La capa escarlata
Para Jason de Ferai, el estrépito matutino de la zona de adiestramiento era una agonía de la que podría haber prescindido. Se pasó la lengua por el paladar, y envió una mano en busca de la jarra de agua y la otra a su cintura, donde todavía colgaba su portamonedas, fláccido como el pene de un anciano. Vertió el contenido de la jarra sobre su cabeza en la cama, derramando un poco en su castigada garganta y provocando que su compañera de lecho chillara y se levantara de golpe, indignada.
—Sólo es agua, querida. Anoche te cayeron encima cosas peores.
La muchacha se frotó los ojos. Era una belleza cuyo nombre no se había molestado en aprender.
—Todavía está oscuro. Puedes tener la cama durante otra clepsidra, si quieres. —Jason se incorporó ligeramente y le besó la nuca—. Considéralo una propina. Una clepsidra para ti sola.
Ella le arrojó el harapo escarlata que era su quitón, y se levantó, desperezándose.
—Como quieras.
Jason también se puso en pie, y la habitación trazó las piruetas habituales en una mañana de resaca. La muchacha estaba rascando yesca sobre pedernal sin conseguir nada. Jason le quitó las piedras y sopló sobre la chispa que provocó al primer intento. Luego encendió la lámpara de aceite. La media luz gris que precedía al alba retrocedió. Volvía a ser de noche en la habitación. Pellizcó la nalga redonda y pálida de la muchacha.
—¿Queda algo de vino?
—Las heces del odre, ya compradas y pagadas.
—Igual que tú.
—Igual que yo.
—Toma un trago conmigo.
Volvieron a sentarse en la cama, desnudos y disfrutando de la mutua compañía, mientras cada uno vertía vino en la boca del otro.
—¿Cuándo será, entonces? —preguntó la chica. Sus dedos ajustaron el collar de bronce de esclava que llevaba al cuello.
—¿A qué te refieres?
—A esta guerra vuestra.
—Ojalá lo supiera. ¿Qué se dice en los burdeles?
La muchacha bostezó. Tenía buenos dientes, blancos como los de un cachorro.
—Oh, que Machran será atacada por todas vuestras compañías, y que la saqueareis y os llevaréis hasta el último óbolo.
—Ah, esa guerra. Es posible que tarde mucho todavía.
Muy seria de repente, la muchacha agarró el antebrazo bronceado y musculoso de Jason.
—Cuando llegue, me esconderé y te esperaré, si quieres. Me gustaría que fueras mi dueño.
Jason sonrió y volvió a levantarse.
—¿Harías eso? Bueno, no quiero que te escondas por mi culpa. —Rebuscó en su bolsa y le lanzó medio óbolo de bronce. Ella lo atrapó en un puño blanco y pequeño—. ¿Sabes cómo es la guerra, pequeña?
Ella bajó la cabeza, mostrando una melena negra y grasienta.
—No puede ser peor que esto.
Jason le levantó la cara, poniéndole el índice bajo la barbilla. Todo el humor había abandonado su rostro.
—No desees ver la guerra. Es la peor de todas las cosas y, una vez vista, nunca puede olvidarse.
Buridan le esperaba, fiel como un perro, y echaron a andar juntos hacia la Mithannon entre los grupos de mercenarios vestidos de escarlata que acudían en tropel a la revista. Había cierta llovizna en el aire, pero empezaba a escampar, y Phobos se alejaba del cielo galopando sobre su caballo negro. Su hermano se había marchado mucho antes.
—Dioses, esto casi hace que desee volver a estar en marcha —gimió Jason, chapoteando a través de una suciedad innombrable con sus gruesas sandalias de suela de hierro, y apartando de su camino a los borrachos más incapacitados—. Después de esta mañana, no habrá más permisos en la ciudad. Los confinaré a todos en el campamento. Órdenes de Pasion. Los ciudadanos se están poniendo nerviosos.
—Eso no puede ser —dijo Buridan, con el rostro impasible. Era un hombre corpulento y pelirrojo de barba gruesa, al que sus amigos llamaban el Oso. Jason le había visto partir el antebrazo de un hombre con sus manos, como si rompiera una ramita para el fuego. Bajo la barba, en su clavícula, se veía la marca de un collar de esclavo desaparecido tiempo atrás. Ni siquiera Jason se había atrevido a preguntarle cómo había conseguido su libertad. Era el decurión del centón, el segundo de Jason. Los dos habían luchado hombro con hombro durante más de diez años, y habían matado juntos en más ocasiones de las que podían recordar. Jason sabía que no era necesario compartir sangre para tener un hermano. La amargura de la vida unía a los hombres en formas no previstas por los accidentes del nacimiento. Y ni el mercenario más embrutecido era gran cosa si no tenía a nadie que le guardara la espalda.
Cruzaron el túnel oscuro y lleno de ecos de la Mithannon. Los guardas de la puerta los ojearon con una mezcla de hostilidad y respeto, y al salir de la bóveda de piedra, el sol apareció en el cielo por encima de ellos, asomando sobre las montañas con un lanzazo de luz blanca. En el mismo momento empezaron a sonar los tambores llamando a revista, un estruendo rítmico que pareció adaptarse al latido provocado por el vino de la noche anterior en las sienes de Jason. Había algo que decir a favor de Pasion: cuando dejaba de hablar, era generoso invitando. La mayoría de los veinte centuriones se encontrarían demasiado mal para llevar a sus centones fuera del campamento aquel día. Sus resacas los mantendrían bajo las murallas. Tal vez aquél había sido el propósito de Pasion. Era un cabrón astuto.
Las hileras de tropas de Jason ocupaban una longitud de cincuenta lanzas de cobertizos improvisados, desde los que asomaba ya la suave fragancia del carbón ardiendo. Ante ellos había una zona de tierra batida, embarrada en algunos lugares, y separada por cordones de otros espacios similares por una hilera de postes de olivo entre los que se habían tendido cuerdas de cáñamo. Sobre todo ello ondulaba el estandarte del centón, una cabeza de perro estilizada y bordada sobre lino, con más capas de lino pegadas a la primera para endurecerla. Donde el bordado del símbolo se había desgastado, el dibujo se había completado con pintura. Era un estandarte muy antiguo. Dunon de Arkadios se lo había pasado a Jason al retirarse, junto con unos cuantos veteranos que habían luchado a su sombra desde tiempo inmemorial. Todos habían desaparecido ya, pero los Cabezas de Perro continuaban bajo el mismo estandarte; rostros distintos, el mismo juego.
Bajo el estandarte había diez filas de hombres que hacían muecas, bostezaban, eructaban y se rascaban, todos cubiertos con quitones que habían sido de un tono escarlata brillante, pero que habían adquirido todas las tonalidades por encima del rosa. Era un grupo de hombres empapados, viciosos y de ojos hundidos, y Jason los miró con disgusto.
—¿Cuántos? —preguntó a Buridan.
—Ochenta y tres según mis cuentas. Es posible que lleguen uno o dos más.
—Son cuatro menos que ayer.
—Como he dicho, aún es posible que lleguen.
—Otro mes como éste, y tendremos problemas para reunir una sola fila.
—Llega pescado fresco todo el tiempo —rezongó Buridan, y señaló con un gesto hacia donde un grupo de hombres inseguros permanecían a un lado, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos en un momento y entrecerrados al siguiente. Aunque llevaban armas, ninguno vestía de escarlata. Los mercenarios pasaban junto a ellos sin dedicarles una sola mirada, aunque sí les lanzaban los inevitables epítetos.
—Recogemierdas.
—Follacabras.
—Cabezas de paja.
—Demasiado frescos. Me gusta que mi pescado huela —dijo Jason.
—Como tus mujeres —dijo suavemente Buridan.
—Y tu madre —añadió Jason.
Los dos hombres intercambiaron una sonrisa.
—Pasa lista tú —dijo Jason—. Creo que voy a ver a los peces.
—Nos hace falta un armero —le recordó Buridan.
—No creo que encontremos ninguno entre ésos.
Aspirantes a mercenario. Los había de dos categorías distintas. Estaban los que tenían sueños e ideas sobre su lugar en el mundo. Se veían a si mismos como hombres entre hombres. Deseaban aventuras, ver ciudades lejanas, oír el fragor de la guerra tal como la describían los poetas y toda la panoplia en que los escritores habían convertido la guerra en falanges. De entre aquellas almas esperanzadas, tal vez una de cada cuatro continuaría allí tras su primera batalla. El othismos no era lugar para soñadores. Los que permanecían en la compañía renunciaban pronto a sus ilusiones.
La segunda categoría era más útil, y también más peligrosa. Eran hombres sin nada que perder. Hombres que huían de lo que habían visto y hecho en su pasado, o de quienes deseaban hacerles pagar cuentas por ello. Hombres que solían convertirse en buenos soldados, y que generalmente eran lo bastante fatalistas para ser valientes. O tal vez ya no valoraban sus propias vidas. En cualquier caso, eran útiles a cualquier comandante.
«Uno de cada», pensó Jason, mientras se aproximaba a los dos primeros pescados. Chicos de montaña, uno de ellos con la mirada brillante y esperanzada de los ignorantes, el otro con un dolor antiguo grabado en torno a sus ojos. El más corpulento, el del rostro ancho y casi sonriente, llevaba una panoplia anticuada: coraza, escudo, yelmo cerrado en la cadera, y lanza. El otro llevaba un quitón desgarrado y poca cosa más.
—Nombres —dijo Jason, mientras se frotaba la frente y maldecía el vino barato de Pasion.
—Gasca de Gosthere.
—Rictus de… Era de Isca.
Maldición. Y con adiestramiento iscano. Qué desperdicio. Pero sin un equipamiento apropiado, no sería de ninguna utilidad en el centón. No serviría para luchar.
—La famosa Isca, cuna de guerreros. He oído decir que han derribado las murallas, y que todavía se están follando a todas las mujeres. ¿Y qué hacías tú mientras quemaban tu ciudad? —preguntó Jason a Rictus, aderezando la pregunta con un fino tono de desprecio—. ¿Cuidar las cabras, o agarrarte a las rodillas de tu madre?
El chico abrió mucho los ojos, grises como el hierro frio.
—Estaba en la segunda fila —dijo con voz tranquila, en contraste con la ira que llameaba en su rostro—. Cuando nos atacaron por el flanco y la retaguardia, arrojé mi escudo y huí.
Hubo una pausa, y Jason asintió.
—Hiciste lo correcto. —Y vio la sorpresa en el rostro del muchacho… y algo más. ¿Gratitud?
Jason miró a los dos chicos (pues eso eran) de arriba abajo. Quería al iscano. Le gustaba el orgullo y el dolor de sus ojos. ¿Cómo decirlo? Era obvio que eran amigos. El grandullón sonriente podía ir a quejarse a la diosa, por lo que a él le importaba. Era posible que llegara a ser un buen soldado, pero las posibilidades indicaban lo contrario.
«En fin», pensó, volviéndose a frotar las doloridas sienes. «Que decida Phobos».
—Muy bien; os acepto a los dos. Tú, Gasca, preséntate ante Buridan, el decurión. Él te dirá cuál es tu fila. Iscano, no podrás ocupar un sitio en la línea de batalla mientras no tengas panoplia. Te nombraré sirviente de campo y explorador, pero en cuanto tengas algo de bronce que ponerte encima podrás reunirte con tu amigo. Su paga es de doce óbolos al mes. La tuya es la mitad. ¿Te resulta aceptable? Rictus asintió sin decir palabra, como Jason había previsto.
—Buridan os dará la capa escarlata. En cuanto os alistéis en los Cabezas de Perro, no podréis vestir de otro color, y seréis ostrakr, hombres sin ciudad. No prestamos juramentos ni derramamos sangre, pero si abandonáis la compañía sin mi permiso, lo pagaréis con la vida. Azotamos a los que roban a sus camaradas. La cobardía en el campo de batalla se castiga con la muerte. Todos los demás crímenes quedan entre vosotros y los dioses. ¿Alguna pregunta?
—Sí —dijo Gasca—. ¿Cuándo comemos?
Primero se ejercitaron, o al menos lo hizo Gasca, mientras Rictus lo observaba desde la periferia del campamento. Todos los centones habían reclutado hombres nuevos aquella mañana, y los desdichados destacaban por el vivo color de sus nuevos quitones rojos. Se ejercitaron con la armadura completa, llevando lanza y escudo, y antes de que hubiera transcurrido una hora, los hombres nuevos tenían tinte rojo mezclado con el sudor de sus muslos. Mientras marchaban y desfilaban, sus camaradas en las largas filas les gritaban insultos, les llamaban mujeres y les ofrecían harapos para taponarse el flujo mensual.
Centón por centón, las compañías se reunieron en la ancha llanura al norte de la Mithannon. Allí, entre los patios de adiestramiento y el río Mithos, la cantidad de mercenarios congregados se hizo al fin patente. Veinte compañías, ninguna completa pero todas con nueve décimas partes de su dotación. Jason estaba allí, cubierto con la Maldición de Dios, ladrando órdenes y golpeando con la parte hueca de su escudo a los que tardaban en obedecer. Tal vez una tercera parte de los centuriones llevaban la armadura negra, y había otra cincuentena entre los soldados rasos. La posesión del Don de Antimone no era un requisito del mando. La podían llevar tanto los estúpidos como los héroes.
Las compañías y filas se concentraron una a una, pasando de ser cuerpos separados a una larga serpiente ininterrumpida de bronce y escarlata. Ninguno de sus escudos, excepto algunos de los recién llegados, tenía símbolos dibujados; cuando la identidad de su patrón se revelara, pintarían su divisa sobre las superficies metálicas. La falange que surgió de sus marchas y contramarchas tenía ocho hombres de profundidad y doscientos cincuenta pasos de longitud. En batalla la línea se acortaría, cuando cada hombre buscara la protección del escudo de su vecino. Cuando la formación se detuvo, todos los jefes y cerradores de fila, veteranos endurecidos, estaban regañando en siseos a algunos recién llegados. Sin embargo, para tratarse una maniobra, fue un buen espectáculo, mejor que el que podrían ofrecer los reclutas de cualquier ciudad. Rictus tuvo que admitir de mala gana que eran casi tan buenos como la falange iscana. El corazón le ardía y le golpeaba en el pecho. Más que ninguna otra cosa en la vida, deseaba encontrarse allí, entre aquellas hileras blasfemas y letales, formar parte de aquella máquina. Su mente no podía imaginar ningún otro destino en aquel momento.
—El Toro continúa bebido —dijo uno de los otros exploradores junto a él. Había un gran número de ellos, jóvenes de rostro endurecido con hondas en los cinturones y cicatrices de antiguas palizas en los brazos desnudos. Muchos llevaban peltas atadas a la espalda, los escudos de cuero y madera típicos de las altas montañas. Eran las tropas ligeras de la compañía, además de asistentes de los lanceros.
—Bebido o sobrio, los mantendrá en línea, el muy cabrón —dijo otro, que poseía unos ojos ancianos en un rostro pequeño que se levantaba muy poco del suelo.
—¿Y el pescado fresco? —preguntó un tercero, y la atención del grupo abandonó la formación de lanceros para centrarse en Rictus.
Era el más alto, aunque en absoluto el mayor. Cuando todos se hubieron vuelto a mirarlo, vio que entre los chicos había hombres pequeños y de aspecto endurecido con canas en las barbas, pero con el mismo aire desconfiado y hambriento, como de perro maltratado. Demasiado pequeños para la falange, supuso, pero así y todo peligrosos. Había tantos soldados asistentes en tomo al campamento como hombres con armadura en la zona de entrenamiento.
—Es demasiado guapo para luchar —dijo uno de ellos con una mueca lasciva.
—Veamos dónde están sus talentos, entonces.
Se movieron hacia él, media docena de hombres, jóvenes y viejos. El resto del grupo observaba sin demasiado interés. Además de su equipamiento, la mayoría llevaban odres de vino para cuando los lanceros regresaran de las maniobras, fundas de cuero para los escudos de sus amos y toallas de lino para el sudor.
—¡Volved a la fila! —espetó una voz—. Mirad al frente y cerrad la boca. Ahora viste de escarlata; es uno de los nuestros. Guardaos eso para los burdeles.
El grupo se rompió mágicamente y se disolvió en la hilera de exploradores como si nunca hubiera existido. Pasion se adelantó, con la coraza negra centelleando. Iba desarmado, quitando las semillas de una granada con los dedos enrojecidos. Enarcó una ceja, con la mirada fija en la hilera de exploradores.
—Bienvenido a nuestra alegre banda, iscano.
Hacia el mediodía los centuriones se reunieron mientras los fatigados centones abandonaban el campo. Una mancha roja y negra que se congregó en tomo a Pasion como una costra. Rictus había estado buscando a Gasca entre la multitud, pero se demoró por allí cerca, escuchando. Hacía frío y, en la gran concentración de hombres sudados, el vapor de sus esfuerzos se elevaba con la densidad de una niebla matutina. La nube acre envolvió a Rictus, y por un instante se encontró de nuevo en los campos de adiestramiento de Isca con el resto de su lochos y la lanza de su padre en el puño. Aquella sensación, aquel recuerdo le hizo tambalearse; por un instante perdió el mundo de vista y tuvo que parpadear con fuerza. Los hombres armados pasaban junto a él, y se sintió empujado por los torsos cubiertos de armaduras, apartado del camino e insultado por ser un cabeza de paja retrasado, pero continuó en su sitio, sin inmutarse. En el tiempo que tarda un hombre hambriento en comerse una manzana, su corta vida pasó por delante de él. La niñez en las colinas en torno a la granja. Varear las aceitunas de los árboles con largos palos. La vendimia, con los granos de fruta negra y redonda grandes como nueces, un estallido de éxtasis en la boca en los días calurosos y polvorientos. El aroma del tomillo en las colinas, y el ajo silvestre junto al rio. Y el mismo río: sumergirse en su limpio frescor al final de un día sudoroso, mientras su padre se limpiaba el vino de la boca en la orilla, hablando de las prensas de aceite con el viejo Vasio. El modo con que Zori alimentaba el fuego por las noches, ramita a ramita, mientras los pasteles de cebada se endurecían sobre la plancha y su olor llenaba toda la casa.
Rictus cerró los ojos un segundo y dio las gracias a Antimone por los recuerdos, por su visión y su olor. Los archivó en un nuevo rincón de su mente que acababa de encontrar y, cuando volvió a abrir los ojos, estaban secos y fríos como los de un hombre recién regresado de la guerra.
Comieron bien entrada la tarde. Ocultas entre las desvencijadas hileras del campamento había cuatro grandes cocinas de piedra, atendidas por grupos de hombres y muchachos huraños cuyo único propósito en la vida era ocuparse de los calderos negros de la compañía, los centoi. Estaban forjados de hierro macizo, y eran muy antiguos. Cada compañía marchaba bajo su propio estandarte en el campo de batalla, pero fuera de él, los hombres se congregaban en torno a aquellos inmensos recipientes para todas las comidas. Tradicionalmente, los centuriones arengaban a sus hombres en torno a los centoi, y era allí donde se votaban los nuevos contratos. Los calderos habían dado su nombre a las compañías que los empleaban, pues un centón estaba formado por tantos soldados como podían comer de un centos.
Gasca y Rictus se enteraron de todo aquello a los pocos minutos de unirse a la cola del rancho, pues los demás mercenarios se volvieron más comunicativos con el delicioso olor de la comida principal del día flotando a su alrededor. Recibieron sus platos cuadrados de madera, donde alguien echó una cucharada de un estofado sin nombre, y tomaron el trozo de pan duro que les pusieron en la mano libre. Los lanceros y exploradores se mezclaron indiscriminadamente mientras se distribuía la comida, dejando a un lado el rango. El último en comer era el propio centurión. Aquello se hacía para asegurarse de que había habido suficiente comida para todos los hombres. Si los cocineros se quedaban cortos, sería Jason quien tendría el plato vacío, y no había excusa aceptable para aquello, como no fuera un acto del mismo Dios.
Pero Jason llegó tarde. Caía ya el anochecer del breve día cuando apareció entre ellos, y el viento empezaba a azotar las llamas moribundas bajo el centos. Los hombres se congregaron en torno a aquella luz rojiza, y cuando Rictus sintió un contacto suave en la cara levantó la vista para ver que estaba nevando, gruesos copos que giraban presa del viento entre la oscuridad.
Jason se situó junto al centos, mientras comía el estofado frío de su plato. Su segundo, Buridan, le tendió un odre de vino tinto de campaña, que el centurión vertió en su garganta. Se secó la boca, recorriendo con la vista el grupo de soldados. Debía de haber unos ciento cincuenta hombres a su alrededor, bien envueltos en sus capas a causa de la nieve, y con las nalgas frías como la piedra sobre el suelo desnudo. Le observaban sin decir palabra, tanto los lanceros como los exploradores. La vacilante luz del fuego jugueteaba sobre los rostros más cercanos, pero más allá había docenas de hombres congregados en la oscuridad. En todos los patios de adiestramiento, los demás centones se estaban concentrando de forma similar, como polillas de invierno atraídas por las llamas de las hogueras.
—Llevamos aquí cuatro semanas, o un poco más —dijo Jason. Había levantado la voz para que llegara a los que se trataban de asomarse desde atrás—. Hemos esperado, y entre tanto nos hemos ablandado. Ahora sois todos pobres, y habéis malgastado el dinero en los burdeles de Machran. Habéis apurado cada copa hasta las heces y llegado a conocer el rostro y el trasero de todas las putas de la ciudad. Ese tiempo ha terminado. Hermanos, mañana al amanecer partirán todas las compañías. Nos dirigiremos a Hal Goshen, en la costa, doscientos pasangs de carretera. Recorreremos esa distancia en seis días. En el Goshen habrá barcos esperándonos…
Un murmullo bajo recorrió el centón, y murió igual de rápidamente cuando Jason levantó una mano.
—Habrá barcos esperándonos, y esos barcos nos llevarán a nuestro destino.
—¿Y dónde está eso? —gritó alguien desde la oscuridad de las filas traseras.
—Os lo diré cuando lleguemos —dijo Jason, con la voz suave pero los ojos centelleantes.
—Tendríamos que votarlo. No me presenté voluntario para hacer un viaje por mar —dijo otro.
—Votamos que aceptaríamos el contrato de Pasion. Aceptamos su dinero, y lo cumpliremos. Es decir, a no ser que tengáis los medios para devolver vuestro anticipo y deseéis abandonar mi centón.
Jason dejó que las últimas palabras flotaran en el aire. Nadie más levantó la voz.
—Muy bien. La formación será un tumo antes mañana por la mañana. Ya habréis empaquetado y estaréis listos para marchar. Quemad lo que no podáis llevaros con vosotros; las carretas sólo llevaran equipamiento de guerra. Y, hermanos, si alguien está demasiado borracho o enfermo para marchar por la mañana, será licenciado de la compañía de inmediato.
Hizo una pausa. La nieve se arremolinó en torno a su cabeza, manchando de blanco su cabello oscuro. Levantó la vista hacia el cielo, parpadeando cuando los copos de nieve se posaron sobre sus ojos.
—No me importa si la nieve nos llega a la cintura. Marchamos por la mañana. Jefes de fila, quedaos. Los demás, podéis retiraros.
La apretujada multitud se disgregó. Había pocas conversaciones.
Regresaron a las líneas de la compañía bajo la vacilante luz de las antorchas, los lanceros mezclados con los exploradores. Buridan llamó a dos docenas de soldados ligeros a la retaguardia de las líneas, donde las carretas les aguardaban como animales pacientes. Sacaron los arneses y le siguieron hacia la ciudad, donde los animales de carga del centón habían estado estabulados durante el último mes.
Gasca cojeaba mientras él y Rictus regresaban al refugio de su cobertizo. En el interior, uno de los lanceros había encendido una lámpara de aceite, y su pábilo humeaba en exceso, irritándoles la garganta.
—¿Cómo está tu pierna? —preguntó Rictus.
Gasca se quitó la capa, la extendió sobre el suelo de tierra y se sentó cuidadosamente sobre ella, respirando en siseos.
—El ejercicio de hoy ha abierto un poco la herida. Estaré bien. Voy a vendarla.
—Deja que le eche un vistazo. —Rictus levantó el quitón de Gasca.
El tinte rojo le había manchado las piernas. Era difícil decir qué era sangre y qué no lo era. Palpó los negros puntos de sutura en la herida del muslo, sintiendo su calor. Algunos de los puntos de Zeno se habían soltado, y toda la línea púrpura estaba hinchada. Rictus se inclinó hacia ella, olfateando.
—Huele bien. Estate quieto. Esto va a doler.
Apretó los puños y presionó con los nudillos sobre cada lado de la herida, estrujándola. Gasca emitió un grito ahogado, y al ver las miradas divertidas de los otros lanceros del cobertizo, apretó los dientes hasta hacerlos crujir.
La herida reventó y escupió un chorro de pus amarillento. Rictus siguió presionando hasta que dejó de supurar y empezó a brotar sangre limpia.
—¿Dónde está tu viejo quitón? Dámelo. —Arrancó una tira y la ató en torno a la pierna de Gasca, anudándola lo bastante flojo para que un hombre pudiera pasar dos dedos por debajo. Su padre se lo había enseñado el día que el jabalí había rebasado el alcance de su aichme.
Había que dejar fluir la sangre.
Rictus se limpió las manos pegajosas en el quitón y volvió a sentarse.
—Ahora podrás marchar junto a los mejores.
Gasca no le miró a los ojos. Su mirada se dirigió a los demás hombres de la cabaña. Iban entrando cada vez más, y el sombrío espacio parecía cada vez más abarrotado y bullicioso. Los demás soldados tenían bolsas de cuero en las que estaban metiendo sus pertenencias con descuidado entusiasmo, satisfechos y locuaces, intercambiando recuerdos, insultos y peticiones. Nadie dedicó una sola mirada a los dos jóvenes del rincón.
Finalmente Gasca se puso en pie, rechazando la mano de Rictus pero ofreciéndole una sonrisa.
—Supongo que así va a ser la vida ahora. Será mejor acostumbrarse.
Contempló la pobre cabaña y el grupo de hombres blasfemos, malolientes y cubiertos de cicatrices que la llenaban.
—Así es la vida —asintió Rictus—. Y mañana veremos un poco más.