algo más apropiado que ese harapo escarlata que insistes en ponerte. Tengo que pensar en las libreas de tus hombres. Las veo en dorado, creo. Con mi divisa en negro en el pecho y la espalda. ¿Qué te parece?

Phiron adelantó la mandíbula.

—Me parece que no, señor.

Arkamenes se quedó muy quieto. Phiron captó el destello de los ojos de la mujer, que le observaba con atención repentina, el primer interés genuino que había demostrado desde su llegada a la habitación.

—¿Qué?

—Mi señor, el escarlata es nuestro símbolo. Lo llevamos durante toda la vida, mientras podemos sostener una lanza y ponerla en venta. El color es el de nuestra sangre, nuestra profesión. No importa quién sea el patrón, lo llevamos hasta la muerte, y nos envuelven en él sobre nuestra pira.

Arkamenes volvió a sonreír, con una nota falsa.

—Fascinante. Y aunque pago vuestros sueldos, aunque viajaréis en mis barcos, comiendo mi comida y bebiendo mi vino, ¿no tengo nada que decir en eso?

—No, señor —dijo Phiron con obstinación.

Arkamenes recorrió la estancia en cuatro pasos. Apoyó una larga mano en el hombro de Phiron, tocando la lana roja de la capa que lo cubría. Parecía entre divertido e incrédulo.

—Sin duda —dijo—, tardaremos algún tiempo en adaptarnos a nuestras respectivas costumbres.

Phiron sólo se limpió el sudor de la frente cuando las puertas se cerraron tras él. Podía sentir cómo se enfriaba en la base de su espina dorsal, y el vino que había bebido se removía en su estómago vacío de forma desagradable. Los dos juthos permanecían impasibles a cada lado de la antecámara, con los ojos amarillos indescifrables. Phiron había matado a un lobo con ojos como aquéllos sobre el hocico. Dirigió una mirada furiosa al jutho más cercano, como si la criatura le hubiera insultado.

—Kufr —dijo con frío desprecio. Y escupió a los pies del ser. Luego se alejó a grandes zancadas, decidido a buscar la compañía de los suyos.

Tras él el jutho se inclinó, y con el borde de su túnica limpió el escupitajo de los mosaicos labrados del suelo.

—¿Tenías intención de provocarle? —preguntó Tiryn. Suavemente, enderezó la copa que Arkamenes había dejado a un lado, y con un largo dedo trazó un símbolo sobre las heces derramadas del vino.

—Tenía intención de hacer que me tomara por un estúpido —replicó Arkamenes, encogiendo sus delgados hombros.

—Entonces, ¿hay alguna ventaja en quedar como un idiota presumido? —preguntó Tiryn.

Arkamenes se echó a reír. El estruendo fue suficiente para hacer temblar la llama de la lámpara más cercana.

—No soy ningún idiota; tú lo sabes mejor que nadie. Pero quiero saber qué hará este mercenario macht si le cargo de preocupaciones. Nos odia, ¿te has dado cuenta?

—Me he dado cuenta. Había odio en él… y también una especie de deseo.

—Tal vez han sido tus ojos. Incluso los animales macht pueden ser hechizados por ellos. —Arkamenes se inclinó. Era imposible decir si se estaba burlando de ella o no.

Tiryn se soltó un lado del velo. Debajo había un rostro de piel pálida, parecida a la de Arkamenes, pero de tono más bajo. Era más suave y clara, y tenía una boca ancha y gruesa. Alguien podía haber dicho que era más humana, aunque el parecido era más bien de forma, como un retrato imita la forma del modelo.

—No era deseo carnal. Este hombre está hambriento. Anhela el poder como un borracho el vino. Es peligroso.

—Espero que lo sea —dijo bruscamente Arkamenes—, o habré malgastado el dinero. Es un perro, Tiryn como esos cazadores que crían junto al Oskus. Si les vuelves la espalda, te atacarán los tendones. Si les azotas bien, morirán a tu servicio.

—¿Y esos diez mil hombres estarán dispuestos a morir a nuestro servicio? —replicó Tiryn.

Hubo una serie de golpes solemnes en la puerta, como si alguien golpeara un bastón contra la madera pesada.

—Sí, sí —dijo Arkamenes, frotándose la frente—. Amasis, lo has oído todo, ¿no es cierto?

Una criatura inmensamente alta, demacrada y con la piel dorada permanecía en la puerta, ondulando levemente. Sus ojos eran meros destellos azules en un hueco entre los huesos. La nariz era un par de rendijas negras. Sostenía un bastón de color marfil con un brazo desnudo, y tenía el otro envuelto en siete pliegues de tela de lino blanco. Unas zapatillas escarlatas contemplaban la imagen. La criatura sonrió, mostrando unos dientes blancos con diminutas joyas incrustadas.

—Cada palabra, mi príncipe. Un animal presuntuoso. —Amasis se dirigió al brasero y se calentó la mano libre sobre el carbón—. Aliento de Dios, me alegraré de marcharme de este rincón del mundo. Algo de calor en el aire, un resplandor de verdadero sol. ¿Cómo se puede vivir sin eso?

Tiryn sirvió algo de vino al anciano kefre, y éste levantó la copa en dirección a ella.

—El hecho de haber aprendido kefren habla a favor del intelecto y ambición de esa criatura —dijo Amasis—. Podría haberse conformado con el asurio, pero decidió aprender el idioma de la casta superior. Eso me gusta. Demuestra que se preocupa por los detalles, y que tiene una mente más sutil de la que habíamos atribuido a esas criaturas. Tal vez haya algo más en ellas que el salvajismo sanguinario retratado en nuestras leyendas.

—Ya veremos —dijo Arkamenes—. Tengo intención de dejarle cierto margen de libertad hasta que entremos en Jutha, para ver qué hace. Esos guerreros de capa roja serán la punta de lanza del ejército. Los afilaré como se hace con un cuchillo: a cada oportunidad, serán ellos quienes sangren, no nuestras fuerzas. Al final, si queda alguno, deberíamos tener un número más manejable.

—Una curiosidad —dijo Amasis, divertido—. Cuando acaben las batallas, tal vez deberíamos construir jaulas para los supervivientes en los jardines del palacio, y cobrar entradas.

Arkamenes levantó una mano.

—No tentemos la ira de Dios. No tengo intención de acabar esta aventura con un ejército macht intacto en el corazón del Imperio, pero tampoco los desperdiciaré. Estos temibles hombres de bronce representan la mitad de mi tesoro en marcha. Pretendo que me sirvan bien. Pagarán mi inversión con su sangre.