LA SANGRE DE UNA VESTAL
Una villa al sur de Roma
26 de junio de 107 d. C., hora septima
Menenia, histérica, caminaba por el atrio, dando vueltas en torno a la fuente, como un lemur a la entrada del Hades. No se puede ni tan siquiera tocar a una vestal, pero tampoco se puede matar a un emperador por muy loco o miserable que sea. Pero lo que podía o no podía hacerse hacía tiempo que no contaba para Domicia Longina. La antigua emperatriz de Roma cogió a su hija por el brazo, la detuvo y le dio una sonora bofetada.
Menenia despertó como si regresara de la peor de las pesadillas.
—¡No eres hija de aquel actor, pero tampoco eres hija de Domiciano! ¡No eres hija de Domiciano! ¡Por todos los dioses, Menenia, escúchame! ¡No eres hija de Domiciano! ¡Y ahora siéntate y escúchame! ¡Escucha a tu madre y calla!
La joven asintió lentamente. Tenía la mano derecha en la mejilla, roja por la bofetada de su madre. Le había pegado con fuerza, pero quizá había sido preciso. Estaba confusa: ¿no era hija de Domiciano, pero tampoco de aquel actor?
Se sentó. Tardó un rato en sosegarse.
—Entonces… ¿de quién? ¿de quién soy hija?
Domicia volvió a sentarse en el solium, frente a Menenia.
—Eres hija de un César, pero de un César de verdad. No eres hija del terror y el odio y la locura, sino hija de alguien noble y valiente y fuerte…
—Pero el emperador Trajano mismo me negó que él fuera mi padre —replicó la vestal aún más confundida.
—¿Trajano? —repitió Domicia con sorpresa. Luego ladeó un poco la cabeza y sonrió—. No, Trajano es alguien noble, sin duda, y también valiente y fuerte, pero Trajano no sabe amar a una mujer como me amaron a mí. No, pequeña, Trajano no es tu padre. Tú eres hija de un dios. Tú eres hija del divino Tito.
La fuente fluía eterna, sin descanso. El viento se movía entretenido por las esquinas del atrio.
—No… no lo entiendo… el emperador Tito había muerto cuando yo nací.
—Sí. Tu padre murió sin conocerte. Es una pena. Se habría sentido muy orgulloso de ti. Debe de estarlo ahora, desde donde nos contemple. Desde donde nos vigile. Te lo explicaré y ya no habrá más secretos que nos separen, pero escúchame bien y sin interrupciones. —Menenia, muy tiesa en su sella, asintió; su madre continuó hablando—. Bien, así está mejor, mucho mejor. Veamos. ¿Cómo contarlo? Sí, verás, yo ya estaba embarazada cuando me acosté con Paris. Era cierto que por un lado me acosté con aquel actor por despecho, para humillar a Domiciano, pero también porque quería ocultar tu origen. Si Domiciano hubiera sabido que llevaba una hija de Tito no te habría matado de niña, de eso estoy segura, eso habría sido poco cruel para su retorcida cabeza. Te habría dejado crecer para luego haber hecho contigo lo mismo que hizo con Flavia Julia y regodearse en su constante venganza contra su hermano muerto. Por eso era esencial que, cuando yo ya no pudiera ocultar mi embarazo, el emperador Domiciano pudiera pensar que eras fruto de una relación sin importancia. Curiosamente, su reacción al averiguar lo de Paris me facilitó algo las cosas: decidió desterrarme. Como no se acercaba a mi cama por las noches desde hacía semanas nunca se percató de que estaba embarazada, y para cuando ya empezaba a resultar difícil ocultarlo a los ojos de todos llegó ese destierro bendito. Di a luz alejada de las miradas de Roma y el resto ya lo sabes. Tu origen, hija mía, es mucho más noble de lo que podrías haber imaginado. Y no hay ni una sola gota de la sangre de Domiciano en tus venas. Toda esa sangre se desparramó ya hace tiempo, por su cámara imperial. Toda. Te lo aseguro. —Menenia estaba mirándola con la boca abierta. Domicia siguió con su relato—. Joven vestal, eres hija de una antigua emperatriz de Roma que desciende del divino Augusto y eres hija del divino Tito. Menenia, eres hija de un dios. Aquí en la tierra de los hombres cuentas con la protección del César Trajano, atado a tu vida por una promesa que su propio padre hizo a tu abuelo, mi padre, de proteger siempre a nuestra familia; y desde el mundo de los dioses hay uno que seguro que vela por ti constantemente. Por eso eres tan fuerte, por eso puedes con todo. Por eso eres especial.
El surtidor de la fuente parecía poblar ahora todos los rincones del atrio con su constante arrullo de agua clara. El sol proyectaba sombras poderosas y esparcía calor por el mundo. Una brisa más intensa empezaba a levantarse, un ligero viento que parecía querer llevarse todo el dolor del pasado al reino del olvido.
—A veces, por las noches —empezó Menenia— echo de menos las caricias de mi madre… de mi madre adoptiva. Cecilia siempre me acariciaba antes de dormir.
Se levantó y se acercó a Domicia Longina. La antigua emperatriz de Roma vio cómo Menenia se arrodillaba ante ella y aproximaba su cabeza, muy despacio, a su regazo, ofreciendo su pelo para ser acariciado.
—Eres una vestal —dijo Domicia con una voz vibrante—; nadie puede tocarte.
—Lo sé —dijo Menenia, pero no cambió su posición. Su cabeza estaba apenas a un ápice de tocar con su cabello la stola de su madre—. Pero solicité al Pontifex Maximus permiso y me lo concedió. Le pedí que mi madre, mi auténtica madre, me pudiera tocar. Y Trajano me dijo que sí, aunque sólo en esta visita.
—Así que no he contravenido al Pontifex Maximus al abofetearte hace un momento.
—No —confirmó Menenia, aún arrodillada ante su madre y con una leve sonrisa.
—Siento haberte pegado.
—No importa… madre.
Era la primera vez que Menenia usaba aquel nombre para referirse a la antigua emperatriz de Roma.
Domicia Longina, muy, muy lentamente, acarició durante unos instantes el pelo suave, largo, lacio y brillante de su hija mientras una lágrima resbalaba por su faz. La vestal, por su parte, sintió una paz infinita.
Al cabo de un rato, la joven se reincorporó y volvió a sentarse.
—Me queda un última duda, madre.
—Adelante, Menenia —respondió Domicia—. Aunque no sé ya de ningún secreto que quede por desvelar.
—El emperador me dijo que la esclava y los libertos que me llevaron desde ti hasta el senador Menenio murieron poco después.
—Así es —confirmó Domicia.
—¿Quién los mató?
La antigua emperatriz de Roma levantó la cabeza.
—La avaricia los mató. Digamos que quisieron jugar a algo muy peligroso y perdieron. —No añadió más.
Menenia se limitó a asentir. Su madre debió de ser el enemigo más formidable que nunca nadie pudiera haber tenido. La vestal había oído historias increíbles, habladurías de todo tipo, sobre lo que ocurrió la noche en la que asesinaron a Domiciano, pero la muchacha, con buen criterio, decidió no preguntar ya nada más. Sin duda, hay cosas que es mejor no remover.