Las tribulaciones de un largo día
—Llegamos tarde a la fiesta, amigos míos —dijo Remion.
Oscurecía, y un fuerte viento azotaba los pinos en las laderas de las colinas. Rictus tenía los brazos entumecidos de codos para abajo, y al mirarse las manos vio que estaban azules e hinchadas. Cayó de rodillas, incapaz de mirar hacia el valle que tenían debajo.
Nariz Rota le levantó la cabeza tirándole del pelo.
—Mira esto, muchacho. Entérate de lo que ocurre cuando uno va por ahí empezando guerras. Así es cómo terminan.
Había una ciudad en el valle, una concentración larga y baja de casas de piedra con tejas de arcilla. Rictus había fabricado tejas como aquéllas en la granja de su padre. Uno daba forma al barro sobre la parte superior del muslo.
Durante unos dos pasangs, las casas se agrupaban formando racimos o cintas, con bosquecillos de pinos entre ellas. Aquí y allí se veía el destello blanco de un altar de mármol. El teatro donde Rictus había visto actuar a Sarenias se elevaba inmaculado, señoreando los estrechos callejones. Y rodeándolo todo, como el mismo símbolo de la integridad de la ciudad, había una muralla de piedra ondulada de dos lanzas de altura. Había tres puertas visibles sólo desde aquella dirección, y hasta cada una de ellas llegaba el barro pardo de una carretera. Una colina se alzaba en un extremo de la caótica metrópolis, y una de sus laderas era un escarpado risco. En su cima se había construido una ciudadela con un par de torres altas en el interior. Había un puesto de guardia, ennegrecido por los años, y el destello del bronce sobre las murallas.
Y gente, gente por todas partes.
El sonido de la agonía de la ciudad ascendía por las colinas. Un rugido sordo, una anulación de toda voz individual, hasta el punto de que parecía que el sonido no procedía de hombres, mujeres y niños, sino del tormento de la misma ciudad. Se elevaba con el humo, que empezó a irritar los ojos de Rictus. Las nubes de humo negro formaban cintas y pendones en el interior de las murallas. Las multitudes abarrotaban las calles, y entre el fragor podía distinguirse el estruendo del metal contra metal. En todas las puertas había grupos de hombres empujando con las lanzas levantadas, protegidos con los escudos cóncavos de la casta de guerreros macht. Había símbolos en los escudos, el emblema de una ciudad.
Rictus miró en dirección a Remion en la creciente oscuridad. Sus captores habían recuperado sus armas ocultas durante el camino de regreso. En el escudo de Remion relucía, blanco sobre escarlata, el signo de gabios, la primera letra del nombre de su ciudad. Casi todos los escudos llevaban aquel símbolo.
—Isca morirá al fin —dijo Remion—. Bien, ha tardado lo suyo, y os lo habíais buscado durante mucho tiempo.
—Os creíais mejores que los nosotros —se burló Nariz Rota—. «Los poderosos iscanos, sin igual entre los macht». Ahora nos follaremos a vuestras mujeres, mataremos a vuestros ancianos y convertiremos en esclavos a vuestros famosos guerreros. ¿Qué dices a eso, iscano? —Propinó a Rictus un puñetazo a un lado de la cabeza.
Rictus se tambaleó, se enderezó y se incorporó lentamente. Contempló la muerte de su ciudad, cuyo resplandor empezaba a iluminar el cielo oscuro. Tales cosas ocurrían aproximadamente una vez cada generación. Él y sus camaradas simplemente habían tenido mala suerte.
—Lo que digo —respondió en voz baja— es que hicieron falta no una ni dos, sino tres ciudades aliadas para llevarnos a esto. Sin los hombres de Bas Mathon y Caralis, os hubiéramos masacrado.
—¡Cabrón! —Nariz Rota levantó la lanza. Remion dio un paso al frente, hasta situarse entre ellos. Sus ojos no se apartaron del valle.
—El chico dice la verdad —dijo—. Los iscanos nos derrotaron. De no haber sido por la llegada de nuestros aliados, seria Gan Burian la que ardería ahora.
Ogio, el del rostro hinchado y perforado, tomó la palabra.
—Los iscanos empezaron. Recogen lo que sembraron.
—Si —dijo Remion—. Se lo han ganado. —Se volvió para mirar directamente a Rictus—. Los iscanos actuabais de modo distinto, os entrenabais como mercenarios y guerreabais del mismo modo que otros plantábamos viñedos y olivos. Convertisteis la guerra en vuestro oficio, y llegasteis a ser mejores que nosotros. Pero olvidasteis algo. —Remion se acercó más, de modo que Rictus quedó bañado en el olor a ajo de su aliento—. Al final, todos somos iguales. En este mundo, están los kufr y los macht. Tú y yo somos de la misma sangre, con el mismo hierro en las venas, Somos hermanos. Pero lo olvidasteis y decidisteis usar la guerra, que es algo natural, para fines no naturales. Tratasteis de esclavizar a mi ciudad. —Se irguió—. La extinción de una ciudad es un pecado ante los ojos de Dios. Una blasfemia. Se nos perdonara por ello sólo porque nos vimos obligados. Contempla tu Isca, muchacho. Éste es el castigo de Dios por vuestro crimen. Por tratar de esclavizar a vuestro propio pueblo.
La luz roja del saqueo alcanzaba el cielo azul, compitiendo con el ocaso y mezclándose con él de modo que parecían ser uno solo, la ciudad en llamas y el día moribundo, con la amenaza de las montañas blancas alrededor, cuyas cumbres severas se iban cubriendo de negras sombras. Parecía el fin del mundo, Y para Rictus lo era. El fin de la vida que había conocido hasta entonces. Por un momento, volvió a ser un niño, y tuvo que parpadear para evitar que las lágrimas cayeran de sus ojos.
Nariz Rota levantó el escudo de modo que la parte cóncava descansara sobre su hombro.
—Me voy. Si no nos damos prisa, se llevaran a las mujeres más bonitas. —Sonrió, y pareció por un instante un hombre amable, alguien capaz de ser leal con sus amigos e invitarles a vino—. Vamos, Remion; dejemos a ese buey uncido para los lobos. ¿Qué te parece una noche roja? Apuraremos cada copa hasta las heces, y descansaremos sobre algo más blando que este suelo helado.
Remion sonrió.
—Id tú y Ogio. Yo os alcanzare más tarde. He de encargarme de una última cosa.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Ogio. Su rostro deforme hizo una mueca de odio al mirar a Rictus.
—Ve a que el carnifex te eche un vistazo a ese agujero —dijo Remion—. Puedo encargarme de esto yo solo.
Los otros dos burianos se miraron y se encogieron de hombros. Emprendieron la marcha, con sus sandalias golpeando el frio suelo y el casco de Rictus colgado de uno de sus cintos. Descendieron por la colina, siguiendo el barro endurecido de la carretera, para perderse en el fragor y el resplandor del valle donde encontrarían la recompensa a las tribulaciones de aquel largo día.
Con un suspiro, Remion soltó el pesado escudo cubierto de bronce y dejó la lanza en el suelo. Su casco, un cuenco de cuero ligero, continuó colgado de su cintura. A juzgar por su aspecto, había comido sopa en su interior aquella mañana. Tomó el cuchillo y pasó el pulgar por el filo.
Rictus levantó la cabeza, exponiendo la garganta.
—No seas idiota —espetó Remion. Cortó las ataduras de las muñecas de Rictus, y retiró el asta de sus codos. Rictus jadeó de dolor.
Sus manos se inundaron de fuego. Se sentó en el suelo mientras el aire silbaba entre sus dientes, sintiendo una agonía blanca, una sensación que encajaba con las visiones de aquella tarde.
Se quedaron sentados juntos, el canoso veterano y el corpulento joven, y contemplaron el drama de abajo.
—Recuerdo cuando se quemó Arienus, hace veinte o veinticinco años —dijo Remion—. Entonces era un guerrero. Vendía mi lanza para vivir, y llevaba el escarlata de los mercenarios en la espalda en lugar del fieltro de un granjero. Conseguí dos mujeres en el saqueo y algo de dinero, un caballo y una mula. Creí que era mi día de suerte. —Sonrió. El incendio de Isca encendió dos gusanitos amarillos en sus ojos—. Me casé con una de las chicas, y la otra se la entregué a mi hermano. El caballo me consiguió la ciudadanía y un taenon de tierra en las colinas. Me convertí en buriano y abandoné la capa roja. Tuve… tuve un hijo, hijas. Las bendiciones de la vida. Tenía todo lo que podía desear.
Se volvió hacia Rictus, con una expresión tan dura como si estuviera esculpida en piedra.
—Mi hijo murió en la batalla del río Hienio, hace cuatro años. Lo matasteis vosotros, los iscanos.
Volvió a mirar hacia Isca. Parecía que la expansión de los incendios se había contenido. Abigarradas multitudes obstruían aún las calles, pero había cadenas de hombres y mujeres junto a los pozos de la ciudad, pasando cubos y calderos de mano en mano y luchando contra las llamas. Sólo en torno a la ciudadela parecían continuar los combates. Pero de las casas de las zonas intactas seguían surgiendo chillidos y gritos, gemidos de mujeres y niños aterrados, hombres que morían entre la furia y el terror de no saber qué les sucedería a sus seres queridos.
—He luchado hoy porque de no haberlo hecho hubiera perdido el derecho a ser ciudadano de Gan Burian —dijo Remion—. Todos somos macht. En el mundo más allá de las montañas, he oído decir que los kufr cuentan historias sobre nuestra barbarie y nuestras hazañas en el campo de batalla. Pero entre nosotros, sólo somos hombres. Y si no podemos tratarnos unos a otros como hombres, es que no somos mejores que los kufr.
Rictus estaba abriendo y cerrando sus puños hinchados. No podía decir por qué, pero Remion le hacía sentirse avergonzado, como un niño regañado por un padre paciente.
—¿Soy tu esclavo? —preguntó.
Remion le dirigió una mirada furiosa.
—¿Estás sordo, o simplemente eres estúpido? Lárgate de aquí. Dentro de unos días, Isca habrá dejado de existir. Arrasaremos las murallas y sembraremos el suelo de sal. Eres un ostrakr, muchacho. Un hombre sin ciudad. Tendrás que encontrar otro modo de ganarte la vida.
El viento arreció. Golpeó los pinos en torno a su cabeza e hizo que las ramas se sacudieran como alas negras que trataran de aferrar el ocaso. Remion levantó la vista.
—Antimone está aquí —dijo—. Se ha levantado el velo.
Rictus se estremeció. El frío del suelo se le clavaba en las nalgas.
La herida de su costado era un latido apenas registrado, Pensó en su padre, en Vasio, el anciano capataz que les ayudaba con las tierras, en su esposa Zori, una mujer sonriente de piel morena cuyos pechos habían amamantado a Rictus cuando su propia madre había muerto al darle a luz. ¿En que se habían convertido? ¿En carroña?
—Habrá cientos de vagabundos en las colinas, saqueando todas las granjas que encuentren —dijo Remion, como si hubiera captado la dirección de las inquietudes del joven—. Y serán los peores de nosotros, los cobardes que se han quedado en la retaguardia de la línea de batalla. Te atraparan y no veras el amanecer. Te violarán dos veces; una con la polla y otra con el aichme. Lo he visto en otras ocasiones. No vayas al norte. Ve al sur, hacia la capital. Cuando te hayas curado, esos anchos hombros te servirán para ganarte la vida en Machran.
Se puso en pie con un gemido bajo y volvió a cargar con el escudo y la lanza.
—Hay armas en abundancia en las colinas, en las manos de los muertos. Ármate, pero no tomes nada pesado. No tiene sentido que un hombre solo cargue con un escudo de línea de batalla. Busca jabalinas y un buen cuchillo. —Remion hizo una pausa, y movió la mandíbula con un gesto irritado—. Mira cómo hablo. Me he convertido en tu madre. Lárgate, iscano. Encuentra una vida que vivir.
—A ti también te ocurrió —dijo Rictus, castañeteando los dientes.
—¿Qué?
—Tu ciudad también fue destruida. ¿Cómo se llamaba?
—Eres un mocoso persistente, lo reconozco. —Remion levantó la cabeza y contempló la primera estrella—. Era de Minerias. Luchamos contra Plaetra, y perdimos. Fue una masacre. No quedaron hombres suficientes para defender las murallas. —Parpadeó rápidamente, con los ojos fijos en algo más allá de la fría luz de las estrellas—. Tenía nueve años.
Sin más palabras, empezó a bajar por la colina en dirección a Isca, con la lanza en un hombro, el escudo en el otro y el casco de cuero golpeando el borde del escudo a cada paso, como una campana sorda y fatigada. Rictus observó cómo se alejaba, siguiendo la sombra en que se convirtió, hasta verlo perderse entre la multitud de hombres concentrados en torno a las puertas.
Solo. Sin ciudad. Ostrakr. Los hombres que eran exiliados de su ciudad por un delito a veces preferían suicidarse a vagar por la tierra sin ciudadanía. Para los macht, la ciudad significaba luz, vida y humanidad. En el exterior sólo había pinos negros y un cielo vacío, el mundo de los kufr. Un mundo que les era ajeno.
Rictus se golpeó con los puños los muslos helados y se puso en pie. Mirando el cielo, encontró, como le había enseñado su padre, la estrella brillante que era la Flecha de Gaenion. Si la seguía, iría rumbo al norte. Hacía su hogar.
Aquella noche se convirtió en un ejercicio de encontrar a los muertos y evitar a los vivos. A medida que crecía la oscuridad, le resultó más fácil mantenerse alejado de las patrullas que recorrían el campo como perros tras el rastro de una liebre. Muchas de ellas llevaban antorchas, y los hombres se mostraban ruidosos como juerguistas. Sus idas y venidas eran puntuadas por chillidos de mujeres y gritos de agonía de hombres desesperados, acorralados y aniquilados como parte de la diversión de la noche, Las colinas estaban llenas de aquellos juerguistas con antorchas, hasta que a Rictus le pareció que había más enemigos entre los riscos y bosques de pinos en torno a Isca que en el ejército que se había enfrentado a él en el campo de batalla.
Los muertos eran más difíciles de encontrar. Estaban esparcidos entre las oscuras sombras bajo los árboles. Rictus tropezó con un montón de ellos, y por un instante apoyó la mano sobre la máscara fría de un rostro humano. Se apartó con un grito que le volvió a hacer sangrar la herida del costado. En general, los cadáveres habían sido saqueados, en ocasiones incluso privados de la ropa. Yacían pálidos y endurecidos por el frío. En la oscuridad, habían empezado a congregarse a su alrededor las manadas de vorine, los depredadores grises de las colinas.
Un hombre sano, en pie, alerta y descansado no tenía por qué temer a los vorine, pero un hombre herido y oliendo a sangre, tambaleándose de fatiga… podía atraer su interés. Cuando le rodearon, con sus ojos verdes parpadeando en la oscuridad, gruñeron su amenaza a Rictus, y este les respondió con otro gruñido, tan animal como ellos. Piedras, palos, bravuconería: les derrotó con todo ello hasta que se marcharon a buscar presas menos vivas.
Despojó a un cadáver de su quitón de manga larga, sin preocuparse por la sangre que lo endurecía. El muerto yacía sobre una lanza rota, un aichme con unos tres pies de asta todavía clavada. Una vez abrigado y armado, Rictus tembló un poco menos. Los vorine podían oler el bronce, y le dejaron en paz. Las patrullas de las antorchas empezaron a inspirarle furia además de miedo, y en su cabeza Rictus fantaseó con sorprenderlas en su bárbara tarea, obrando maravillas escarlatas con el muñón de su lanza en la mano. La fantasía flotó sobre su mente durante varios pasangs hasta que la reconoció como lo que era: un destello del otro lado del velo de Antimone. La apartó de su cabeza y se concentró en el camino que tenía delante, una cinta pálida bajo las estrellas que corrían por entre la oscuridad nocturna de los árboles.
Una patrulla pasó junto a él mientras permanecía tumbado, acurrucado contra las fragantes agujas de pino a un lado del camino. Tal vez una docena de hombres, con los escudos ligeros de las tropas de segunda línea: peltas de mimbre cubiertas de pieles. El signo de mirian estaba dibujado sobre ellas con pintura amarilla. Eran hombres de la ciudad costera, Bas Mathon. Rictus había estado allí con su padre muchas veces, pese a que se encontraba a ochenta pasangs al este. Recordaba a las gaviotas chillando sobre los muelles, los botes pesqueros de alta proa, las cestas de carpas y horrin, relucientes como puntas de lanza cuando los izaban hasta los muelles. Sol de verano, una imagen de otra época. Dio en silencio las gracias a la diosa por regalarle aquel recuerdo.
Los hombres bebían licor de cebada en odres de cuero; apretaban las hinchadas bolsas hasta que el líquido se elevaba en el aire, y entonces peleaban y reían como niños para situar la boca bajo el chorro cuando descendía. Entre ellos cojeaban dos mujeres, descalzas y desnudas, con la cabeza baja y las manos atadas delante de ellas. A juzgar por los moratones que las cubrían, habían sido capturadas a primera hora del día. Una de ellas tenía la parte interior de los muslos cubierta de sangre, y sus pechos justo empezaban a florecer. Apenas era una mujer.
Pasaron junto a Rictus como la imagen retorcida de una fiesta en honor al dios del vino, a la que sólo le faltara la música de flautas para completar el cuadro. Rictus permaneció largo tiempo tumbado en la oscuridad cuando se hubieron marchado, dejando que la sombra regresara a sus ojos tras la deslumbrante luz de la antorcha, y viendo, más allá de la oscuridad, el rostro desesperado de la muchacha, con los ojos inexpresivos como los de un cordero degollado. Se llamaba Edrin. Era de la granja contigua a la de su padre. Había jugado con ella de niño. Tenía cinco años más que ella, y la había llevado a caballito.
Era medianoche cuando Rictus se encontró de nuevo al extremo del valle de su padre. El lugar se llamaba Andunnon, aguas tranquilas. Había algo más de luz. Rictus levantó la vista y vio que las dos lunas se elevaban sobre los árboles. La gran Phobos, la luna del miedo, y la reluciente Haukos, la luna de la esperanza. Se inclinó ante ellas, como debía hacer todo hombre, y se puso en marcha colina abajo hacia donde el rio centelleaba entre los pastos al fondo del valle.
Conocía tan bien aquel camino, incluso a oscuras, que le hubiera resultado imposible golpearse siquiera un pie contra una piedra. Los olores a ajo silvestre en la linde del bosque, el tomillo en las rocas, el barro bajo sus pies le eran tan familiares como el latido de su propio corazón. Se permitió a si mismo albergar alguna esperanza por primera vez desde que la línea de batalla se había roto aquella mañana. Tal vez aquel lugar había sido pasado por alto. Tal vez su vida no estaba aún arruinada sin esperanza. Tal vez pudiera salvar algo. Algo…
El olor se lo reveló, Acre y extraño, invadía todo el fondo del valle, Había habido un incendio. No era humo de leña, sino algo más pesado, más negro. Rictus aflojó el paso. Se detuvo por completo durante unos segundos, y luego se obligó a continuar. Por encima de él, el frío rostro de Phobos se elevó más en el cielo nocturno, como si quisiera alumbrar su camino.
Rictus había nacido tarde. Su padre era ya un veterano canoso cuando lo concibió; un caso muy parecido al de Remion, si lo pensaba bien. Su madre había sido una salvaje de las colinas, procedente de una de las tribus de cabreros del norte. Había sido entregada a su padre por un jefe salvaje en pago por sus servicios en la guerra, y él la había convertido no en esclava sino en esposa, porque era aquel tipo de hombre.
Tal vez la sangre de la montaña, el alma de los nómadas, era demasiado intensa y refinada para encadenarla al cultivo de la tierra. Hubo hijos (dos chicas), pero ambas murieron de fiebre del rio antes de tener un solo diente. Con los años, Rictus se había hecho muchas preguntas sobre aquellas hermanas muertas que ni siquiera habían tenido la oportunidad de adquirir una personalidad. Le hubiera gustado tener hermanas, compañía de su misma edad mientras crecía.
Pero era mejor que hubieran muerto cuando lo hicieron.
Rictus había llegado apenas seis meses después de sus muertes, un niño luchador, sonrojado y bronceado, con una espesa melena de cabello color bronce y los ojos grises de su madre. No había nacido en la granja. Su padre se había llevado a su joven esposa embarazada a la costa, a uno de los pueblos pesqueros al sur de Bas Mathon. No quería que la fiebre del río se llevara a otro de sus hijos. Allí, bajo el limpio aire salado, Rictus había venido al mundo con las olas del mar Machtio chocando contra la costa a cincuenta pasos de distancia.
Su madre le dio fuerzas, pero a costa de perder las propias: le había dado a luz agazapada sobre una manta con Zori afanándose a su lado, y luego el padre de Rictus la había llevado a su cama alquilada para que muriera desangrada con más comodidad. Sus cenizas habían sido traídas desde las orillas del mar y esparcidas en los bosques que contemplaban la granja, como las de sus hijas muertas antes que ella. Rictus nunca había sabido su nombre. Se preguntó si lo estaría vigilando en aquel momento. Se preguntó si su padre andaría a su lado, con sus hijas sonrientes en brazos.
Habían quemado la granja y ahuyentado el ganado. La casa era una ruina destripada y humeante abierta al cielo. Rictus se dirigió a la puerta principal y, como había esperado, casi todos los cadáveres estaban allí. Habían luchado hasta que el tejado en llamas se hundió a su alrededor. Reconoció a su padre por los dos dedos que le faltaban en la mano de la lanza. Él solía llamarlos su dote de guerra. De no haber sido por aquella antigua herida, se hubiera encontrado aquel día en la línea de batalla junto a su hijo, luchando por su ciudad como debía hacer todo ciudadano libre. El consejo le había eximido por sus buenos servicios en el pasado. Durante su juventud, había sido un rimarch, o cerrador de filas. En la falange, los mejores hombres se situaban delante y detrás de las filas, para mantener en línea a los más pusilánimes y conducirlos al othismos, el cataclismo del cuerpo a cuerpo que era el corazón de toda guerra civilizada.
Junto al padre de Rictus yacía Vasio, y su calva era la única parte de el que no había quedado ennegrecida por las llamas; debía de haber llevado su viejo casco de hierro, pero éste había desaparecido. Y Lorynx, el perro favorito de su padre, yacía a los pies de su amo con la carne desgarrada y el pelaje chamuscado. Todos habían muerto hombro a hombro. Estudiando el terreno en torno a la casa bajo la brillante luz de la luna, Rictus contó ocho rastros de sangre diferentes que habían ennegrecido la tierra batida del patio y que empezaban a resplandecer de escarcha. Una buena defensa.
Los ojos le escocían. El incendio había mantenido a los vorine alejados de los cadáveres, pero pronto recuperarían el coraje. Las cosas debían hacerse bien; su padre no toleraría lo contrario. Rictus soltó su lanza rota, y con una mano desgarro el cuello de su quitón robado. Con los ojos muy abiertos, miró a Phobos y Haukos y empezó a entonar el himno grave y lento en honor a los muertos, el Peán, parte de la antigua herencia de los macht como un solo pueblo. Los hombres lo cantaban en la muerte de sus familiares y al entrar en batalla, y su ritmo ayudaba a mantener los pasos uniformes. Rictus lo había entonado aquella mañana, con el corazón henchido de orgullo mientras la falange iscana avanzaba al encuentro de su destino.
Reunió los cadáveres, luchando contra las náuseas cuando la carne ennegrecida se desprendía bajo sus manos, revelando el hueso blanco como en un asado. Encontró a Zori junto a la chimenea central de la casa, bajo un montón de ramas del tejado chamuscadas. Se había vestido con sus mejores galas para el final, y no había sido tocada por los invasores. Pidiéndole perdón, Rictus le quitó del cuello su mayor orgullo y alegría, su colgante de coral, antes de volver a colocar sobre su rostro lo que quedaba del velo. Lo necesitaría, le dijo. Ella nunca le había negado nada, y había sido su madre en todas las cosas excepto la sangre.
Había suficientes ascuas rojas para encender la pira. Rictus amontonó ramas rotas, heno y la silla favorita de su padre sobre los cuerpos de sus familiares, y sobre ellos colocó al perro, para que vigilara la puerta de su amo en la vida futura. Rompió un frasco de licor de cebada sobre la pira, que se encendió con un estallido blanco de llamas hambrientas. Volvió a entonar el Peán, en voz más alta, para que lo escuchara el espíritu de su madre y pudiera acudir a recibir a su esposo. Permaneció junto a la hoguera de su pasado durante mucho rato, sin estremecerse cada vez que la carne estallaba y se encogía por el calor. Continuó observando, con los ojos secos, hasta que las llamas empezaron a disminuir. Luego se tumbó junto a la hoguera, con su trozo de lanza a mano. Y, por suerte, finalmente se quedó dormido.