EL VIENTRE DEL ANFITEATRO FLAVIO
Anfiteatro Flavio, Roma
26 de junio de 107 d. C., hora septima
Marcio comprendió que su plan había fallado. Todo lo planificado, al final, siempre fallaba. No era la primera vez que le pasaba eso. Carpophorus casi babeaba de deleite, pero retrasó dar la orden a Vulcano unos instantes y en esos breves momentos la cabeza del gladiador, acostumbrado a situaciones límite, improvisó. Dio varios pasos hacia atrás.
—Cuidado, amigo mío —dijo el bestiarius divertido; aunque había perdido al glotón de Hércules hacía tiempo que no disfrutaba tanto cazando a alguien—, detrás de ti está el tigre de la India. No te acerques demasiado a su jaula o te desgarrará con sus zarpas. Es de los más violentos que he visto, como si no le hubiera afectado el largo viaje. Y creo que tiene hambre.
—Es posible —respondió Marcio, pero lo hizo todo muy rápido. Se volvió hacia la jaula, asió la manivela del pestillo, la levantó y empezó a estirar de ella.
—¿Qué haces, imbécil? —le gritó Carpophorus poniéndose nervioso por primera vez en todo aquel encuentro—. ¿Estás loco?
—No —respondió Marcio al tiempo que tiraba de la manivela y ésta chirriaba mientras descorría, poco a poco, el pestillo—. No, Carpophorus: no estoy loco. Según tú estoy muerto, pero no voy a morir solo. Tú me acompañarás.
Y descorrió el cierre metálico del todo justo en el instante en que el tigre arremetía contra él desde el interior de la jaula. La fiera no alcanzó al gladiador por muy poco, pero al arremeter contra la puerta y ésta no estar cerrada con el pestillo, la reja se abrió y el tigre se vio libre.
Marcio se hizo a un lado, alejándose lo más que podía de aquella bestia salvaje que acababa de liberar. Ahora todo estaba en manos del bestiarius.
Carpophorus apretaba los dientes. Tenía que decidir qué orden dar a Vulcano, si atacar al maldito gladiador o al tigre. Y el único que podía parar a aquella fiera india era su león.
—¡Vulcano, Vulcano! —exclamó Carpophorus.
El animal lo miró y el bestiarius le señaló con el puño cerrado el tigre. Era la señal. El león estaba tan bien adiestrado que no lo pensó dos veces: como un rayo dio un salto impresionante y cayó sobre el tigre que estaba asomando, confundido, por la reja entreabierta. El tigre retrocedió. Los rugidos eran infernales. Parecía que el vientre mismo del anfiteatro Flavio fuera a estallar. Las dos fieras se enzarzaron en una lucha mortal, a vida o muerte, de zarpazos descarnados, empujones y mordiscos bestiales. En cuanto se separaron un poco, el tigre, herido en una pata, se refugió en el interior de la celda, pero Vulcano no pensaba ceder. También sangraba profusamente, sin embargo, la rabia le podía y se introdujo también en la jaula. Los rugidos y los golpes se reiniciaron.
Carpophorus dio unos pasos rápidos para llegar hasta la puerta de la jaula. Era el momento de empujarla y volver a cerrarla con el pestillo, pero Marcio se le cruzó en el camino hiriéndolo en el brazo derecho.
—¡Agggh! —aulló Carpophorus y se revolvió contra el gladiador con el hacha que no había soltado nunca—. ¡Apártate de mi camino, imbécil! ¡Si ese tigre sale vivo de ahí nos matará a los dos! ¡Hay que cerrar la jaula!
Marcio iba a iniciar un nuevo ataque contra el bestiarius, pero lo que decía tenía sentido. Además, si conseguían encerrar a las fieras la lucha sería cara a cara entre él y Carpophorus y eso era una situación perfecta.
—¡De acuerdo! —aceptó Marcio. Una posibilidad era que se acercara él a cerrar la jaula, pero el bestiarius podría atacarlo por la espalda. El muy miserable era capaz de eso y mucho más—. ¡Ve tú a la reja y ciérrala!
Carpophorus dudaba. Era evidente que se daba cuenta de que lo que él había pensado hacer con el gladiador en cuanto éste se concentrara en cerrar la jaula podía hacérselo Marcio a él, pero de súbito el bestiarius sonrió. El gladiador era demasiado noble. Demasiado estúpido.
—¡Voy, por Marte! —respondió Carpophorus y avanzó hacia la puerta de la celda.
Se oyó entonces un rugido agónico.
La lucha en el interior de la jaula había terminado.
El bestiarius estaba ya en la puerta de la celda y empezó a empujarla hacia dentro para cerrarla en el preciso instante en que vio una sombra inmensa con la larga e inconfundible melena de su león favorito acercándose. Carpophorus volvió a sonreír y, en lugar de cerrar del todo la verja estiró de ella y la abrió de par en par.
—Creo que Vulcano ha ganado, gladiador —dijo, y volvió a reír. La victoria, su victoria, volvía a estar en su mano.
Marcio retrocedió hasta quedar a la altura de la mujer que estaba atada al suelo esperando su turno para servir de alimento a las otras fieras.
—Creo que te equivocas, Carpophorus —dijo Marcio.
El bestiarius llevaba demasiados años viviendo en la semioscuridad de aquellos túneles. La vista ya no era el más sensible de sus sentidos.
De la jaula emergió el cuerpo de Vulcano, sí, pero muerto, colgando de las fauces del tigre de la India, que exhibía el gigantesco cadáver de la fiera derrotada como un magnífico trofeo. Tan en alto lo mostraba que la cara muerta de Vulcano ocultaba con su larga melena la faz rayada del tigre.
—¡Noooo, nooooo! —gritó furibundo Carpophorus.
—Por favor, por favor —oyó Marcio a sus pies. Era la mujer maniatada—. Por favor, por favor… —suplicaba la muchacha mostrando sus muñecas unidas por aquella soga que la mantenía ligada al suelo.
Marcio la miró pero no tenía tiempo para cortar todas aquellas cuerdas. La chica, no obstante, seguía implorándole ayuda.
—Por favor… no quiero morir… por favor… —y seguía acercando las muñecas a la punta de su espada, pero Marcio sabía que no disponía de tiempo suficiente para aquello. Había bajado allí para acabar con Carpophorus, todo lo demás no contaba, no importaba, era… prescindible. Sin embargo, él no era como aquel bestiarius sanguinario. La muchacha tenía la edad de Alana cuando la conoció. Quizá Alana también estuviera en algún lugar perdido del mundo y necesitara ayuda y a él le gustaría que la ayudaran, pero no había tiempo, el tigre salía de la jaula, Carpophorus seguía allí, herido en el brazo derecho, pero empuñando, pese a todo, con mucha fuerza, su hacha afilada. «Tú y el bestiarius sois iguales», había dicho Trigésimo, pero él no se veía así. Marcio no descuartizaba a inocentes para dar de comer a las fieras y convertirlas en seres aún más brutales.
El gladiador se agachó un instante e hizo un tajo en la cuerda que ataba las muñecas de la mujer, con cuidado de no herirla, pero el tigre se movía y Carpophorus también, de modo que no hubo margen para más. Marcio cogió el cuchillo que llevaba atado a la cintura y se lo entregó a la muchacha para que ella misma terminara de liberarse del resto de sogas de brazos y pies. Ella cortó el resto de las cuerdas muy rápidamente con el culter de caza, pues la energía que da el miedo a la muerte proporciona habilidades que no concebimos en situaciones de sosiego, salió gateando a una velocidad sorprendente en cuanto se vio liberada y se perdió entre las sombras. Marcio tenía claro que la muchacha no podría escapar de allí, pues todas las puertas estaban cerradas con verjas de hierro, pero comprendió que la joven quisiera esconderse. Él habría hecho lo mismo. Aunque no tenía muy claro que nadie fuera a salir vivo de allí aquella tarde. Lo esencial, no obstante, era que el bestiarius no se había atrevido a atacarlo porque él permanecía en pie muy atento a sus movimientos, igual que vigilaba constantemente al tigre que estaba ahora detenido en la puerta de la jaula, como si valorara si era buena idea o no volver a salir de nuevo.
Carpophorus, por su parte, seguía lamentándose por la muerte de Vulcano.
—¡Nooo! ¡Noooo! —La caída de Hércules no parecía haberle dolido demasiado, pero la desaparición de Vulcano le afectaba mucho más. Marcio no podía saber que aquel león era para el bestiarius su animal más preciado, aunque por la reacción de sufrimiento que exteriorizaba algo llegó a intuir el gladiador.
El caso es que Carpophorus, contra todo lo imaginable, no se lo pensó, y levantó el hacha y arremetió brutalmente contra el tigre. Marcio nunca pensó que aquel adiestrador pudiera tener tanta fuerza en sus músculos como para derribar a un tigre indio a hachazos. Pero la tenía. El tigre, aún aturdido y con heridas por la lucha con Vulcano, se vio sorprendido por el nuevo ataque y recibió dos tajos profundos en el cuello que lo tumbaron casi de inmediato. Cayó desplomado, con el cuerpo del león encima de él.
Carpophorus se volvió ahora hacia Marcio.
—Bien. Se acabaron las fieras por hoy —dijo mientras se limpiaba con una mano la sangre del tigre que tenía desparramada por toda su cara—. Ahora será entre tú y yo. ¿Crees acaso que vas a poder conmigo porque ya no tenga a mis animales? Eso es lo que piensas, ¿verdad? Pues ven aquí.
Y el bestiarius echó a andar hacia Marcio. El gladiador estaba sorprendido, pues aquel salvaje no parecía ni sentir ya el dolor de su herida en el brazo derecho. Aquello no era normal, pero Carpophorus no era normal. El filo del hacha pasó muy cerca de la cabeza de Marcio, pero éste se había agachado lo suficiente para evitar un golpe mortal. No tenía claro que el casco de mirmillo fuera a ser bastante defensa contra aquella arma esgrimida con una furia desatada. El bestiarius rodeó entonces a su oponente y se situó a su espalda. Lanzó un nuevo ataque. Marcio se defendió y evitó con la espada un nuevo golpe del hacha de su enemigo. Estaba, no obstante, sereno. Era una lucha cuerpo a cuerpo. En eso él era mejor y sabía que sólo debía esperar su oportunidad. En algún momento el bestiarius cometería un error y ése sería el instante en el que él acabaría con su vida.
Pero a veces, cuando hemos ganado en terreno desconocido, nos relajamos en territorio conocido y es ahí donde fallamos. Y así, en la lucha cara a cara, fue él, Marcio, quien se equivocó. Era el combate más peligroso de su vida y se equivocó. No estuvo atento a los obstáculos del suelo. Se había olvidado de que el cadáver del tigre estaba justo detrás de él y de que había mucha sangre. Un error de principiante. Resbaló primero con el líquido rojo espeso que se extendía por todo el suelo, tropezó entonces, se desequilibró y cayó hacia atrás perdiendo además la espada.
Marcio se encontró en el suelo, boca arriba, encima del tigre muerto, desarmado, en medio de un gran charco de sangre que brillaba a la luz de las antorchas. De pronto, una gran sombra oscureció el campo de visión que tenía a través de la rejilla del casco: era la silueta de Carpophorus levantando el hacha para matarlo. Marcio se llevó entonces la mano al cuchillo que había traído consigo, pero sus dedos no encontraron nada en la cintura. Se lo había entregado a la muchacha para que se liberase. Otro error imperdonable. No se puede ser clemente ni generoso cuando se lucha contra alguien como Carpophorus.
El hacha empezó su descenso mortal.
Todo estaba perdido.
—¡Aggh! —gritó Carpophorus y se convulsionó hacia atrás, ralentizando una fracción su ataque, dando así oportunidad a que Marcio se hiciera a un lado y el hacha, con menos fuerza de la deseada por el bestiarius, sólo acertó a clavarse una vez más en el cuerpo del tigre muerto.
—¡Maldita perra zorra! —aullaba el bestiarius mientras se revolvía con el hacha y barría todo el espacio a su espalda, pero la muchacha que acababa de herirlo en una pierna con el cuchillo que le había entregado el gladiador se alejaba gateando a toda velocidad buscando el cobijo de las sombras de las paredes—. ¡Te voy a matar, zorra! ¡Acabaré primero con el gladiador y luego conti…!
Pero Carpophorus no pudo acabar la frase.
Marcio había recuperado su espada y acababa de atravesarle un hombro.
No se trataba de una herida mortal, ni de un corte que le impidiera hablar, pero la sorpresa hizo que se callara. Marcio, por su parte, prosiguió ahora combinando rapidez y método. Dos tajos veloces en las muñecas hicieron que Carpophorus soltara el hacha. Luego el gladiador lo hirió en sendas piernas.
—¡Mátalo, mátalo! —gritaba la muchacha desde las sombras.
Pero Marcio no se dejó influir. Estaba ahora muy concentrado en lo que hacía. Estaba agradecido a la mujer por su ayuda y, en el fondo, aunque aún no tuviera el sosiego para evaluar todo lo que había ocurrido, era como si sintiera que iba a derrotar a aquel miserable, al fin y al cabo, por haber sido generoso con la muchacha, por haberse apiadado de ella; por ser, en definitiva, muy diferente al bestiarius, y esa sensación le daba toda la energía que necesitaba para hacer lo que debía hacerse. Después de todo, acababa de darse cuenta de que lo pertinente no era que él matara a Carpophorus. Había otra forma. Había cometido un fallo al tropezar con el tigre muerto, pero no iba a cometer dos.
El bestiarius encogido en el suelo, con heridas en brazos y piernas, aún se arrastraba en busca del hacha. Marcio se acercó despacio, la cogió con la mano izquierda y la arrojó con fuerza al otro extremo de aquella gran sala subterránea. Luego se alejó de aquel cuerpo malherido y fue a la verja de entrada a aquella estancia del submundo del anfiteatro Flavio. A partir de ahora se desenvolvería mejor sin casco. Se lo quitó y lo dejó caer en el suelo con un «clang» que retumbó en todas las paredes e hizo rugir a las fieras que aún seguían enjauladas.
—Coge esa antorcha —le dijo Marcio a la muchacha, y ella obedeció. Él, mientras tanto, dejó su espada también en el suelo y asió con las dos manos la verja y gritó al tiempo que empujaba hacia arriba—: ¡Aaaaaaaah! ¡Apaga la antorcha y ponla debajo de la verja, ahora!
La mujer comprendió lo que debía hacerse y situó la antorcha debajo de la verja que Marcio mantenía abierta para bloquearla, de forma que cuando el gladiador soltara, los hierros no pudieran caer de nuevo.
—Ya está —dijo ella.
Marcio soltó la verja despacio y fue descendiendo hasta quedar detenida por la antorcha, que, a modo de estaca, impedía que la reja se cerrara del todo, quedando entreabierta, con un espacio de aproximadamente un pie de alto por el que la muchacha, sin esperar instrucciones, se deslizó con rapidez.
—¡Vete de aquí y no mires atrás! —le ordenó Marcio—. ¡Ve siempre hacia arriba!
La muchacha echó a correr. El gladiador se desentendió de ella. Era una chica lista. Se escondería en cualquier recoveco y cuando los pretorianos abrieran el anfiteatro para los combates de mañana ya encontraría la forma de escabullirse de aquel mundo de horror. Y seguramente, nunca volvería a ejercer su profesión en las proximidades de aquel edificio.
Pero aún quedaba trabajo por hacer.
—¡Los pretorianos te matarán cuando descubran lo que has hecho! —Era Carpophorus. Marcio se volvió. El bestiarius había perdido ya demasiada sangre como para ser un peligro, pero seguía soltando veneno por la boca mientras se desangraba poco a poco—. ¿Qué crees que pasará cuando me descubran con todas estas heridas? ¿Cuánto crees que tardarán en sospechar de ti? ¿No eres acaso el único gladiador que ha quedado hoy en Ludus Magnus? Trigésimo ha tenido que ayudarte. Ese imbécil… —empezaban a faltarle las fuerzas hasta para hablar—; algún oficial pretoriano se preguntará cómo podía un gladiador disponer de armas y estar libre en el Ludus Magnus… Sí, lo veo claro. Hoy es mi fin, pero tú y Trigésimo caeréis conmigo…
Marcio no escuchaba con demasiada atención. Tenía otras preocupaciones. Estaba calculando. ¿Le daría tiempo? No estaba claro, pero era la única solución. Miró hacia atrás y vio que la verja con la antorcha en el suelo seguía entreabierta. Se acercó hasta la jaula de las fieras que habían devorado a la mujer troceada por Carpophorus no hacía tanto tiempo, aunque tras todo lo acontecido allí abajo parecía que había pasado hacía una eternidad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Carpophorus arrastrándose, como si el hecho de moverse aún lo hiciera temible.
Marcio no respondió, sino que se limitó a abrir la jaula que mantenía encerradas a todas las fieras para de inmediato echar a correr en dirección a la salida entreabierta. La ruta más rápida era pasando sobre el agonizante cuerpo del bestiarius, así que no lo dudó y saltó por encima de él. Todo iba bien, pero Carpophorus se revolvió y lo cogió por el tobillo.
—¡Morirás conmigo, maldito! ¡Morirás conmigo!
Intentó morderlo; Marcio lo golpeó con los puños en la cabeza, pero el bestiarius, pese a estar muy débil, se aferraba a su presa con la locura que dan los últimos momentos de aliento vital. Por la puerta de la jaula abierta salieron dos leonas, un león y una pantera negra. ¿Cómo había conseguido Carpophorus que todas esas fieras no se atacaran entre sí? No lo tenía claro. Seguramente teniendo a todas bien saciadas con carne humana. Lo esencial era que la pantera negra clavó sus ojos en lo único que se movía allí, que no era otro sino él, Marcio, mientras pugnaba por zafarse del abrazo mortal de Carpophorus.
El gladiador, a base de golpes, se deshizo al fin de la mano del bestiarius y echó a correr hacia la verja entreabierta, pero la antorcha no era de metal, sino de madera quebradiza; llevaba demasiado tiempo resistiendo el peso de los hierros y el gladiador vio cómo empezaba a deslizarse ligeramente hacia abajo. Quizá fuera a partirse.
Daba igual.
No había otra opción.
Podía sentir el rugido de la pantera a su espalda.
Marcio se deslizó a toda velocidad por debajo de la verja. No tuvo tiempo ni de coger la espada. Lo único vital era cruzar la verja. La antorcha se partió y la reja cayó a plomo como un puñado entrelazado de lanzas afiladas y apresó mortíferamente a la pantera negra que había intentado seguir a Marcio por debajo de los hierros.
Se oyó el rugido agónico de la fiera y Marcio vio cómo el animal dejaba los ojos vacíos mientras perdía la vida. En el interior de la sala, al otro lado de la reja, Marcio vislumbró la silueta del bestiarius blandiendo torpemente el hacha que, por fin, había alcanzado una vez más para defenderse de las leonas, pero ya no tenía ni la energía ni la habilidad.
—¡Nooooo! ¡Malditas! ¡Atrás! ¡Atrás! —gritaba el bestiarius con todas sus fuerzas.
Marcio deslizó una mano entre los barrotes y recuperó su espada. Se levantó y empezó su lento ascenso hacia la luz. A su espalda dejaba un león envenenado, otro muerto por un tigre, al tigre, a su vez, ejecutado a hachazos, una mujer despedazada, una pantera negra destrozada bajo una pesada verja y un bestiarius pugnando por no ser devorado.
—¡Atrás, atrás, at…!
La voz de Carpophorus dejó de oírse, así, de repente. Marcio sonrió. Algo que no hacía en varios días. Lo bueno de las fieras es que no iban a dejar cadáver alguno para que los pretorianos intentaran averiguar qué había pasado allí aquel día. Y sin cadáver no había crimen, sólo un bestiarius que se había hecho viejo para su trabajo de domar fieras; viejo, sí, y torpe y lento. Demasiado torpe para tratar con leones y panteras y tigres.
La figura del gladiador se recortaba alargada en el suelo, proyectada por las antorchas de los pasadizos.
Regresó a su celda y se echó a dormir.
Estaba cansado.
No, nadie tendría por qué saber lo que había ocurrido. En aquel momento no recordaba que había dejado su casco de mirmillo junto a la verja donde aún sangraba la pantera negra. Y las fieras no comen metal.