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El significado de la derrota

Rictus había nacido junto al mar, y junto al mar iba a morir.

Había arrojado su escudo y se encontraba sentado sobre una mata de hierba amarillenta, con la fría arena gris entre los dedos de los pies y el brillo deslumbrante de la espuma blanca, que le cegaba los ojos como la nieve.

Si levantaba la cabeza, podía ver auténtica nieve en las cumbres del monte Panjaeos al oeste. Nieves eternas, en cuyas profundidades tenía su forja el dios Gaenion, el creador del corazón de las estrellas.

Un lugar tan bueno como cualquier otro para encontrar el final.

Sentía la sangre brotar de su costado, como una lenta promesa o una mueca burlona. La idea le hizo sonreír. «Conozco esta sensación», pensó. «Conozco todas estas cosas. Una lanza de Gan Burian me ha dejado bien claro su significado».

Aún tenía su espada, pobre como era, un objeto barato y de hierro blando que había comprado más por sentido del decoro que por otra cosa. Como todos los hombres, sabía que su verdadera arma era la lanza. La espada era para la derrota, para el amargo final cuando uno ya no podía negar la realidad.

Y aún tenía su lanza. De ocho pies de altura, con la madera oscura del asta marcada con nuevas cicatrices blancas. Había pertenecido a su padre.

«Mi padre. Cuyo hogar, cuya vida he puesto en peligro».

De nuevo sonrió bajo el pesado yelmo de bronce. Pero no era una sonrisa. Era el último despliegue de dentadura de un animal acorralado.

Y así fue cómo lo encontraron los tres agotados soldados de Gan Burian que también habían descartado sus escudos, pero para ayudarse en la persecución, no para huir. También conservaban las lanzas, con todas las puntas ensangrentadas, y en sus ojos se veía la mirada que da a los hombres el vino, el sexo y la guerra. Gritaron al distinguir su figura agazapada a la orilla del mar, junto a su túnica ensangrentada, Y cargaron con la rapidez de un banco de peces, con los dientes al descubierto. Felices. Tan felices como podían serlo los hombres. Pues, ¿qué podía hacer más feliz a un hombre que la aniquilación de su enemigo cuando todo estaba en riesgo: su mujer, sus hijos, el lugar al que llamaba hogar? Los hombres de Gan Burian habían defendido su ciudad del asalto en una batalla agotadora que había durado toda la mañana. Habían vencido. Habían vencido y, ¡cuán brillante les parecía el cielo, cuán delicioso el sabor del aire salado en la boca! El más dulce de los platos. Y se disponían a saborear un poco más.

Rictus los vio acercarse, levantando pequeñas olas de arena con los pies mientras corrían hacia él entre las dunas. Se levantó, ignorando el dolor como le habían enseñado. Se llenó los pulmones de aquel aire fresco y dulce, de aquella sal, de aquella tierra refrescante. Cerrando los ojos, sonrió por tercera vez, por él mismo. Por el recuerdo del mar, por su olor.

«Señor, en tu gloria y tu bondad, envía a hombres dignos a matarme».

Se apoyó un poco en su lanza, clavando en la arena la parte inferior del asta, hundiéndola más allá del destello del bronce. Aguardó, sin molestarse siquiera en tocar la vaina de cuero donde yacía su despreciable espada. Junto a su cabeza remontó el vuelo un escuadrón de aves en una formación blanca y negra. Buscadores de ostras, ahuyentados de la arena por los hombres que se acercaban. Fue consciente del batir de sus alas, igual que del lento latir en su costado. El ábaco de la muerte, cuyas cuentas sonaban cada vez más despacio. Un instante de extraña felicidad, de comprender que todas las cosas eran iguales, o al menos que podían serlo. La lucidez ebria del dolor y la intrepidez. Era algo realmente grande no tener miedo en aquel momento.

Y allí estaban, justo frente a él. Se sobresaltó, como no se había sobresaltado en todo aquel día, ni siquiera cuando chocaron las líneas de escudos. Se había preparado para aquel choque durante toda su vida, lo había esperado, había deseado que fuera aún más impresionante de lo que había sido. Pero aquello era distinto. Estaba viendo a otros hombres corrientes con la muerte en la mirada. No era algo anónimo, sino increíblemente personal. Se alteró un poco, y su incertidumbre se convirtió en una oleada de adrenalina blanca y fría a través de sus nervios. Se puso en pie, parpadeó, olvidó el dolor y el latir de la sangre al abandonar su cuerpo. Era una bestia acorralada, gruñendo a los cazadores.

Le rodearon: hombres corrientes que habían matado a sus compañeros y habían disfrutado haciéndolo. Casi como en un juego. Habían llegado a la batalla inseguros y aprensivos, pero habían vencido. Al romperse la línea enemiga se habían visto convertidos en héroes, en parte de lo que algún día podía ser historia. Más tarde regresarían a sus falanges, y marcharían alegremente hacia la ciudad de sus enemigos, para convertirse allí en conquistadores. Aquello, la muerte de Rictus, sólo era otro aderezo más en el plato.

Rictus lo sabía. No odiaba a los hombres que habían venido a matarle, como estaba seguro de que ellos tampoco le odiaban a él. No sabían que era hijo único, que amaba a su padre con una adoración fiera y silenciosa. Que moriría por salvar al más insignificante de los perros de su familia. No sabían que amaba la visión, el olor y el sonido del mar como otro hombre amaría la sensación de las monedas de oro deslizándose entre sus dedos. Rictus era una máscara de bronce para ellos. Moriría, y sus enemigos alardearían de ello ante sus hijos.

Así era la vida, así funcionaban las cosas. Rictus lo sabía. Pero le habían enseñado bien, de modo que aferró la lanza de su padre con ambos puños, ignoró el dolor y empezó a pensar en cómo matar a aquellos hombres sonrientes que venían a acabar con él.

Con un grito breve, el primero de ellos atacó. Un rostro sofocado y enmarcado por una barba negra y los ojos relucientes como piedras congeladas. Sostenía la lanza por la mitad del asta, y lanzó una estocada contra la clavícula de Rictus.

Rictus había empuñado su arma por el punto de equilibrio, a poca distancia del extremo, por lo que su alcance era mayor. Con ambas manos, desvió la punta de la lanza de su atacante e invirtió el apretón en la suya, todo ello en un movimiento tan hermoso y fluido como un paso de baile. El giro de su arma hizo que los otros dos hombres saltaran hacia atrás, para apartarse del temible filo del aichme, la punta de la lanza. De nuevo con ambas manos, atacó con el regatón, o aguijón de lagarto, como se le conocía, un pincho de bronce que actuaba como contrapeso del aichme. El arma golpeó al barbudo en el lado izquierdo de la nariz, atravesándole el hueso y hundiéndose más de un palmo antes de que Rictus la sacara de un tirón. El hombre retrocedió tambaleándose, como un borracho, parpadeando lentamente. Se llevó la mano al rostro, y se sentó de golpe en la arena mientras la sangre brotaba del boquete cuadrado y el vapor humeaba en el aire frío.

Otro lanzó un grito al verlo, levantó su arma por encima del hombro y atacó. Rictus sólo tuvo tiempo de arrojarse a un lado, y perdió la lanza cuando el aichme se hundió en la arena. Mientras se levantaba, el tercer hombre pareció reaccionar, y decidir intervenir en el combate de mala gana. Era un hombre maduro y de barba canosa, pero en sus ojos había cierta serenidad tenebrosa. Se movía como si pensara en otra cosa.

Rictus rodó por el suelo mientras la lanza del segundo hombre se clavaba en la arena junto a él. La rodeó con el brazo y apretó la punta contra sus costillas heridas, sin apenas sentir el dolor. Pateó con ambos pies y un talón golpeó la entrepierna de su atacante. Las mejillas del hombre se hincharon. Rictus se levantó, trepando por el asta de la lanza, y le golpeó en la cara con toda la fuerza que le quedaba en el torso. El bronce de su casco resonó, y Rictus se alegró por primera vez aquel día. El hombre cayó de espaldas, plegándose débilmente en torno a sí mismo y a la ruina roja de su rostro.

Un momento de triunfo, tan breve que más tarde no lo recordaría. Entonces algo agarró desde detrás la cresta de crin de caballo del casco de Rictus.

Se había olvidado del tercer hombre, lo había perdido en su mapa de las cosas, breve y ensangrentado.

El soporte de la cresta rascó contra el bronce, pero los clavos aguantaron. Un pie se estrelló contra la rodilla de Rictus, que cayó hacia atrás, con el casco torcido y privado de visión. Sus pies araron en vano la arena. Alguien estaba en pie sobre su pecho, y se oyó un chirrido de metal contra metal cuando una punta de lanza le levantó la barbilla del casco, desgarrándole el labio inferior.

Era el hombre maduro de barba canosa. Tenía un cabello parecido a la piel de una oveja, y sus ojos eran negros como endrinas. Llevaba la anticuada túnica de fieltro de las montañas del interior, sin mangas y por encima de la rodilla. Sus miembros eran morenos y nudosos, con venas azules sobre los hinchados músculos. Con una sola mano, levantó el aichme de su lanza hasta apoyarlo en la garganta de Rictus y hacer brotar la sangre.

Cuando Rictus tragó saliva, la afilada punta dejo un rastro de fuego en su garganta. Sentía que la sangre había empezado a brotar más libremente de su costado, oscureciendo la arena debajo de él. También sangraba por la barbilla. Se estaba desangrando. Suspiró, relajándose. Todo había terminado, Todo había terminado, y había hecho algo por lo que sería recordado. Miró el azul pálido del cielo, el declive de la gloria de aquel año, y los buscadores de ostras regresaron para volver a ocupar sus lugares sobre la arena, Siguió su vuelo todo lo que pudo con los ojos.

El otro hombre también lo hizo, con la lanza tan firme en su puño como si estuviera plantada en un suelo de piedra. Detrás de él, sus dos compañeros se retorcían sobre la arena, debatiéndose y emitiendo sonidos que apenas parecían humanos. El hombre los miró con expresión de franco desprecio. Luego clavó la lanza en la arena; se inclinó, con lo que su pie vació de aire los pulmones de Rictus, y arrancó el casco de la cabeza del joven. Le miró, asintió y arrojó el casco a un lado. La espada lo siguió, volando por el aire como el juguete roto de un niño.

—Quédate ahí —dijo—. Trata de levantarte, y acabaré contigo.

Rictus asintió, estupefacto.

El hombre hundió el dedo en el agujero ensangrentado del costado de Rictus, que se tensó, revelando unos dientes manchados de sangre. El hombre sonrió, y sus propios dientes eran cuadrados y amarillos, como los de un caballo.

—No hay aire. No hay burbujas. Tal vez sobrevivas. —Sus ojos se afilaron y danzaron como cuentas negras—. Tal vez. —Agitó la mano en el aire y abofeteo el rostro de Rictus. Un índice romo con una uña sucia y demasiado larga le propinó un golpecito en la frente—. Quédate ahí.

Se levantó, usando la lanza para incorporarse y haciendo una mueca, como un hombre que acabara de regañar a un niño.

—¡Ogio! ¡Demas! ¿Sois hombres o mujeres? Gimoteáis como niñas. —Y escupió.

Los ruidos cesaron. Los dos hombres se ayudaron mutuamente a levantarse y se acercaron tambaleándose, arrastrando los pies sobre la arena. Uno de ellos sacó un cuchillo del cinto, una hoja de hierro larga y afilada.

—Éste es mío —dijo, con un gorgoteo que resultaba horrible de oír. Era el que tenía el rostro agujereado, y sangraba a cada palabra, como para enfatizarlas.

—Lo habéis intentado y habéis fracasado. Ahora es mío —dijo con frialdad el hombre más mayor.

—Remion, ¿has visto lo que me ha hecho? Es posible que muera.

—No morirás, si mantienes la herida limpia y no te hurgas con los dedos. He visto hombres sobrevivir a cosas peores. —Remion volvió a escupir—. Hombres mejores que tú.

—¡Entonces mátalo tú mismo!

—Haré lo que me plazca, rata asquerosa, digas lo que digas. Ocúpate de Demas. Necesita que le arreglen la nariz.

El momento había pasado, se había sellado una especie de pacto silencioso. No habría más luchas. El tiempo para la licencia, las matanzas y la violencia desatada había quedado atrás, y las reglas normales que regían la vida de los hombres volvían a ocupar su lugar. Rictus se sentó, percibiéndolo, pero incapaz de convertir lo que sabía en un pensamiento racional. Ya no le matarían, y él tampoco les atacaría. Todos volvían a ser hombres civilizados.

El viejo, Remion, estaba cortando tiras del borde de su túnica, pero el fieltro se deshilachaba bajo su cuchillo. Blasfemó y se volvió hacia Rictus.

—Quítate esa camisa, muchacho. Necesito algo para taponar el rostro de este hombre.

Rictus vaciló, y en aquel segundo los ojos de los otros tres hombres se fijaron en él. Se quitó la túnica por la cabeza, mientras jadeaba por el dolor de su costado, y se la arrojó a Remion. Sólo llevaba las sandalias y un taparrabos de lino. El viento le erizó la piel de las extremidades. Se oprimió el costado herido con un codo. La sangre empezaba a disminuir. Lanzó un escupitajo escarlata sobre la arena.

Remion desgarro la túnica y descartó la parte manchada de sangre bajo la axila. Sus dos compañeros emitieron unos sonidos bajos y roncos mientras se ocupaba de sus heridas. Hubo un chasquido cuando volvió a colocar en su sitio la nariz de Demas, y el hombre gritó y le golpeó en un lado de la cabeza. El mayor se lo tomó bien, tumbó a Demas de espaldas sobre la arena de un empujón y se echó a reír.

Apartó la mano de Ogio de la herida de su cara y estudió atentamente el agujero ensangrentado, limpiando sus alrededores.

—Cuando regreses, que el doctor te cosa ese agujero. Lo que hay detrás se curara por sí solo con el tiempo. Por el momento, déjalo sangrar libremente: la sangre limpiará la herida. La punta de un regatón es algo muy sucio para haberlo tenido dentro.

Dio una palmada en el brazo de Ogio, dibujando su sonrisa amarilla, se levantó y se acercó a Rictus. En sus manos llevaba los jirones de la túnica. Los dejó caer sobre el regazo de Rictus.

—Véndate. Si no, morirás desangrado.

Rictus le miro a los ojos negros.

—¿Por qué no me matas?

—Cierra la boca —dijo Remion, con el ceño fruncido.

Rictus se preguntó si iría a morir de todas formas. En el campo de batalla, su herida había parecido de poca consideración. Podía moverse, correr, arrojar una lanza y comportarse como un hombre. Pero una vez lejos de la presión de la falange, todo le parecía mucho peor. Miró a los hombres que había herido y se sintió asqueado al ver su sangre, él, que había vivido toda su vida rodeado de sangre y muerte.

«Si quieres comer, tendrás que matar algo», había dicho su padre.

No se consigue nada por nada. «Cuando la vida te da algo, debe tomar algo a cambio. Eso es lógica elemental».

—¿Por qué no me matas? —volvió a preguntar, desconcertado.

El hombre llamado Remion le miró furioso y levantó la lanza como para clavársela. Rictus no se inmutó. Estaba más allá de todo aquello, todavía en aquel lugar donde su propia vida no importaba. Levantó unos ojos muy abiertos. Curiosidad, resignación. Nada de miedo.

—Tenía un hijo —dijo finalmente Remion, con el rostro tan tenso como su bíceps poblado de venas azules. Sus ojos eran muy negros.

Rompieron los accesorios de la lanza de su padre, dejando un asta de madera astillada de la longitud de un brazo, y fabricaron un yugo, atando las manos de Rictus por delante de él y deslizando el asta por el espacio entre los codos y la espina dorsal. Rictus no se resistió. Le habían criado para creer en la victoria y la muerte. No sabía demasiado bien qué debía hacer en caso de derrota, por lo que se quedó inmóvil como un buey en el matadero mientras lo ataban, no con rabia sino como hombres fatigados y deseosos de llegar a casa. Hombres heridos, El olor a sangre se elevó incluso por encima del hedor de la mierda en los muslos de Nariz Rota.

Recogieron el aichme y el regatón. Remion se los guardó en el hueco de su túnica. Sin duda, algún día los limpiaría y los volvería a fijar en madera virgen. Los buenos accesorios de lanza eran más valiosos que el oro. Volverían a servir. Ogio, el del agujero en la cara, se apoderó del casco con cresta de crin de caballo Su rostro empezaba ya a hincharse como una manzana reluciente y sonrosada.

Finalmente, una parte del aturdimiento de Rictus se despejó.

—Mi padre vive en ese valle verde detrás de…

—Tu padre es carroña ahora, muchacho —dijo Remion. Y había cierta compasión en su rostro mientras lo decía.

Rictus se retorció, con los ojos muy abiertos, y Nariz Rota le golpeó la nuca con el asta de la lanza. Hubo una detonación blanca. Rictus cayó de rodillas, y una de ellas se abrió como un melón.

—Por favor —dijo—. Por favor, no…

Le golpearon de nuevo. Primero con el asta de la lanza, y luego con un puño que se estrelló una y otra vez contra la parte superior de su espina dorsal. Golpes infantiles, dirigidos más por la rabia que por el conocimiento de cómo infligir daño con los puños. Lo soportó, con la frente sobre la arena, parpadeando furiosamente y tratando de que sus pensamientos fluyeran con un cierto grado de orden.

—¡El muy cabrón nos suplica!

«No he suplicado», pensó. «Al menos, no por mí. Por mi padre, sí suplicaré. Por mi padre».

Volvió la cabeza mientras aún le golpeaban y miró a Remion a los ojos.

—Por favor.

Remion le entendió perfectamente. Rictus lo sabía. En aquellos minutos breves y sangrientos había llegado a conocerle bien.

—No —articuló Remion. Su rostro estaba gris. En aquel instante, Rictus supo que el otro hombre había presenciado todo aquello antes. Cada figura de aquella danza estúpida e insignificante había grabado sus pasos en la memoria del viejo. Era una danza antigua como el mismo infierno.

Su padre le había dicho algo más:

«No creas que los hombres se descubren sólo en la derrota. La victoria también les arranca el velo».

La diosa del velo; la negra y rencorosa Antimone, cuyo verdadero nombre nunca debía pronunciarse. Estaba sonriendo. Planeaba sobre aquellas dunas, agitando sus alas oscuras.

El lado oscuro de la vida. Orgullo, odio, miedo. No era el mal, sino algo distinto. Antimone simplemente observaba lo que los hombres se hacían unos a otros. Se decía que sus lágrimas regaban los campos de batalla y los lechos de los matrimonios rotos. Era la mala suerte, la ruina de la vida. Pero sólo porque estaba allí cuando ocurría.

Los hechos, las atrocidades… eran obra de los hombres.