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Machran

Según la leyenda, los macht habían sido una vez gobernados por un solo rey, un soldado poderoso, un gobernante justo, un arquitecto visionario y ambicioso, que había unido las ciudades diseminadas por su imperio, conectándolas entre sí con una serie de grandes carreteras, esculpidas con esfuerzos titánicos en las mismas faces de las montañas. Había unido la ciudad costera de Bas Mathon con Gan Cras, en el mismo corazón de la cordillera de Harukush. Miles de pasangs de carretera excavados a través del mundo septentrional, para facilitar el paso de sus mensajeros, sus gobernadores, sus ejércitos. Pero también facilitaron el paso de sus enemigos. Los macht, un pueblo rebelde, inquieto y orgulloso, acabaron por destronarlo, derribar su palacio de Machran y reducir su imperio a un centenar o dos de polis independientes que rivalizaban entre si. Las ciudades habían escogido a sus propios gobernantes, una tras otra. Habían forjado alianzas para romperlas después, y se habían abierto a golpes su propio camino en la historia, ignorando por completo las demás lealtades. El imperio de los macht dejo de existir; la idea de un solo rey que gobernara todas las grandes ciudades de las Harukush llegó a parecer fantástica, y luego risible; una historia de la que burlarse en las tabernas. Pero las carreteras resistían. Algunas quedaron en ruinas, pero las más importantes sobrevivieron y los hombres aún las recorrían para comerciar, hacer la guerra y satisfacer el deseo de ver mundo. El rey que las había construido se convirtió en una figura mítica. Con el tiempo, incluso su nombre se olvidó, y las piedras erigidas para conmemorarlo fueron erosionadas por el viento y la lluvia de los siglos.

La mayor de aquellas carreteras conducía a la ciudad de Machran, que una vez había sido la capital de aquel imperio desaparecido. Incluso en aquellos días, era la más populosa y formidable de todas las ciudades estado macht, y casi la única entre todas ellas que no había caído nunca ante un asedio o asalto. Las instituciones centrales que poseían los macht como pueblo tenían su sede en Machran, y las ciudades en conflicto enviaban a veces emisarios en busca de mediación, o para contratar lanceros mercenarios que engrosaran sus escasas líneas de batalla. Pues Machran atraía a los descamisados, los pobres, los aventureros y los delincuentes con una fuerza con la que no podía rivalizar ninguna otra ciudad, y tales hombres ponían sus servicios a la venta en las grandes ferias celebradas tres veces al año. Se decía que en Machran todo estaba en venta, y que un hombre podía ser comprado y vendido sin darse cuenta de ello.

La carretera que Gasca y sus compañeros habían recorrido durante tantos días llego a su fin ante las murallas grises de la ciudad. Antaño recubiertas de mármol blanco, las piedras habían sido castigadas por los siglos y las manos avariciosas de los hombres. La mayor parte del mármol había desaparecido, a excepción de ciertos parches amarillentos aquí y allá, como dientes solitarios en una boca ennegrecida. A pesar de todo, las murallas eran impresionantes, tal vez cinco veces más altas que un hombre, y el cuerpo de guardia donde terminaba la carretera las doblaba en altura. Gasca pudo distinguir los andamios de antiguas máquinas de guerra sobre las torres de la muralla. Ballestas, maganeles y otros artefactos con nombres casi desconocidos para él. La caprichosa luz del sol rebotaba sobre el bronce de los yelmos y puntas de lanza mientras los centinelas recorrían la parte alta de la muralla.

La carretera se convertía en un campo embarrado frente a la entrada, y sus losas de piedra se perdían entre el fango y los excrementos de todos los animales domesticados por el hombre. Carros, carretas y mulas de carga aguardaban rodeados por una bulliciosa multitud de hombres, mujeres y niños que lanzaban miradas furiosas, hablaban, gesticulaban y parecían al borde de un ataque de violencia colectiva mientras los aburridos centinelas de la puerta les hacían señas de que pasaran, azotando a las bestias de carga más lentas con la parte plana de sus puntas de lanza. Gasca, Rictus y sus compañeros fueron absorbidos por aquella multitud, devolviendo con intereses los golpes y empujones hasta que hubieron atravesado el oscuro eco de la propia puerta. Al otro lado, la ciudad se alzó sobre ellos, tan repentina y sorprendente de contemplar como un precipicio. Se apartaron del camino de las hordas que entraban y se agruparon para un recuento final. Gasca echó atrás la cabeza y estudio la ciudad con la boca abierta y sin ninguna vergüenza, la imagen perfecta del paleto de pueblo en su primer día en la ciudad… si uno ignoraba las armas y armadura que llevaba.

«Bien», pensó. «Al menos no hay ríos de mierda en mitad de la calle».

La compañía se estaba disgregando. La alcahueta besó a Gasca en la boca, soltó una carcajada y se alejó, con los niños huérfanos atados a su cintura con delgadas tiras de cordel, pero tan impresionados por la visión de la gran ciudad que se mantenían pegados a su costado. Los llevaba al mercado de esclavos del barrio de Goshen. Un niño se volvió y saludó a Gasca con la mano mientras se marchaba, sus grandes ojos muy abiertos y asustados en la cara sucia.

Los jóvenes esposos le estrecharon la mano uno tras otro en el saludo de los artesanos. Sus esposas se habían puesto los velos, abandonando la informalidad de la carretera, y se mostraban reposadas como matronas. Se habían acabado para ellas los chillidos entre las mantas junto a una hoguera de campamento.

El mercader flaco hablo brevemente con su colega y partió sin decir una sola palabra a los hombres que habían derramado su sangre por él. Tal vez aún lamentaba la pérdida de su asno.

—Cabrón desagradecido —dijo suavemente Rictus.

—Vosotros dos os quedaréis conmigo hasta que podáis arreglaros solos —dijo el mercader grueso—. No aceptaré una negativa. En la calle de las Lámparas, en el barrio de la Colina Redonda, debéis ir al Monedero del Mendigo, cerca del anfión, donde hablan los oradores, y decir que sois invitados de Zeno de Scanion. Decid eso, y os ahorraréis uno o dos óbolos. Me reuniré allí con vosotros más tarde, y beberemos en recuerdo de la defensa de Memnos. —Sonrió.

—Zeno de Scanion —dijo Gasca, también sonriendo—. Así lo haremos.

—¡Ah! Hasta entonces, pues. Tened cuidado, muchachos. Aquí no hay hombres cabra, pero si muchos chacales. Una mano en el dinero y la otra en un buen cuchillo.

Zeno (por lo menos habían averiguado su nombre) les dejó con un guiño y un gesto de la mano. Iba inclinado bajo una pesada carga, pues los hombres cabra, aunque habían matado a los asnos, no habían tenido tiempo de llevarse todos los artículos de los mercaderes.

Mirando a todas partes, Rictus y Gasca se hicieron a un lado para no entorpecer el torrente de humanidad en movimiento junto a ellos. Por todas partes, como acantilados blancos, se elevaban edificios cubiertos de mármol. Las calles estaban ensombrecidas por ellos, convertidas en canales estrechos a través de los cuales la gente de la ciudad fluía, giraba y se arremolinaba. Rictus y Gasca eran como ramitas en la corriente de un molino, frenados por un instante por su propia indecisión mientras el agua rompía a su alrededor.

—Eso es el Empirion —dijo Gasca, señalando—. He oído hablar de él. El mismo Gestrakos pronunciaba allí sus conferencias, antes de que mi ciudad hubiera sido fundada siquiera.

Se trataba de una cúpula blanca, sobre la que centelleaban los rayos de sol, igual que en la estatua dorada que la coronaba. La estructura semejaba un trozo de sueño perdido y colocado sobre la tierra; parecía imposible que sus cimientos estuvieran plantados en el mismo suelo que sostenía sus pies.

Junto a ellos pasaban convoyes de carretillas, transportando toda clase de alimentos. Eran empujadas por niños, cuyos padres o hermanos mayores caminaban a su lado, golpeando los dedos de los avariciosos con varas de madera de olivo. Machran estaba rodeada de extensos campos de cultivo, algunos de los suelos más ricos de los macht. Era famosa por sus olivos, sus higos y su vino. Se decía que era el único lugar de las Harukush donde no era necesario endulzar el vino con resina de pino.

—Toda esa gente… Toda la asamblea de Gosthere cabe solo en esta calle. Pero no veo capas escarlata —dijo Gasca—. ¿Dónde encontraremos a los mercenarios?

—Supongo que tendríamos que preguntar —dijo Rictus.

Pero permaneció inmóvil, extrañamente intimidado por la gran ciudad y la ajetreada multitud que no les dedicaba ni una mirada ni un saludo, y cuyos miembros, sin excepción, parecían tener prisa por llegar a algún lugar importante.

—¿Qué te parece si paseamos y dejamos que nuestros pies nos lleven adonde quieran?

—Me parecería buena idea —dijo agriamente Gasca—, si no tuviera que llevar el peso de una panoplia con una herida recién cosida en la pierna.

—Dame el escudo, entonces. Iremos al paso que tú marques.

—Un soldado lisiado —dijo Gasca, entregándole el escudo de su padre—. Menudo negocio para el centurión que quiera contratarme.

—Es una herida limpia. Se curará rápido. Mira la mía. —Rictus se levantó el borde de su sucio quitón, para que Gasca pudiera ver la cicatriz púrpura de sus costillas. Rezumaba un fluido pálido, y parecía curada solo a medias.

—¿Cuánto tiempo hace que la tienes? —pregunto Gasca, sorprendido.

—El suficiente para haberme cansado de ella. Vamos; busquemos a alguien que sepa donde contratan soldados. Este lugar ya empieza a agobiarme.

Se abrieron paso a través de la multitud, como ramitas en la corriente. Rictus iba delante, usando la parte roma del escudo para empujar a los incautos fuera de su camino. Les ayudó el hecho de que ambos eran hombres altos y de huesos fuertes, procedentes de las montañas del interior. En Machran, los macht eran más bajos y oscuros de cabello y piel. Las mujeres eran muy hermosas, sin embargo, y no se velaban los rostros en público como ocurría en las montañas, sino que paseaban por las calles con la misma libertad que los hombres, en ocasiones mostrando también brazos y piernas. Entre los transeúntes y los que empujaban carretillas se veían a veces estructuras cerradas con ventanas cubiertas por cortinas, transportadas sobre pértigas entre varios hombres. Rictus se preguntó qué contendrían, hasta que vio que una cortina se hacia a un lado y una mujer gruesa y de rostro pálido empezaba a increpar a sus porteadores, con los gruesos dedos llenos de anillos. Se echó a reír, porque no había visto nunca a nadie llevado en una caja.

Era Gasca quien mejor podía mirar a su alrededor, pues superaba en estatura a casi todas las cabezas de la calle. Obligó a Rictus a detenerse en mitad de una ancha avenida bordeada de columnas. A un lado se oía el clamor del metal sobre metal; entre las columnas había docenas de talleres de un solo hombre, cada uno de ellos con un artesano de piel ennegrecida golpeando el metal, sentado con las piernas cruzadas ante un pequeño yunque. No eran herreros, ni armeros, sino orfebres cuyos martillos creaban intrincados diseños sobre láminas de plata que se convertirían en adornos para el hogar de algún hombre rico.

—Mira, Rictus. Ahí delante. ¿Lo ves?

Rictus se apoyó en su lanza (la parte inferior empezaba a astillarse) y trató de atisbar entre la multitud. Vio una forma negra, como una sombra arrojada sobre un día luminoso.

—Una armadura maldita. ¿Qué le pasa?

—Nunca había visto ninguna.

—¿De veras? Has llevado una vida muy retirada.

—Si los ojos no me engañan, lleva una capa escarlata; al menos eso creo. Deberíamos hablar con él. —Hizo una pausa—. ¿Podemos hablar con él? ¿Es posible hacer eso?

—No es ningún dios, sino un hombre que heredo la armadura de su padre. Ven; si de verdad lleva una capa escarlata, tenemos que hablar con él.

—¿Dónde habías visto una armadura maldita? —preguntó Gasca, algo irritado por la impasibilidad de Rictus.

—En Isca había tal vez media docena, casi todas propiedad de los jefes de las morai.

Se abrieron paso entre la multitud sin demasiada gentileza, y recibieron miradas furiosas.

—¡Cabezas de paja! —gritó alguien, el antiguo insulto. Rictus sonrió al que había gritado y lo vio palidecer; luego siguió su camino, pero empleando el escudo con algo más de cuidado. En el costado de su quitón, la sangre se expandía en pequeños círculos, y el sudor le relucía en la frente.

—¡Señor! ¡Unas palabras, si eres tan amable! —gritó, pues su presa empezaba a alejarse demasiado, ya que la gente le abría paso al ver su armadura negra.

El portador de la armadura se detuvo y se volvió. Era de las tierras bajas, menos alto que ellos, de mediana edad, con la barba rojiza y los ojos hundidos. Llevaba una capa escarlata colgada de un hombro, con el extremo envuelto en tomo a su antebrazo izquierdo. Ningún arma. El hombre no habló, pero miró a Rictus y Gasca de arriba abajo, como si se dispusiera a comprar un caballo. Los dos permanecieron en silencio ante él, respirando por la boca y sintiéndose observados, sin saber qué más decir.

El hombre de la armadura maldita vio a dos muchachos altos que eran ya casi hombres. Podían haber sido hermanos. Ambos tenían la piel y el cabello claros, el color propio de las montañas del interior.

Uno tenía los ojos grises, el otro azules. El de los ojos azules era más pesado y ancho de hombros y tenía un rostro abierto y amable. El de los ojos grises parecía mal alimentado y exhausto. En su mirada había cierto conocimiento del mundo, conseguido a base de privaciones.

—¿Qué palabras queréis decirme? —preguntó el de la armadura. Tenía unas cejas rápidas y negras como el hollín, que se movían más que su boca, una abertura de labios finos perdida entre su barba, con una mala dentadura detrás.

Fue Rictus quien tuvo que replicar. Gasca seguía mirando fijamente la coraza negra que vestía el hombre. Parecía absorber la misma luz del día, un negro de medianoche tan desprovisto de luz que creaba un agujero en el tejido de la tarde. Era la Maldición de Dios, una las antiguas armaduras que databan de los orígenes de los macht como pueblo. Nadie sabía como habían sido creadas, pero las leyendas decían que Gaenion el Herrero había hecho una apuesta con el mismo Dios, afirmando que podría crear una oscuridad que no podrían penetrar ni los ojos de su esposa. Su esposa era Araian, la dama del sol, una criatura inquisitiva e indolente. Cuando se levantaba de su lecho, sus ojos veían todas las cosas, y cuando abandonaba los cielos de Kuf al anochecer relataba los hechos del día al propio Dios.

Gaenion ganó la apuesta, pero Dios tomó el material negro que había forjado y se lo entrego a Antimone, la diosa del velo, porque estaba enamorada de la oscuridad, y a sus dos hijos, Phobos y Haukos, les encantaba cabalgar en los caballos del aire a través del cielo cuando Araian lo abandonaba para acostarse.

Antimone convirtió la oscuridad forjada por Gaenion en un quitón para vestir al primer hombre de los macht, a quien Dios había dejado sobre la superficie de Kuf desnudo y asustado. Antimone, en su misericordia, entregó el quitón al primer hombre, cuyo nombre era Ask, para protegerlo, pues el tejido de Gaenion, aunque ligero y flexible, era más impenetrable que la piedra. Cuando Dios se dio cuenta de lo que había hecho Antimone, se enfureció, porque su intención había sido que Ask y los suyos trataran a los demás habitantes del mundo con respeto y cortesía gracias al miedo inspirado por su propia vulnerabilidad. Pero Ask, protegido por el Don de Antimone, había perdido el miedo, y quiso dominar a las demás criaturas de Kuf creadas por Dios. De tal modo, y a causa de la misericordia de Antimone, la misma Creación había sido alterada. De modo que Dios maldijo la armadura negra de Antimone, y despertó odio en los corazones de las demás razas de Kuf contra Ask y su pueblo. Decretó que los macht serían guerreros sin par, pero nunca conocerían la paz, y necesitarían de su armadura negra durante el curso de los siglos, pues pagarían con sangre por su deseo de dominar la tierra.

Antimone también fue castigada. Había errado por misericordia, por la blandura de su corazón, de modo que Dios la dejó en el mismo Kuf para que velara por los macht en todos sus esfuerzos durante los milenios. Podría profetizar el destino de los que amaba, pero sin ser capaz de cambiarlo, y ello la haría derramar lágrimas amargas, pues sería testigo de todos los crímenes cometidos por los hombres en su dominio de la tierra.

Sus hijos, Phobos el mayor y Haukos el menor, deseaban acompañar a su madre a Kuf, pero Dios se lo prohibió como parte del castigo de Antimone. De modo que se acercaron tanto como se atrevieron, cabalgando en sus grandes monturas negras entre sombras a través del cielo nocturno, cuando Araian el sol no estaba allí para contar a Dios lo que hacían. Phobos odiaba a los macht por haber sido los causantes del destierro de su madre, y su rostro pálido hacía muecas burlonas a los hombres desde las profundidades de la noche. Pero Haukos había heredado el corazón blando de su madre. Los hombres se dirigían a su rostro rosado para suplicar intercesión ante Antimone y, por tanto, ante el mismo Dios.

Así decía la leyenda.

Fuera cual fuera su origen, había unas cinco mil armaduras negras de Antimone en el mundo. Se las conocía como armaduras malditas, y a sus portadores también se les llamaba malditos. Las armaduras fueron pasando de padres a hijos durante siglos, aunque muchas cambiaron de manos en la batalla. Nunca se entregaban voluntariamente, y una ciudad podía ir a la guerra por la posesión de una simple coraza negra. Siempre nuevas e indestructibles, algunos decían que en ellas residía la misma esencia de los macht como pueblo y que, si desaparecían, lo mismo le sucedería a la humanidad.

—Hemos visto la capa escarlata y la armadura que llevas, y nos preguntábamos si estarías contratando —dijo Rictus al hombre que estaba ante ellos cubierto con uno de aquellos antiguos artefactos.

El hombre inclinó la cabeza a un lado.

—Sí estoy contratando, no voy a hacerlo en mitad de la calle. Y tampoco me gusta que me griten unos mocosos que todavía llevan la leche de su madre en las encías. —Una ceja se levantó con aire burlón, aunque el resto de su rostro continuó serio.

Gasca dio un paso al frente, pero Rictus inclinó la lanza para bloquearle el camino.

—Tienes razón, por supuesto —dijo al de la armadura maldita—. Nuestras disculpas. ¿Sería aceptable que te preguntáramos… que te preguntáramos dónde podríamos buscar empleo?

El hombre sonrió al oírlo.

—No te has disculpado muchas veces en tu vida, muchacho. Pero decís que buscáis trabajo. ¿De mercenarios?

—Sí, señor.

—¿Y ésta es toda la panoplia que poseéis?

—Lo que ves es todo lo que tenemos —dijo Gasca—. Pero nos ha servido bien hasta ahora.

—No lo dudo. Pero no basta para haceros entrar a los dos en la falange. Puede que a uno si, pero el otro tendrá que pedir su ingreso en la infantería ligera, o ser sirviente de campo. Id a la puerta norte, que llaman Mithannon. Frente a las murallas hay una plaza rodeada de tiendas y cobertizos. Allí es donde se contratan mercenarios en esta ciudad.

—Gracias —dijeron Rictus y Gasca al mismo tiempo, con los ojos brillantes como chiquillos que acabaran de recibir la promesa de una golosina.

El hombre soltó una risita.

—Habéis hablado con una de las cabezas de la serpiente. Soy Pasion de Decanth. Decid mi nombre, y es posible que os reciban mejor. Es tarde ya para ofrecer vuestros servicios. Dejadlo para mañana, y es menos probable que os maltraten.

—Gracias —repitió Rictus.

—Tú eres de Isca, muchacho, ¿no es así?

—Yo… ¿Cómo lo has sabido?

—Por tu modo de mirarme a los ojos. La mayoría de los hombres que no visten de escarlata bajan los ojos durante un segundo cuando encuentran una armadura maldita. Tú llevas en tu interior la arrogancia iscana. Muéstrala cuando vayan a contratarte; no te hará ningún daño. Ahora debo irme. —Les dirigió una inclinación de cabeza, se volvió y continuó su camino a través de la multitud, mientras la gente se apartaba de él como si tuviera algo contagioso.

—La suerte está con nosotros —dijo Gasca—. La diosa ha intervenido en este encuentro, estoy seguro. Y por fin he podido ver la Maldición de Dios.

—Yo no he venido hasta aquí para ser un sirviente de campo —dijo Rictus.

—Vamos a la posada de ese mercader. Nos instalaremos allí y mañana trataremos de unirnos a una compañía. Podemos comer, beber, lavarnos y dormir en una cama.

Rictus sonrió. Parecía cansado y envejecido, torturado por el hambre y los malos recuerdos.

—Guíame, entonces. Y lleva tú el escudo un rato; es de justicia.

La Mithannon miraba al norte en dirección al rio Mithos, un destello gris de fría agua procedente de las montañas que corría en paralelo a las murallas de la ciudad durante cinco o seis pasangs. La llanura que se abría allí había sido aplanada mucho tiempo atrás, y convertida en una hondonada de tierra en torno a la cual se amontonaban hileras irregulares de cobertizos de madera y puestos de venta, tiendas de piel convertidas en edificios semipermanentes con la adición de paredes de tepe, y cientos de refugios improvisados de techo bajo construidos con una increíble variedad de materiales. El lugar parecía una burla de la majestuosidad de piedra y mármol de la propia Machran, pero cuando uno miraba de cerca, podía ver que había cierto orden en los campamentos. Estaban instalados en hileras claramente diferenciadas, y algunos habían sido acordonados con tiras de piel y cuerdas de cáñamo montadas en postes. Por todas partes ondeaban banderas y estandartes, con extraños símbolos heráldicos dibujados sobre ellos, pintados sobre los puestos de señales o grabados en los tablones de cobertizos y cabañas. Y por todas partes, en mitad de aquellas toscas calles, paseaban grupos y filas de hombres vestidos con diferentes matices de escarlata. Era la Zona de Contratación, el Patio de Maniobras y el Mercado de Armas, además de tener media docena de nombres más. Allí los hombres podían alistarse en las compañías libres, formadas por soldados que vendían sus lanzas al mejor postor y que no debían lealtad a nadie más que sus camaradas y ellos mismos.

En el barrio de la ciudad más cercano a la Mithannon se encontraba la mayor concentración de tabernas y burdeles de toda Machran. Allí, la elegante arquitectura se convertía en una colmena laberíntica de edificios menores, construidos con ladrillo cocido o piedra sin encalar, con tejados de juncos del río en lugar de tejas rojas, a menudo sin ventanas y a veces sin puertas. Los hombres habían edificado hacia arriba en aquel lugar, por falta de espacio en los abarrotados callejones de alrededor. Si uno levantaba la vista desde la suciedad de las calles, parecía que los edificios se apoyaran unos en otros, y un albañil provisto de una plomada hubiera mirado a su alrededor con desesperación.

En la cumbre de uno de aquellos edificios había una habitación. Un hombre hubiera podido escupir a través de los agujereados tablones del techo sobre las cabezas de los bebedores de abajo, pero el lugar se sostenía de algún modo, obstinado, torcido y lleno del bullicio que el vino hace salir de las bocas de los hombres. Era un lugar donde se podía conversar a gritos, sin que los que estaban a un palmo de distancia entendieran una sola palabra.

—¿Cuándo volveré Phiron? —preguntó uno de los hombres. Era Orsos de Gast, cuyo rostro llevaba las huellas de todos los crímenes conocidos por el hombre. Amigos y enemigos lo conocían como el Toro. Sus ojos hundidos relucían de desconfianza—. Mi centón y yo tenemos una oferta firme de Akanos. El tiempo es oro, Pasion. Las promesas nunca han servido para llenar los portamonedas.

El portador de la armadura maldita llamado Pasion paseó la mirada por la mesa, larga y manchada de vino. Había veinte centuriones sentados allí, cubiertos con las desteñidas capas escarlata de los mercenarios. Cualquiera de ellos por sí solo hubiera sido un enemigo formidable; reunidos, formaban un grupo realmente temible. Había una jarra de agua intacta sobre la mesa. Pasion sabía que no debía invitarlos a vino antes de terminar las conversaciones.

—Está en Sinon —dijo Pasion con tranquilidad—. Arreglando los últimos detalles de nuestro acuerdo. Con vientos favorables y buen tiempo, estará aquí dentro de una semana como mucho. ¿Qué sucede, Orsos? ¿Es que tienes problemas para conservar la lealtad de tus hombres?

—No desde que dejé de cagar amarillo —dijo el Toro, y a lo largo de la mesa se oyeron unos cuantos gruñidos de humor.

—Entonces ten un poco de paciencia. Por la misericordia de la diosa, éste es el mejor contrato que nunca tendréis, y te estás quejando por unos pocos días perdidos aquí y allá. Si esto sale bien, todos seremos ricos como reyes.

La avaricia calentó un poco el aire de la estancia. Los hombres se inclinaron hacia delante o hacia atrás, haciendo crujir las sillas bajo el movimiento de sus músculos cubiertos de cicatrices. Desde abajo, el estruendo de la taberna se filtraba por entre los tablones del suelo.

—Tu Phiron está reuniendo un buen ejército, Pasion —dijo otro de los hombres. Era flaco como la cuerda de un látigo, con una larga ceja negra a través de la frente y unos ojos brillantes como los de un mirlo. Llevaba una barba de chivo bien recortada, y tenía el labio húmedo. Ningún padre hubiera confiado a su hija al poseedor de un rostro semejante—. He oído decir que esta hueste reunida aquí no es más que la punta de lanza. Hay más hombres en Idrios, y otros en Hal Goshen. Aquí en Machran tenemos casi dos mil alistados, y éste es el grupo más grande de mercenarios del que he oído hablar nunca. ¿Quién es ese patrón que puede permitirse emplear a tantos hombres y tenerlos sin hacer nada durante semanas, como si las monedas fueran para él granos de cebada?

—El nombre de nuestro cliente no puede ser revelado —espetó Pasion—. Todavía no. Ese es uno de los términos del contrato. Y tú aceptaste el anticipo, Mynon, de modo que debes cumplirlo.

—Si no tienes intención de tomar la propia Machran, yo haría algo para tranquilizar a la Kerusia —dijo otro hombre, un tipo de piel oscura y ojos castaños con voz de cantante—. Están más nerviosos que una virgen en su noche de bodas, y se preguntan si pretendemos asaltar su virtud. Se habla de una liga de las ciudades del interior: Pontis, Avennes y otras. No les gusta ver a tantos de nosotros concentrados en un mismo lugar durante tanto tiempo.

—Es cierto, Jason —dijo Pasion—. Hablaré con ellos. Hermanos, debéis mantener a vuestros hombres fuera de las murallas y en el campamento. No podemos permitirnos tener roces con la Kerusia, ni con los miembros del consejo de la ciudad.

Se oyó un murmullo a lo largo de la mesa. Descontento, impaciencia. La habitación crepitaba de irritabilidad contenida.

—He tenido aquí a mi centón durante casi un mes entero —dijo un hombre mayor, con la barba blanca como la nieve meada, y los ojos fríos como los de un pez muerto. Era Castus de Goron, tal vez el más malvado de todos ellos—. He perdido once hombres: dos lisiados en peleas, uno al que ahorcaron los magistrados, y ocho que se han ido por aburrimiento. Casi todos los que estamos aquí podemos decir más o menos lo mismo. No dirigimos ovejas, Pasion. Mis lanzas están perdiendo los nervios. Por el rostro de Phobos, ¿adónde nos llevarás, si no podemos perturbar a la propia Machran? La capital puede reunir unos ocho mil aichmes, con el tiempo suficiente. Si hemos de atacar, tiene que ser muy pronto, antes de que esos granjeros puedan prepararse. —Hubo un murmullo de asentimiento.

Pasion estrelló el puño contra los tablones de la mesa.

—Machran no es nuestro objetivo —dijo, con tranquila vehemencia—. Ni ninguna ciudad del interior. Meteos eso en la cabeza y en las de vuestros hombres. Habéis aceptado dinero de mi mano; eso me convierte en vuestro jefe. Si no podéis cumplir vuestra parte del contrato, devolvedme los anticipos y largaos. Id a luchar en alguna escaramuza del norte. Tengo entendido que Isca ha sido saqueada al fin, de modo que allí no quedara ningún soldado decente para formar la línea. Id a violar a alguna cabrera, si queréis, y presumid de haber matado a los hijos de algún granjero. Los que se queden conmigo encontrarán verdadera carne para sus lanzas, una auténtica batalla como no se ha visto en las Harukush desde tiempo inmemorial. Hermanos, permaneced fieles a la compañía y os prometo que nos convertiremos en forjadores de historia.

Los centuriones contemplaron la mesa manchada de vino, frunciendo el ceño. Finalmente, Mynon dijo:

—Hermosas palabras. Muy elocuentes. Me las meteré en la cabeza para admirarlas. Siempre se te han dado bien las palabras, Pasion, incluso en la misma Ebsus. Podrías hacer creer a los hombres que su mierda no apesta, si te lo propusieras, pero aquí todos peinamos canas, y la retórica para nosotros es como una mujer casada y madura. Puedes admirarla, flirtear con ella, pero no dejarás que te joda. Acepta mi consejo y habla con claridad, o las lanzas empezarán a ensangrentarse.

Alguien soltó una risita, y hubo un coro de asentimiento. Cuando Pasion estudio la mesa, comprendió que Mynon tenía razón. Los mercenarios eran capaces de soportar muchas cosas y, contrariamente a la creencia popular, no desertarían a la primera ocasión en que se retrasara su paga. Eran bastardos testarudos, orgullosos como príncipes y sentimentales como mujeres, y su lealtad se conseguía con muchas cosas además del dinero. A veces creían en las promesas, si eran lo bastante grandiosas y adulaban su vanidad. Los mercenarios tenían su propia clase de honor, se sentían ferozmente orgullosos de su profesión. Era de esperar. Cuando un hombre se vestía de escarlata, se convertía en ostrakr, y abandonaba la ciudad que le había visto nacer. Tenía que ser así, o las lealtades a las distintas ciudades en conflicto hubieran desgarrado a todos los centones. Para sustituir aquella lealtad elemental, el mercenario se comprometía con su centón y sus camaradas. Ellos se convertían en su ciudad. El centurión era su líder, pero no podía comprometer a sus hombres en ningún contrato hasta que ellos lo hubieran votado. Era la ley de la asamblea, y daba a cada compañía de mercenarios la cohesión y sentido de pertenencia que todos los hombres anhelaban en sus corazones. Para convertirse en mercenario, un hombre renunciaba a sus ancestros, sus recuerdos y el mismo lugar donde había nacido, pero a cambio era admitido en una hermandad brutal y recibía algo por lo que luchar. Una ciudad en miniatura, vestida de bronce, y dedicada al arte de la guerra.

—Muy bien —dijo Pasion al fin—. Despreciáis la retórica, de modo que os daré hechos. Más palabras, pero éstas están grabadas en hierro. Voy a deciros algo ahora, y esto nunca debe salir de estas paredes. —Paseó la vista por la mesa, asegurándose de tener la atención de todo el mundo. De haber sido un hombre menos inquieto, hubiera amado el escenario, los rostros pendientes de cada palabra que decidiera pronunciar o callar—. No nos hemos concentrado aquí para luchar por una ciudad. Estamos construyendo un ejército de tamaño real, compuesto todo él de mercenarios. Hermanos, nos espera un viaje, y su destino se encuentra lejos, lejos de las Harukush.

Hubo una pausa mientras los hombres asimilaban aquello.

—Hermanos, vamos…

—Phobos —blasfemó en voz alta Orsos—. Quieres llevarnos al Imperio.