3

La compañía de la carretera

Gasca se apretó la capa en torno a los hombros, y trató de cubrirse la oreja derecha con un pliegue para que la nieve no encontrara una entrada tan fácil. Era una buena capa, de cuero de cabra con el borde de piel de perro, pero había pertenecido a su hermano mayor antes que él, y el muy cabrón la había dejado muy desgastada. Además, ninguna capa podría aislar de la intensidad del viento de aquella noche. Pero el pueblo que había establecido su hogar en los altiplanos de las Harukush había crecido junto a aquel viento. De modo que Gasca se sacudió su incomodidad, como debía hacer un hombre, y mantuvo la cabeza alta, usando la lanza como bastón para abrirse camino a través de la cellisca traicionera que era la carretera, mientras su brazo izquierdo luchaba por impedir que su escudo de bronce aleteara como el sombrero de un anciano.

La carretera de Machran no estaba llena, pero los que tenían necesidad de viajar por ella en aquella época del año tendían a agruparse. Por las noches era más fácil acampar, y se habían establecido acuerdos informales. Los hombres recogían leña, las mujeres traían agua. Los niños molestaban a todo el mundo, y eran ahuyentados por todos los adultos. Era más seguro dormir en un campamento grande, pues los salteadores y bandidos abundaban en aquella parte de las colinas. Como soldado armado, Gasca había sido al principio evitado, luego cortejado y finalmente bien recibido en los grupos de viajeros. Tenía buena voz, modales agradables y, si no era el más atractivo de los hombres, tenía a su favor la alegría y tolerancia de la juventud.

La compañía que se dirigía a Machran era muy variada. Delante iban dos mercaderes, con sus esforzados asnos cargados con toda clase de sacos y bolsas. Hombres altaneros, que se habían negado a revelar la naturaleza de su carga, pero fue fácil oler las bayas de junípero y las pieles a medio curar cuando el fuego empezó a calentarlas. Detrás iban dos parejas jóvenes, los hombres posesivos como ciervos junto a sus nuevas esposas, y las chicas coquetas como sólo pueden serlo las mujeres casadas. Luego estaba una matrona de pelo gris y voz de sargento, en torno a cuyas faldas se agrupaban media docena de rapaces harapientos, huérfanos fugitivos de alguna guerra en el lejano norte. Los llevaba a la capital para venderlos, y los cuidaba con la atención que un hombre podía dedicar a un perro de caza. Ya había ofrecido a Gasca una de las chicas, pero a él no le gustaba la carne tan tierna y, además, no tenía dinero que gastar en tales indulgencias. Los niños parecían percibir la compasión inherente a su naturaleza, y al llegar la noche uno o dos de ellos se metían invariablemente bajo su capa y dormían apretados junto a él. No le importaba, porque le proporcionaban calor, y si estaban llenos de parásitos, también lo estaba él.

El variopinto grupo llevaba cinco días en la carretera, y sus miembros se habían convertido en compañeros de viaje, que compartían comida y anécdotas y a veces llegaban al extremo de revelar una parte de sus historias personales en torno a las hogueras. Los dos mercaderes se habían ablandado un poco y, mientras bebían un vino execrable, habían contado historias exageradas sobre las batallas en que habían participado en su juventud. Los jóvenes esposos, una vez liberados de sus sacos de dormir y con los rostros ya limpios de sudor, revelaron a la compañía que eran hermanos, casados con hermanas, y aprendices de un famoso armero de Machran, llamado Ferrius de Afteni, que les enseñaría sus secretos y les convertiría en hombres ricos, artistas además de artesanos.

La matrona alcahueta, mientras despiojaba el cabello de uno de sus protegidos, ensalzó las virtudes de cierta casa de muros verdes en la calle de los Tejedores, donde un hombre podía saciar cualquier deseo que le dictaran sus apetitos, y a un precio muy razonable.

—¿Y tú, soldado? —dijo a Gasca uno de los mercaderes por encima de la hoguera—. ¿Qué te lleva a Machran? ¿Vas a vender tu lanza?

Gasca se sirvió algo más de vino, Supuso que estaba hecho de raíces, con sangre de cabra y miel. Los había bebido peores, pero no recordaba cuándo.

—Voy a vestirme con la capa roja —admitió, secándose la boca y arrojando el odre fláccido a uno de los demacrados esposos.

—Eso pensé. No hay nada dibujado en tu escudo. De modo que pintarás un símbolo mercenario y te vestirás de escarlata. ¿Bajo que comandante?

—Bajo el que me acepte —repuso Gasca, sonriendo.

—Me apuesto algo a que eres un hijo menor.

—Tengo dos hermanos mayores, las niñas de los ojos de mi padre. Yo no tenía más elección que la capa roja o la cabaña de un cabrero. Y mis dedos son demasiado grandes para rodear las tetas de una Cabra.

Los hombres en torno al fuego se echaron a reír, pero había algo furtivo en su modo de mirarle. Aunque todavía era muy joven, Gasca era tan corpulento como dos de ellos juntos, y la coraza de lino encolado que llevaba estaba manchada de sangre antigua. Había pertenecido a su padre, como el resto de la panoplia que portaba. Robarla no había resultado fácil, y uno de sus mimados hermanos mayores había recibido unos cuantos golpes antes de que Gasca pudiera abandonar finalmente las tierras de su padre. Las armas y armadura que llevaba eran todo lo que poseía en el mundo, una herencia que consideraba su derecho.

Uno de los jóvenes esposos tomó la palabra. Su esposa se había reunido con él junto al fuego, con una sonrisa de gata perezosa en el rostro.

—He oído decir que se esta reuniendo un gran ejército —dijo—. No sólo en Machran, sino también en otras ciudades de las montañas. Hay un capitán llamado Phiron, de Idrios. Está contratando mercenarios a centenares. Y es un hombre que porta la maldición.

—¿Dónde oíste eso? —le preguntó su esposa.

—En una taberna de Arienus.

—¿Y qué taberna era esa?

La mente de Gasca empezó a meditar mientras la discusión crecía al otro lado de la hoguera. Su propia ciudad, Gosthere, donde tenía derecho a votar en la asamblea, era un simple pueblo rodeado por una empalizada junto al nacimiento del río Gerionin, a doscientos cincuenta pasangs en el interior de las montañas. Más que por otra cosa, iba a Machran porque deseaba ver una verdadera ciudad. Algo construido con piedra, con calles pavimentadas sin ríos de mierda corriendo por el medio. En su petate llevaba un ejemplar de la Constitución de Tynon, que describía las grandes ciudades de los macht como si todas estuvieran hechas de mármol, pobladas de estatuas y gobernadas por solemnes debates en asambleas bien organizadas, no como las bulliciosas reuniones que tenían lugar en Gosthere. Aquello era algo que deseaba ver y, si no existía en Machran, posiblemente nunca había existido en ninguna parte.

Servir bajo un hombre que portaba la maldición; eso sería algo digno de contarse. Gasca nunca había visto ninguno. La nobleza de Gosthere no tenía semejantes distinciones. Se preguntó si las historias sobre la armadura negra serian ciertas.

«Soy joven», pensó Gasca. «He combatido a hombre y a lobo. Tengo una panoplia completa. No quiero ser el dueño del mundo; simplemente quiero verlo, Quiero beberlo a cubos y saborear cada trago».

—Y esa zorra, esa cerda cabrera… estaba allí, ¿no es cierto?

—Mujer, te he dicho que sólo fue durante una clepsidra, nada más.

Gasca se tumbó sobre su capa, se cubrió con sus pliegues y contempló las estrellas. Junto a las lunas había jirones y destellos de nubes. Sería una noche muy fría. De niños, él y sus hermanos habían enterrado ascuas bajo sus jergones en las noches como aquella pasadas en los pastos altos, Habían bromeado unos con otros al son de los cencerros de las cabras, y Felix, el perro de su padre, siempre dormía junto a Gasca. Cuando gruñía en la oscuridad, todos se ponían en pie al momento, tiritando de frío y tendiendo la mano hacia sus pequeñas lanzas. Gasca tenía trece años cuando mató a su primer lobo. Como todos los hombres de su ciudad, había esculpido uno de sus colmillos. Allí tumbado, lejos de su hogar, se llevó la mano al cuello y lo tocó, cálido por el contacto con su cuerpo. Durante un momento, sintió el dolor de la pérdida, recordando a sus hermanos durante la niñez de todos ellos, antes de las complicaciones de la edad adulta. Luego gruñó, se envolvió mejor en su capa y cerró los ojos.

Cuando despertó descubrió que dos de los rapaces se habían deslizado bajo su capa durante la noche y estaban pegados a él como avispas en la colmena. En el calor de la capa, todos los parásitos habían cobrado vida, de modo que le picaba todo el cuerpo. De todas formas, no sentía deseos de levantarse, pues la capa y el suelo de alrededor estaban cubiertos por un ligero manto de nieve que se había helado, y el sol que empezaba a asomar sobre las montañas había encendido un millón de puntas afiladas de luz rosada. Incluso los troncos del fuego estaban cubiertos de escarcha. Al parpadear, Gasca sintió que sus cejas crujían.

Los niños gritaron cuando apartó la capa y se puso en pie, golpeando las sandalias contra el suelo duro como la piedra y desentumeciendo su cuerpo. Se dirigió a la cuneta y orinó, en pie entre una nube acre de su propia creación, mientras parpadeaba para ahuyentar el sueño de los ojos. Mirando arriba y abajo, vio que la carretera estaba vacía en ambas direcciones. Hacia el sur desaparecía entre dos colinas blancas y empinadas, en una de cuyas cimas asomaban las ruinas rocosas de una ciudad. Era Memnos. Habían tenido la esperanza de verla aquella mañana al despertar. Machran se encontraba ya sólo a unos treinta pasangs, una distancia que podía cubrirse fácilmente en un día. Aquella noche dormirían bajo techo, los que pudieran permitírselo. Gasca se había prometido una buena comida y un vino digno de tal nombre. Con una mueca, escupió el sabor del de la noche anterior sobre la carretera.

Algo se movió entre los árboles. Los constructores de la carretera habían talado los bosques de cada lado hasta una distancia de un tiro de flecha, y aunque los que la mantenían en la actualidad no lo hacían igual de bien, seguía habiendo unos cien pasos de terreno abierto antes de que empezara la maraña de arbustos y pinos enanos. A la luz del alba, el vapor de la orina de Gasca se secó mientras observaba la pálida silueta de un rostro moviéndose entre los árboles. Se volvió al instante y corrió hacia el campamento, apartando de un puntapié a uno de los chiquillos que se desperezaba. Su lanza estaba resbaladiza por la escarcha, y la maldijo cuando se deslizó entre sus dedos.

Cuando hubo regresado a los bosques, la figura era visible. Un hombre caminaba hacia la carretera, con los brazos separados del cuerpo y una lanza de una sola punta en un puño. El hombre la clavó en el suelo con la punta hacia abajo por falta de regatón, y se acercó con ambas palmas abiertas en el gesto universal. Vengo en son de paz. La respiración de Gasca se tranquilizó. Dio un paso al frente. Otros miembros de la compañía estaban saliendo de sus sacos de dormir, apartando las coberturas y tratando de encontrar un sentido a la mañana. Uno de los niños más pequeños lloraba sin consuelo, azul de frío.

Gasca se situó entre la figura que se acercaba y el campamento, y plantó el regatón de su propia lanza en la cuneta. Deseo haberse puesto el casco de su padre.

—¿Qué quieres? Habla rápido. Tengo buenos hombres conmigo —dijo en voz alta, esperando que tales hombres estuvieran levantados. Estudió los árboles, pero nada más se movía. Por el momento, al menos, aquel hombre estaba solo. Pero ello no significaba nada. Podía tener veinte secuaces ocultos entre los árboles, esperando a hacer un recuento de la compañía.

El hombre era alto, tanto como Gasca, aunque no tan corpulento. De hecho, su aspecto era demacrado y hambriento. Su quitón estaba sucio y desgastado, con el cuello desgarrado en la antigua señal de luto, y tenía una manta colgada como una bolsa en torno al torso.

Llevaba un cuchillo a la cintura, colgado de un cordel. Una cicatriz arruinaba el centro de su labio inferior.

—Vengo en son de paz. Tenía la esperanza de compartir vuestro fuego —dijo el hombre.

Los dos mercaderes y los jóvenes esposos se unieron a Gasca en la cuneta, blandiendo mazas y cuchillos.

—¿Le matamos? —preguntó ávidamente uno de los esposos.

—Aún no nos ha robado. Dejadle hablar —dijo Gasca.

Era joven. Cuando todos pudieron verlo de cerca, se dieron cuenta de que no era más que un muchacho muy desarrollado. Hasta que uno le miraba a los ojos. Dirigió su mirada a Gasca, y su expresión era de total indiferencia.

«Podría matarle aquí y ahora, y no movería un solo dedo», pensó Gasca.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, con más gentileza de la que había pretendido.

—Rictus.

—¿De qué ciudad?

El hombre delgado vaciló.

—Era de Isca —dijo al fin—. Cuando Isca aún existía. —Sus ojos se endurecieron—. Sólo deseo viajar con vosotros hasta Machran. No tengo malas intenciones. Y estoy solo. Levantó sus manos vacías.

—Acércate al fuego —dijo Gasca—. Si podemos reavivarlo.

—¿Isca? —dijo uno de los mercaderes—. ¿Qué le ha sucedido a Isca?

El hombre llamado Rictus volvió la cabeza. Tenía unos ojos como limaduras de hierro gris, fríos como el mar.

—Isca ya no existe.

—¿De veras? Por los dioses. Ven, muchacho. Siéntate y cuéntanos más.

El hielo se había roto. Una forma amenazadora surgida de los bosques se había convertido en un joven fatigado que hablaba con educación. Se reunieron en torno a él, tal vez alegrándose por la perspectiva de una nueva historia, de una noticia que no resultara manida, sino fresca y reciente. Gasca retrocedió, todavía observando aquella demacrada aparición. El llamado Rictus no se movió. Algo relució en sus ojos: dolor. Gasca comprendió que se estaba arrepintiendo de lo que había hecho. Volvió a hablar.

—Dejadme ir a por mi lanza.

Se tensaron. El joven miró a Gasca.

—Ve a buscarla —dijo Gasca, y se encogió de hombros.

Algo de humanidad en sus ojos, al fin. El hombre asintió, y regresó por donde había venido.

—¿No crees que pueda ser una trampa, o un bandido? —preguntó uno de los jóvenes esposos.

Gasca se disponía a responder, pero fue el grueso mercader quien habló primero.

—Mira su cara. Dice la verdad. He visto esos ojos antes. —El rostro del mercader se tensó. Por un segundo, fue posible ver al soldado que había sido en sus años mozos—. No tenemos nada que temer de ese muchacho. Ya ha hecho su ofrenda a la diosa.

Volvieron a encender el fuego, arrancando de su cadáver ennegrecido una sola mota roja de calor vivo. Consiguieron convertirla en una llama y, con la adición de los calderos de cobre, pronto tuvieron agua hirviendo, y pusieron cebada a cocer. El campamento recuperó algo de su animación habitual, aunque dejaron una distancia considerable de aire frío entre el recién llegado, Rictus, y los demás. La cosa se solucionó cuando uno de los chiquillos se le acercó, y finalmente se instaló en el hueco de su brazo con aire desafiante. Rictus pareció sobresaltado, luego complacido y luego severo como el cuenco de un herrero. Por su postura, uno hubiera pensado que tenía un asta de lanza por espina dorsal. Y tenía tanto frío que el calor del niño a su lado le provocó finalmente escalofríos, y empezó a tiritar con los dientes apretados.

El más grueso de los mercaderes, del que Gasca había deducido que era un buen hombre, arrojó el odre de vino a Rictus.

—Bebe, por los dioses, por todos nosotros. Bebe un poco, muchacho. Ofrece una libación si lo deseas. Trata de borrar esa expresión de tus ojos.

Rictus tomó el odre y bebió. Bebió como si fuera la última cosa que fuera a hacer. Y mientras sus mejillas estaban aún hinchadas de vino, vertió un chorro de la boca del odre para que formara un charco en el suelo.

—Es un buen vino… —gritó el mercader más delgado.

—Cierra la boca —le dijo el más grueso, y Gasca asintió cuando sus ojos se encontraron. Las formas existían, La decencia existía. Un hombre no podía calcular el precio de todas las cosas y sin embargo ignorar su valor.

Con los dientes desnudos por un momento a causa del mal sabor del vino, Rictus miró a Gasca y señaló con la cabeza hacia los arbustos del lado oeste de la carretera.

—Ahí detrás, puede que a dos pasangs, o uno y medio, hay ocho hombres en torno a una hoguera apagada discutiendo sobre la mejor manera de tenderos una emboscada.

Se hizo el silencio en torno a su propio fuego. La alcahueta preguntó:

—Y son amigos tuyos, ¿verdad?

—Si lo fueran, ¿estaría aquí?

El mercader grueso se pasó los dedos por la barba.

—¿Ocho, dices? ¿Por qué no nos han atacado ya? El amanecer y el ocaso son los mejores momentos para esas cosas.

—Se pelearon por quién se quedaría con las mujeres, con las dos jóvenes. Ayer discutieron por ello, luego se emborracharon y se durmieron. Ahora se están armando, con la idea de atacaros en algún momento del día de hoy, antes de que podáis acercaros demasiado a Machran.

Los dos esposos se miraron, muy pálidos, y luego a sus esposas. La expresión en el rostro de las mujeres hizo pensar a Gasca en un conejo que una vez había atrapado vivo en una trampa.

—¿Y cómo es que te enteraste de sus discusiones? —preguntó el mercader grueso.

—He estado viajando con ellos. Yo también estuve bebiendo anoche junto a su fuego.

—Un bandolero —espetó el mercader delgado, y limpio su afilado cuchillo de comer—. Él mismo lo reconoce.

—Quieto —dijo su colega. Y añadió, mirando a Rictus—: ¿Qué te ha hecho venir a avisarnos?

—He visto demasiadas veces ese tipo de muerte. Lucharé contra ellos junto a vosotros, si me aceptáis.

Gasca se levantó del lado del fuego y se dirigió de nuevo a la cuneta. El sol, la poderosa Araian, había abandonado el lecho, y se elevaba envuelta en harapos de nubes escarlata y doradas, mientras el brillo de la nieve aumentaba momento a momento. Miró a su alrededor, a los amplios espacios que les rodeaban, a las colinas que enmarcaban la carretera, y a las ruinas de la saqueada Memnos, que se erguían blancas y negras entre sombras y nieve.

—Debemos recoger —dijo—. Si nos atrapan en marcha, no tendremos ninguna posibilidad. Hemos de llegar a las colinas, tener la espalda contra algo. Esas murallas rotas; podemos subir allá arriba y luchar desde las alturas. —Se volvió de nuevo—. ¿Qué armas tienen?

—Lanzas, espadas, jabalinas. Ningún arco ni escudos, ni siquiera una pelta.

—¿Están despiertos?

Rictus pensó un momento. Su calma era increíble. «No le importa», pensó Gasca. «Quiere hacer lo correcto, pero no podría importarle menos si vive o muere hoy».

—Irán despacio, y tendrán resaca. Hay tiempo. No mucho, pero tal vez el suficiente.

—Haremos lo que dice el muchacho —dijo bruscamente el mercader grueso, levantándose—. Hora de ponerse en marcha.

—Seremos más rápidos —dijo desesperadamente uno de los jóvenes esposos—. Faltan treinta pasangs hasta Machran. Puedo correr esa distancia.

—¿Y tu esposa? —preguntó el mercader—. ¿Y esos niños? Si nos separamos, nos capturarán uno a uno. Luchando juntos, en un buen terreno, podemos hacerles daño, tal vez el suficiente para que se lo piensen dos veces.

—Sólo piensas en las mercancías cargadas sobre tu asno.

—Entre otras cosas. Corre, si quieres. Ellos también tienen piernas.

Estarás muerto antes de que anochezca, y tu mujer será una esclava violada.

Recogieron los sacos de dormir, las mujeres jóvenes sollozando y los niños asustados por el miedo que percibían en los adultos. Dejaron el fuego ardiendo y emprendieron la marcha hacia el sur a buen paso. El mercader grueso era el más lento. Gasca tomó la rienda de su asno y tiró del animal, mientras el hombre se agarraba a su rabo, sudoroso. Abandonaron la carretera, y la marcha se hizo mucho más difícil mientras ascendían por la ladera de la colina hacia las ruinas de arriba. Cuando la niña más pequeña empezó a rezagarse, Rictus se la cargó a la espalda, y ella se le agarró con una amplia sonrisa en el rostro, gritando su triunfo en dirección a los otros niños. El mercader flaco hizo una pausa para recuperar el aliento y miró hacia abajo. Lanzó un grito, y todos se detuvieron y volvieron la cabeza. Un grupo de hombres había salido de entre los árboles, y se movían rápidamente, negros como cuervos contra la nieve.

El miedo dio velocidad a los miembros de la compañía. Pasaron a través del enorme arco roto que había sido la puerta principal de Memnos y provocaron que una sobresaltada bandada de golondrinas levantara el vuelo de entre las piedras. La nieve era más profunda allí, hasta la pierna de un hombre. Gasca soltó la rienda del asno y corrió hacia adelante, con su escudo y su yelmo rozándole la espalda al saltar. Las ruinas abarcaban una extensión muy grande, y de no haber habido nieve, tal vez hubiera sido posible ocultar al grupo entre ellas y evitar el combate; pero sus huellas estaban tan claras como una hilera de banderas. Miró a su alrededor como un perro que persiguiera un rastro, y asintió al encontrar lo que buscaba.

—Las murallas —dijo, al reunirse con los otros—. Hay una escalera que conduce a una buena sección, y una torre que todavía tiene puerta. Subiremos hasta allí, los hombres defenderán la escalera y los demás se ocultarán en la torre.

—¿Y nuestros animales? —preguntó el mercader flaco, jadeando.

—Tendrán que quedarse abajo.

—Me arruinaré —gimió el mercader flaco. Pero no discutió.

Desde la cima de la muralla podían ver a varios pasangs a la redonda. Sus atacantes aún ascendían por la pendiente nevada. La carretera estaba vacía; no había ningún otro viajero que pudiera proporcionarles aliados o una distracción. El mundo era un escenario enorme y brillante rodeado de montañas, con la nieve elevándose de las cumbres en cintas y pendones, y arriba un cielo inmaculado, azul pálido, azul como los ojos de un niño. Sólo los pinares proporcionaban un contraste oscuro, con sus profundas sombras bajo las ramas.

—Mira —dijo Rictus. Se situó junto a Gasca y señaló. Había un destello en sus ojos.

Machran. Hacia el sur, las montañas se abrían en un enorme valle, de tal vez cincuenta pasangs de ancho, y en aquella zona de tierras altas el campo era un mosaico de bosques y prados, con las partes más bajas libres de nieve, y verde, verde como un sueño de primavera. La propia Machran era una mancha borrosa, una mota ocre sobre la capa del mundo, y de ella se elevaba el humo de diez mil hogares, en columnas grises que ensuciaban el cielo. Desde aquellas alturas parecía que un hombre ayudado por el viento pudiera saltar hasta allí en cuestión de minutos. Gasca sonrió.

Hubo un grito abajo. Sus atacantes les habían visto. Ciertamente, eran ocho. Se habían atado las capas por encima de los codos; vestían con pieles de oveja o de zorro todavía con el pelaje intacto, y botas altas. Sus barbas eran negras, largas y enredadas como el rabo de una vaca.

—Hombres cabra —dijo Gasca, usando el término despectivo reservado para los hombres que no tenían ciudad y merodeaban por las tierras altas de las Harukush, y de quienes se decía que dormían en cuevas y compartían a sus mujeres—. ¿Viajabas con ellos?

—Los encontré por casualidad —dijo Rictus.

—Me sorprende que no te mataran al instante.

—Lo intentaron —dijo Rictus, todavía con el mismo tono tranquilo—. Me entrené en Isca. Les convencí de que ello podía ser útil.

—Ah, Isca —dijo Gasca. Había oído las historias. No era el momento de volver a oírlas—. Hoy necesitarás de todo tu entrenamiento.

Ocuparon su lugar en la parte alta de las escaleras. Había espacio suficiente para los dos, pero el suelo estaba resbaladizo por la nieve pisoteada. Gasca se puso el casco de bronce de su padre, e inmediatamente todos los sonidos quedaron amortiguados por el ruido marino del interior. Había pensado en no utilizarlo, pero sabía lo temible que les resultaría a los hombres de abajo ver un casco con cresta. Le convertiría en un ser sin rostro, y ocultaría el miedo que pudiera llenar sus ojos.

Retiró de los hombros el peso de su escudo y se lo colgó del brazo. El roble reforzado con bronce le cubrió de hombros a muslos.

—Empezarán con las jabalinas —dijo a Rictus—. Quédate a mi espalda hasta que terminen.

—Preferiría moverme libremente.

—Como quieras.

Tras Rictus y Gasca se situó el mercader grueso, con el rostro aún brillante de sudor, y uno de los esposos. Detrás, el mercader flaco y el otro esposo. Sólo Rictus y Gasca tenían lanzas. El resto iban armados con cuchillos y bastones, el armamento habitual de los viajeros, pero de poca utilidad aquel día a no ser que el enemigo consiguiera subir hasta lo alto de la muralla.

Les llegó un áspero rebuzno desde abajo. El mercader flaco maldijo en nombre de Apsos, dios de las bestias.

—Se comerán a los malditos asnos. Hombres cabra. Son peores que animales.

Tras los seis hombres, los gritos de los niños que lloraban surgían de la puerta de la arruinada torre de vigilancia.

—Me gustaría que esos mocosos fueran mudos —dijo el mercader flaco.

—Me gustaría que tú fueras mudo —murmuró su grueso colega.

Los hombres cabra alcanzaron el pie de la muralla, vigilando por si caían proyectiles. Cuando vieron que los defensores no los tenían, se volvieron más osados y se acercaron más. Dos de ellos se pusieron a conversar y señalaron a Gasca, con toda su panoplia, severo y temible como una estatua de la guerra encarnada.

—Si llevara un harapo rojo sobre los hombros, se largarían —murmuró a Rictus. El iscano no le respondió. A pesar del frío, Gasca estaba sudando, y el pesado escudo tiraba de su bíceps derecho. Había matado lobos, y derrotado a otros hombres en peleas de taberna, pero aquélla era la primera vez que se encontraba deseando hundir la punta de su lanza en el corazón de otro hombre.

Se sobresaltó cuando Rictus lanzó un grito junto a él, lleno de rencor repentino.

—¿Tenéis miedo? ¿De qué tenéis miedo?

Durante un segundo, la ira inundó los miembros de Gasca, que pensó que el iscano hablaba con ellos; luego comprendió que Rictus gritaba a los hombres de abajo. Volvió la cabeza y, a través de las reducidas ranuras de su casco, vio que Rictus tenía el rostro sofocado y furioso. Más que furioso. Era una expresión salvaje, y el odio resplandecía en sus ojos. Gasca se apartó de él instintivamente, como un hombre que cediera el paso a un perro rabioso.

—¿Acaso enfrentaros cara a cara con otros hombres con armas en la mano es demasiado para vosotros? ¿Es que no podéis hacerlo? ¿O queréis que os enviemos a los niños con bastones, para que les demostréis lo que valéis? Vamos, ya me conocéis. Sabéis de dónde vengo. ¡Venid aquí y volved a probar mi lanza!

Gasca fue empujado a un lado, y Rictus se encontró solo en la parte alta de las escaleras. Había saliva en sus labios. Extendió los brazos como para rezar.

La jabalina ascendió desde abajo. Por un golpe de suerte, Gasca la vio llegar, incluso con su visión reducida, y consiguió levantar su escudo como un cangrejo. La jabalina golpeó el borde de bronce, mellándolo.

—¿Qué estás haciendo, por los dioses? —gritó a Rictus. Estaba casi decidido a empujar a aquel loco escaleras abajo.

—Ahora mantén el escudo levantado —dijo Rictus, y su rostro volvía a parecer racional.

Una lluvia de jabalinas. Llegaron y descendieron en arco: una, dos, tres. Dos de ellas rebotaron en el escudo de Gasca. La tercera golpeó el suelo entre sus pies, haciéndole estremecerse. Su panoplia parecía increíblemente pesada. Deseaba arrancarse el maldito casco y ver lo que estaba pasando. Las ranuras para los ojos le parecían absurdamente pequeñas.

Pero Rictus sonreía. En las manos tenía dos jabalinas. Sus puntas estaban algo dobladas; eran de hierro blando de las montañas.

—Bien lanzadas. Ahora os las devolveremos. —Su brazo se movió a toda prisa. Había pasado las cuerdas del arma por sus dos primeros dedos, y cuando la soltó, la jabalina empezó a girar por el aire, gimiendo, Atravesó a uno de los hombres cabra de abajo, entrando por debajo de su barba y emergiendo medio pie por su nuca. El hombre cayó al suelo, y sus camaradas se apartaron de él, como si su sangriento fin fuera algo contagioso.

La segunda cayó sobre ellos tres segundos más tarde. No acertó en la cabeza de otro hombre por un palmo, pero golpeó al de al lado justo sobre la rodilla, El hombre gritó, soltó la lanza y se agarró la pierna herida con ambas manos, con la boca abierta y húmeda.

—Ahora los números están más equilibrados —dijo Rictus, perfectamente tranquilo.

—Muchacho, la diosa te tiene bajo sus alas —dijo tras ellos el mercader grueso.

—Isca me entrenó bien. Ahora subirán por la escalera. Los detendremos, y huirán. Entonces les perseguiremos. ¿De acuerdo? —Los hombres de alrededor murmuraron su asentimiento.

—Ahí vienen —dijo Gasca, y se llevó la lanza al hombro.

El olor acre de los hombres les alcanzó antes que ellos mientras ascendían por las piedras cubiertas de nieve de las escaleras, blandiendo las lanzas y gruñendo, apenas parecían humanos. Gasca se agachó y recibió el impacto de un golpe en el escudo. Le hizo estremecerse, pero la pesada combinación de madera y bronce desvió la punta de lanza. Su boca era una ranura de saliva mientras el aire entraba y salía, y el miedo lo abandonó; no había tiempo para tales cosas.

Sintió que su propia lanza temblaba en su mano cuando la aferró por el punto de equilibrio y lanzó una estocada hacia abajo. Los hombres cabra trataban de entrar en contacto con los defensores y superar sus lanzas. Uno de ellos rodeó con el puño la punta de lanza de Gasca, pero éste la arrancó a través de la mano del hombre, y el afilado aichme le desgarró los dedos al librarse de su apretón. El hombre chilló. Entonces Rictus atacó con su propia arma, atravesando la boca del hombre, cuyo chillido se transformó en un gorgoteo horrible.

Cayó hacia atrás. Tras él, dos de sus compañeros rugieron y blasfemaron cuando su cadáver rodó por las escaleras y les hizo perder el equilibrio. Hubo un alud de carne maloliente cubierta de pieles y ojos relampagueantes, y se oyó un chasquido cuando un asta se rompió debajo de ellos. Llegaron al suelo y se pusieron en pie, tan furiosos como antes.

Quedaban tres en la escalera. Uno de ellos tenía los ojos de colores distintos. Gasca pudo darse cuenta de ello y archivar el dato, Hasta entonces, había ignorado que fuera tan observador. Dos puntas de lanza ascendieron. Una pasó por debajo del borde del escudo, arañando el metal. Gasca sintió un pinchazo en el muslo, nada más, Lanzó una estocada hacia abajo con su propia lanza, y notó que penetraba en algo blando. Recogiendo la lanza, sintió que un líquido cálido le goteaba por un lado de la pierna. Estocada, retroceder, recibir otro golpe en el escudo. Un hombre cabra ascendió aullando, soltó la lanza y trató de agarrar con los puños el escudo de Gasca y quitárselo. Gasca sintió que perdía el equilibrio, y le asaltó un miedo tan intenso al caer que se orinó encima.

Entonces Rictus enterró su cuchillo en el cuello del hombre cabra, El hombre gritó y su puño se aflojó. Agarró el mango del cuchillo y cayó hacia atrás. A punto de seguirle, Gasca notó que alguien agarraba su quitón por detrás. Había unos brazos en torno a él, y un olor a sudor y a perfume barato.

—Tranquilo —dijo el mercader grueso—. Recupera el equilibrio, chico.

Reponiéndose, Gasca parpadeó para librar sus ojos de sudor. En los escalones debajo de él, su sangre había descendido en una delgada corriente, diluida en su orina y emitiendo vapor. Sus entrañas parecían líquidas.

Los hombres cabra retrocedieron por la escalera. Tres de ellos yacían como bultos inmóviles y oscuros sobre la nieve, y otros dos se apretaban las heridas y trataban de mantener la sangre en el interior de su cuerpo.

—Creo que han tenido suficiente —dijo Rictus.

—Todo ha sido muy rápido —dijo uno de los jóvenes esposos detrás de ellos. Se había mantenido a cuatro pies de la batalla, que no le había alcanzado, y ni siquiera había alzado el brazo. Débilmente, Gasca comprendió lo que debía ser una verdadera falange. La proximidad a la violencia de algunos, tan cerca de las puntas de lanza, y sin embargo sin formar parte del combate.

—Ahora seguidme —dijo Rictus. Había una especie de alegría en su rostro cuando empezó a bajar por las escaleras.

—¡No, muchacho! —gritó el mercader grueso, y agarró el quitón de Rictus como lo había hecho con el de Gasca—. Deja que se vayan. Si bajas por esta escalera, lucharán contigo hasta la muerte. Puede que ganes, pero no hay necesidad, y es posible que seas herido antes de que caiga el último.

Rictus pareció muy joven de repente, como un niño enfurruñado al que se le niega la golosina prometida. Vaciló, y su mirada desapareció. La calma regresó a su rostro, junto con una sonrisa que no era del todo agradable. Apartó suavemente la mano del mercader grueso de su ropa, y se volvió para dirigirse a sus enemigos.

—Recoged a vuestros heridos y marchaos —gritó a los hombres cabra.

—Bajad y luchad aquí —le gritó uno de ellos, en el acento gutural de la parte alta de las Harukush—. Os estaremos esperando.

—Moriréis todos si bajamos —dijo Rictus. Y seguía sonriendo.

Los hombres cabra le miraron. Uno de ellos escupió sangre sobre la nieve, Entonces empezaron a despojar metódicamente a sus muertos, mientras otro permanecía al pie de las escaleras, con la lanza preparada.

—Lo habéis hecho bien, muchachos —dijo el mercader grueso—. Ahora, con un poco más de ayuda de la diosa, estaremos en Machran al ponerse el sol. Ya no tenemos nada que temer de esos tipos.

Permanecieron sobre la muralla, observando cómo los hombres cabra recogían las pertenencias de sus camaradas muertos. Cuando terminaron, los tres cadáveres estaban desnudos sobre la nieve, y sus cuerpos velludos empezaban a adquirir un tono azulado. Entonces, sin más ceremonia, los cinco supervivientes se marcharon, mientras el que había sido herido en la pierna cojeaba y siseaba en la retaguardia. Doblaron una esquina entre las ruinas y desaparecieron.

—Podrían esconderse y tendemos una emboscada —dijo Rictus—. Yo lo haría.

—Tú y tu amigo les habéis metido el miedo en el cuerpo —dijo el mercader grueso—. Conozco a esa clase de tipos. Vengo de Scanion, en las altas montañas. Solíamos cazarlos como si fueran jabalíes. Es divertido, si tienes un estómago resistente. Son valientes cuando son muchos, con la perspectiva de una presa fácil, pero cuando matas a uno o dos, los demás se acobardan rápidamente, como los vorine. Esta manada está acabada. Aunque no se qué pueden estar haciendo tan cerca de Machran. Nunca me había encontrado con ellos tan abajo. —Y luego añadió—: Muchacho, esa pierna tuya necesita atención.

Gasca se quitó el casco y cerró los ojos mientras el aire frío le refrescaba el sudor de la frente.

—Me habéis salvado la vida entre los dos. Estoy en deuda con vosotros.

—Tú has salvado la mía aguantando tu posición —gruñó el mercader grueso—. No me hables de deudas.

—Ni a mí —dijo Rictus—. Recibiste la primera jabalina en tu escudo cuando venía en mi dirección.

Gasca y Rictus se miraron. Sus manos se alzaron al mismo tiempo, y al momento siguiente, se apretaron las muñecas en el antiguo saludo de los guerreros, sonriendo. No parecían mucho más que chiquillos.

—Claro que te has meado encima —dijo Rictus.