EL GALOPE DE NIGER
Circo Máximo, Roma
26 de junio de 107 d. C., hora septima
Situación de carrera
En la arena
Las posiciones se habían mantenido en la carrera durante las primeras vueltas. Tras la conflictiva salida, parecía que todos querían un poco de sosiego, pero pronto regresaron a la pista las maniobras arriesgadas. Había mucho oro en juego. Así, en la tercera vuelta, el auriga blanco que lideraba la carrera se abrió demasiado en el quinto giro alejándose en exceso de los conos de las metae. Celer no lo dudó ni un instante y condujo hábilmente su cuadriga azul por entre los peligrosos conos del giro y el carro de los blancos, de forma que al salir de la curva, era él ya quien encabezaba la competición.
Situación de carrera
En la arena
Le costaba creerlo. Siempre había tenido esperanza en ganar en aquella locura del diversium, pero todo se le antojaba demasiado sencillo, hasta que, de pronto, empezaron a ocurrir cosas de verdad.
Acababa de realizar el sexto giro, seguido por los dos aurigas blancos y luego por Acúleo, que, al menos por el momento, no parecía capaz de recuperar el terreno perdido, pero justo ahí, en ese mismo sexto giro, el último auriga de los rojos que cerraba el grupo de cuadrigas decidió no conformarse y dirigió a sus caballos hacia los conos de las metae. La idea era emular la maniobra que acababa de realizar Celer con éxito, pero había una diferencia: el auriga de los verdes que iba por delante del último carro rojo no se había alejado tanto de los conos y no había espacio suficiente para pasar. Podía parecer que sí, pero no lo había. Pero el auriga rojo no cedía. El verde tampoco.
Se estrellaron.
La cuadriga roja saltó por los aires girando sobre sí misma y golpeando en su vuelco mortal al auriga de los verdes, que cayó derribado a la arena mientras veía cómo los caballos de su propia cuadriga se enredaban con los de su oponente en una masa de cabezas, patas, relinchos infernales y sangre.
Los dos aurigas cayeron a varias decenas de pasos de los conos. El auriga verde no pudo ni levantarse, pues el golpe en la cabeza de la cuadriga roja lo había dejado inconsciente. El otro auriga que había provocado el accidente por su loca osadía gateaba ensangrentado por la pista, desorientado. Los animales intentaban levantarse, pero algunos se habían partido una pata y no eran capaces, y sus pesos, enganchados como estaban los unos a los otros, impedían que los caballos sanos pudieran escapar de aquel peligroso lugar. Entretanto, las cinco cuadrigas supervivientes seguían en la pista enfilando la recta principal.
Situación de carrera
En la arena
Varios aurigatores de los rojos y los verdes, mozos de la arena y esclavos salieron para intentar despejar la pista antes de que regresaran el resto de carros, pero el tiempo era escaso. Un médico y dos esclavos arrastraron al auriga de los verdes que pese a sus heridas y estar inconsciente aún parecía estar vivo. Dos aurigatores cogieron al maltrecho conductor y lo condujeron hacia los carceres. Más complicado resultaba sacar a los caballos del lugar. Al final un juez empezó a tomar decisiones ante la confusión e incapacidad de unos y otros para arreglar el desastre en el poco tiempo del que se disponía.
—¡Cortad los enganches de los caballos heridos, inútiles! ¡Por Júpiter, cortadlos ya!
Y así hicieron. De esa forma, todos los caballos sanos corrieron hacia los carceres empujados por los mozos y así se consiguió que sólo quedaran dos caballos agonizantes junto a las metae. Por otro lado, varios esclavos se las ingeniaron para retirar la mayor parte de los restos de las cuadrigas destrozadas, pero aún quedaban dos ruedas partidas junto a los caballos malheridos. Estaban como enganchadas entre sí y una de ellas estaba, a su vez, atrapada por el peso de uno de los caballos más gravemente heridos.
—¡Eso no podremos moverlo hasta que termine la carrera! —volvió a gritar el juez—. ¡Apartaos, apartaos!
Y es que las cuadrigas supervivientes regresaban al galope después de haber hecho el séptimo giro y enfilar por la recta en dirección ahora hacia los carceres, hacia el giro donde había tenido lugar el accidente. Celer fue el primero en llegar al terrible lugar. Con destreza dirigió la peligrosa maniobra con extremo cuidado para que sus caballos azules no se acercaran a las metae como tenían por costumbre, pues las ruedas partidas y los caballos heridos estaban allí. Eso lo obligó a abrirse bastante más de lo habitual, pero nadie podría adelantarle apurando más por el interior o se estrellaría por causa de los restos del accidente anterior. Era todo muy similar a lo que había pasado en la primera carrera. Así, Celer completó el octavo giro sin problemas. Por detrás, en la recta, Acúleo, para su sorpresa, empezó a comprobar por qué los caballos que había adiestrado Celer eran capaces de ganar tantas carreras: con una facilidad pasmosa, como si Niger y el resto simplemente hubieran estado calentando en las primeras vueltas, ahora aceleraron de forma impresionante y adelantaron con suma facilidad a uno de los aurigas blancos. Luego llegaron al giro y cuando Niger empezaba a aproximarse demasiado a los conos donde estaban las ruedas partidas Acúleo gritó:
—Dextrorum! Dextrorum!
Y Acúleo pudo comprobar entonces lo bien entrenados que estaban aquellos caballos, en particular Niger, que viró levemente pero lo suficiente para evitar los restos de madera y hierro que había en la arena y que podrían hacerles volcar. Y no sólo eso, sino que de inmediato, nada más superar el lugar peligroso, Niger retomó un gran galope junto con la ayuda de Orynx, Tigris y Raptore, de forma que, de nuevo con tremenda facilidad, en la primera recta de la quinta vuelta adelantaron al otro auriga de los blancos, situándose ya en segunda posición tras la estela del mismísimo Celer.
Situación de carrera
En la arena
Acúleo sonrió. A cada paso que Niger daba en aquel infinito galope, el auriga azul estaba más y más cerca de su eterno rival. Aquellos caballos iban prácticamente solos. Lo que había pensado que no era ya posible, de pronto, con Niger y el resto de magníficos animales, estaba al alcance de la mano.
En el palco imperial
—Parece ser que al final —dijo Adriano bastante más relajado que al principio de la carrera—, Acúleo sí que tiene posibilidades de ganar.
Trajano guardó silencio. Con el rostro serio observaba con atención lo que estaba pasando en la pista. No le importaba que ganara Acúleo, aunque Celer, por muchos motivos, empezando por aquel mensaje que trajo desde Roma para advertirlo de que algo se maquinaba contra su vida, le caía infinitamente mejor que Acúleo, un sacrílego que no había dudado en mentir ante el mismísimo Colegio de Pontífices. Quizá debieran haberlo azotado aún más. Pero, no, no era eso lo que perturbaba a Trajano tanto como el hecho de perder aquella maldita apuesta con Adriano. No necesitaba volverse para ver cómo su sobrino segundo sonreía de satisfacción ahora que los dos carros estaban a la par, con el perjuro Acúleo a punto de adelantar ya a Celer.
En la arena
Era la segunda recta de la quinta vuelta, y Niger había conducido, como si aquello no requiriera esfuerzo alguno, a sus compañeros de galope hasta situarlos a la altura de la cuadriga azul de Celer. Este último sacudió las riendas con furia.
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritaba en un vano intento por conseguir mantener la cabeza.
Pero todo fue inútil.
Acúleo tomó la primera posición de la carrera justo antes de entrar en el décimo giro. La victoria era suya. Nada podía ocurrir que interfiriera con esa dulce venganza que estaba a punto de ejecutar contra la vanidad de Celer. Sólo había que dejarse llevar por Niger. Nada más. Los mismos caballos que le habían dado la gloria a Celer estaban a punto ahora de arrebatársela.
Situación de carrera
En el palco imperial
Trajano, como si de pronto el trono le resultara un asiento incómodo, se movía de un lado a otro buscando una forma adecuada en la que sentarse. Cogió entonces del suelo una tablilla que traía la lista de las carreras de la mañana y de las luchas de gladiadores. Para evitar seguir mirando lo que ocurría en la arena del Circo Máximo, se entretuvo examinando la lista de gladiadores. Hubo algo que le extrañó.
—¡Liviano!
—Sí, César.
—¿Dónde está el lanista? —preguntó Trajano claramente contrariado.
—Ahora mismo lo traigo, augusto. —Y se fue personalmente a hablar con Aulo.
El tribuno pretoriano no tardó más que un momento en dar con el preparador de gladiadores que, por si era requerido por el César, como era el caso, estaba sentado próximo al palco imperial.
—El emperador quiere verte —le dijo el oficial pretoriano a Trigésimo. Éste se levantó y siguió de inmediato el veloz paso del oficial. El lanista estaba confuso. ¿Habría hecho algo que hubiera indispuesto al César? Eso parecía por el tono del tribuno pretoriano, pero no, no debía ponerse nervioso. Seguramente el César sólo tendría alguna pregunta sobre los luchadores. Nada que temer. Había preparado buenos emparejamientos. Buen entretenimiento para todos. Y sin embargo, caminaba muy tenso y tragaba saliva.
Aulo lo condujo hasta el trono imperial.
—No veo aquí al gladiador Marcio —dijo el emperador—, ese al que ahora me han dicho que llaman todos Senex, por su edad.
Trigésimo no sabía bien qué decir.
—Tenemos un número impar de gladiadores, augusto. Había que dejar uno sin emparejar…
—¿Y has dejado a Senex sin luchar en el día de mi triunfo? —preguntó Trajano con evidentes muestras de decepción.
—No sabía que el César tuviera particular interés en este luchador… si lo hubiera sabido…
—Pues ya lo sabes —lo interrumpió Trajano—. Espero verlo combatir ante mí en la próxima ocasión que acuda al anfiteatro Flavio o aquí en el Circo. ¿Te ha quedado claro mi interés por ese gladiador?
—Sí, César; sí, augusto —repetía Trigésimo mientras se inclinaba una y otra vez ante el emperador.
Trajano, por su parte, levantó la mano izquierda y con un gesto indicó a Aulo que retirara a aquel hombre de allí. La carrera, mientras tanto, seguía igual que antes. Estaba siendo un día muy diferente al que Trajano había pensado disfrutar.
El lanista, entretanto, retornaba a su asiento fuera del palco imperial. Se sentó despacio en lo que intentó que fuera un gesto de sosiego, pero sudaba profusamente por la frente. Si Senex no regresaba vivo de su enfrentamiento con el bestiarius, su vida como lanista habría tocado a su fin. Incluso puede que la ira del emperador se desatara contra él. Tenía que abandonar el Circo Máximo, reclutar a pretorianos y descender a los sótanos del anfiteatro Flavio, pero no podía hacerlo, no podía ausentarse. Si el César requería de nuevo su presencia y no estaba allí… Las gotas caían a plomo por sus sienes.